—¿Mañana? —ni siquiera me molesto en ocultar mi emoción.
—Sí, mañana, pero sécate ese pelo rápido, no querrás pescar una gripe.
No necesita repetirlo dos veces.
«¡Ay!, espérame un poco más Emil, que allá voy»
Irah ha decidido ayudarme sin poner trabas. Lo sé porque, en cuanto me desperté hoy por la mañana, se mostró bastante amigable. Incluso sirvió desayuno, pese a que la noche anterior, me esperó despierto hasta las tres de la mañana, hora en que al fin terminé de secarme el cabello. Como si eso fuera poco, me arrastró de un brazo hasta el pozo, a sólo unos metros de la cabaña con la intención de mostrarme algo vital en la búsqueda de Emil.
—¡Ay! tenga cuidado, no soy de fierro —exclamo cuando me arrastra de un brazo hasta el borde del pozo.
El gato usa mucho esto de “arrastrar” a las personas hacia algún lugar, quizás es algo característico en su especie: la falta de paciencia. Lástima, lo prefiero delicado, aunque sólo se da cuando duerme. Lo sé porque me desperté varias veces en la madrugada, sólo para comprobar que seguía dormido, o en el caso contrario, salir corriendo antes de los típicos gritos e interrogatorios que vienen después del formateo de mentes. O aún peor, constatar que él había salido huyendo despavorido al ver a una desconocida durmiendo a su lado.
—Tampoco yo, pero parece no importarte.
Me distrae ese comentario, pero lo dejo pasar cuando se lleva una mano a su frente como protegiendo sus ojos del sol, luego apunta hacia la derecha. Imito su gesto y me cubro intentando captar lo que él ve.
—Ven aquí —no es una sugerencia, me agarra de la cintura como si fuera peso pluma y me sube en la base del pozo.
Me quedo quieta, mirándolo fijo, hoy no trae sus pantalones azul sino unos color beige y la camiseta que le cubre el cuerpo es de un gris oscuro. Agradezco su vestimenta, ya me estaba hartando de ver sólo su piel, día y noche. De repente, mientras nos miramos, se me pasa por la cabeza que quiere arrojarme en el hoyo, pero la descarto, no tiene lógica. No hubiera pasado por tanto sólo para deshacerse de mí de una forma tan banal.
Tal vez esta es su manera de conseguir agua.
—Gatito, necesitamos un balde —le recuerdo.
—Olvídate de eso, luego el agua, ahora pon atención ahí.
Vuelvo a imitar su gesto, al principio todo lo que veo son árboles, incluso si elevo mi vista hacia el cielo, por encima de su copas, no hay nada a excepción del azul puro que me hace evocar los ojos de Emil y luego nada.
—Sigue intentando —me dice con voz suave, percatándose de mi vacilación. Concentro toda mi energía y pruebo otra vez y sólo veo verde, verde y…
—¡Todo es verde!
—No todo. Tú cara por ejemplo, está blanca, parece leche —se burla y me da un poco de vergüenza. Tal vez exageré con el bloqueador esta mañana, pero él no sabe lo dolorosa que son las quemaduras cuando se tiene una piel como la mía—. Prueba a la izquierda.
Volteo mi cuerpo hacia donde él ordena y la veo. Es gigante, tan alta como para perderse en el cielo, poderosa e inalcanzable. Parece nacer en algún punto medio del horizonte.
—¡La gran torre! —Exclamo sin pensar—, ¡la encontró!
—Sí, La Große, ¿No soy un genio?
—¡Sí que lo es!
Estoy tan feliz que podría cantar, quiero hacerlo, muero por hacerlo aunque lo hago fatal. Oh mierda, me arrojaría a sus brazos, se siente bien cuando me abraza, es algo nuevo. No había experimentado nunca algo parecido, ni siquiera con Emil.
—Entonces, ¿cuál es el plan Oh-gran-genio? —pregunto, mientras intento bajarme y rechazo su mano cuando él hace ademán de ayudarme a bajar. Pero cuándo me mira ofendido, sé lo que está pensando: soy una mala agradecida, pero es todo lo contrario, me siento demasiado agradecida, demasiado en deuda. Además no me gusta la forma en que me siento a su lado, segura, a salvo. No quiero depender de él porque no sé cuánto tiempo va a durar, incluso si resulta real, si de verdad recuerda, no existe un futuro donde podamos continuar el viaje juntos, ya que tengo a Emil, Irah sólo me va a ayudar, el tiene su mundo, tiene su cabaña, su bosque. Él tiene una vida y yo no formo parte de ella.
—Primero ir por agua.
—¿Dónde está el balde?
—Ahora gira a tu derecha y mira hacia el piso —lo hago y ¡que tonta! Hay dos y son lo bastante grandes como para no pasar desapercibidos, ambos están apilados uno sobre el otro a sólo unos pasos de mí.
—¿Promete no mojarme? —le pregunto, todavía temerosa por su jugarreta de ayer en el lago.
—¿Y arruinar ese maquillaje? —me responde haciendo alusión a mi exceso de bloqueador, luego se lleva una mano al corazón y retrocede con una expresión ofendida que es cien por ciento fingida. Ese gato es un actor incorregible—. No soy esa clase de persona ¿Por quién me tomas, Aya? No soy un gato cruel.
Nos pasamos otros quince minutos llenando los cubos. Bueno, él llenándolos y yo mirando, Irah insistió en que sería más un estorbo que una ayuda. Al principio me negué a dejarlo mandar. Claro, eso fue antes de que el gatito se acercara a mí con actitud firme, pero a un ritmo endeble. Sus pisadas, esa pierna y su cojera, me hicieron recordar que, anoche él se había herido al ir por mí, por lo que automáticamente me obligué a no discutir. Ya lo había jodido todo una vez, si continuaba dejándome dominar por el orgullo no haría más que arruinarlo todo, otra vez. Además al verlo lastimado constaté que no era el gato invencible que parecía ser en un inicio.
Hoy se trataba de agua, mañana podría tratarse del rescate de Emil. Así que tomé una decisión: no más orgullo en lo que quedaba de travesía, por lo menos no tanto y no frente al gatito, mi único aliado.
Cuarenta minutos más tarde, una vez que hemos recolectado agua, bayas y sebiata para hacer jugo, nos regresamos a la cabaña. Nos tardamos el doble de lo que me hubiera llevado a mí ir sola. Pero no me quejé.
No. Nada de berrinches.
Mientras me quito las sandalias y deshago mi trenza, observo a Irah cocinar. Posee una técnica algo arcaica, pero huele bien e imagino que el resultado no estará mal.
—Ya hemos perdido cuatro días —le digo ligera, sin ánimos de presionar, pero con el mensaje intrínseco de: “hoy puede ser un buen día para dirigirnos hacia La Große.
Ira no responde, parece concentrado mientras muele la sebiata con una roca de forma ovalada.
—Tal vez, después de comer —sugiero, mientras arrastro una de las sillas y me acomodo en la mesa junto a él. Estamos bastante cerca, tanto que puedo ver a gran detalle el jugo de la sebiata, tiene un color rojo oscuro como la sangre, siento cómo se me revuelve el estómago—, supongo que no será fácil así que lo mejor es que partamos bien alimentados —digo aún asqueada por la imagen que me formé del jugo de sebiata. Era imposible no compararla con el color y textura de la sangre. Asco.
—Tienes que estar loca si piensas que nos presentaremos allá después de la comida —dice sin mirarme y casi pierde un dedo al moler la fruta sin mirar. Ambos gritamos al ver el líquido rojo correr por sus dedos.
«¡Virgen bendita!» exhalo al ver que él sonríe y yo comprendo que no es sangre.
—¿Entonces? ¿Qué tiene en mente? Porque ya me estoy quedando sin ideas.
—Para empezar, no hemos perdido cuatro días: tú estuviste dos y medio inconsciente. Luego, decidiste ir a jugar a la exploradora en el bosque. Ya van dos veces en plan Caperucita ¿No será mucho? Son las once —mueve su muñeca y me enseña un reloj que nunca antes le había visto, es de oro y tiene apuntada no sólo las manecillas del minutero y segundero, sino que además, en la parte de inferior, justo por debajo del número seis, hay un pequeño recuadro con una cuenta regresiva.
—¿Lo ves? No necesitas preocuparte por el día cuatro. Apenas empieza.
—¿Qué es eso? —digo en referencia a la cuenta regresiva de su reloj, pero Irah gira la mano rápidamente y continúa machacando la sebiata.
—Un reloj.
—Sabe que no me refiero a eso.
Irah suelta la roca y se gira a mí, sus misteriosos ojos amarillos me provocan otra vez esa sensación insondable y pienso en el sol, en su calor.
—Anaya —dice mi nombre completo y su tono es pura exasperación contenida—. Haces demasiadas preguntas.
—¿Muchas?
Él asiente y un atisbo de sonrisa quiere escapar del borde de su boca.
—Demasiadas, no quiero mentirte, pero no me estás dejando otra opción —desliza el pulgar por el cuenco de fruta molida, se lo lleva a la boca y succiona
—Maldición, esto está bueno —Irah parece disfrutar el sabor, se gira hacia mí con una sonrisa nerviosa. Me ofrecerá su dedo ¿Lo hará? ¿Serán los gatos capaces de compartir algo así de íntimo? Martha Brooke y Patrinix Anouk hacían cosas como esas, pero era distinto, eran hermanas, mujeres, descendientes de La Grata como Emil y yo. Por lo que sé, los gatos no hacen cosas como esas. Confirmado, no lo hacen, ya que Irah limpia el dedo en su camiseta azul y continúa machacando.
—Como te decía, son apenas las doce, dudo que alcancemos siquiera a almorzar. Nos tomaremos este jugo energético, pelaré un par de bayas para el camino y ya veremos en casa.
Me cuesta un momento procesar todo esto, cuando por fin lo asimilo pregunto.
—¿Va a llevarme a su casa?
Él asiente.
—Pero, ¿acaso no estamos en ella?
—Te dije antes que esta era una cabaña —estira el brazo para alcanzar un jarro y saca un colador diminuto de él—, podríamos decir que estoy tomándome unas merecidas vacaciones.
—¿Vacaciones? —pregunto, mientras el gato vacía el jugo de sebiata en el jarro y los trozos de fruta se quedan atrapados en el colador.
—¿No tienen vacaciones en la Grata?
Niego.
—Ni siquiera sé lo que son.
—Bueno, son algo así como. ¿Tienen trabajo al menos?
—Por supuesto, tenemos profesoras, enfermeras. Está Nissi, la dea-mater, nuestra gobernadora, ella es quién dirige nuestra familia.
—Querrás decir ciudad —responde él escéptico—. Ten.
Tomo el vaso que Irah me ofrece, un poco aprensiva por el color.
—Anda, pruébalo.
—Ya, es que no tengo sed.
—Qué mala mentirosa eres. Mira, si te sirve de consejo, cerrar los ojos ayuda. Sé que el color no es de lo mejor, pero su sabor es increíble.
Hago lo que él me dice y noto que Irah tiene razón, en realidad el jugo no tiene mal sabor, por el contrario, sabe increíble. Quién hubiera pensado que el jugo de Sebiata podría ser tan sabroso.
—Son las bayas —me dice él después de que se me escapa un suspiro— le dan el toque dulce. Bueno, mientras tú te acabas eso, yo te explicaré lo que son las vacaciones.
Y entonces, Irah se pone a hablar sin descanso, incluso un poco molesto. Es como si no pudiera creerse que yo provenga de un lugar donde no tenemos derecho a “descanso de nuestras obligaciones”, como bien lo definió él.
—¿En qué trabajas?
—Con computadoras, ya te lo dije. A todo esto, ¿qué edad tienes? Se me olvidó preguntarte eso.
—Quince —él escupe el jugo y empieza a ahogarse. Temiendo que se le haya pasado alguna pepita de las bayas, me paro de la silla y comienzo a darle palmaditas en su espalda con una mano y levantarle los brazos con la otra.
—Estoy bien —dice—, ¡Dije que estoy bien! —. Ahora levanta la voz y se sacude de mí, no añade nada más, supongo que me excedí con los golpes, pero podría jurar que lo oí susurrar algo como: «Quince… Joder»
Antes de partir me aseguro de llevar todo, el reloj en mi muñeca, la mochila cargada. Esta vez, por orden de Irah llevo mis pantalones largos en lugar de los cortos, ni siquiera me preocupé en discutir, mejor así, ha estado malhumorado desde que salimos de casa. También insistió en que llevara el chaleco con gorra, así podré cubrirme el cabello, además de los brazos, cuello, en resumidas cuentas, toda la piel.
Es un tanto absurdo dada la temperatura, sobre todo porque él seguía con sus cómodos pantalones beige y esa camiseta delgada azul puro como los…
—Gato —digo, alejando de mi mente la imagen de Emil y sus ojos azules.
—¿Ah?
Él ni siquiera se detiene o se gira a mirarme, por el contrario, sigue caminando y —pese a su cojera— me lleva ventaja. Lo miro caminar y me doy cuenta que no es rápido, sólo resistente. Fuerte como un roble, yo en cambio, estoy derritiéndome bajo toda esta ropa.
«¿Por qué tiene que ser tan mañoso?»
«¿Qué tal si termino frita? »
«¿Qué sucedería entonces?»
—Me estoy asando.
—Ya falta poco, aguanta un poco más.
—Eso fue lo que dijo hace media hora —digo mientras exprimo mi barrita de bloqueador y me aplico otra capa más sobre la piel de la cara, arde como una condenada.
—No seas llorica.
—Explíquemelo otra vez entonces, explíqueme cómo sabe que no moriremos fritos de un momento a otro.
—Sólo lo sé.
—Pero el sol es tremendo.
—Ya, pero nadie muere frito por eso.
Mis labios resecos tienen una idea muy diferente, pero omito eso. Estoy demasiado exhausta para replicar, además es incómodo caminar con la ropa interior empapada de sudor, por no mencionar asqueroso.
—Alguien tendría que enseñarle modales.
Pasó otra media hora, antes de que Irah se detuviera frente a un poste, muy parecido a los que habían en La Grata. Prácticamente me arrastré hasta ahí y el gato tuvo que esperar unos seis minutos para que le alcanzara.
Debemos lucir ridículos, ambos recostados sobre el mástil de concreto, a espaldas del otro. Esa era la escena hasta que Irah rompió el silencio, supongo que es más fácil conseguir respuestas justo en momentos como estos: cuando estás exhausto, sediento y sin poder ver la cara de tu interlocutor.
—Cómo te diste cuenta que eras…
—¿Defectuosa?
Lo escucho reír.
—No. En realidad, iba a usar la palabra especial —se toma su tiempo—. Diferente, ya sabes distinta al resto.
—Lo mismo, un jodido bicho raro.
Su brazo se desliza por el poste y sacude al mío.
—No es verdad Aya —dice aún sin soltarme.
Agradezco que estemos aquí, en medio de la nada, rodeados de árboles y un sol resplandeciente, sobre todo, doy gracias por el poste que impide al gato verme, porque yo Anaya Sonnenschein, estoy a punto de romperme.
—Escucha muy bien lo que te voy a decir —carraspea—, y ¡por favor, no te alarmes! ¿Vale?