Tarzán y los hombres hormiga (10 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y los hombres hormiga
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—¿Y tu esposa? —preguntó Tarzán—. ¿Te la llevaste en una batalla con otra ciudad?

—No tengo esposa —respondió Komodoflorensal—. Ahora nos estamos preparando para hacer la guerra a Veltopismakus. La hija del rey, según nos han dicho esclavos de esa ciudad, es la criatura más bella del mundo. Se llama Janzara y, como no tiene ningún parentesco conmigo, si no es uno muy remoto, es una compañera adecuada para el hijo de Adendrohahkis.

—¿Cómo sabes que no está emparentada contigo? —preguntó el hombre-mono.

—Guardamos un registro exacto de las familias reales de Veltopismakus y otras ciudades más próximas de Minuni, como hacemos con la nuestra —respondió—. Obtenemos la información por los cautivos, en general por los que son elegidos por los nuestros para casarse. Durante varias generaciones los reyes de Veltopismakus no han sido suficientemente poderosos o afortunados para lograr llevarse a una princesa real, ya sea por la fuerza de las armas o por la estrategia, aunque nunca han dejado de intentarlo, y el resultado ha sido que se han visto obligados a encontrar a sus compañeras en otras ciudades, a menudo lejanas.

»El actual rey de Veltopismakus, Elkomoelhago, el padre de la princesa Janzara, consiguió a su compañera, la madre de la princesa, en una ciudad distante que nunca, en toda su historia, ha cogido esclavos de Trohanadalmakus, ni nuestros guerreros han visitado esa ciudad, que ningún hombre vivo recuerde. Por lo tanto, Janzara sería una compañera excelente.

—Pero ¿y el amor? Supón que no os gustáis —preguntó Tarzán.

Komodoflorensal se encogió de hombros.

—Me dará un hijo que algún día será rey de Trohanadalmakus —respondió— y eso es lo único que se puede pedir.

Mientras se llevaban a cabo los preparativos para la expedición contra Veltopismakus, Tarzán pasaba mucho tiempo solo. Las actividades de esta gente diminuta era una fuente inagotable de interés para él. Observaba las larguísimas filas de esclavos que avanzaban penosamente con su pesada carga hacia la nueva cúpula, que se estaba erigiendo a una velocidad casi milagrosa, o paseaba hasta las tierras de cultivo que se extendían en las afueras de la ciudad, donde otros esclavos trabajaban la rica tierra con pequeños arados arrastrados por grupos de diadets, el diminuto antílope que era su única bestia de carga. Los esclavos siempre estaban acompañados por guerreros armados, tanto si pertenecían a la primera como a la segunda generación, para que no intentaran escapar o rebelarse, así como para protegerlos de las bestias depredadoras y de los enemigos humanos, ya que a los esclavos no se les permitía llevar armas y, en consecuencia, no podían protegerse por sí mismos. Estos esclavos de primera y segunda generación eran fácilmente reconocibles por la túnica de vivo color verde que les llegaba hasta las rodillas. Ésta constituía la única prenda de su casta y exhibía en la parte delantera y posterior un emblema en negro que indicaba la ciudad de nacimiento del esclavo y el individuo al que ahora pertenecía. Los esclavos empleados en las obras públicas pertenecían al rey, Adendrohahkis, pero en los campos muchas familias eran representadas por sus enseres.

Pululando por la ciudad en el ejercicio de sus diversas tareas se veían miles de esclavos con túnica blanca. Ejercitaban las monturas de sus amos, vigilaban gran parte del trabajo laborioso y más insignificante de los esclavos de la casta inferior, practicaban el comercio y vendían sus mercancías en perfecta libertad; pero al igual que los otros esclavos no llevaban más que una prenda, junto con toscas sandalias que eran comunes a ambas clases. En el pecho y en la espalda lucían en color rojo el emblema de su amo. Los esclavos de segunda generación de los que lucían túnicas verdes tenían un emblema similar, pues habían nacido en la ciudad y en consecuencia se les consideraba parte de ella. Había otras marcas distintivas, aunque de menor importancia, en las túnicas de los esclavos de la clase superior, pequeñas insignias en un hombro o en ambos, o en una manga, que indicaban la ocupación de quien las lucía: mozo, criado personal, mayordomo, cocinero, peluquero, trabajador de oro y plata, alfarero… Así se sabía de un vistazo la profesión de cada uno. Todos pertenecían, en cuerpo y alma, a su amo, que estaba obligado a alimentarlos y vestirlos y a quien pertenecían en exclusiva los frutos de su labor.

La riqueza de la familia de un guerrero podía proceder de la belleza y perfección de los ornamentos de oro y plata que vendía a sus compañeros acaudalados, y en ese caso todos sus esclavos cualificados, aparte de los que se precisaban para tareas personales y hogareñas, se empleaban en el diseño y fabricación de tales artículos. Otra familia podía dedicar su atención a la agricultura; otra, a la cría de diadets. Todo el trabajo lo hacían los esclavos, con la única excepción de la doma de los diadets que se criaban para montar, ocupación que no se consideraba digna de la clase guerrera, sino que, por el contrario, se juzgaba una ocupación adecuada para los nobles. Incluso el hijo del rey domaba a sus diadets.

Como espectador interesado, Tarzán pasaba ocioso los días. A sus repetidas preguntas referidas a la posibilidad de una salida de este mundo extraño e infestado de espinos, sus anfitriones respondieron que no era difícil penetrar en el bosque, pero, como proseguía indefinidamente hasta los extremos más apartados, era inútil intentar atravesarlo. Su concepción del mundo se limitaba a lo que habían visto: una tierra de colinas, valles y bosques, rodeada de espinos. Para criaturas de su tamaño, el bosque de espinos no era impenetrable, pero Tarzán no tenía su tamaño. Aun así no dejó de planear un método para escapar, aunque no tenía mucha prisa por intentarlo, ya que los minunianos le parecían muy interesantes y en su talante primitivo del momento le apetecía haraganear un poco en la ciudad de Trohanadalmakus.

Pero una mañana, cuando las primeras y débiles luces del alba teñían el cielo oriental, se produjo un súbito cambio.

CAPÍTULO VII

E
L HIJO de la Primera Mujer alalus exploró el bosque en busca del hombre-mono, la única criatura que había provocado dentro de su primitivo y salvaje pecho una emoción ligeramente afín al afecto; pero no lo encontró. Se tropezó con dos machos mayores de su propia especie y los tres cazaron juntos, como en ocasiones era costumbre de estas inofensivas criaturas. Sus nuevos conocidos mostraron poco interés por el extraño armamento del joven y se contentaron con un palo y un cuchillo de piedra. Bajo el primero caía de vez en cuando un roedor y el segundo descubría muchos insectos y gusanos bajo el moho que cubría el suelo del bosque o escondidos bajo la corteza de un árbol. Sin embargo, se alimentaban principalmente de frutas, nueces y tubérculos. Por el contrario, el hijo de la Primera Mujer atrapaba muchos pájaros y, de vez en cuando, un antílope, pues cada día era más hábil con el arco y la lanza. Como a menudo traía más de lo que podía comer y dejaba el resto para sus dos compañeros, éstos permanecían siempre pegados a él, al menos hasta el momento en que alguna horrible mujer apareciera en escena para romper su idílica existencia y se llevara a uno de ellos a su corral.

Con su mente lenta y estúpida, se asombraban un poco del joven, pues parecía diferir de un modo vago e intangible de ellos y de todos los de su sexo que habían conocido. Para empezar, mantenía la barbilla más alta y su mirada era mucho menos esquiva y avergonzada. Los otros lo veían caminar con paso más firme y con menos cautela, pero quizá sonreían por dentro mientras pensaban confusamente en el momento inevitable en que descubriría a una de sus toscas, brutales y peluda hembras, que caería sobre él con la porra y lo arrastraría hacia las cuevas cogiéndolo por el pelo.

Hasta que un día ocurrió, o al menos ocurrió en parte: se encontraron con una gran hembra en un claro del bosque. Los que acompañaban al hijo de la Primera Mujer dieron media vuelta y huyeron, pero cuando llegaron a una zona de apretados árboles, que les era ventajosa, se detuvieron y miraron atrás para ver si la mujer los perseguía y qué se había hecho de su compañero. Para su alivio vieron que la mujer no los seguía y, para su consternación, que su compañero no había huido, sino que hacía frente a la hembra y la desafiaba, indicándole por señas que si no se marchaba la mataría. ¡Qué crasa estupidez! Debían de haberlo parido sin cerebro. Nunca se les ocurriría atribuir su acto al valor. El valor era para las hembras; el macho se pasaba la vida huyendo del peligro y de las hembras de su especie.

Pero le estaban agradecidos, pues su acto los salvaría: ella sólo se llevaría a uno de ellos y éste sería el que tan neciamente permanecía detrás de ella en actitud desafiante.

La mujer, que no estaba acostumbrada a que se le enfrentara ningún hombre, se quedó sorprendida y enfureció. Su sorpresa le hizo detenerse de pronto a veinte pasos del hombre y la ira le hizo coger uno de los proyectiles de piedra que colgaban de su cinto. Eso fue su perdición. El hijo de la Primera Mujer, de pie ante ella con una flecha ya en el arco, no esperó a descubrir sus intenciones. Mientras los dedos de la mujer aflojaban el plumoso mensajero de derrota de la tira de cuerda de su cinto, él se llevó la flecha a la mejilla y la soltó.

Sus dos compañeros, que observaban la escena escondidos en el bosque, vieron que la mujer se ponía rígida y que su rostro se contraía en un espasmo de dolor; observaron cómo aferraba frenética la flecha emplumada que le sobresalía del pecho, caía de rodillas y luego de espaldas, dando patadas con los pies y apretando los dedos en forma de garras hasta que se sumió en el descanso eterno. Entonces salieron de su escondite y, cuando el hijo de la Primer Mujer se acercó a la víctima y le arrancó la flecha del corazón, se reunieron con él, confundidos por la sorpresa, y miraron primero el cuerpo de la hembra con expresión de incredulidad y luego a él con una mezcla de temor y veneración.

Examinaron su arco y sus flechas, volviéndose constantemente a mirar la herida del pecho de la mujer. Todo era demasiado asombroso. Y el hijo de la Primera Mujer mantenía la cabeza alta, sacaba pecho y andaba con paso orgulloso. Nunca hasta entonces se había visto un hombre en el papel de héroe ni lo había disfrutado. Pero aún podía impresionarlos más. Agarró el cadáver de la mujer, lo arrastró hasta un árbol que había cerca y lo apoyó en postura sedente contra el tronco; después se alejó unos veinte pasos, hizo señas a sus compañeros de que lo observaran con atención, levantó y arrojó su pesada lanza, que, tras atravesar a su blanco, fue a clavarse en el tronco del árbol.

Los otros estaban muy excitados. Uno de ellos quiso probar la maravillosa hazaña y, cuando falló, su compañero insistió en que era su turno. Más tarde probaron la práctica del arco y la flecha. Durante horas los tres permanecieron ante su horripilante blanco, y no desistieron hasta que el hambre les hizo moverse y el hijo de la Primera Mujer prometió enseñarles a fabricar armas similares a las suyas. Esto supuso un hito importante en la historia de los alali, aunque ellos eran tan conscientes como los centenares de mujeres alalus que regresaban a sus cuevas aquella noche en feliz ignorancia del golpe asestado a su supremacía por los militantes sufragistas de Minuni.

De forma igualmente inesperada, aunque con resultados más inmediatos, el tranquilo tenor de la existencia de Tarzán en la ciudad de Trohanadalmakus se vio alterado por una serie de sucesos que tendrían el desenlace más disparatado e increíble que pueda imaginarse.

El hombre-mono yacía en un lecho de hierbas bajo el gran árbol que crecía junto a la ciudad del rey Adendrohahkis. El alba asomaba por el firmamento sobre el bosque al este de Trohanadalmakus, cuando Tarzán, con la oreja pegada al suelo, despertó de pronto a causa de una extraña reverberación que parecía proceder débilmente de las entrañas de la tierra. Era un ruido tan leve y distante que usted o yo apenas lo habríamos apreciado si hubiéramos pegado una oreja al suelo después de que nos hubiera comunicado su existencia; pero para Tarzán constituía una interrupción de los sonidos corrientes de la noche y, por lo tanto, aunque leve, era lo bastante importante para grabarse en su conciencia incluso en el sueño.

Despierto, siguió tumbado, escuchando con atención. Sabía que aquel ruido no procedía de las entrañas de la tierra, sino de la superficie, y supuso que se había originado a no mucha distancia de allí y que se acercaba rápidamente. Por unos instantes se quedó perplejo, pero una idea le hizo ponerse en pie de un salto y dirigir sus pasos hacia la cúpula del rey Adendrohahkis que se encontraba a un centenar de metros. Justo ante la entrada sur, un pequeño centinela le impidió el paso.

—Dile a tu rey —le dijo el hombre-mono— que Tarzán oye muchos diadets que galopan hacia Trohanadalmakus y que, a menos que se confunda, cada uno lleva encima a un guerrero hostil.

El centinela se volvió y se alejó por el corredor, y unos instantes después aparecieron un oficial y otros guerreros. Al ver a Tarzán se detuvieron.

—¿Qué ocurre? —preguntó el oficial.

—El invitado del Rey dice que oye muchos diadets que se acercan —respondió el centinela.

—¿De qué dirección vienen? —pidió el oficial, dirigiéndose a Tarzán.

—De aquélla —respondió el hombre-mono, señalando hacia el oeste.

—¡Los veltopismakusianos! —exclamó el oficial, y entonces se volvió hacia los que le acompañaban—. ¡Rápido! Despertad a Trohanadalmakus; yo avisaré a la cúpula del rey y al rey mismo —giró en redondo y corrió hacia dentro, mientras los demás se alejaban a todo correr para despertar a la ciudad.

En un espacio de tiempo increíblemente breve Tarzán vio a miles de guerreros que salían de cada una de las diez cúpulas, hombres a caballo de las puertas norte y sur de cada cúpula y soldados a pie de las del este y oeste. No había confusión; todo se movía con precisión militar y, evidentemente, de acuerdo con un plan de defensa que cada unidad había practicado a fondo.

Pequeños destacamentos de la caballería galopaban hacia los cuatro puntos cardinales; eran exploradores, que se distribuyeron en forma de abanico tras los límites de las cúpulas hasta que la ciudad quedó rodeada por una delgada línea de hombres montados que se detenían cuando llegaban a una distancia predeterminada de la ciudad, y regresaron con información del avance enemigo. Detrás de estos destacamentos salieron otros, más fuertes, de hombres a caballo, que se distribuyeron hacia el norte, el sur, el este y el oeste para situarse justo en el interior de la línea de exploradores. Estos destacamentos eran lo bastante fuertes para hacer frente al enemigo e impedirle el avance mientras retrocedían hasta encontrarse con el cuerpo principal de la caballería, que, según este plan, podía ser convocada a tiempo en el punto en el que el enemigo estaba efectuando su esfuerzo más temerario para llegar a la ciudad.

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