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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y los hombres hormiga (7 page)

BOOK: Tarzán y los hombres hormiga
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Las tres, que avanzaban con dificultad por el sendero, pasaron directamente bajo los árboles desde los que Tarzán y el joven las observaban. Sus grandes orejas planas aleteaban perezosamente, los ojos oscuros vagaban de un lado a otro y de vez en cuando movían con rapidez la piel de alguna parte de su cuerpo cuando intentaban deshacerse de algún molesto insecto.

Los dos que estaban en el árbol permanecieron inmóviles mientras las tres brutas pasaban por el sendero y se perdían de vista en un recodo del camino forestal; después, tras escuchar durante un breve intervalo, descendieron al suelo y reanudaron las labores que habían interrumpido. El hombre-mono sonrió cuando caviló ociosamente sobre los acontecimientos de los últimos minutos: ¡Tarzán de los Monos, Señor de la Jungla, escondido entre los árboles para que no lo vieran tres mujeres! ¡Pero qué mujeres! Sabía poco de ellas y de sus costumbres, pero lo que sabía era suficiente para convencerlo de que eran las peores enemigas con que jamás se había tropezado y que mientras siguiera sin armas, no tenía nada que hacer contra sus grandes porras y los proyectiles que tan velozmente lanzaban.

Transcurrieron los días; el hombre-mono y su silencioso compañero perfeccionaron las armas que con más facilidad les proporcionarían comida. El último trabajaba de forma mecánica, según las instrucciones de su amo. Por fin llegó el momento en que Tarzán y el alalus estuvieron completamente equipados y entonces cazaron juntos; el hombre entrenó al joven en el uso del arco, la lanza y la larga cuerda hecha de hierba que desde que era un muchacho constituía una característica única del armamento del hombre-mono.

Durante estos días de caza se produjo en el joven alalus una transformación repentina. Tenía la costumbre de deslizarse con cautela por el bosque y se detenía a menudo para mirar a ambos lados, al parecer temeroso de toda criatura que merodeara por los senderos en sombras (su mayor temor eran las feroces hembras de su especie), pero de pronto todo esto cambió como por arte de magia. Poco a poco iba dominando el arco y la lanza; con gran interés y respeto había observado a Tarzán abatir a muchos animales, grandes y pequeños, para obtener comida, y una vez lo había visto despachar a Sabor, la leona, de una sola lanzada cuando ésta lo atrapó en un claro, demasiado lejos del santuario formado por sus queridos árboles. Entonces llegó su día. Él y Tarzán estaban cazando cuando el primero molestó a una pequeña piara de cerdos salvajes, abatiendo a dos con sus flechas. Los otros se dispersaron en todas direcciones y uno de ellos, un jabalí, avistó al alalus y cargó contra él. El joven estuvo a punto de huir, pues siglos de instintos heredados lo impulsaban a hacerlo. El macho alalus siempre huía del peligro, y huyendo de animales carnívoros y de sus propias mujeres se habían vuelto muy veloces, tan veloces que ningún enemigo peligroso podía aventajarlos; un hombre alalus sólo podía ser capturado con la astucia. Hubiera podido escapar del jabalí huyendo, y por un instante estuvo a punto de hacerlo, pero un súbito pensamiento lo frenó: echó hacia atrás la mano de la lanza tal como el hombre-mono le había enseñado y luego hacia delante, siguiendo el lanzamiento con todo su cuerpo. El jabalí se acercaba directo a él. La lanza le dio delante de la paletilla izquierda y le atravesó el corazón. Horta el jabalí se paró en seco y cayó.

Una nueva expresión acudió a los ojos del alalus y se extendió por su rostro. Ya no exhibió más aquella expresión asustada; ya no se deslizaba por el bosque lanzando miradas temerosas a un lado y a otro. Ahora caminaba erguido, con descaro y sin demostrar miedo, y, quizás, en lugar de temer la aparición de una mujer festejaba la idea. Era la personificación de la masculinidad vengadora. En su interior lo roían incontables siglos de tratamiento desdeñoso y abusivo por parte de sus hembras. Es indudable que nunca pensaba en ello de esta manera, pero era así, y Tarzán se dio cuenta de que la primera infortunada mujer que se tropezara con este joven iba a recibir la gran sorpresa de su vida.

Y mientras Tarzán y el alalus rondaban por aquella extraña tierra rodeada por el Gran Bosque de Espinos y el hombre-mono buscaba una vía de escape, Esteban Miranda y la pequeña Uhha, la hija de Khamis el hechicero, vagaban por el margen exterior del bosque en busca de un sendero para dirigirse hacia el oeste y la costa.

CAPÍTULO V

E
L JOVEN alalus se pegaba con perruna devoción a Tarzán. Este último había logrado dominar el magro lenguaje de signos de su protegido, lo que les ofrecía un medio de comunicación adecuado para todas sus necesidades. El primero, que iba adquiriendo confianza al tiempo que se familiarizaba con sus nuevas armas, se hizo más independiente, con la consecuencia de que los dos se separaban más a menudo para cazar, asegurando así una despensa mejor abastecida.

En una de estas ocasiones, Tarzán se encontró de pronto con una vista extraña. Había estado siguiendo el rastro de Bara, el ciervo, cuando se cruzó con una de las grandes hembras alali. Ante la posibilidad de que ésta quisiera arrebatarle la presa, el instinto de la bestia salvaje se apoderó del hombre-mono. No era el educado lord Greystoke de Londres aquel que al levantar el labio superior mostró dos relucientes y afilados colmillos; era un bruto cazador primitivo al que iban a robar su botín.

Subió rápido a los árboles y se movió con agilidad en dirección a la mujer alalus, pero antes de estar al alcance de su vista llegó a su olfato otro olor; un olor extraño, nuevo, que lo desconcertó. Era un olor humano, aunque extraño y desconocido en cierto modo. Nunca hasta entonces le había llamado la atención nada semejante. Era muy suave y, sin embargo, sabía que estaba cerca. Entonces, delante, oyó voces, voces musicales que llegaban amortiguadas a sus oídos; y aunque eran suaves y melodiosas, había algo en su calidad y tono que sugería excitación. Tarzán, olvidado por completo de Bara, el ciervo, empezó a andar con más cuidado.

Al acercarse, se dio cuenta de que había muchas voces y mucho alboroto y, cuando llegó a una gran llanura que se extendía hasta las distantes colinas, a menos de cien metros delante de él, contempló algo que le habría podido hacer dudar de su propia vista. La única figura que le resultaba familiar era una gigantesca mujer alalus. La rodeaba una horda de hombres diminutos —pequeñísimos guerreros blancos— montados en lo que daba la impresión de ser por su forma un antílope real de la Costa Occidental. Armados con lanzas y espadas, atacaban repetidamente las enormes piernas de la alalus, que retrocedía lentamente hacia el bosque y daba malévolas patadas a sus agresores al tiempo que los golpeaba con su pesada porra.

Pronto fue evidente para Tarzán que intentaban maniatarla y que de haberlo logrado les habría sido fácil matarla; pero aunque debía de haber un centenar de estos seres, sus probabilidades de éxito parecían pocas, puesto que, con sus poderosos pies, la mujer derribaba a una docena o más de agresores con una sola patada. La mitad de las fuerzas de ataque estaba ya fuera de combate; sus cuerpos, desparramados junto con los de muchas de sus monturas por el llano, señalaban el camino que había seguido la lucha hasta el momento en que Tarzán había entrado en escena.

El valor de los supervivientes, sin embargo, llenó a Tarzán de admiración mientras observaba cómo se arrojaban a una muerte casi segura en sus obstinados esfuerzos por abatir a la hembra, y entonces el hombre-mono vio la razón, o la aparente razón, del insensato sacrificio de sus vidas: en la mano izquierda la mujer alalus agarraba a uno de los diminutos guerreros. Era evidente que los otros conservaban la esperanza de rescatarlo.

Si los guerreros llenaron a Tarzán de admiración, no menos lo hicieron sus valientes y ágiles monturas. Siempre había considerado al antílope real el miembro más pequeño conocido de su familia, la más asustadiza de las criaturas; pero no lo eran estos primos suyos, que, si bien eran un poco más grandes, de unos treinta y ocho centímetros como mucho, en todos los demás rasgos externos eran idénticos. No obstante, bajo las riendas de sus jinetes se precipitaban sin miedo alguno hacia aquellos pies enormes y la gran porra que silbaba al rasgar el aire. También llevaban riendas, que eran manejadas con tanta perfección que sus músculos parecían estar coordinados con las mentes de los jinetes. Saltaban adelante y atrás, sin tocar apenas el suelo, para volver a estar fuera de peligro. Cada salto era de tres o cuatro metros, y Tarzán se maravillaba no sólo de su agilidad, sino de la increíble capacidad que tenían los guerreros para mantenerse sobre aquellas monturas que saltaban, giraban y se retorcían.

Era un espectáculo bonito y también inspirador, y, por irreal que al principio le hubiera parecido, no tardó mucho en darse cuenta de que estaba contemplando una raza de pigmeos reales, no miembros de la tribu negra con la que todos los exploradores de África están más o menos familiarizados, sino con aquella raza blanca perdida de hombres diminutos a la que en ocasiones hacen referencia los escritos antiguos de viajes y exploraciones, los mitos y las leyendas.

Aunque el encuentro le llamaba la atención y al principio lo contempló como persona neutral y desinteresada, el hombre-mono pronto vio que sus simpatías se inclinaban por los pequeños guerreros y, cuando fue evidente que la mujer alalus iba a escapar al bosque con su cautivo, decidió participar en el asunto.

Cuando salió de su escondite, los pequeños guerreros fueron los primeros en verlo. Primero lo debieron de tomar por otro de sus gigantescos enemigos, pues dejaron escapar un fuerte grito de decepción y retrocedieron por primera vez desde que Tarzán había empezado a contemplar la desigual lucha. El hombre-mono deseaba dejar claras sus intenciones antes de que los hombrecillos lo atacaran, y por ello avanzó a toda prisa en dirección a la mujer, que, en el instante en que clavó los ojos en él, hizo gestos imperativos de que se uniera a ella para despachar a los pigmeos que quedaban. Estaba acostumbrada a que los de su especie la temieran y obedecieran cuando los tenía en su poder. Quizá se extrañó un poco por la temeridad de este macho, pues como norma todos huían de ella; pero lo necesitaba desesperadamente y esta idea predominó en sus pensamientos.

Mientras Tarzán avanzaba le ordenó con el lenguaje de signos que había aprendido del joven que soltara a su cautivo y se marchara, y que dejara de molestar a los hombrecillos. Ante esto ella hizo una horrible mueca, levantó su porra y avanzó hacia él. El hombre-mono puso una flecha en su arco.

—¡Retírate! —le ordenó con señas—. Retírate o te mataré. Retírate y deja a ese hombrecillo.

Ella gruñó con ferocidad y apretó el paso. Tarzán levantó la flecha a la altura de sus ojos y tiró hacia atrás hasta que el arco se dobló. Los pigmeos, que comprendieron que, al menos por el momento, este extraño gigante era su aliado, permanecieron sentados en sus monturas y esperaron el resultado del duelo. El hombre-mono confiaba en que la mujer obedeciera sus órdenes antes de verse obligado a quitarle la vida, pero ni siquiera una rápida mirada a su cara reveló otra cosa que la intención de conseguir su propósito, que ahora al parecer era aniquilar también al entrometido.

La mujer avanzó hasta que el hombre-mono, incapaz de retroceder sin ponerse en peligro, soltó la flecha, que fue directa al corazón de la salvaje. Mientras ésta avanzaba tambaleándose Tarzán saltó sobre ella y le arrebató al guerrero de la mano antes de que ella cayera sobre el pequeño cuerpo y lo aplastara. A su vez, los otros guerreros se abalanzaron sobre él, pues confundieron sus intenciones, profiriendo fuertes gritos y blandiendo las armas; pero antes de que llegasen a Tarzán, él había dejado en el suelo al hombre que acababa de rescatar.

Al instante, la actitud de los pigmeos cambió de nuevo y pasaron de los gritos de guerra a los vítores. Detuvieron sus monturas ante el guerrero liberado y varios de ellos descabalgaron, se arrodillaron ante él y se llevaron su mano a los labios. Entonces fue evidente para el hombre-mono que aquel a quien había rescatado ocupaba un puesto elevado entre ellos. Quizás era su jefe; entonces se preguntó cuál sería su actitud hacia él, mientras, con expresión de divertida tolerancia, los observaba como alguien podría observar las interesantes acciones de un enjambre de hormigas.

Mientras felicitaban a su compañero por la forma milagrosa en que había escapado, Tarzán tuvo ocasión de examinarlos más de cerca. El más alto medía unos cuarenta y cinco centímetros. Su piel blanca estaba un poco más bronceada por la exposición al sol que la de Tarzán, y sin embargo no cabía duda de que eran hombres blancos; sus facciones eran regulares y estaban bien proporcionadas, de modo que según las pautas de nuestra raza se les habría considerado apuestos. Había, desde luego, variaciones y excepciones; pero, en conjunto, los que vio ante él eran hombres de buena apariencia. Todos tenían la cara lisa y no parecía haber ancianos entre ellos, mientras que aquel al que Tarzán había salvado de la mujer alalus parecía más joven que la mayoría, y mucho más joven que los que habían desmontado para rendirle honores.

Tarzán vio que el hombre joven indicaba a los otros que se pusieran en pie y entonces se dirigió a ellos un momento, tras lo cual se volvió hacia el hombre-mono y le dirigió sus comentarios, de los cuales Tarzán, desde luego, no entendió una palabra. Sin embargo, por su actitud adivinó que le estaba dando las gracias y posiblemente también le preguntaba por sus intenciones. En respuesta, el hombre-mono les aseguró que deseaba su amistad y, para acentuar el carácter pacífico de sus propósitos, arrojó sus armas a un lado y dio un paso hacia ellos, con los brazos ligeramente extendidos y las palmas de las manos abiertas.

El hombre joven dio muestras de entender sus gestos amistosos, pues también él avanzó y ofreció su mano a Tarzán. El hombre-mono sabía que el otro le indicaba que debía besarla, pero no lo hizo, pues prefirió adoptar un papel de igualdad con el de mayor categoría. En cambio, se hincó sobre una rodilla para que le fuera más fácil alcanzar la mano que el pigmeo le ofrecía y, presionando suavemente los pequeños dedos, inclinó levemente la cabeza en un gesto formal que no sugería servilismo. El otro pareció satisfecho; devolvió la inclinación de cabeza con igual dignidad y luego trató de comunicar al hombre-mono que él y su grupo iban a partir por la llanura y que lo invitaban a acompañarlos.

Tarzán sentía curiosidad por aquellos hombrecillos y no tardó en aceptar la invitación. Sin embargo, antes de partir, el grupo se dispersó para recoger a sus muertos y heridos y liberar de su dolor a los antílopes que estaban demasiado graves para viajar. Esto lo hicieron con una espada relativamente larga y recta que formaba parte del armamento que cada uno llevaba. Dejaron las lanzas en unas fundas cilíndricas que iban unidas a la parte derecha de su silla de montar. Como otras armas Tarzán no descubrió más que un pequeño cuchillo que cada guerrero llevaba en una vaina a la derecha. Su hoja, que, como la del estoque, tenía dos filos, sólo medía cuatro centímetros y tenía una punta muy afilada.

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