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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y los hombres hormiga (3 page)

BOOK: Tarzán y los hombres hormiga
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Tarzán decidió rodear la misteriosa tierra que había permanecido oculta durante tanto tiempo antes de poner rumbo a su casa y, para obtener una vista mejor, se aproximó a tierra. Abajo había un gran bosque y detrás, una sabana abierta que acababa al pie de unas colinas rocosas y escarpadas. Se dio cuenta de que, absorto como había estado en el extraño paisaje, había dejado que el avión descendiera demasiado. Coincidiendo con ello, y antes de que pudiera mover el control, el aparato rozó la frondosa corona de algún antiguo monarca de la jungla, viró, cambió de dirección completamente y se estrelló contra el follaje entre los crujidos y chasquidos de las ramas que se rompían y las astillas que saltaban de su madera. Este ruido sólo duró un segundo; luego no hubo más que silencio.

En un sendero forestal caminaba con los hombros caídos una criatura poderosa, de atributos físicos parecidos a los del hombre, aunque vagamente inhumana; un gran bruto que andaba erguido sobre dos pies y llevaba un garrote en su mano callosa. El pelo largo, desaliñado, le caía sobre los hombros, y tenía vello en el pecho y un poco en los brazos y piernas, aunque no más del que se encuentra en muchos varones de razas civilizadas. Una tira de cuero en torno a la cintura sujetaba los extremos de un estrecho taparrabo, así como numerosas hebras de cuero crudo de cuyos extremos colgaban piedras redondas de cuatro o cinco centímetros de diámetro. Cerca de cada piedra llevaba atadas varias plumas pequeñas, en su mayor parte de tonos vivos. Las hebras que sujetaban las piedras iban unidas al cinturón a intervalos de cuatro o cinco centímetros y medían unos cuarenta y cinco centímetros de largo; el conjunto formaba un armazón de falda, con bordes de piedras redondas y plumas que le llegaban casi hasta la rodilla. Sus grandes pies iban descalzos y su piel blanca era de un tono marrón claro debido a su exposición a la intemperie. La ilusión de gran tamaño la producía más la robustez de los hombros y el desarrollo de los músculos de la espalda y los brazos que la altura, aunque la criatura medía cerca de un metro ochenta. Su rostro era grande, de nariz ancha, boca amplia y labios gruesos; tenía los ojos de tamaño normal, bajo unas cejas pobladas y negras, sobre las cuales la frente era ancha y baja. Al andar agitaba las orejas, grandes y planas, y de vez en cuando sacudían porciones de piel de diversas partes de la cabeza y cuerpo para ahuyentar las moscas, como hacen los caballos con los músculos de las ijadas.

Se movía en silencio, con los ojos oscuros constantemente alerta, mientras que las orejas abandonaban a menudo su aleteo cuando la mujer se esforzaba por oír los ruidos de alguna presa o algún enemigo.

De pronto se detuvo con las orejas gachas y las ventanas de la nariz abiertas, y se puso a olfatear el aire. Algún perfume o ruido que nuestros órganos sensoriales atrofiados no habrían percibido le había llamado la atención. Avanzó con cautela por el sendero hasta que, en un recodo, vio ante ella una figura de bruces en el camino. Era Tarzán de los Monos; yacía inconsciente y los restos de su avión siniestrado descansaban entre las ramas del gran árbol que había provocado su caída.

La mujer asió el garrote con más fuerza y se aproximó. Su expresión reflejaba el asombro que el descubrimiento de esta extraña criatura había engendrado en su mente elemental, pero no daba muestras de tener miedo. Se acercó directamente al hombre postrado, con el garrote listo para golpear; pero algo le detuvo la mano. Se arrodilló a su lado y examinó la ropa que llevaba. Lo volvió de espaldas y acercó el oído a su corazón. Entonces hurgó en la pechera de su camisa unos instantes y con un rápido movimiento la cogió con las dos manos y la desgarró. Volvió a escuchar, esta vez con la oreja pegada a la piel desnuda de Tarzán. Se levantó y miró alrededor, olisqueando el aire y aguzando el oído; luego se inclinó, cogió el cuerpo del hombre-mono, se lo echó como si no pesara nada sobre uno de sus anchos hombros y siguió por el sendero en la misma dirección que antes. La sinuosa senda salía de la sombra tupida de la jungla para ir a parar a una superficie despejada, como un parque, de tierra ondulada que se extendía al pie de las rocosas colinas, las cruzaba y desaparecía en la entrada de una estrecha garganta, cuya piedra arenisca había sido erosionada caprichosamente por los elementos climatológicos y mostraba la original arquitectura de un sueño, entre cuyas grotescas cúpulas y rocas en miniatura la mujer acarreaba su carga.

A unos ochocientos metros de la entrada de la garganta, el sendero penetraba en un anfiteatro toscamente circular, cuyas escarpadas paredes estaban perforadas con numerosas bocas de cueva ante las que se agazapaban unas criaturas similares a la que había llevado a Tarzán a ese ambiente extraño y salvaje.

Cuando entró en el anfiteatro, todos los ojos se posaron en ella, pues sus orejas, grandes y sensibles, habían advertido su llegada mucho antes de que se hallara al alcance de la vista. En cuanto vieron a la mujer y su carga, varias figuras se levantaron y fueron a su encuentro. Éstas, todas hembras, eran similares en físico y escasa vestimenta a la capturadora del hombre-mono, aunque diferían en proporciones y fisonomía igual que los individuos de todas las razas difieren de sus compañeros. No pronunciaron ni una palabra ni emitieron sonido alguno, y tampoco lo hizo aquella a la que se aproximaban, mientras avanzaba en línea recta hacia la boca de una de las cuevas, pero agarró su porra con firmeza y la balanceó hacia delante y hacia atrás mientras sus ojos, bajo las cejas fruncidas, mantenían una hosca vigilancia de todo movimiento de sus congéneres.

Había llegado cerca de la cueva que era a todas luces su destino, cuando una de las que la habían seguido se abalanzó de pronto sobre ella y se aferró a Tarzán. Con la rapidez de un felino, la mujer soltó su carga, se volvió hacia la temeraria criatura haciendo oscilar su cachiporra con la celeridad del rayo y dejó caer un fuerte golpe en la cabeza de la otra, y luego, a horcajadas sobre el postrado Tarzán, miró con ojos furiosos alrededor, como una leona, preguntando sin palabras quién más tenía la intención de arrebatarle su presa; pero las otras se retiraron a sus respectivas cuevas y dejaron al vencido tumbado, inconsciente, en la caliente arena. La vencedora se echó su carga al hombro, sin que nadie la atacara, y siguió caminando hacia la cueva, donde lo dejó en el suelo sin ceremonia alguna, en la sombra de la entrada, y se agachó a su lado, de cara al exterior de forma que ninguna de sus compañeras la pillara por sorpresa, para examinar su hallazgo con detalle. La ropa de Tarzán le despertaba curiosidad o le provocaba disgusto, pues casi de inmediato empezó a desnudarlo. Como no tenía experiencia con los botones y hebillas, se los arrancó por la fuerza. Las fuertes botas de cuero le preocuparon unos instantes, pero por fin las costuras cedieron a sus poderosos músculos.

Sólo dejó intacto el medallón de oro con diamantes incrustados que había pertenecido a la madre de Tarzán y que llevaba colgado de una cadena de oro al cuello.

Lo contempló unos instantes y, luego, se levantó y se lo echó de nuevo al hombro; salió y se dirigió hacia el centro del anfiteatro, ocupado en su mayor parte por edificios bajos construidos con grandes bloques de piedra, que habían sido colocados de canto para formar las paredes mientras que otros, colocados sobre éstos, constituían los tejados. Los dos extremos estaban unidos y, a intervalos regulares, había unas alas que se adentraban en el anfiteatro y cerraban el ovalado terreno al aire libre que formaba un gran patio.

Las diversas entradas exteriores a los edificios estaban cerradas con dos bloques de piedra. Uno de ellos, colocado de canto, cubría la abertura, mientras que el otro, apoyado contra el primero por fuera, lo mantenía en su lugar contra los esfuerzos para apartarlo que pudieran realizarse desde el interior del edificio.

La mujer llevó a una de estas entradas a su cautivo, que seguía inconsciente. Lo dejó en el suelo, apartó los bloques de piedra que cerraban abertura y lo arrastró al lúgubre interior, donde depositó en el suelo. Batió palmas tres veces con fuerza, lo que hizo que entraran en la habitación seis o siete niños de ambos sexos, cuyas edades iban de un año a dieciséis o diecisiete. El más joven de ellos caminaba con facilidad y parecía tan capaz de cuidar de sí mismo como los jóvenes de la mayoría de órdenes inferiores a una edad similar. Las muchachas, incluso las más jóvenes, iban armadas con palos, pero los niños no llevaban armas ni de ataque ni de defensa. Al verlos, la mujer señaló a Tarzán, se golpeó la cabeza con los puños apretados y se señaló a sí misma, tocándose el pecho varias veces con el pulgar calloso. Hizo otros movimientos con las manos, de significado tan claro que cualquiera que desconociera por completo su lenguaje de signos casi habría adivinado su propósito; luego, se volvió y salió del edificio, colocó de nuevo las piedras ante la entrada y se dirigió a su cueva, pasando, al parecer sin llamar la atención, junto a la mujer a la que poco antes había golpeado y que ahora estaba recobrando el conocimiento rápidamente.

Cuando se sentó ante la boca de la cueva, su víctima se irguió de pronto, se frotó la cabeza unos instantes y, después de mirar alrededor con aire embotado, se puso en pie con vacilación. Se tambaleó unos instantes, pero logró controlarse y echando una mirada a la autora del daño, se alejó en dirección a su propia cueva. Antes de llegas allí, un ruido de pasos que se aproximaban llamó su atención y la de los demás miembros de esta extraña comunidad, o al menos la de todos los que se encontraban al aire libre. Se detuvo en seco irguió sus grandes orejas y escuchó, con los ojos dirigidos hacia el sendero que ascendía desde el valle. Los otros observaban y escuchaban de forma similar, y un instante después su vigilia fue recompensada con la visión de otra criatura de su especie que apareció en la entrada del anfiteatro. Éste era una criatura enorme, más grande incluso que la que había capturado al hombre-mono —más robusta y más fuerte, aunque poco más alta—, que acarreaba sobre un hombro el cuerpo de un antílope y sobre el otro el de una criatura que podía ser medio humana y medio bestia, aunque, no parecía del todo ni una cosa ni la otra.

El antílope estaba muerto, pero no la otra criatura. Ésta se retorcía débilmente —sus inútiles movimientos no podían calificarse de forcejeos— mientras colgaba, con el torso sobre el moreno hombro desnudo de su capturadora y los brazos y piernas fláccidos delante y detrás, semiinconsciente o sumido en la parálisis provocada por el miedo.

La mujer que había llevado a Tarzán al anfiteatro se levantó y se situó ante la entrada de su cueva. Tendremos que llamarla la Primera Mujer, pues no tenía nombre; en las confusas circunvalaciones de su inactivo cerebro nunca había sentido siquiera la necesidad de una apelación específica que la distinguiera, y lo mismo sucedía entre sus congéneres. Así que, para diferenciarla del resto, la llamaremos la Primera Mujer y, de forma similar conoceremos a la criatura a la que había derribado con su porra como la Segunda Mujer, y a la que entró entonces en el anfiteatro con una persa el cada hombro como la Tercera Mujer. Así pues, la Primera mujer se levantó, con los ojos fijos en la recién llegada y las orejas erguidas. También la Segunda Mujer y todas las que estaban a la vista si pusieron en pie y se quedaron mirando a la Tercera Mujer, que avanzaba con su carga, observando con los ojos alerta a las amenazadoras figuras de sus compañeras. Esta Tercera Mujer era muy corpulenta, de modo que las otras se limitaron a mirar la durante un rato, tras el cual la Primera Mujer dio un paso al frente, se volvió para echar una mirada, a la Segunda Mujer y dio otro paso; se detuvo y volvió a mirar a la Segunda Mujer, y esta vez se señaló a sí misma primero, después a la Segunda Mujer y después a la Tercera Mujer, que ahora había acelerado el paso en dirección a su cueva, pues había captado la actitud amenazadora de la Primer Mujer. La Segunda Mujer también lo comprendió y avanzó entonces con la Primera Mujer. No se pronunció ni una palabra, no salió ningún sonido di aquellos labios salvajes, que nunca se habían separado para formar una sonrisa, que nunca habían conocido la risa ni nunca la conocerían.

Mientras las dos se acercaban a ella, la Tercera Mujer dejó el botín a sus pies, asió con más fuerza la porra y se preparó para defender sus derechos. Las otras, blandiendo sus propias armas, la atacaron. Las mujeres restantes se limitaban a observar; sus manos, quizá por alguna antigua costumbre tribal que calibraba el número de atacantes por la cantidad del botín, se quedaron quietas y concedieron el derecho de pelear a quien había iniciado el ataque. Así, cuando la Primera Mujer había sido atacada por la Segunda Mujer, las otras se habían mantenido a distancia, pues había sido la Segunda Mujer la que había avanzado en primer lugar para tratar de apoderarse de Tarzán. Y cuando la Tercera Mujer llegó con dos trofeos, puesto que la Primera Mujer y la Segunda Mujer se habían adelantado para ir a su encuentro, las otras se quedaron al margen.

En el enfrentamiento de las tres mujeres parecía inevitable la derrota de la Tercera Mujer bajo las porras de las otras dos. Sin embargo, esquivó ambos golpes con la habilidad y la celeridad de un esgrimidor experto y, entrando rápidamente en la abertura, descargó un golpe en la cabeza de la Primera Mujer que la dejó tendida e inmóvil en el suelo, donde se formó un pequeño charco de sangre y sesos que daba fe de la fuerza terrible que tenía la que manejaba la porra al tiempo que indicaba la salvaje defunción de la Primera Mujer, que no fue llorada por nadie.

La Tercera Mujer pudo entonces dedicar toda su atención a la Segunda Mujer, pero ésta, al ver el destino de su compañera, no aguardó para seguir discutiendo el asunto y, en lugar de quedarse para proseguir la pelea, se dio media vuelta y corrió a su cueva. Mientras, la criatura a la que la Tercera Mujer había acarreado junto con el cadáver del antílope, creyendo al parecer que tenía una posibilidad de escapar mientras su capturadora se ocupaba de sus asaltantes, empezó a arrastrarse con sigilo, alejándose en la dirección contraria. Su intento habría podido tener éxito si la pelea hubiera durado más tiempo; pero la habilidad y ferocidad de la Tercer Mujer había zanjado el asunto en cuestión de segundos y, cuando se dio la vuelta y vio que una parte de su presa intentaba escapar, se precipitó tras ella. Mientras lo hacía, la Segunda Mujer se dio la vuelta y echó a correr para apoderarse del antílope, al tiempo que la figura fugitiva que iba a ras tras se ponía en pie de un salto y echaba a corre velozmente por el sendero que cruzaba la boca de anfiteatro para ir hacia el valle.

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