Cuando la cosa se puso en pie se hizo evidente que se trataba de un hombre o, al menos, de un macho de la misma especie que las mujeres de este raza peculiar, aunque mucho más bajo y de complexión proporcionalmente más liviana. Medía alrededor de metro y medio, tenía pelo hirsuto sobre el labio superior y la barbilla, la frente mucho más baja que la de las mujeres y los ojos más juntos. Sus piernas eran mucho más largas y esbeltas que las de aquéllas, que parecían haber sido creadas para tener más fuerza que velocidad. Desde el principio se hizo evidente que la Tercera Mujer no tenía esperanzas de alcanzar a la presa que huía, y entonces se vio la utilidad de la extraña falda hecha de correas, piedras y plumas. Cogió una de las correas y la desprendió con gran agilidad del cinto que las sujetaba a su cadera, la sostuvo por el extremo entre el pulgar y el índice y la hizo girar rápidamente en un plano vertical hasta que la piedra con plumas de la punta ganó velocidad; entonces soltó la correa. El proyectil avanzó como una flecha hacia el fugitivo; la piedra, del tamaño de una nuez inglesa, golpeó al hombre en la parte posterior de la cabeza y le hizo caer al suelo, inconsciente. Entonces la Tercera Mujer se volvió a la Segunda Mujer, que para entonces ya se había apoderado del antílope y, blandiendo su porra, se acercó a ella con aire amenazador. La Segunda Mujer, que poseía más valor que sensatez, se preparó para defender la carne que había robado y adoptó una actitud firme, con la porra preparada. Cuando la Tercera Mujer, una verdadera montaña de músculos, llegó junto a ella, la Segunda Mujer la recibió blandiendo la porra en actitud amenazadora, pero el golpe que le propinó su poderosa adversaria fue tan fuerte que su arma, astillada, le fue arrebatada de las manos y se encontró a merced de la criatura a la que había querido robar. Era evidente que, sabía muy bien qué clemencia cabía esperar de ella. No pensaba arrodillarse en actitud de súplica. En cambio, se arrancó un puñado de piedras del cinto en un vano intento por defenderse. ¡Futilidad de futilidades! La enorme y destructora cachiporra, que ni siquiera se había detenido, sino que oscilaba trazando un gran círculo, cayó sobre el cráneo de la Segunda Mujer y lo aplastó.
La Tercera Mujer se paró y miró alrededor con aire interrogador, como preguntando: «¿Alguien más quiere quitarme mi antilope o mi hombre? Si es así, que dé un paso al frente». Pero nadie aceptó el reto y entonces la mujer se dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia el hombre postrado. Tiró de él con brusquedad para que se pusiera en pie y lo zarandeó. Estaba recobrando el conocimiento poco a poco y trató de mantenerse en pie. Sin embargo, sus esfuerzos fracasaron; ella se lo cargó al hombro de nuevo y volvió junto al antilope muerto, se lo echó al otro hombro y siguió el camino que le habían interrumpido hacia su cueva, donde descargó las dos presas en el suelo sin ceremonia alguna. Allí, en la boca de la cueva, hizo una hoguera, moviendo con pericia un palo encendido entre la seca leña menuda dispuesta en un trozo de madera ahuecada; luego, cortó generosas tiras de carne del antílope y comió con voracidad. Mientras estaba ocupada en esta tarea, el hombre volvió en sí, se incorporó y miró alrededor, confuso. Entonces su olfato percibió el aroma de la carne que se cocía y la señaló. La mujer le tendió el tosco cuchillo de piedra que había tirado al suelo de la cueva e hizo gestos hacia la carne. El hombre cogió la herramienta y asó una generosa ración sobre el fuego. Medio quemada y medio cruda estaba cuando se la comió con aparente deleite, y mientras comía la mujer siguió sentada observándolo. No es que fuera una gran cosa que mirar, pero tal vez ella lo consideraba apuesto. A diferencia de las mujeres, que no llevaban adornos, el hombre lucía brazaletes en los brazos y en los tobillos, así como un collar hecho de dientes y guijarros, mientras que en el pelo, que llevaba atado formando un pequeño moño sobre la frente, estaban clavadas varias agujas de madera de unos veinticinco o treinta centímetros de largo, que sobresalían en diversas direcciones en un plano horizontal.
Cuando el hombre hubo comido hasta estar ahíto, la mujer se levantó, lo agarró del pelo y lo arrastró hacia el interior de la cueva. Él la arañó y la mordió, tratando de escapar, pero no podía competir con su capturadora.
En el suelo del anfiteatro, delante de las entradas de las cuevas, yacían los cuerpos de la Primera Mujer y de la Segunda Mujer, y sobre ellos volaba en círculos una bandada de carroñeros del cielo. Ska, el buitre, siempre era el primero en llegar al festín.
E
N EL oscuro interior de la extraña cámara rocosa donde había sido depositado con tanta rudeza, Tarzán se convirtió de inmediato en el centro de interés de los varios alali jóvenes que se agolparon en torno a él. Lo examinaron atentamente, le dieron la vuelta, lo tocaron, lo pellizcaron y por fin uno de los jóvenes machos, atraído por el medallón de oro, se lo arrancó del cuello y se lo puso en el suyo. Inferiores quizás en el orden de la evolución humana,, nada retenía su interés durante mucho rato, por le que pronto se cansaron de él y salieron en tropel al soleado patio, dejando que el hombre-mono recobrara el conocimiento como mejor pudiera o no lo recobrara en absoluto. Lo que hiciera les era indiferente. Por fortuna para el Señor de la Jungla, la caída a través de la cubierta del bosque había sido amortiguada por la presencia casual de ramas blandas en su camino de descenso, con la feliz consecuencia de que sólo sufría una ligera conmoción cerebral. Empezaba a volver en sí poco a poco, y no mucho después de que los jóvenes alali lo hubieran dejado abrió los ojos, los movió con torpeza para inspeccionar el sombrío interior de su cárcel y volvió a cerrarlos. Su respiración era normal y cuando volvió a abrir los ojos tuvo la sensación de haber emergido de un sueño profundo y natural, y lo único que le recordaba su accidente era un dolor de cabeza sordo.
Se incorporó y miró alrededor, mientras sus ojos se acostumbraban a la poca luz de la cámara. Se encontraba en un tosco refugio construido con grandes bloques de roca. Una sola abertura conducía a lo que daba la impresión de ser otra cámara similar, cuyo interior, sin embargo, estaba mucho más iluminado. Muy despacio se puso en pie y se dirigió a la abertura. Al otro lado de la segunda cámara había otra puerta que daba acceso al aire fresco y al sol. Salvo por los sucios montones de hierba muerta que había en el suelo, las dos habitaciones estaban desprovistas de muebles y de cualquier cosa que sugiriera que se trataba de lugares utilizados como morada para seres humanos. Se acercó a la segunda puerta y vio que se abría a un estrecho patio rodeado de grandes bloques de piedra a modo de muros, cuyos extremos inferiores, incrustados en el suelo, los mantenían erectos. Allí vio a los jóvenes alali en cuclillas, algunos al sol, otros en la sombra. Tarzán los miró con evidente asombro. ¿Qué eran? ¿Qué era aquel lugar en el que se encontraba, a todas luces, encarcelado? ¿Aquellos eran sus guardianes o también eran prisioneros? ¿Cómo había llegado hasta allí?
Se pasó los dedos por la mata de pelo negro en un gesto de perplejidad y meneó la cabeza. Recordó el lamentable foral del vuelo; incluso recordaba haber caído sobre el follaje del gran árbol; pero después, todo estaba negro. Examinó por unos instantes a los alali, que eran ajenos a su presencia o al hecho de que los estaba observando, y luego salió al patio con osadía, como un león intrépido que hace caso omiso de la presencia de chacales.
Ellos lo vieron de inmediato, se levantaron y se agolparon en torno a él; las niñas apartaban a empujones a los niños y se acercaban con atrevimiento. Tarzán les habló, primero en un dialecto nativo y después en otro, pero al parecer no lo entendían, pues no dieron ninguna respuesta. Entonces, como último recurso, se dirigió a ellos en el lenguaje primitivo de los grandes simios, el lenguaje de Manu el mono, el primer lenguaje que Tarzán había aprendido cuando, de niño, mamaba del peludo pecho de Kala, la simia, y escuchaba los sonidos guturales de los miembros salvajes de la tribu de Kerchak; pero sus oyentes tampoco le respondieron. Al menos no lo hicieron de un modo audible, aunque movieron las manos, los hombros y el cuerpo, y sacudieron la cabeza en lo que el hombre-mono enseguida reconoció como una especie de lenguaje de signos, pero no emitieron ningún sonido vocal que indicara que se comunicaban entre sí por medio del habla. Entonces perdieron de nuevo el interés por el recién llegado y reanudaron su indolente haraganeo junto a los muros del patio mientras Tarzán paseaba de un lado a otro, buscando con su aguzada mirada cualquier vía de escape que pudiera existir, y la vio en la altura de las paredes, a cuya parte superior estaba seguro de llegar con los dedos extendidos si daba un buen salto tomando carrera. Pero debía esperar a que la oscuridad lo protegiera de los que se hallaban en el interior del recinto y de los del exterior. Y a medida que se acercaba el anochecer, las acciones de los otros ocupantes del patio se alteraron perceptiblemente; paseaban de un lado a otro, pasando sin cesar por delante de la entrada que había en el fondo del patio. De vez en cuando entraban en la primera habitación y, a menudo, en la segunda, donde se paraban a escuchar por unos instantes ante el gran bloque de piedra que cerraba la abertura exterior; luego regresaban al patio y volvían, incansables, a sus paseos. Por fin, uno dio una patada en el suelo y los otros lo imitaron hasta que, con una cadencia regular, los golpes que daban con sus pies desnudos tuvieron que ser oídos a cierta distancia tras los confines de su estrecho patio carcelario.
Fuera cual fuese la intención de este procedimiento, aparentemente no dio ningún resultado, y una de las niñas, con el rostro contraído de ira, apretó la porra que tenía entre las manos, se acercó a una de las paredes y se puso a golpear con violencia uno de sus grandes bloques de piedra. Al instante las otras niñas siguieron su ejemplo, mientras que los jóvenes machos seguían marcando el ritmo con los talones.
Tarzán estuvo desconcertado por un momento, sin encontrar explicación a esta conducta; pero su propio estómago por fin le sugirió una respuesta: las criaturas estaban hambrientas e intentaban llamar la atención de sus carceleros; y el método que empleaban para hacerlo sugería otra cosa, algo de lo que su breve experiencia con ellos ya le había convencido: aquellas criaturas carecían de habla; quizás eran completamente mudas.
La niña que había empezado a dar golpes en la pared se detuvo de pronto y señaló a Tarzán. Los otros miraron a ambos alternativamente, y ella señaló su porra y después a Tarzán otra vez, tras lo cual efectuó una pequeña pantomima, muy rápida, muy breve, pero no obstante muy realista, que describía la porra cayendo sobre la cabeza de Tarzán, tras lo cual la ejecutante, ayudada por sus compañeros, devoraba al hombre-mono. Las porras dejaron de golpear la pared y los talones no volvieron a hacer ruido contra el suelo; la asamblea estaba interesada en la nueva sugerencia. Todos miraron a Tarzán con expresión hambrienta. La madre que debería haberles llevado comida, la Primera Mujer, había muerto. Ellos no lo sabían; lo único que sabían era que tenían hambre y que la Primera Mujer no les había llevado comida desde el día anterior. No eran caníbales; sólo en las últimas fases del hambre se devorarían unos a otros, como se sabía que habían hecho marineros náufragos de otras razas. Sin embargo, no contemplaban al extraño como a uno de su propia especie. Era tan diferente de ellos como algunas de las otras criaturas que la Primera Mujer les había llevado para que se alimentaran. No era peor conducta devorarlo a él de lo que habría sido devorar un antílope. Sin embargo, esta idea no se les habría ocurrido a la mayoría de ellos; la niña mayor se lo había sugerido. A ésta tampoco se le habría ocurrido si hubiera habido otra comida, porque sabía que no lo habían llevado allí con ese fin; lo habían traído como compañero de la Primera Mujer, que en común con las otras mujeres de esta primitiva raza cazaba un nuevo compañero en cada estación entre los bosques y junglas, donde los tímidos machos vivían en solitario salvo las pocas semanas que permanecían cautivos en los corrales de piedra del sexo dominante, donde eran tratados con gran brutalidad y desprecio incluso por los hijos de su esposa temporal.
Raramente lograban escapar, aunque al final eran liberados, ya que era más fácil cazar un compañero nuevo para la siguiente estación que alimentar a uno en cautividad durante un año entero. No había nada que se pareciera al amor en las relaciones familiares de estos salvajes. Los jóvenes, concebidos sin amor, desconocían a su propio padre; no se tenían el más elemental afecto entre sí ni lo sentían hacia ningún otro ser vivo. Un cierto vínculo los ataba a sus respectivas madres salvajes, en cuyos pechos se amamantaban durante unos meses y a las que se acercaban para obtener comida hasta que estaban suficientemente desarrollados para salir a la selva y matar sus propias presas o procurarse cualquier otro alimento que la generosa Naturaleza les proporcionara.
Entre los quince y los diecisiete años los jóvenes machos eran liberados y perseguidos por la selva, tras lo cual su madre no los distinguía de cualquier otro macho; a una edad similar, las hembras eran llevadas a la cueva materna, donde vivían de la caza diaria en compañía de su madre, hasta que conseguían capturar a su primer compañero. Cuando esto ocurría se iban a vivir a otra cueva y el vínculo entre madre e hija se cortaba tan limpiamente como si nunca hubiera existido. En la siguiente estación podían rivalizar por el mismo hombre o en cualquier momento pelear a muerte por los frutos de la caza.
El edificio de los refugios y corrales de piedra en los que se encerraba a los niños y los machos era la única actividad comunitaria que emprendían las mujeres. Estaban obligadas a hacer este trabajo solas, ya que los hombres habrían aprovechado la primera oportunidad para escapar a la jungla si los hubieran sacado de los corrales para participar en la construcción, mientras que los niños sin duda habrían hecho lo mismo en cuanto hubieran sido lo bastante fuertes para servir de ayuda. Pero las grandes hembras eran capaces de efectuar solas sus titánicas tareas.
Por fortuna para ellas, raras veces era necesario ampliar los refugios y corrales ya construidos, ya que el elevado índice de mortalidad entre las hembras normalmente dejaba gran cantidad de recintos vacíos para las niñas que maduraban. Los celos, la codicia, los peligros de la caza, las víctimas de las guerras entre tribus, todo ello se cobraba un precio entre las hembras adultas. Incluso el despreciado macho mataba a veces a su capturadora en su lucha por la libertad.