Por fin llegó la mañana y con ella, desde la cima de una elevada colina, un panorama de ancha llanura que se extendía hacia el norte formado por colinas distantes, bosques y riachuelos. Decidieron entonces descender a uno de los numerosos claros que había al pie de las colinas, y allí dejar que sus monturas descansaran y se alimentaran, pues el trabajo de la noche había sido duro para ellas.
Sabían que en las colinas podrían esconderse casi indefinidamente, pues eran salvajes y poco transitadas, y por eso montaron un campamento una hora después de la salida del sol en una pequeña hondonada rodeada por grandes árboles, y dieron agua y comida a las monturas con una sensación de seguridad mayor que la que habían sentido desde que salieron de Veltopismakus.
Oratharc salió a pie y mató varias presas, y Tarzán pescó un par de peces en el río. Los prepararon y se los comieron, y luego, haciendo turnos los hombres, durmieron hasta media tarde, pues ninguno había dormido la noche anterior.
A media tarde emprendieron de nuevo la marcha y habían avanzado bastante por la llanura cuando se hizo de noche. Komodoflorensal y Zoanthrohago cabalgaban más adelante y todos buscaban un lugar adecuado para acampar. Fue Zoanthrohago quien lo encontró y, cuando todos se reunieron en torno a él, Tarzán no vio nada a la desvaneciente luz del día que le pareciera más adecuado como lugar de acampada en la llanura que cualquier otro. Había un bosquecillo, pero habían pasado por muchos, y no había nada en éste que ofreciera a primera vista mayor seguridad que otro. En realidad, a Tarzán le pareció todo menos un lugar adecuado donde acampar. No había agua, quedaba poco protegido del viento y nada del enemigo; así que decidió que lo mejor sería adentrarse entre los árboles. Miró con afecto las altas ramas. ¡Qué enormes parecían los árboles! Él sabía cómo eran en realidad y que se trataba de árboles de tamaño medio; sin embargo, ahora se elevaban sobre su cabeza como auténticos gigantes.
—Iré yo primero —oyó que decía Komodoflorensal, y se volvió para saber a qué se refería.
Los otros tres hombres estaban junto a la boca de un gran agujero, mirando hacia su interior. Tarzán sabía que la abertura era la boca de la madriguera de un ratel, el miembro africano de la familia del tejón, y se preguntó por qué querían entrar en ella. A Tarzán nunca le había gustado la carne de ratel. Se acercó a los demás, y al hacerlo vio que Komodoflorensal se metía en la abertura con la espada en la mano.
—¿Por qué hace eso? —preguntó a Zoanthrohago.
—Para sacar o matar al cambon, si está ahí —respondió el príncipe, mencionando al ratel con su nombre minuniano.
—¿Y por qué? —preguntó Tarzán—. ¡Seguro que no coméis su carne!
—No, pero queremos su casa para pasar la noche —respondió Zoanthrohago—. Había olvidado que tú no eres minuniano. Pasaremos la noche en las cámaras subterráneas del cambon, a salvo de los ataques del gato o del león. Sería mejor que ya estuviéramos ahí; es mala hora para que los minunianos estemos al aire libre, en la llanura o en el bosque, pues es cuando el león sale a cazar.
Unos minutos después, Komodoflorensal salió del agujero.
—El cambon no está aquí —dijo—. La madriguera está vacía. Sólo he encontrado una serpiente, y la he matado. Entra, Oratharc, y Janzara y Talaskar te seguirán. ¿Tenéis velas?
Las tenían, y uno tras otro desaparecieron en el agujero, hasta que Tarzán, que había pedido quedarse el último, se quedó solo en la creciente oscuridad mirando la boca de la madriguera, con una sonrisa en los labios. Le parecía ridículo que él, Tarzán de los Monos, tuviera que ser visto escondiéndose de Numa en el agujero de un ratel o, peor aún, escondiéndose del pequeño Skree, el gato salvaje. Mientras permanecía allí en pie, sonriendo, una mole asomó débilmente entre los árboles; los diadets, que estaban cerca, sueltos, bufaron y se alejaron dando saltos. Tarzán giró en redondo y vio al león más grande que jamás había visto, un león que doblaba la altura del hombre-mono.
¡Qué grande y sobrecogedor aparecía Numa para alguien del tamaño de un minuniano!
El león se puso en cuclillas, extendió la cola, moviendo la punta muy despacio; pero no engañaba al hombre-mono. Éste adivinó lo que se avecinaba y cuando el gran felino dio un salto, se volvió y se metió de cabeza en el agujero del ratel. Tras él oyó el ruido que produjo la tierra suelta de la abertura cuando las patas de Numa aterrizaron en el lugar donde antes estaba Tarzán.
D
URANTE tres días, los seis viajaron hacia el este, y luego, al cuarto día, giraron al sur. En el distante horizonte meridional se vislumbraba un gran bosque, que se extendía también por el este. Hacia el sudoeste se hallaba Trohanadalmakus, del que los separaba un buen viaje de dos días para sus cansados diadets. Tarzán a menudo se preguntaba qué descanso tenían estas pequeñas criaturas. Por la noche los soltaban para que pacieran; pero su conocimiento de las costumbres de los carnívoros le aseguraba que el diminuto antilope debía de pasar la mayor parte de la noche en aterrada vigilia o huyendo; sin embargo, cada mañana se encontraban de nuevo en el campamento, aguardando el placer de ver a sus amos. El que no escaparan, que siempre regresaran, sin duda se debía a dos hechos. Uno es que se crían desde hace siglos en las cúpulas de los minunianos —no conocen otra vida más que la de sus amos, a los que buscan para conseguir comida y cuidados— y el otro es el extremo afecto y bondad con que los minunianos tratan a sus hermosas bestias de carga, por lo que se han ganado el amor y la confianza de los pequeños animales en tal medida que los diadets no encuentras mayor satisfacción que la compañía del hombre.
Durante la tarde del cuarto día de su huida, Talaskar de pronto llamó la atención del grupo hacia una pequeña nube de polvo que se vislumbraba detrás de ellos a lo lejos. Durante mucho rato los seis la observaron con atención mientras crecía de tamaño a medida que se acercaba.
—Puede que sean nuestros perseguidores —dijo Zoanthrohago.
—O gente de Trohanadalmakus —sugirió Komodoflorensal.
—Sean quienes sean, son muchos más que nosotros —dijo Janzara—, y creo que deberíamos encontrar refugio hasta que conozcamos su identidad.
—Podemos llegar al bosque antes de que nos alcancen —dijo Oratharc—. Allí los esquivaremos si es necesario.
—El bosque me da miedo —declaró Janzara.
—No tenemos alternativa —dijo Zoanthrohago—, pero ahora dudo que lleguemos allí antes que ellos. ¡Vamos! ¡Debemos ir deprisa!
Jamás había viajado Tarzán de los Monos tan rápidamente a lomos de un animal. Los diadets volaban en el aire dando grandes saltos. Detrás de ellos, el núcleo de la nube de polvo se había convertido en una docena de guerreros montados, contra los cuales sus cuatro espadas serían inútiles. Por lo tanto, su única esperanza residía en llegar al bosque antes que sus perseguidores, y no era seguro que fueran a lograrlo.
El bosque, que poco antes estaba distante, parecía precipitarse hacia él mientras Tarzán miraba al frente entre los pequeños cuernos de su ágil montura. Detrás, el enemigo ganaba terreno. Eran veltopismakusianos —ya estaban lo bastante cerca para que se vieran las insignias en sus cascos— y habían reconocido a su presa, pues les gritaban que se detuvieran, y llamaron a varios por el nombre.
Uno de los perseguidores se adelantó. Llegó cerca de Zoanthrohago, que cabalgaba codo con codo con Tarzán, en la retaguardia de su grupo. A media distancia delante de Zoanthrohago estaba Janzara. El tipo la llamó.
—¡Princesa! —gritó—. El rey os da su perdón a todos si nos devolvéis a los esclavos. Rendíos y todo quedará olvidado.
Tarzán de los Monos lo oyó y se preguntó qué harían los veltopismakusianos. Debía de ser una gran tentación y él lo sabía. De no ser por Talaskar, les aconsejaría que regresaran con sus amigos; pero no quería ver sacrificada a la esclava. Sacó entonces la espada y se puso junto a Zoanthrohago, aunque el otro no adivinó su propósito.
—¡Rendíos y todo quedará olvidado! —gritó el perseguidor de nuevo.
—¡Jamás! —exclamó Zoanthrohago.
—¡Jamás! —repitió Janzara.
—¡Peor para vosotros! —gritó el mensajero, y perseguidores y perseguidos se precipitaron hacia el oscuro bosque, mientras desde el lindero unos ojos salvajes observaban la enloquecida carrera y unas lenguas sonrosadas se relamían de gusto.
Tarzán se había alegrado de oír la respuesta dada por Zoanthrohago y por Janzara, a quienes consideraba compañeros agradables y buenos camaradas. La actitud general de Janzara había cambiado desde el instante mismo en que se había unido a ellos en su intento de fuga. Ya no era la hija mimada de un déspota, sino una mujer que buscaba la felicidad a través del nuevo amor que acababa de encontrar o el antiguo amor que acababa de descubrir, pues a menudo decía a Zoanthrohago que sabía que siempre lo había amado. Esta novedad en su vida la hacía más considerada y amable con los demás, y parecía querer compensar a Talaskar por la crueldad con que la había atacado cuando la vio por primera vez. Su insensato antojo por Tarzán ahora lo veía de otra manera; lo quería porque le había sido negado, y lo habría convertido en su príncipe por llevar la contraria a su padre, al que odiaba.
Komodoflorensal y Talaskar siempre cabalgaban juntos, pero el trohanadalmakusiano no pronunció una palabra de amor a los oídos de la muchacha esclava. En su mente se estaba cristalizando una gran decisión, que aún no había adquirido forma definitiva. Y Talaskar, al parecer feliz sólo de estar con él, cabalgó alegre durante los primeros días de la única libertad que jamás había conocido. Pero en esos momentos todo se había olvidado, salvo el peligro inminente de captura y lo que ello entrañaba: la muerte y la esclavitud.
Los seis arrearon a sus monturas. El bosque ya se hallaba cerca. ¡Ah, si pudieran alcanzarlo! Allí un guerrero podía ser tan bueno como tres y las probabilidades en su contra se reducirían, pues en el bosque los doce no podrían capturarlos a todos a la vez y con cuidadas maniobras ellos sin duda podrían separarlos.
¡Iban a lograrlo! Un fuerte grito brotó de los labios de Oratharc cuando su diadet saltó a las sombras de los primeros árboles, y los otros lo imitaron, por un instante tan sólo, pues enseguida vieron una mano gigantesca que descendía y lo arrancaba de su silla. Intentaron parar sus monturas, pero era demasiado tarde. Ya se encontraban en el bosque y estaban rodeados por una horda de espantosos zertalacolols. Uno a uno fueron arrancados de sus diadets, mientras sus perseguidores, que debían de haber visto lo que estaba ocurriendo en el bosque, dieron media vuelta y se alejaron a todo galope.
Talaskar, forcejeando en manos de una alali, se volvió hacia Komodoflorensal.
—¡Adiós! —gritó—. Esto es el fin; pero ahora puedo morir cerca de ti y soy más feliz muriendo de lo que había sido viviendo hasta que tú llegaste a Veltopismakus.
—¡Adiós, Talaskar! —respondió él—. Vivo, no me atrevía a decírtelo; pero ahora que voy a morir, puedo proclamar mi amor. Dime que tú también me quieres.
—¡Con toda mi alma, Komodoflorensal!
Parecían haber olvidado que existían los demás. En la muerte, estaban solos con su amor.
Tarzán se encontró en la mano de un macho y se preguntó, aun cuando se encontraba ante una muerte segura, cómo había ocurrido que esta gran banda de machos y hembras alali estuvieran cazando juntos. Entonces reparó en las armas de los machos: no eran las toscas porras y las piedras voladoras que llevaban en otros tiempos, sino largas y delgadas lanzas y arcos y flechas.
Y entonces la criatura que lo sujetaba lo alzó a la altura de su rostro y lo examinó, y Tarzán vio una expresión de reconocimiento y asombro cruzar aquellas facciones bestiales y él, a su vez, identificó a su captor. Era el hijo de la Primera Mujer. Tarzán no esperó a comprobar el humor de su conocido. Era posible que sus relaciones hubieran cambiado, pero también lo era que continuasen igual. Recordó la devoción perruna de la criatura cuando lo había visto por última vez y la puso a prueba enseguida.
—¡Déjame! —ordenó autoritariamente—. Y di a tu gente que suelte a la mía. ¡Que no les hagan daño!
Al instante, la gran criatura dejó a Tarzán con suavidad en el suelo e inmediatamente indicó a sus compañeros que hicieran lo mismo con sus cautivos. Los hombres obedecieron sin vacilar y también todas las mujeres menos una. El hijo de la Primera Mujer saltó sobre ella, con la lanza levantada como un látigo, y la mujer se acobardó y dejó a Talaskar en el suelo.
Muy orgulloso, el hijo de la Primera Mujer explicó a Tarzán lo mejor que pudo el gran cambio que se había producido en los alali desde que el hombre-mono había dado armas a los hombres y el hijo de la Primera Mujer había descubierto lo que podía significar para los machos de su especie un uso adecuado de ellas: ahora cada macho tenía una mujer que cocinaba para él; y algunos de ellos, los más fuertes, tenían más de una.
Para entretener a Tarzán y mostrarle qué grandes pasos había dado la civilización en la tierra de los zertalacolols, el hijo de la Primera Mujer cogió a una hembra por el pelo, la arrastró hasta él y le dio un puñetazo en la cabeza y en la cara. La mujer cayó de rodillas y le acarició las piernas, mirándolo a la cara con ojos amorosos y expresión admirativa.
Aquella noche los seis durmieron al aire libre rodeados por los grandes zertalacolols y al día siguiente partieron por la llanura hacia Trohanadalmakus, donde Tarzán había decidido permanecer hasta que recuperara su tamaño normal. Entonces haría un esfuerzo decidido para abrirse paso por el bosque de espinos y regresar a su casa.
Los zertalacolols los acompañaban a poca distancia, y tanto hombres como mujeres intentaron, a su manera tosca y salvaje, mostrar a Tarzán su gratitud por el cambio que se había operado en ellos debido a su intervención, y la felicidad que les había proporcionado.
Dos días después, los seis fugitivos se acercaron a las cúpulas de Trohanadalmakus. Los centinelas los habían visto desde muy lejos, y un cuerpo de guerreros corrió a su encuentro, pues siempre es conveniente conocer la naturaleza del asunto que lleva a un visitante a Minuni antes de que esté demasiado cerca de casa.
Cuando los guerreros descubrieron el regreso de Komodoflorensal y Tarzán lanzaron gritos de alegría y varios de ellos galoparon velozmente de nuevo a la ciudad para difundir la noticia.