En la cara opuesta de cada uno de los siete segmentos del disco fijo había un alambre, que Zoanthrohago conectó a los puntos que sobresalían de la superficie superior de la caja de madera. Un solo alambre se unía a un punto en el lado de la caja que tenía en la otra extremidad una pequeña placa metálica curvada unida al interior de un collar de cuero. Zoanthrohago lo ajustó al cuello del roedor de forma que la placa metálica entrase en contacto con su piel en la base del cráneo y lo más cerca posible de la hipófisis.
Volvió su atención una vez más a la caja de madera, sobre la que, además de los siete puntos de anclaje, había un instrumento circular que consistía en un dial con una serie de jeroglíficos en la periferia. Desde el centro de éste se proyectaban siete radios tubulares, concéntricos, cada uno de los cuales sostenía una aguja, que tenía una forma o un color distinto, mientras que bajo el dial había siete pequeños discos de metal en la tapa de la caja de modo que se hallaban en el arco de un círculo desde cuyo centro había una flecha de metal dispuesta de tal manera que su extremo libre podía moverse hacia cualquiera de los siete discos de metal a voluntad del operador.
Una vez hechas todas las conexiones, Zoanthrohago movió el extremo libre de la flecha de uno de los discos de metal a otro, con los ojos fijos en el dial, cuyas siete agujas se movieron de forma diversa cada vez que él llevaba la flecha de un punto a otro.
Elkomoelhago observaba todo de forma interesada, aunque algo desconcertado, y el esclavo, Zuanthrol, en el que nadie se fijaba, se había acercado más a la mesa para ver mejor este experimento que tanto podía significar para él.
Zoanthrohago siguió manipulando la flecha giratoria, haciendo que las agujas se moviesen de una serie de jeroglíficos a otra, hasta que al fin el walmak pareció satisfecho.
—No siempre es fácil —dijo— sintonizar el instrumento con la frecuencia del órgano en el que estamos trabajando. De toda materia, incluso de algo tan incorpóreo como es el pensamiento, emanan partículas idénticas, tan infinitesimales que apenas son percibidas por mis instrumentos más delicados. Dichas partículas constituyen la estructura básica de todas las cosas, animadas, inanimadas, corpóreas o incorpóreas. La frecuencia, la cantidad y el ritmo de las emanaciones determinan la naturaleza de la substancia. Tras haber situado en este dial el coeficiente de la glándula en cuestión, ahora no sólo es necesario, con el fin de interferir en su buen funcionamiento, detener el crecimiento de la criatura, sino también invertirlo. Para ello hemos de disminuir la frecuencia, aumentar la cantidad y componer el ritmo de estas emanaciones. Ahora procederé a hacerlo —y a continuación manipuló varios botoncitos que había en un lado de la caja, cogió la manivela del disco libre y la hizo girar con rapidez.
El resultado fue instantáneo y asombroso: ante sus ojos, Elkomoelhago, el rey, y Zuanthrol, el esclavo, vieron al roedor reducirse rápidamente de tamaño, mientras sus proporciones permanecían inalteradas. Tarzán, que había seguido cada movimiento y cada palabra del walmak, se inclinó para grabar en su memoria la posición de las siete agujas. Elkomoelhago levantó la mirada y descubrió el interés del hombre-mono.
—Ya no necesitamos a este tipo aquí —dijo, dirigiéndose a Zoanthrohago—. Que lo hagan salir.
—Sí, zagosoto —respondió Zoanthrohago, y llamó a un guerrero para que se llevara a Tarzán y a Komodoflorensal a una cámara donde pudieran permanecer hasta que se requiriera de nuevo su presencia.
L
OS CONDUJERON condujeron a través de varias cámaras y corredores hacia el centro de la cúpula, en el mismo piso de la cámara en la que habían dejado al rey y al walmak hasta que por fin los empujaron a una cámara pequeña y cerraron y atrancaron tras ellos una robusta puerta.
En la cámara no había velas. Sin embargo, una débil luz aliviaba la oscuridad de forma que se podía distinguir el interior de la habitación. La cámara contenía dos bancos y una mesa: esto era todo. La luz que la iluminaba débilmente penetraba por una estrecha aspillera con barrotes, pero era luz del día.
—Estamos solos —susurró Komodoflorensal— y al fin podemos conversar; pero debemos ser cautos —añadió—. ¡No confíes demasiado en la lealtad de las piedras de tu cámara! —dijo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Tarzán—. Tú estás mucho más familiarizado con las moradas minunianas que yo.
—Estamos en el nivel más elevado de la cúpula real de Elkomoelhago —respondió el príncipe—. El rey no visita las otras cúpulas de su ciudad con semejante informalidad. Puedes estar seguro de que ésta es la de Elkomoelhago. Nos encontramos en una de las cámaras internas, junto al pozo central que horada la cúpula desde el nivel más bajo hasta el tejado. Por esta razón no necesitamos ninguna vela para poder vivir; recibiremos suficiente aire a través de la aspillera. Y ahora, dime qué ha ocurrido en la habitación con Elkomoelhago y Zoanthrohago.
—Descubrí que habían reducido mi estatura —respondió Tarzán—, y, además, que en cualquier momento puedo recuperar mi tamaño; esto es algo que puede suceder de tres a treinta y nueve lunas después de la fecha de mi reducción. Ni siquiera Zoanthrohago puede determinar cuándo ocurrirá esto.
—Esperemos que no ocurra mientras estés en esta pequeña cámara —exclamó Komodoflorensal.
—Lo pasaría mal para salir —admitió Tarzán.
—Jamás saldrías —le aseguró su amigo—. Si bien antes de tu reducción habrías podido arrastrarte por algunos de los corredores más grandes hasta el primer nivel, o incluso muchos de los niveles inferiores, no habrías podido meterte en los corredores más pequeños de los niveles superiores, que son de tamaño reducido porque la necesidad de soportes directos del tejado aumenta a medida que nos acercamos al ápice de la cúpula.
—Entonces me conviene salir de aquí lo antes posible —dijo Tarzán.
Komodoflorensal meneó la cabeza.
—La esperanza es algo bello, amigo mío —dijo—, pero si fueras minuniano sabrías que en las circunstancias en que nos encontramos es una pérdida de energía mental. Mira estos barrotes —se acercó a la ventana y sacudió los gruesos barrotes de hierro que cubrían la abertura—. ¿Crees que podrías habértelas con esto?
—No los he examinado —replicó el hombre-mono—, pero nunca abandono la esperanza de escapar; que tu gente lo haga es sin duda la principal razón por la que son esclavos siempre. Eres demasiado fatalista, Komodoflorensal.
Mientras hablaba, Tarzán cruzó la habitación hacia la ventana, se quedó junto al príncipe y asió uno de los barrotes.
—No parecen demasiado pesados —observó, y al mismo tiempo ejerció presión sobre ellos. ¡Y se doblaron! El interés de Tarzán había aumentado y el de Komodoflorensal, también. El hombre-mono empleó todas sus fuerzas y su peso en esta tarea y consiguió arrancar de su alojamiento dos barrotes completamente doblados.
Komodoflorensal lo miraba con asombro.
—Zoanthrohago redujo tu tamaño, pero te dejó con tu antigua fuerza física —exclamó.
—No puede explicarse de ningún otro modo —dijo Tarzán, que ahora fue sacando uno a uno los restantes barrotes de la ventana. Enderezó uno de los más cortos y se lo entregó a Komodoflorensal—. Esto servirá como arma, si nos vemos obligados a pelear por nuestra libertad —explicó y enderezó otro para él.
El trohanadalmakusiano lo miraba sin salir de su asombro.
—¿Y tienes intención —preguntó— de desafiar a una ciudad de cuatrocientas ochenta mil personas, armado sólo con un trozo de hierro?
—Y mi ingenio —añadió Tarzán.
—Lo necesitarás —dijo el príncipe.
—Y lo utilizaré —le aseguró Tarzán.
—¿Cuándo empezarás? —preguntó Komodoflorensal, tomándole el pelo.
—Esta noche, mañana, la próxima luna… ¿Quién sabe? —respondió el hombre-mono—. Las condiciones deben ser las adecuadas. Vigilaré y haré planes sin cesar. En este sentido empecé a escapar en el instante en que recobré el conocimiento y supe que era prisionero.
Komodoflorensal hizo un gesto de negación con la cabeza.
—¿No tienes fe en mí? —preguntó Tarzán.
—Eso es precisamente lo que tengo: fe —respondió Komodoflorensal—. Mi buen sentido me dice que no puedes tener éxito y sin embargo dejaré mi destino en tus manos, esperando que lo tengas, creyendo en el éxito. Si esto no es fe, no sé cómo debería llamarse.
El hombre-mono sonrió. Raras veces reía en voz alta.
—Empecemos —dijo—. Primero colocaremos estos barrotes para que den la impresión, desde la puerta, de que no se han tocado, pues supongo que tendremos alguna visita. Alguien nos traerá comida, al menos, y quienquiera que venga no debe sospechar nada.
Juntos colocaron los barrotes para que pudieran ser retirados y colocados rápidamente. Para entonces la cámara empezaba a estar bastante oscura. Poco después de terminar con los barrotes, se abrió la puerta y aparecieron dos guerreros, que se alumbraban con velas, acompañados de un esclavo que llevaba comida en unos receptáculos parecidos a cubos y agua en botellas de cerámica vidriada.
Cuando salían, tras haber depositado la comida y la bebida junto al umbral de la puerta, llevándose las velas, Komodoflorensal se dirigió a ellos.
—No tenemos velas, guerrero —dijo al que estaba más cerca—. ¿No nos dejarás una de las tuyas?
—En esta cámara no necesitáis velas —respondió el hombre—. Una noche a oscuras os irá bien, y mañana volveréis a la cantera. Zoanthrohago ha terminado con vosotros. En la cantera tendréis muchas velas. Salió de la cámara y cerró la puerta tras de sí.
Los dos esclavos oyeron que corrían el gran cerrojo al otro lado de la puerta. Ahora la oscuridad era total. No sin dificultad encontraron los receptáculos que contenían la comida y el agua.
—Bueno —dijo Komodoflorensal, atacando uno de los recipientes de comida—, ¿todavía crees que será tan fácil, cuando mañana estés de nuevo en la cantera, quizás a quinientos huales bajo tierra?
—Yo no estaré allí —replicó Tarzán— y tú tampoco.
—¿Por qué no? —preguntó el príncipe.
—Porque, ya que esperan llevarnos a las canteras mañana, no hay otra alternativa que escapar esta misma noche —explicó Tarzán.
Komodoflorensal se echó a reír.
Cuando Tarzán acabó su comida, se levantó y se acercó a la ventana. Retiró los barrotes y cogió el que había elegido para él. Después se arrastró por el pasadizo que conducía al otro extremo de la aspillera, pues, aunque estaba tan cerca de la cima de la cúpula, el muro era muy grueso, de unos diez huales quizás. El hual, que mide siete centímetros aproximadamente según nuestras normas, constituye la unidad básica de medida minuniana. A aquel nivel elevado la aspillera era mucho más pequeña que las que se abrían a niveles inferiores, de dimensiones suficientes para permitir que un guerrero caminara erguido en su interior; pero aquí Tarzán se veía obligado a arrastrarse a cuatro patas.
En el otro extremo se encontró contemplando un negro vacío sobre el que las estrellas relucían y a cuyos lados se veían vagos reflejos de luces interiores, que indicaban las cámaras iluminadas de la cúpula. El ápice de ésta se hallaba a poca distancia de él, y debajo había una caída en picado de cuatrocientos huales.
Tarzán, que había visto todo lo que se podía ver desde la boca de la aspillera, volvió a la cámara.
—¿Qué distancia hay, Komodoflorensal —preguntó—, desde el suelo de esta aspillera hasta el tejado de la cúpula?
—Unos doce huales —respondió el trohanadalmakusiano.
Tarzán cogió el barrote más largo de la aspillera y lo midió lo mejor que pudo.
—Demasiado lejos —dijo.
—¿Qué es lo que está demasiado lejos? —preguntó Komodoflorensal.
—El tejado —explicó Tarzán.
—¿Qué importa dónde esté el tejado? No esperabas escapar por el tejado de la cúpula, ¿verdad?
—Lo habría hecho con toda seguridad, si hubiera sido accesible —respondió el hombre-mono—, pero ahora tendremos que ir por el pozo, lo que significa cruzar por completo la cúpula desde el pozo interior hasta el exterior. La otra ruta habría entrañado menos peligro de ser descubiertos.
Komodoflorensal rió en voz alta.
—Al parecer crees que para escapar de una ciudad minuniana sólo es necesario salir y ya está. No se puede hacer. ¿Qué me dices de los centinelas? ¿Y de las patrullas exteriores? Te descubrirían antes de que te encontraras a media cúpula, suponiendo que lograras llegar hasta allí sin caer y matarte.
—Entonces quizás el pozo sería más seguro —dijo Tarzán—. Habría menos probabilidades de ser descubiertos antes de llegar abajo, pues por lo que he visto está oscuro como boca de lobo.
—¡Bajar por el interior del pozo! —exclamó Komodoflorensal—. ¡Estás loco! ¡No podrías bajar al nivel inferior sin caer, y debe de haber al menos cuatrocientos huales hasta el fondo!
—¡Espera! —le advirtió Tarzán.
Komodoflorensal oía a su compañero dar vueltas en la oscura cámara, cómo rascaba metal sobre piedra y después unos golpes, no fuertes, pero pesados.
—¿Qué haces? —preguntó.
—¡Espera! —dijo Tarzán.
Y Komodoflorensal esperó, intrigado. Fue Tarzán el siguiente en hablar.
—¿Sabrías encontrar la cámara de la cantera en la que está confinada Talaskar? —preguntó.
—¿Por qué? —quiso saber el príncipe.
—Iré a buscarla —explicó Tarzán—. Le prometimos que no nos marcharíamos sin ella.
—Sabré encontrarla —dijo Komodoflorensal, un poco malhumorado, según le pareció a Tarzán.
El hombre-mono trabajó durante un rato en un silencio solo roto por golpes ahogados y el rascar de hierro sobre piedra o hierro sobre hierro.
—¿Conoces a todos los de Trohanadalmakus? —preguntó Tarzán de pronto.
—Claro que no —respondió Komodoflorensal—. Hay un millón de almas, incluidos todos los esclavos. No los conozco a todos.
—¿Conocías de vista a los que vivían en la cúpula real? —prosiguió el hombre-mono.
—No, ni siquiera a los que vivían en la cúpula real —respondió el trohanadalmakusiano—, aunque sin duda conocía a todos los nobles, y a la clase guerrera, si no por el nombre, al menos de vista.
—¿Alguno de vosotros los conocía a todos? —preguntó Tarzán.
—Lo dudo —fue la respuesta.
—¡Bien! —exclamó Tarzán.
De nuevo hubo un silencio, que volvió a romper el inglés.
—¿Un guerrero puede ir a cualquier parte sin ser interrogado en cualquier cúpula de su propia ciudad? —preguntó.