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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y los hombres hormiga (5 page)

BOOK: Tarzán y los hombres hormiga
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La espantosa vida del alalus era consecuencia natural de la inversión innatural del sexo dominante. Es competencia del macho iniciar el amor y, con su dominio, inspirar primero respeto y después admiración en el pecho de la hembra a la que intenta atraer. El amor se desarrolla por sí mismo después de estas otras emociones. La creciente superioridad del alalus hembra sobre el macho impedía que se despertaran las emociones de respeto y de admiración hacia el macho, con la consecuencia de que jamás aparecía el amor.

Como no tenía amor por su compañero y se había convertido en un bruto más poderoso, la salvaje mujer alalus pronto empezó a tratar a los miembros del sexo opuesto con desprecio y brutalidad. El poder, o al menos el deseo, de iniciar el amor dejó de existir en el corazón del macho, que no podía amar a la criatura a la que temía y odiaba. No podía respetar o admirar a las criaturas asexuadas en que las mujeres alali se habían convertido, y por eso huyó a la jungla, donde las dominantes mujeres lo perseguían para que su raza no desapareciera de la tierra.

Era a la descendencia de estas criaturas salvajes y pervertidas a lo que se enfrentaba Tarzán, plenamente consciente de sus intenciones caníbales. Al principio los machos no lo atacaron, sino que se dispusieron a recoger hierba seca y trocitos de madera de una de las cámaras cubiertas. Mientras, las tres niñas, entre las que había una de apenas siete años de edad, se aproximaban cautelosamente al hombre-mono, con la porra a punto, prepararon una fogata sobre la que esperaban cocer pronto jugosos pedazos de la extraña criatura que su peluda madre les había traído.

Uno de los machos, un muchacho de dieciséis años, se quedó atrás haciendo gestos nerviosos con las manos, la cabeza y el cuerpo. Al parecer trataba de disuadir a las niñas o impedirles que llevaran a cabo el plan; incluso pidió apoyo a los otros niños, pero ellos se limitaron a mirarlas y continuar con sus preparativos culinarios. Al fin, cuando las niñas se acercaban lentamente al hombre-mono, se situó en su camino e intentó pararlas. Al instante los tres diablillos hicieron oscilar sus porras y se abalanzaron hacia delante para destruirlo. El niño se agachó, arrancó varias piedras emplumadas de su cinto y las lanzó a sus asaltantes. Tan veloces y precisos fueron los proyectiles que dos de las niñas cayeron al suelo con un alarido. La tercera piedra falló y golpeó en la sien a uno de los otros muchachos, que murió al instante. Era el joven que había robado el medallón de Tarzán y, como, al igual que sus compañeros, era una criatura tímida, lo había guardado cubriéndolo constantemente con la palma de la mano desde que, tras recuperar el conocimiento, el hombre-mono había salido al patio con ellos.

La niña mayor, nada acobardada, dio un salto al frente haciendo una espantosa mueca de ira. El niño le lanzó otra piedra y corrió hacia el hombre-mono, sin saber probablemente qué recepción esperaba de él. Quizá fue el resurgimiento de una emoción de compañerismo muerta mucho tiempo atrás lo que lo impulsó a situarse al lado de Tarzán; posiblemente el mismo Tarzán, cuya lealtad a la especie era grande, había inspirado ese despertar de un atrofiado sentido del alma. En cualquier caso, el joven se acercó y se quedó junto a Tarzán mientras la niña, que percibía el peligro que para ella entrañaba esta nueva y extraña temeridad de su hermano, empezó a avanzar con más cautela.

Parecía estar diciéndole por señas lo que le haría si no dejaba de interponer su débil voluntad entre ella y sus deseos gastronómicos; pero él le respondió con signos desafiantes y se mantuvo firme. Tarzán le dio unas palmaditas en la espalda, sonriendo. El muchacho le enseñó los dientes con una mueca horrible, pero era evidente que intentaba devolver la sonrisa al hombre-mono. La niña casi había llegado junto a ellos y Tarzán estaba bastante confuso en cuanto a cómo actuar contra ella. Su caballerosidad natural le impedía atacarla. Le parecía un acto repugnante hacerle daño, aunque fuera en defensa propia; pero sabía que quizá tendría que matarla y, por eso, mientras buscaba una alternativa, se preparó para llevar a cabo la acción que detestaba, esperando, no obstante, escapar sin tener que hacerlo.

La Tercera Mujer, al llevar a su nuevo compañero de la cueva al corral donde lo mantendría como prisionero durante una o dos semanas, había oído el rítmico golpear de talones desnudos y pesadas porras procedente del corral de la Primera Mujer y de inmediato adivinó lo que ocurría. El bienestar de la prole de la Primera Mujer no le concernía como individuo; sin embargo, el instinto de la comunidad la incitaba a soltarlos para que pudieran ir en busca de comida y la comunidad no perdiera sus servicios si morían de hambre. Ella no los alimentaría, desde luego, ya que, no le pertenecían, pero les abriría la puerta de la cárcel y los soltaría para que se espabilaran, para que encontraran comida o no, para que sobrevivieran o perecieran de acuerdo con la inexorable ley de la supervivencia del más fuerte.

Pero la Tercera Mujer no se dio ninguna prisa. Con los dedos aferrados al pelo de su quejumbroso esposo arrastró a la protestona criatura hasta su corral, retiró la gran losa que cerraba la entrada, empujó al hombre bruscamente para meterlo dentro, acelerando su velocidad con una patada, colocó de nuevo la piedra y se volvió con calma hacia el corral de la Primera Mujer, que estaba cerca. Retiró la puerta de piedra, cruzó las dos cámaras y entró en el corral en el momento en que la niña mayor avanzaba hacia Tarzán. Se detuvo en la entrada y golpeó con la porra en la pared de piedra del refugio para llamar la atención de los que estaban en el corral. Al instante todos miraron en su dirección; ella era la primera hembra adulta, aparte de su propia madre, a la que los hijos de la Primera Mujer veían. Se apartaron de ella con visible terror. El joven que estaba junto a Tarzán se escondió detrás de éste y Tarzán no se sorprendió de su temor. La Tercera Mujer era la primera alalus adulta que veía, ya que todo el rato que había estado en manos de la Primera Mujer se hallaba inconsciente.

La niña que lo había amenazado con su gran porra ahora parecía haberlo olvidado y, paralizada, con el rostro contraído y los ojos entrecerrados, hacía frente a la recién llegada. De todos los niños, ella era la que parecía menos aterrada.

El hombre-mono examinó a la enorme y embrutecida hembra que se había quedado en el otro extremo del corral con sus ojos salvajes puestos en él. Ella no lo había visto antes, ya que se encontraba en el bosque cazando en el momento en que la Primera Mujer había traído su trofeo al anfiteatro. No sabía que ésta tenía un macho en el corral junto a sus hijos. Eso sí era un verdadero trofeo: se lo llevaría a su propio corral. Con esta idea en la cabeza, y sabiendo que, a menos que lograra escabullirse por su lado y llegar a la entrada antes que ella, él no podía escapar, se acercó muy despacio, haciendo caso omiso de los demás ocupantes del corral.

Tarzán, que no adivinaba el verdadero propósito de la hembra, pensó que estaba a punto de atacarle como a un peligroso extraño en el recinto sagrado de su hogar. Contempló su gran envergadura, su desarrollada musculatura y la enorme porra que blandía y los comparó con su propia indefensa desnudez.

Para los nacidos en la jungla, huir de un combate inútil y desigual carece del estigma de la cobardía, y Tarzán de los Monos no sólo había nacido y crecido en ella, sino que al despojarse de su ropa también se había despojado, como siempre, de todo rastro de civilización. Era, pues, una bestia salvaje la que se enfrentaba a la mujer alalus que se le acercaba; una bestia tan astuta como fuerte; una bestia que sabía cuándo pelear y cuándo huir.

Tarzán lanzó una rápida mirada atrás. El joven alalus estaba agazapado, temblando de miedo. Detrás de él se encontraba la pared trasera del corral, una de cuyas grandes losas de piedra se inclinaba ligeramente hacia fuera. Lenta es la mente del hombre, y más lenta es su vista en comparación con la de la bestia atrapada que busca una vía de escape. Tan rápido fue el hombre-mono, que escapó antes de que la Tercera Mujer hubiera adivinado que estaba contemplando una huida, y con él se fue el niño alalus de más edad.

Tarzán había girado en redondo y, con un solo movimiento, se había echado al joven varón al hombro, había saltado velozmente los pocos pasos que lo separaban de la pared trasera del corral y, como un felino, había ascendido corriendo la lisa superficie de la losa ligeramente inclinada hasta aferrar con los dedos el punto más alto. Luego se había impulsado por encima sin echar una sola mirada atrás y, tras arrojar al niño al otro lado, lo había seguido tan deprisa que llegaron al suelo casi al mismo tiempo. Entonces miró alrededor. Por primera vez veía el anfiteatro natural y las cuevas, ante las cuales aún había mujeres en cuclillas. Pronto anochecería. El sol empezaba a ponerse tras la cima de las colinas occidentales. Tarzán sólo vio una vía de escape: la abertura del extremo inferior del anfiteatro, por la que pasaba el sendero que conducía al valle y a la jungla. Hacia allí corrió, seguido por el joven.

Entonces, una mujer que estaba sentada ante la entrada de su cueva los vio. Cogió su porra y se puso en pie de un salto para perseguirlos. Atraídas por ella, otras dos se unieron a la persecución, hasta que hubo cinco o seis corriendo por el sendero.

El joven, señalando el camino, corría veloz delante del hombre-mono, pero no podía aventajar a los ágiles músculos que tan a menudo en el pasado habían permitido a su dueño escapar de la rápida embestida de un Numa enloquecido, o le habían hecho ganar una comida a la agilidad de Bara, el ciervo. Las mujeres, que avanzaban pesadamente detrás de ellos, no tenían probabilidades de alcanzar a la pareja dependiendo por completo de la rapidez, pero tampoco tenían intención de hacerlo. Disponían de sus proyectiles de piedra, y habían practicado con ellos casi desde su nacimiento hasta alcanzar prácticamente la perfección, contra objetivos en reposo o en movimiento. Sin embargo, estaba anocheciendo, el sendero se retorcía y giraba y la rapidez de las presas las convertía en objetivos esquivos para lanzarles un proyectil preciso destinado a aturdir y no a matar. Desde luego, la mayoría de las veces, un proyectil lanzado con la primera intención acababa matando; pero la presa debía correr ese riesgo. El instinto advertía a las mujeres que no debían matar a los machos, aunque no les decía nada respecto a tratarlos con la mayor brutalidad. Si Tarzán se hubiera dado cuenta de por qué lo perseguían las mujeres, habría corrido aún más deprisa, si bien aceleró la marcha de todos modos cuando los proyectiles empezaron a volar sobre su cabeza.

Pronto el hombre-mono llegó a la jungla y, como si se hubiera disuelto en el fino aire, desapareció de la asombrada vista de sus perseguidoras, pues se hallaba en su elemento. Mientras ellas lo buscaban por el suelo, él saltaba ágilmente de rama en rama, sin perder de vista al muchacho alalus, que corría a sus pies por el sendero.

Como el hombre había escapado, las mujeres se detuvieron y se volvieron a sus cuevas. Al joven no lo querían: durante dos o tres años rondaría por los bosques sin que los de su especie lo molestaran, y, si escapaba a las bestias salvajes y a las lanzas y flechas de los hombres hormiga, llegaría a hacerse hombre y sería una buena presa para cualquiera de las grandes hembras durante la época de apareamiento. De momento, al menos, llevaría una existencia relativamente segura y feliz.

Sus probabilidades de sobrevivir habían disminuido materialmente al escapar tan pronto a la jungla. Si la Primera Mujer hubiera vivido lo habría mantenido a salvo entre las paredes de su corral al menos otro año. Entonces habría estado mejor preparado para hacer frente a los peligros y emergencias de la vida salvaje del bosque y la jungla.

El muchacho, cuyo aguzado oído le indicó que las mujeres habían abandonado la persecución, se detuvo y buscó con la mirada a la extraña criatura que lo había liberado del odiado corral, pero sólo podía ver a poca distancia en la oscuridad de la noche, y el extraño no se hallaba a la vista. El joven levantó sus grandes orejas y escuchó con atención. No se oía ruido de pisadas humanas aparte de las de las mujeres que se retiraban. Había otros ruidos, sin embargo; conocidos sonidos del bosque que llenaban su confuso cerebro de vagos terrores, sonidos que procedían de la maleza que lo rodeaba, de las ramas que colgaban sobre su cabeza, y también percibía olores que lo aterraban.

La oscuridad, completa e impenetrable, se había cerrado a su alrededor con una rapidez que le hizo temblar. Casi la sentía como un peso sobre él, que lo aplastaba y al mismo tiempo lo dejaba expuesto a terrores innombrables. Miró alrededor pero no logró ver nada, lo que le dio la impresión de que se había quedado sin ojos. Como no tenía voz, no podía gritar ni para asustar a sus enemigos ni para llamar la atención de la extraña criatura de la que se había hecho amigo y cuya presencia había despertado, de un modo tan extraño, una inexplicable emoción en su pecho, una emoción agradable.

No podía explicarla; no tenía una palabra para ella, pues no tenía palabras para nada, pero la sentía y lo llenaba de calor. Deseaba, a su manera confusa, ser capaz de hacer algún ruido que atrajera la atención de aquella extraña criatura de nuevo hacia él. Se sentía solo y tenía mucho miedo.

Un crujido de los arbustos cercanos despertó en él un nuevo terror: algo de gran tamaño se aproximaba en la negra noche. El joven permaneció con la espalda apoyada en un grueso tronco de árbol. No se atrevía a moverse. Olisqueó en el aire pero éste se movía en dirección a la cosa que se arrastraba hacia él en el terrible bosque y no pudo reconocerlo. Su instinto le dijo que la criatura sí lo había identificado a él y se estaba acercando para abalanzarse y devorarlo.

No sabía nada de leones, a menos que el instinto lleve consigo una imagen de las diversas criaturas a las que los pobladores de la jungla teniendo miedo. En toda su vida nunca había salido del corral de la Primera Mujer y, como su gente carecía de habla, su madre no había podido contarle nada del mundo exterior. Sin embargo, cuando oyó el rugido, supo que se trataba del león.

CAPÍTULO IV

E
STEBAN Miranda, aferrando la muñeca de la pequeña Uhha, permanecía agazapado en la oscuridad de otro bosque a treinta y cinco kilómetros de distancia y tembló cuando las estruendosas notas de otro león resonaron en la jungla.

La niña sentía el temblor del corpulento hombre que tenía a su lado y se volvió a él con desdén.

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