—Necesitaremos todo lo que podamos conseguir si tenemos que pasar por guerreros veltopismakusianos durante algún tiempo —dijo—. Conozco la fama de esta gente y sé que con el oro podremos comprar casi todo lo que necesitemos: la ceguera de los guardias y la complacencia de los oficiales, si no adivinan la verdad respecto a nosotros.
—De esta parte deberás ocuparte tú, Komodoflorensal —dijo Tarzán—, pues yo desconozco las costumbres de tu pueblo; pero no podemos quedarnos aquí. Estos caballeros nos han sido muy útiles, y también se han hecho un gran favor a sí mismos, pues su falta de lealtad y su libertinaje les han salvado la vida, mientras que los dos que han seguido con sobriedad el camino del deber han sido eliminados.
—Las cosas tienen un extraño orden —comentó Komodoflorensal.
—En Minuni igual que en todas partes —coincidió Tarzán, guiando al otro hacia la puerta de la cámara, que, según vieron, daba a un corredor en lugar de a otra cámara, como esperaban, cerca del pozo central.
Siguieron por el pasillo en silencio; a aquella hora de la mañana no encontraron a nadie. Pasaron por delante de cámaras iluminadas, donde hombres y mujeres dormían en paz a la luz de muchas velas. Vieron un centinela dormido ante la puerta del aposento de un noble. Nadie los descubrió y así pasaron por una serie de rampas inclinadas y por interminables corredores hasta que se hallaron lejos de aquella parte de la cúpula real en la que habían estado encarcelados y donde sería más natural que los buscaran en el caso de que los cuerpos que habían arrojado al pozo no fueran descubiertos enseguida, o fueran identificados como lo que eran en realidad en lugar de ser confundidos tal como los dos fugitivos habían pretendido.
Y ahora se acercaba a ellos por el corredor un esclavo de túnica blanca. Pasó a su lado sin prestarles ninguna atención, y después apareció otro, al que siguió otro más, hasta que los dos se dieron cuenta de que se aproximaba la mañana y los corredores pronto se llenarían con los habitantes de la cúpula.
—Lo mejor será —dijo Komodoflorensal— que busquemos un escondrijo hasta que haya más gente fuera. Estaremos más a salvo en una multitud que entre unos pocos, donde se notará más nuestra presencia.
Casi todas las cámaras por delante de las que pasaban ahora estaban ocupadas por familias, mientras que las que no estaban habitadas carecían de velas y por tanto no eran escondrijos seguros. Komodoflorensal tocó a Tarzán en el brazo y señaló un jeroglífico que había junto a una puerta a la que se acercaban.
—Es el lugar ideal —dijo.
—¿Qué es? —preguntó Tarzán, y cuando llegaron a la puerta abierta, dijo—: ¡Vaya, si está lleno de hombres! Cuando despierten nos descubrirán.
—Pero no nos reconocerán —replicó el trohanadalmakusiano—, o al menos hay pocas probabilidades de que lo hagan. Ésta es una cámara común donde cualquiera puede comprar alojamiento por una noche. Sin duda se trata de visitantes procedentes de otras cúpulas y los extranjeros no llaman particularmente la atención aquí.
Entró en la habitación, seguido por Tarzán. Un esclavo de túnica blanca se acercó a ellos.
—Velas para dos —pidió Komodoflorensal, y entregó al esclavo una de las monedas de oro más pequeñas que había robado de los nobles que dormían.
El tipo los condujo a un rincón del otro extremo de la habitación, donde había mucho espacio en el suelo, encendió dos velas y los dejó allí. Unos instantes después se encontraban tumbados, de cara a la pared como protección para no ser reconocidos, y pronto se quedaron dormidos.
Cuando Tarzán despertó vio que él y Komodoflorensal eran los únicos ocupantes de la cámara, aparte del esclavo que los había admitido, y despertó a su compañero, creyendo que no debían hacer nada que llamara la atención en lo más mínimo. Les trajeron un cubo de agua y realizaron sus abluciones junto a una zanja que rodeaba la cámara, al pie de todas las paredes, como era costumbre en todo Minuni; el agua residual era transportada en cañerías a los campos de fuera de las ciudades, donde se utilizaba para regar. Como toda el agua tenía que ser llevada a las cúpulas y a los diferentes niveles en cubo, la cantidad utilizada para las abluciones se reducía al mínimo; la clase guerrera y noble utilizaba la máxima cantidad, mientras que los esclavos de túnica blanca dependían principalmente de los ríos, cerca de los cuales se construían siempre las cúpulas, para darse un baño. Los esclavos verdes eran los que lo tenían peor, y sufrían auténticas penalidades debido a la falta de instalaciones para bañarse, pues los minunianos son gente limpia. Sin embargo, consiguen aliviar su situación hasta cierto punto, en los casos en que los amos de las canteras poseen una disposición más bondadosa, mediante el empleo del agua estancada que se acumula en los niveles inferiores de todas las canteras y que, como no es buena para beber, debe ser utilizada por los esclavos para bañarse cuando se les permite dedicar tiempo a obtenerla.
Después de lavarse, Tarzán y Komodoflorensal salieron al corredor, una ancha vía de la ciudad de las cúpulas, donde ahora pasaban dos sólidas filas de hombres y mujeres que iban en direcciones opuestas, cuya gran cantidad era la mejor protección para no ser descubiertos. Las velas colocadas a intervalos frecuentes difundían una luz brillante y purificaban el aire. Había puertas abiertas que revelaban tiendas de diversas descripciones en cuyo interior hombres y mujeres permutaban mercancías, y ahora Tarzán vislumbró por primera vez la vida veltopismakusiana. Se ocupaban de las tiendas esclavos de túnica blanca, pero esclavos y guerreros se mezclaban como clientes y estaban representados ambos sexos. También fue la primera oportunidad que Tarzán tuvo de ver a las mujeres de la clase guerrera fuera de su hogar. Había visto a la princesa Janzara en los aposentos de palacio y, a través de la puerta de diversas partes de la cúpula, a otras mujeres que ocupaban diferentes posiciones en la vida; pero éstas eran las primeras que veía de cerca. Llevaban la cara teñida de bermellón, sus orejas eran azules y su atuendo dejaba desnudos la pierna y el brazo izquierdos, aunque, si el tobillo o la muñeca derechos quedaban al descubierto, por poco que fuera, se apresuraban a reajustarse la prenda para ocultarlos, dando muestras de confusión y turbación. Al observarlas, el hombre-mono recordó las gordas viudas que había visto en su país, cuyos vestidos de noche les dejaban la espalda desnuda y sin embargo habrían muerto antes que enseñar una rodilla.
La fachada de las tiendas estaba cubierta de pintorescas pinturas, que en general mostraban los artículos que se hallaban en venta, junto con jeroglíficos que describían la mercancía y anunciaban el nombre del propietario. Uno de éstos llamó la atención del trohanadalmakusiano, que dio un golpecito a Tarzán en el brazo y señaló hacia allí.
—Un sitio donde sirven comida —dijo—. Vamos a comer.
—Nada me vendría mejor. Estoy muerto de hambre —le aseguró Tarzán, y entraron en la tiendecita, donde varios clientes ya estaban sentados en el suelo con pequeños bancos cerca de ellos, sobre los que les servían la comida en platos de madera. Komodoflorensal encontró un espacio al fondo de la tienda, no lejos de una puerta que daba a otra cámara, que también era una tienda de carácter diferente, pues no todos los comercios estaban situados en el corredor, sino que algunos, como éste, tenían su entrada a través de otro local.
Tras sentarse y arrastrar un banco junto a ellos, miraron alrededor mientras esperaban a que los sirvieran. Era a todas luces un establecimiento pobre, según dijo Komodoflorensal a Tarzán, que servía a la casta de esclavos y a los guerreros más pobres, de los cuales había varios sentados en bancos en diferentes partes de la habitación. Por su atuendo, viejo y raído, uno podía adivinar fácilmente su pobreza. En la tienda de al lado, varios más de la misma clase de guerreros infortunados remendaban su ropa con materiales comprados al pobre vendedor.
La comida les fue servida por un esclavo de túnica blanca de material muy barato, que se sorprendió mucho cuando le ofrecieron oro como pago de la comida y el servicio.
—Es raro —dijo— que guerreros tan ricos como para poseer oro vengan a nuestra humilde tienda. Aquí llegan piezas de hierro y trozos de plomo, además de mucho dinero en madera; pero raras veces veo oro. Una vez lo vi, y antiguamente muchos de mis clientes se encontraban entre los más ricos de la ciudad. ¿Ve aquel hombre alto de la cara tan arrugada? En tiempos fue rico; el guerrero más rico de esta cúpula. ¡Mírenlo ahora! Y miren a los de la habitación de al lado haciendo tareas secundarias; hombres que en otro tiempo eran propietarios de esclavos tan prósperos que, a su vez, contrataban a otros esclavos para que hicieran para ellos las tareas más bajas. Todos han sido víctimas de los impuestos con que Elkomoelhago ha gravado la industria.
»Ser pobre —prosiguió— asegura una vida mejor que ser rico, pues los pobres no tienen que pagar impuestos, mientras que los que trabajan mucho y acumulan propiedades sólo obtienen su trabajo a cambio de su esfuerzo, ya que el gobierno se lo quita todo con los impuestos.
»Aquel hombre de allí era muy rico. Trabajó mucho toda su vida y acumuló una gran fortuna. Durante varios años, después de que entrara en vigor la nueva ley de impuestos de Elkomoelhago, luchó por ganar lo suficiente para asegurarse de que sus ingresos serían al menos iguales a sus impuestos y al coste de la vida; pero le fue imposible. Tenía un enemigo, un hombre que lo había injuriado gravemente. Este hombre era muy pobre, y a él le dio todo lo que quedaba de su gran fortuna y su propiedad. Fue una venganza terrible. De ser un hombre feliz esta víctima pasó a ser un hombre desgraciado, pues ahora trabaja sin cesar dieciocho horas al día en un vano intento por asegurarse unos ingresos superiores a los impuestos.
Después de terminar su comida, los dos fugitivos regresaron al corredor y siguieron su descenso por la cúpulas hacia el primer nivel, manteniéndose siempre en los corredores más abarrotados, donde parecía menos probable que los descubrieran. Ahora encontraban menos hombres montados y los guerreros pasaban tan deprisa y con tanta temeridad por los estrechos corredores que a los peatones les costaba evitar que los arrollaran. A Tarzán le pareció poco menos que un milagro que llegaran a su destino sanos y salvos. Cuando por fin llegaron al nivel más bajo y empezaron a buscar uno de los cuatro corredores que los llevaría fuera de la cúpula, vieron bloqueado el paso por una gran multitud que se había congregado en el cruce de dos corredores. Los que estaban en la parte de atrás estiraban el cuello para ver lo que sucedía en el centro. Todos preguntaban a su vecino, pero al parecer ninguno de los que se encontraban en la periferia de la multitud sabía lo que había ocurrido, hasta que al fin se filtraron rumores hasta la parte posterior. Tarzán y Komodoflorensal no se atrevieron a preguntar nada, sino que mantuvieron los oídos atentos y fueron recompensados oyendo lo que parecía un relato fidedigno de la causa de aquella congestión. En repuesta a una pregunta formulada por un tipo de entre la multitud, otro que se abría paso a codazos para salir del centro del atasco contó que los que iban delante se habían detenido al ver los restos de dos esclavos que habían muerto al intentar escapar.
—Estaban encerrados en una de las celdas de los esclavos de Zoanthrohago, en el nivel más alto —explicó— y han intentado escapar bajando por una escalerilla improvisada en el pozo central. La escalerilla se ha roto y se han precipitado al tejado de la sala del trono, donde acaban de ser hallados sus cuerpos destrozados. Ahora los llevan a las bestias. Uno de ellos representa una gran pérdida para Zoanthrohago, ya que era el esclavo Zuanthrol, con el que estaba experimentando.
—Ah —exclamó el que lo escuchaba—, ayer lo vi.
—Pero hoy no lo reconocerías —garantizó el informador—, pues su cara está horriblemente desfigurada.
Cuando se deshizo el tapón de gente, Tarzán y Komodoflorensal prosiguieron su camino y descubrieron que el Corredor de los Esclavos se encontraba precisamente ante ellos y que por aquella avenida eran acarreados los cuerpos de sus víctimas de la noche anterior.
—¿Qué ha querido decir —preguntó el hombre-mono— con eso de que los llevan a las bestias?
—Es la manera en que nos deshacemos de los cadáveres de los esclavos —respondió el trohanadalmakusiano—. Se llevan al límite de la jungla, donde las bestias salvajes los devoran. Hay leones viejos y desdentados cerca de Trohanadalmakus que subsisten por completo con carne de esclavo. Son nuestros carroñeros, y están tan acostumbrados a que se les dé de comer que a menudo salen a recibir a los grupos que llevan los cadáveres y caminan junto a ellos, rugiendo y gruñendo, hasta llegar al sitio donde hay que depositar los cuerpos.
—¿Os deshacéis de todos los muertos de esa manera?
—Sólo de los esclavos. Los cadáveres de los guerreros y nobles se incineran.
—Entonces —prosiguió Tarzán— dentro de poco no existirá peligro de que identifiquen correctamente a esos dos —señaló con el pulgar hacia delante, donde los cuerpos de los dos guerreros muertos daban bandazos y sacudidas sobre el lomo de un diadet.
¿
ADÓNDE vamos ahora? —preguntó Komodoflorensal cuando los dos salieron de la boca del Corredor de los Esclavos y se quedaron un momento a la brillante luz del sol del exterior.
—Llévame a la cantera donde nos encerraron y a la cámara en la que dormimos.
—Debes ser cauto con tu breve libertad —observó el trohanadalmakusiano.
—Vamos a volver por Talaskar, como le prometí —le recordó Tarzán.
—Lo sé —dijo el zertolosto—, y elogio tu lealtad y valor aunque desapruebo tu criterio. Será imposible rescatar a Talaskar. Si fuera de otro modo yo sería el primero en ir en su ayuda; pero sé tan bien como ella, que no hay esperanzas de que pueda escapar. Lo único que conseguiremos será arrojarnos de nuevo a nuestros amos.
—Esperemos que no —dijo Tarzán—; pero si sientes lo que dices, que nuestro esfuerzo está condenado al fracaso y que volverán a capturarnos, no me acompañes. Lo único que necesito de ti es que me guíes hasta la cámara donde Talaskar está confinada. Si puedes llevarme hasta allí me daré por satisfecho.
—¿Crees que quería eludir el peligro? —preguntó Komodoflorensal—. ¡No! Iré adonde tú vayas. Si te capturan a ti me capturarán a mí. Fracasaremos, pero no vamos a separarnos. Estoy dispuesto a ir adonde tú vayas.