Y de este talante se acercaron a los hombres en un gran claro donde los renegados habían encendido una fogata y estaban cociendo carne de antílope. Nunca habían visto a sus hombres tan lustrosos y acicalados. Hasta entonces siempre habían sido cadavéricos, pues en el pasado nunca habían vivido tan bien como desde el día en que Tarzán de los Monos le había dado armas al hijo de la Primera Mujer. Mientras que antes se pasaban la vida huyendo aterrorizados de sus terribles mujeres, sin apenas tiempo para cazar comida decente, ahora gozaban de ocio y paz mental y sus armas les permitían conseguir carne que de otro modo sólo habrían probado una vez al año. De las orugas y gusanos habían ido evolucionando hasta una dieta casi constante de carne de antílope.
Pero las mujeres prestaron muy poca atención al aspecto físico de los hombres. Los habían encontrado y eso era suficiente. Se estaban aproximando con sigilo cuando uno de los hombres levantó la vista y las descubrió, y tan insistentes son las demandas de un hábito que olvidó su recién descubierta independencia y, poniéndose en pie de un salto, echó a correr hacia los árboles. Los otros, sin esperar a conocer la causa de su precipitación, lo siguieron pisándole los talones. Las mujeres corrían por el claro cuando los hombres desaparecieron entre los árboles del otro lado. Las primeras sabían lo que harían los hombres. Una vez en la jungla se detendrían detrás de los primeros árboles y mirarían atrás para ver si sus perseguidoras iban en su dirección. Esta tonta costumbre de los machos era lo que había permitido a las hembras, menos ágiles, capturarlos fácilmente.
Pero no todos los hombres habían desaparecido. Uno se había detenido tras los primeros pasos de su enloquecida carrera hacia la seguridad y había girado en redondo, haciendo frente a las mujeres. Era el hijo de la Primera Mujer, a quien Tarzán había impartido algo más que el conocimiento de nuevas armas, pues del Señor de la Jungla, al que adoraba con devoción perruna, había adquirido los primeros rudimentos del valor, y por esto sucedió que cuando sus compañeros, más timoratos, se pararon detrás de los árboles y miraron atrás vieron a éste de pie, solo, afrontando el ataque de cincuenta hembras enfurecidas. Lo vieron poner la flecha en el arco y las mujeres también lo vieron, pero no entendieron —inmediatamente— aquella acción; después la flecha salió volando y la mujer que iba al frente se desplomó con la saeta clavada en el corazón. Las otras no se detuvieron, porque aquello había sucedido tan deprisa que no había penetrado aún en sus espesos cráneos el significado de la acción. El hijo de la Primera Mujer puso una segunda flecha en el arco y la lanzó. Cayó otra mujer, rodando sobre sí misma, y entonces las otras vacilaron; vacilaron y se sintieron perdidas, pues aquella pausa momentánea dio valor a los otros hombres que atisbaban detrás de los árboles. Si uno de ellos podía hacer frente a cincuenta mujeres y lograr que se pararan, ¿qué no podrían conseguir once hombres? Se precipitaron hacia las mujeres con lanzas y flechas justo en el momento en que renovaban su ataque. Las piedras emplumadas volaban en abundancia y velozmente, pero las flechas de los hombres eran más rápidas y precisas. Las mujeres que iban al frente avanzaron valientemente para quedar a una distancia de ellos que les permitiera utilizar las porras y apoderarse de los hombres con las manos, pero comprendieron que las lanzas eran armas más formidables que las porras. Así, las que no cayeron heridas dieron media vuelta y salieron huyendo.
Fue entonces cuando el hijo de la Primera Mujer dio muestras de poseer un asomo de dotes de mando que decidieron el resultado aquel día y, quizá, para siempre. Su acción hizo época en la existencia de los zertalacolols. En lugar de contentarse con hacer huir a las mujeres, en lugar de dormirse en los laureles gloriosamente ganados, se volvió contra su enemigo atávico y cargó contra él, indicando a sus compañeros que lo acompañaran, y, al ver que las mujeres huían de ellos, tanto se entusiasmaron con esta inversión de una costumbre secular que echaron a correr en su persecución.
Pensaron que el hijo de la Primera Mujer tenía intención de matar al enemigo, y por tanto se sorprendieron cuando lo vieron atrapar a una joven hembra, agarrarla del pelo y desarmarla. Tan notable les pareció que uno de ellos no matara de inmediato a la mujer que tenía en su poder que se pararon y se reunieron en torno a él, haciendo preguntas en su extraño lenguaje de signos.
—¿Por qué la retienes?
—¿Por qué no la matas?
—¿No tienes miedo de que te mate? —Estas fueron algunas de las muchas preguntas formuladas.
—Voy a quedarme con ella —respondió el hijo de la Primera Mujer—. No me gusta cocinar. Ella cocinará para mí. Si se niega, le pegaré con esto —y dio un golpecito con la lanza en las costillas de la joven mujer, que se encogió y cayó de rodillas asustada.
Los hombres dieron saltos de excitación cuando el valor de este plan y el evidente terror de la mujer hacia el hombre penetró en su embotada alma.
—¿Dónde están las mujeres? —se preguntaron unos a otros; pero las mujeres habían desaparecido.
Uno de los hombres echó a andar en la dirección por la que se habían ido.
—¡Yo voy! —exclamó—. ¡Regresaré con una mujer que cocine para mí!
Los otros lo siguieron en tropel, dejando al hijo de la Primera Mujer solo con su hembra.
—¿Cocinarás para mí? —preguntó, volviéndose hacia ella.
A sus signos ella respondió con una mueca hosca y malhumorada. El hijo de la Primera Mujer levantó su lanza y con el grueso mango dio un golpe en la cabeza de la joven, que cayó al suelo. Se quedó en pie junto a ella, gruñendo y frunciendo el entrecejo, amenazándola con seguir pegándole, mientras ella se encogía de miedo en el suelo, donde había caído. Él le dio una patada en el costado.
—¡Levántate! —ordenó.
Poco a poco ella se puso de rodillas, abrazó las piernas del hombre y lo miró con expresión de adulación y devoción perrunas.
—¡Cocinarás para mí! —volvió a exigir.
—¡Siempre! —respondió ella en el lenguaje de signos de su gente.
* * *
Tarzán había permanecido poco tiempo en la pequeña habitación contigua a aquélla en la que Zoanthrohago había recibido a Elkomoelhago, cuando lo llamaron para que compareciera ante ellos solo. Cuando entró en la habitación su amo le hizo señas de que se acercara al escritorio tras el que estaban sentados los dos hombres. No había nadie más en la habitación, pues incluso habían hecho salir a los guerreros.
—¿Estás seguro de que no entiende nada de nuestra lengua? —preguntó el rey.
—No ha pronunciado ni una sola palabra desde que fue capturado —respondió Zoanthrohago—. Suponíamos que era alguna forma nueva de zertalalcolol hasta que se descubrió que poseía una lengua mediante la cual era capaz de comunicarse con el otro esclavo trohanadalmakusiano. Es perfectamente seguro hablar delante él con total libertad, Todo Sabiduría.
Elkomoelhago lanzó una rápida mirada recelosa a su compañero. Habría preferido que Zoanthrohago se hubiera referido a él con el título de Todo Gloria; sus implicaciones eran menos definidas. Podía engañar a los demás, incluso a sí mismo, en cuanto a su sabiduría, pero era perfectamente consciente de que no podía engañar a Zoanthrohago.
—Nunca hemos hablado extensamente —dijo el rey— de los detalles de este experimento. Por este motivo he venido hoy al laboratorio. Ahora que tenemos aquí al sujeto, entremos en materia y determinemos cuál será nuestro próximo paso.
—De acuerdo, Todo Sabiduría —respondió Zoanthrohago.
—Llámame zagosoto —espetó Elkomoelhago.
—Sí, zagosoto —dijo el príncipe, utilizando la palabra minuniana que significaba jefe real, o rey, como Elkomoelhago le había ordenado—. Hablemos del asunto. Ofrece posibilidades de gran importancia para tu trono. —Sabía que lo que Elkomoelhago quería decir con hablar del asunto consistía sólo en recibir de Zoanthrohago una explicación detallada de cómo había reducido la estatura del esclavo Zuanthrol a una cuarta parte de sus proporciones originales; pero se propuso intentar obtener algún beneficio a cambio de la información, pues sabía que el rey la utilizaría para su propia magnificencia, sin dar mérito alguno a Zoanthrohago por sus descubrimientos o por las largas lunas que había dedicado a conseguir este maravilloso milagro científico.
—Antes de entrar en esta discusión, oh, zagosoto —dijo—, te ruego que me concedas un favor que hace mucho tiempo anhelo y hasta ahora no he osado pediros, sabiendo que no merecía el reconocimiento que deseo de mis escasos talentos y el escaso servicio que presto a tu ilustrísimo y justamente renombrado gobierno.
—¿De qué favor se trata? —preguntó Elkomoelhago con irritación. En el fondo temía a este hombre sabio, y, como era un cobarde, para él temer significaba odiar. Si hubiera podido destruir a Zoanthrohago, lo habría hecho de buena gana; pero no podía permitírselo, ya que del genio de este hombre salía toda demostración de capacidad científica que el rey podía efectuar, así como los notables inventos para la salvaguarda de su real persona.
—Concédeme un asiento en el consejo real —dijo sencillamente Zoanthrohago.
El rey se agitó, nervioso. De todos los nobles de Veltopismakus, él era el último al que desearía ver entre los consejeros reales, a quienes había elegido con referencia especial a su torpeza mental.
—No hay vacantes —dijo por fin.
—Al que gobierna a todos los hombres le sería fácil crear una vacante —sugirió Zoanthrohago— o crear un nuevo puesto; ayudante del jefe de los jefes, por ejemplo, para que alguien ocupara el lugar de Gofoloso cuando éste estuviera ausente. Por lo demás, no tendría que asistir a tus reuniones con el consejo, sino dedicar todo mi tiempo a la perfección de nuestros descubrimientos e inventos.
Elkomoelhago aprovechó la salida que le brindaban. No tenía ninguna objeción a que Zoanthrohago fuera consejero real y escapara así al gravoso impuesto sobre los ingresos, pues los que lo habían creado se habían preocupado de que no supusiera una carga para ellos, y sabía que probablemente ésta era la única razón por la que Zoanthrohago deseaba ser consejero. No, el rey no tenía ninguna objeción al nombramiento, siempre que el nuevo ministro no estuviera presente en las reuniones, pues incluso Elkomoelhago habría temido proclamar como propios todos los grandes descubrimientos de Zoanthrohago de estar éste presente.
—Muy bien —dijo el rey—: serás nombrado hoy mismo, y cuando quiera verte en las reuniones del consejo, mandaré a buscarte.
Zoanthrohago hizo una leve reverencia.
—Y ahora —dijo—, pasemos a hablar de nuestros experimentos, que, según esperamos, revelarán un método para aumentar la estatura de nuestros guerreros cuando acudan a la batalla contra nuestros enemigos, y para reducirlos a tamaño normal una vez hayan regresado.
—Detesto la mención de las batallas —exclamó el rey con un estremecimiento.
—Pero debemos estar preparados para ganarlas cuando nos vemos obligados a librarlas —sugirió Zoanthrohago.
—Supongo que sí —coincidió el rey—, pero una vez perfeccionemos nuestro método sólo necesitaremos unos cuantos guerreros; el resto podrá dedicarse a ocupaciones pacíficas y útiles. Sin embargo, prosigamos.
Zoanthrohago disimuló una sonrisa; se levantó, dio la vuelta a la mesa y se detuvo junto al hombre-mono.
—Aquí —dijo, poniendo un dedo en la base del cráneo de Tarzán—, como sabes, reside un pequeño cuerpo ovalado, de color gris rojizo, que contiene el líquido que influye en el crecimiento de los tejidos y órganos. Hace mucho tiempo se me ocurrió que interferir en el funcionamiento normal de esta glándula alteraría el crecimiento del sujeto al que pertenecía. Experimenté con pequeños roedores y obtuve notables resultados; pero lo que deseo conseguir, el aumento de la estatura del hombre, no he sido capaz de lograrlo. He intentado muchos métodos y algún día descubriré el correcto. Creo que estoy en el buen camino, y que sólo es cuestión de experimentación. Ya sabes que acariciarte la cara suavemente con un trozo liso de piedra produce una sensación agradable. Si aplicas la misma piedra a la misma cara de la misma manera, pero con mayor fuerza, produces una sensación diametralmente opuesta. Si frotas la piedra lentamente por la cara muchas veces, y después repites el mismo movimiento con rapidez el mismo número de veces, descubrirás que los resultados son muy diferentes. Estoy así de cerca de una solución; tengo el método correcto, pero no he encontrado, todavía, la aplicación correcta. Puedo reducir el tamaño de las criaturas, pero no puedo agrandarlo; y, aunque reducirlas es muy fácil, no soy capaz de determinar el período o tolerancia de su reducción. En algunos casos, los sujetos no han recuperado su tamaño normal antes de treinta y nueve lunas, y en otros lo han hecho en tan sólo tres. Ha habido casos en que la estatura normal se recuperó poco a poco durante un período de siete soles, y otros en que el sujeto pasó de pronto de un tamaño reducido al tamaño normal en menos de un centenar de latidos del corazón; este último fenómeno siempre ha ido acompañado de la pérdida del conocimiento cuando se ha producido en las horas de vigilia.
—Por supuesto —comentó Elkomoelhago—. Ahora, veamos. Creo que la cuestión es más sencilla de lo que imaginas. Dices que para reducir el tamaño de este sujeto le golpeaste con una roca en la base del cráneo. Por lo tanto, para aumentar su tamaño, lo más natural y científico sería darle un golpe similar en la frente. Ve a buscar la roca y probaremos si mi teoría es correcta.
Por unos instantes Zoanthrohago no supo cómo eludir la estúpida intención del rey sin humillar su orgullo ni despertar su resentimiento; pero los cortesanos de Elkomoelhago estaban acostumbrados a pensar con rapidez en emergencias similares y encontró enseguida una vía de escape a este dilema.
—Tu sagacidad es el orgullo de tu pueblo, zagosoto —dijo—, y tu brillante hipérbole la desesperación de tus cortesanos. En una hábil figura retórica, sugieres el modo de lograrlo. Invirtiendo la manera en que fue reducida la estatura de Zuanthrol deberíamos poder aumentarla; pero ¡ay!, lo he intentado y he fracasado. ¡Espera! Repitamos el experimento tal como lo llevamos a cabo en un principio y después, invirtiéndolo, quizá podamos determinar por qué en el pasado fracasé.
Cruzó rápidamente la habitación y se acercó a una serie de grandes armarios que cubrían la pared; abrió la puerta de uno de ellos y dejó al descubierto una jaula en la que había algunos roedores. Eligió a uno de éstos y volvió a la mesa, donde, con pinzas de madera y trozos de cuerda, lo ató firmemente a una tabla, con las patas abiertas y el cuerpo plano, apoyando con fuerza el exterior de la mandíbula inferior del animal en una pequeña placa de metal nivelada con la superficie de la tabla. Entonces acercó una cajita de madera y un disco grande de metal montado en vertical entre soportes que le permitían girar rápidamente al accionar una manivela. Montado rígidamente en el mismo eje que el disco giratorio había otro que permanecía fijo. Este último constaba al parecer de siete segmentos, cada uno de ellos de un material diferente a todos los demás, de los que sobresalía lo bastante un cepillo para presionar ligeramente el disco giratorio.