—¿Has pensado en lo que harás una vez que recuperes a tu amiga? —pregunta Irah, doy un vistazo a mi espalda y Jairo se está despidiendo de nosotros con la mano, le devuelvo el gesto, el gatito sigue caminando bajando la visera de su gorra negra, la que le hace juego con su camiseta. Hubiese preferido una camiseta negra, la mía me hace lucir como un gatito débil, no me gusta el blanco, pero supongo que da más credibilidad, dado mi tamaño.
—La sacaré de ahí, claro —respondo.
—Ya, pero qué harás luego. ¿Piensas regresar con ella a La Grata aun sabiendo que no te recordará?
—Ella lo hará.
—Sabes que no me refiero a eso.
—Supongo que tengo que pensarlo. Podríamos vivir en el bosque.
Irah hace sonar su garganta y me da una mirada maliciosa.
—¿Te refieres a mi cabaña?
—Esto. Bueno, he estado pensando y…
—Sigue pensando, porque no te la daré.
Irah dobla en la próxima esquina y me lleva con él a rastras.
—¡Ay!.. —grito porque aún no me acostumbro a su brusquedad—. Me refería a un préstamo —intento explicarle.
Un letreo nos da la bienvenida. “El núcleo del Placer” cita en letras mayúsculas, colores vistosos y centelleantes: prenden y apagan, prenden y apagan, aún en este día, todo asoleado lo noto. Me agrada el contraste que hace con las sobrias vestimentas que acostumbran usar los gatos, los que ahora he visto por montón.
Mientras seguimos avanzando, no puedo dejar de mirar el cartel…
—Son luces de neón —me explica Irah como si hubiese leído mi mente, ya que me estaba preguntando qué tipo de pintura habrían utilizado.
—Qué es el neón.
—Cosas de gato —responde, como siempre que no quiere explicarme algo al detalle.
Desvío la mirada unos centímetros más abajo y hay otro cartel, pero más ordinario. De hecho, se parece mucho a las señas que usamos en La Grata para diferenciar zonas.
—Av. Laqueos —leo en voz alta.
—Exacto, es la Avenida principal, así que te recomiendo actuar normal. Ya sabes…
—Lo pillo. Es cosa de gatos —imito su habitual retórica.
—Exacto.
La Av. Laqueos es una calle peatonal muy ancha, está dividida por jardines y escaños donde los gatos se sientan a descansar o simplemente a socializar, la bordean vitrinas que ofrecen una multiplicidad de productos, desde ropas elegantes a extravagantes; muebles de diseños extraños, juguetes, licorerías, etcétera. Irah me saca de mi ensimismamiento, desviándome hacia el otro extremo de la calle, donde está la juguetería “69ºF”, la que segundos antes, había llamado mucho mi atención porque vi salir de ahí a un gato gordo, vestido de negro y arnés de cuero, acompañado de una mujer encadenada del cuello. «Esto se pasa de anormal. Como si la mujer fuera una mascota de compañía».
No quise comentarle a Irah sobre lo extraño que fue divisar eso, después de todo sé cómo responderá: “Es cosa de gatos”.
Seguimos avanzando y noto algo en lo que antes no había reparado. En los tejados de las tiendas, no todas, pero sí la gran la mayoría, hay unas gigantografías con la imagen de un gato de cara alargada, pelo rubio y nariz aguileña. Está en una pose relajada, agradable e incitadora. Cada afiche tiene escrito en su base: “Bienvenidos al Centro de Recreación de la jurisdicción siete”.
—¿Quién es él? —susurro, apoyándome en el hombro de Irah para acercarme a su oído y evitar ser escuchada por los transeúntes.
—Es el Gobernador de La Große, —dice, luego baja más el tono y agrega—. La Gran Torre.
—¿Así se llama esta ciudad?
—No pensarás que teníamos una torre sólo para acicalar nuestras uñas de gatos, no es así.
—Bueno, no, pero tampoco imaginé que el nombre fuera tan poco, corrijo, nada original.
—Todo el tiempo pensé que me hablabas de la ciudad.
—¿Cuándo se dio cuenta que me refería a la otra torre?
—¿Bromeas? ¡Acabo de hacerlo!
Entrecierro los ojos, es obvio que me está mintiendo, dejo pasar sus bromas porque la verdad, no me interesa la falta de imaginación de los gatos para nombrar ciudades, lo importante para mí en estos momentos, es el felino de las gigantografías.
—Es… Bueno, el, este, ¿cómo dijo? ¿Gobernador? —él asiente—, se parece bastante a usted.
Irah se tensa, los músculos de su mandíbula se traban y traga fuerte.
—Qué cosas dices, ya ves, la mata de pelos bajo tu gorra te ha inhibido la oxigenación del cerebro.
—Tal vez. Y si tengo suerte, también se arregla mi desperfecto.
—Para con eso, estás perfecta tal como estás. A todo esto, es bueno verte con la cara libre de crema —murmura bajito ya que mientras avanzamos, un par de gatos pasa por nuestro lado.
Nos detenemos por un momento frente a la farmacia, hay una fila enorme en la entrada del local, dirijo mi vista hacia el arriba y puedo ver en detalle la fotografía del gato gobernador.
—¿Cómo se llama? —pregunto a Irah, quién sigue igual de tenso—. Evian —dice entre dientes—. A partir de ahora mantente muda ¿Está bien?
—¡Uf!, este centro recreativo es tan popular que debe tener un montón de cosas divertidas, como piscinas y toboganes.
Gatito se gira hacia mí y agranda sus ojos en advertencia. Qué bien Anaya, ahora está irritado. Comprendo mi error y sello mis labios imitando una cremallera imaginaria con los dedos. Él había pedido silencio.
—Andando.
Sigo a Irah por la corrida de vitrinas, me mantengo atrás, a unos escasos dos pasos de distancia. Él no me agarra como es su costumbre para instarme a seguirlo, de hecho apenas me toca.
Siento las miradas felinas posándose sobre mí. Saco provecho de esa situación e intento relajarme imitándolos. También los miro, camino como ellos, muevo los brazos y hago movimientos bruscos, sacando de mi esencia todo índice de feminidad, si es que alguna vez la tuve. Mientras sigo a Irah, los vuelvo a mirar, pero esta vez de reojo, compruebo que he desviado un poco su atención. No la de todos, así que sigo con mi actuación guardando mis manos en los bolsillos del pantalón y caminando un poco encorvada, como lo hacía el gato gordo que vestía con un arnés de cuero en la tienda de juguetes.
—Permiso —se excusa Irah cuando atravesamos la fila llena de gatos malhumorados. No sé entonar la voz grave de los gatos, así que me limito a hacer esa otra cosa que gatito repite con facilidad: carraspeo.
La fila de gatos se abre un poco, lo justo para que pueda pasar chocando mis hombros con las largas extremidades de los felinos. No estoy segura, pero podría jurar que lo hacen a propósito. Si es así, qué falta de educación.
—Arréglate la gorra —me dice Irah cuando llegamos al final de la cuadra. Acaba de apoyar su cabeza en la pared de una carnicería mientras baja aún más la visera de su gorra, no entiendo el porqué. Soy yo quién debe pasar desapercibida, no él. Sé que tiene un corazón bastante grande y me ayuda de forma desinteresada, pero está exagerando. ¡Es un gato! no tiene necesidad de ocultarse.
En ese momento comienzo a recordar todos sus cuidados y… ¡Dae-Matter! Irah es tan considerado, ahora lo comprendo, me está dando apoyo moral. Insisto, fui tan tonta al desconfiar de él. Me acerco al gatito e imito su gesto apoyando mi cabeza sobre el muro.
Miro hacia el frente y me encuentro la imponente torre, deduzco que sólo está a una calle de nosotros. En mi recorrido visual, veo a más mujeres vestidas como la “mascota” del gato de la juguetería. No me sorprende tanto porque están libres de amarras. Una de ellas es rubia y la otra castaña, las dos usan ese peinado anómalo que solía llevar Jarvia: el cabello les cae por los hombros y unas diminutas trenzas más largas que el resto rozan sus hombros. Están sentadas a nuestra derecha, en el borde de la vereda. La más alta, estira su cuello para mirarnos, y diviso en su cuello un grueso collar que brilla como el metal. Salgo de mi error, no están libres.
—Olvídalo —me dice sin percatarse de ella y suelta un suspiro cabreado—, lo haré yo.
Gatito sujeta mi gorra con delicadeza y la desliza hacia abajo con mucho cuidado para que no se me desarme el moño.
—Qué tierna —suelta una risita infantil y me pincha la nariz con el dedo—. tienes pecas.
—¿Tierna? —frunzo el ceño—. Nunca antes me han dicho así.
—Supongo que nunca antes conociste a un gato como yo.
Irah lleva toda la tarde haciendo comentarios como esos, dolorosos en el subtexto y literalmente sin sentido, no les vería tanta turbiedad si no los acompañara una sonrisa ladina. Y hablando de sonrisas; el gatito se lame los labios lentamente, lo suficientemente lento para que yo reaccione y aparte la mirada de su boca.
—Mierda —él me agarra del brazo como hace siempre, pero me suelta casi de inmediato como si acabara de recordar algo—. Hay que apurarnos.
Cruzamos la calle corriendo con furia y, antes de perdernos vuelvo a mirar a las mujeres sentadas en la vereda y noto que otra vez estaba equivocada, ellas no estaban viéndome, lo miraban a él.
En la medida en que nos acercábamos, fui perdiendo la cima de La Große. Había menospreciado su magnificencia. ¡Era enorme!, de hecho cuando llegamos al muro que la antecede, no pude ver sus esquinas o curvaturas, para ser más exacta. Debe medir como dos kilómetros de radio y no posee una sola ventana.
—Está cerrada.
—No me digas —replica Irah dando una patada al enorme muro. Me dejo caer al suelo y observo hacia el cielo y se manifiesta ante mis ojos, lo que ya me temía desde que veníamos hacia acá: La Große se pierde entre las nubes.
Me pongo de pie y comienzo a caminar siguiendo el trayecto de la pared, siempre mirando hacia arriba y me detengo cuando diviso unas campanas. Llamo a Irah.
—¿Para qué son? —pregunto indicando en su dirección, sin bajar la vista.
—Ocasiones importantes, horarios de comida, toque de queda y si son tres, se trata de una emergencia.
—Necesitan de una alarma que les avise cuándo deben ir a comer.
Él apoya ambos brazos en el muro e inclina su cabeza, la que queda colgando entre sus extremidades en un gesto de rendición, como abatido, y con su mirada fija en el piso. Los músculos de su espalda se tensan y los globos que antes me parecían repugnantes, hoy comienzan a… No lo sé, a parecerme normal. No están tan mal. Es mucho más musculoso que yo, eso es todo.
—¿De verdad pensaste que estaría abierta? —Irah sigue con su vista clavada en el suelo, recuerdo la conversación que mantuvo con Jairo en la cocina.
«No estoy seguro, había pensado en ir dentro de unas horas»
«¿Estás loco?»
«No hablo de introducirme en la torre, sino de reconocer el terreno»
«Es estúpido. Menos de una semana con la chiquilla y ya te chafó un tornillo»
«Jairo, tú no la conoces, si no la llevo hoy se trastornará toda»
«¿Piensas disfrazarla o algo? »
«No tengo más opciones»
—No.
—Pero querías verla —él gira su rostro lentamente hacia mí.
¿Cómo nos veremos desde afuera? Él pateando la pared, y yo, nuevamente desparramada en el piso. No parece la mejor forma de pasar desapercibidos.
La gran torre está rodeada por cuatro calles principales, nosotros tomamos la Avenida Laqueos, pero hay tres más; más mujeres mirándolo raro, más gatos observándome con sospecha, sin tragarse mi farsa. Otros centros…
—Supongo que mentí.
—No, no lo hizo. Prometió traerme y lo cumplió. El resto es cosa mía.
Poco a poco me pongo de pie y giro mi cabeza hacia la torre, apoyo mi oído contra la fría superficie de granito e intento oír algo de Emil, pero es en vano.
Y ahí está otra vez, ese dolor en mi pecho, esa necesidad tan antigua como el tiempo. ¿Qué importa si no puedo verla u oírla? Ella está aquí, puedo sentirlo, en algún rincón de esta maldita torre la tienen encerrada.
—Voy a encontrarte Emil —le prometo a mi amiga, aunque sé que no me puede escuchar—. Voy a recuperarte —insisto, tratando de encontrar el valor, intentando convencerme de que este viaje no ha sido inútil. Deposito un beso en la torre y luego me giro hacia Irah.
—Estás llorando —me avisa y aprovecha de enderezarme el grueso cinto de mi cuello, al que Irah llama corbata.
Paso una mano por mis ojos y ésta queda húmeda.
—No me había dado cuenta.
—Lo sé.
—¿Cómo lo supo?
Vuelve a pincharme la nariz y me sonríe. Sin embargo, nunca antes me había parecido más triste que ahora.
—Porque hay un montón de otras verdades que están frente a ti y las ignoras.
Pestañeo aturdida presa de la sorpresa, el sol y sí, también de Irah.
—Mierda, las cinco —dice él con la vista en el cielo.
—¿Dónde vio la hora?
—Allá —apunta con el dedo a un aparador y efectivamente, hay un número cinco con dos puntos seguidos y dos ceros escritos en un verde chillón.
—¿Aún hay tiempo?
—Sabes perfectamente que hoy no conseguiremos más que patear esta maldita cosa.
—Pero supongo que tiene un plan B.
—No sería un gato si no lo tuviera.
—Ahora tenemos que apresurarnos, recoger nuestras cosas y salir de aquí.
La casa de Irah estaba vacía.
—¿Y Jairo?
—Tiene que haber salido de farra por ahí —responde sacándose la gorra y pasándose una mano por la frente sudada. Camina rápido dándome la espalda.
—¿Qué significa salir de farra?
Él me mira por encima del hombro, ojos hambrientos y el pelo alborotado.
—Eres muy joven para explicártelo, así que sólo diré: es cosa de gatos.
—¡Oiga! —Hago una cuenta mental de los días en que he estado fuera de La Grata y luego agrego—. Cumplo dieciséis en marzo, exactamente en veinte y nueve días.
—Genial, todo un adulto —dice y luego mira a nuestro alrededor como si buscara algo, al parecer no lo encuentra, porque se dirige hacia la escalera. Yo lo sigo pisándole los talones.
—Sabe, tal y como lo veo, usted tampoco es un adulto.
Irah no parece tener el interés en lo que digo, por el contrario, comienza a subir la escalera a zancadas.
—Además, no creo que “farra” sea algo tan interesante, y dado la experiencia, eh, este… Usted recuerda que su ciudad se llama como la torre ¿no? En fin, creo que “farra” no es algo tan terrible como para que lo censure por edades.
—Ahí te equivocas —se para en la baranda y se empieza a quitar la camiseta negra. Automáticamente desvío la vista y el entorna los ojos, como si se lo esperara venir—, tiene un montón de interés.