—Atacan con osadía y decisión para coger prisioneros —dijo el príncipe a Tarzán.
—Sus líneas segunda y tercera se dirigen hacia el centro y avanzan en línea recta hacia nosotros —dijo Tarzán—. Han llegado al puesto avanzado, que corre hacia ellos, peleando vigorosamente con los estoques.
Komodoflorensal enviaba mensajeros hacia la retaguardia.
—Así es como peleamos nosotros —dijo para explicar la acción del puesto avanzado—. Es hora de que vuelvas a la retaguardia, pues si te quedas aquí dentro de unos instantes estarás rodeado por el enemigo. Cuando lleguen, nosotros también daremos media vuelta y pelearemos con ellos cuerpo a cuerpo retrocediendo hacia la ciudad. Si aún tienen intención de entrar en la ciudad, la batalla parecerá más una carrera que otra cosa, pues la velocidad será demasiado grande para pelear con efectividad; pero si han abandonado esa idea y tienen intención de contentarse con hacer prisioneros, tendremos que pelear mucho antes de llegar a la infantería, tras lo cual dudo que avancen.
»Dada su mayor cantidad de guerreros cogerán a algunos prisioneros, y nosotros también, pero ¡date prisa! Debes regresar a la ciudad, si no es ya demasiado tarde.
—Me parece que me quedaré aquí —replicó el hombre-mono.
—Pero te harán prisionero o te matarán.
Tarzán de los Monos sonrió y agitó su rama hojosa.
—No los temo —dijo, simplemente.
—Porque no los conoces —dijo el príncipe—. Tu gran tamaño te hace estar demasiado seguro de ti mismo, pero recuerda que sólo eres cuatro veces más grande que un minuniano y puede que haya treinta mil con intención de derribarte.
Los veltopismakusianos se acercaban velozmente. El príncipe no podía dedicar más tiempo a un intento inútil de persuadir a Tarzán de que retrocediera, y si bien admiraba el valor del extraño gigante, deploraba asimismo su ignorancia. Komodoflorensal había cogido cariño a su extraño invitado y le habría salvado si hubiera sido posible, pero tenía que dedicarse al mando de sus tropas, pues el enemigo les estaba dando alcance.
Tarzán observó la aproximación de los hombrecillos en sus ágiles y fuertes monturas. Línea tras línea se acercaban a él, como grandes olas del océano: cada gota es suave e indefensa por separado, pero su cantidad incontable forma una fuerza de destrucción implacable y aterradora. El hombre-mono miró su rama hojosa y sonrió, aunque un poco tristemente.
Pero entonces toda su atención se centró en la lucha de las dos primeras líneas de la horda que avanzaba. Corriendo codo con codo con los guerreros veltopismakusianos estaban los hombres del puesto avanzado de Adendrohahkis y los miles que los habían reforzado. Cada uno había elegido a un jinete enemigo al que tenía que hacer caer de su silla, y cada duelo se llevaba a cabo a gran velocidad con afilados estoques, aunque de vez en cuando algún hombre desenvainaba su lanza, y a veces con eficacia. Algunos diadets sin jinete saltaron hacia delante con la vanguardia, mientras otros, que trataban de retroceder o de ir hacia los lados, chocaban con las filas que corrían y a menudo arrojaban al suelo bestia y jinete; pero con más frecuencia los guerreros saltaban de sus monturas por encima de estas aterradas bestias. Los minunianos cabalgaban de modo soberbio, y el modo en que controlaban sin esfuerzo a sus ágiles y nerviosos animales rozaba lo milagroso. Un guerrero abatió a un adversario alzando su montura en el aire y, cuando se levantó sobre él, le golpeó perversamente con su estoque la cabeza y le hizo caer de la silla; el hombre-mono apenas tuvo tiempo para hacerse una idea más que fugaz, caleidoscópica, del espectáculo, que se desarrollaba con gran rapidez, antes de que la gran horda se lanzara sobre él.
Tarzán creía que sería fácil barrer a los hombrecillos de su camino con la rama, pero amigos y enemigos estaban tan mezclados que no se atrevía a intentarlo por miedo a hacer daño a los guerreros de sus anfitriones. Levantó la rama por encima de sus cabezas y esperó a que las primeras líneas lo hubieran adelantado; entonces, cuando sólo tuviera a los enemigos de Adendrohahkis alrededor, los apartaría con la rama y quebraría el centro de su ataque.
Vio las expresiones sorprendidas en los rostros de los hombres de Veltopismakus cuando pasaron cerca de él —sorprendidas, pero no asustadas— y oyó sus gritos cuando uno más afortunado que sus compañeros pudo frenar cerca de él y herirle las piernas al pasar por su lado a gran velocidad. Entonces intentar esquivar los ataques con su rama se convirtió en una cuestión de autoconservación. Esto fue posible cuando las primeras líneas lo adelantaron en filas sueltas; pero después la sólida masa de la caballería veltopismakusiana se lanzó contra él. No había forma de esquivarlo. En filas partidas, hilera tras hilera, se le fueron acercando. Él arrojó su inútil rama ante sí para obstaculizar su avance y los cogió con los dedos, separando a los jinetes de sus monturas, para después arrojarlos sobre los compañeros que los seguían; pero no conseguía detenerlos.
Los jinetes hacían saltar sus diadets por encima de cualquier obstáculo. Uno, que se abalanzó directamente sobre él, le golpeó en la boca del estómago, con lo que le hizo retroceder un paso. Otros le golpearon las piernas y los costados. Las puntas afiladas de sus estoques pinchaban constantemente la piel tostada por el sol del hombre-mono hasta que se puso roja de las caderas a los pies a causa de su propia sangre. Siempre había refuerzos que lo atacaron a millares. Ni siquiera intentó utilizar sus armas, inofensivas en tal situación, y, aunque hizo estragos entre ellos con las manos, siempre había un centenar a punto para ocupar el lugar de cada uno de los que él eliminaba.
Sonrió tristemente cuando se dio cuenta de que en estos hombrecillos, de apenas un cuarto de su tamaño, él, el incomparable Tarzán, el Señor de la Jungla, había encontrado a su Wellington. Se dio cuenta de que los veltopismakusianos lo tenían rodeado. Los guerreros de Trohanadalmakus, tras pelear con el enemigo que avanzaba, se habían lanzado hacia delante con los siete mil hombres a pie que iban a recibir lo peor de aquella terrible carga. Tarzán deseaba poder presenciar esta fase de la batalla, pero tenía suficiente con pelear y necesitaba dedicar toda su atención al lugar donde estaba.
De nuevo fue golpeado en el estómago por un jinete y de nuevo el golpe le hizo tambalearse. Antes de recuperarse, recibió otro en el mismo lugar y esta vez cayó, y al instante se vio cubierto, enterrado, por guerreros y diadets, que en número incontable se le echaron encima, pululando sobre él como hormigas. Intentó levantarse y esto es lo último que hizo antes de quedarse inconsciente.
* * *
Uhha, la hija de Khamis, el hechicero de la tribu de Obebe el caníbal, yacía acurrucada sobre un pequeño montón de hierbas en un tosco refugio hecho con espinos en una jungla despejada. Era de noche pero no dormía. Con los párpados entrecerrados observaba al gigantesco hombre blanco situado en cuclillas justo fuera del refugio ante una pequeña hoguera. Los entrecerraba por el odio que sentía al mirar a aquel hombre. No había miedo a lo sobrenatural que reflejaba su expresión; sólo odio, odio eterno.
Hacía tiempo que Uhha había dejado de creer que Esteban Miranda era el diablo del río. Su evidente miedo a las grandes bestias de la jungla y a los bestiales negros al principio la habían desconcertado y acabó comprendiendo que su compañero era un impostor: los diablos del río no temen a nada. Incluso empezaba a dudar que aquel tipo fuera Tarzán, de quien había oído contar tantas historias fabulosas durante su infancia que lo consideraba casi como un diablo. (Su gente no tenía dioses; sólo diablos, que entre los supersticiosos ignorantes cumplen la misma función que los dioses entre los supersticiosos cultos.) Y los actos de Esteban Miranda, que temía a los leones y se encontraba perdido en la jungla, no cuadraban con los poderes y atributos del famoso Tarzán.
Al perderle el respeto también perdió casi todo su miedo. Él era más fuerte y bruto que ella. Podía hacerle daño, y de hecho se lo haría, si lo encolerizaba, pero sólo podía hacérselo físicamente y no si ella se mantenía lejos de sus garras. Muchas veces había ensayado planes para escapar, pero siempre vacilaba debido al terrible miedo que tenía de estar sola en la jungla. Sin embargo, había visto cada vez con mayor claridad que el hombre blanco le servía de poco o nada como protección. En realidad, tal vez estuviera mejor sin él, pues al primer indicio de peligro tenía la costumbre de salir corriendo hacia el árbol más próximo, y donde los árboles no eran numerosos esto siempre había colocado a Uhha en una situación de desventaja en la carrera por la autoconservación, ya que Esteban, como era más fuerte, la apartaba de un empujón si le obstaculizaba el paso en su avance hacia un lugar seguro.
Sí, sola en la jungla estaría tan bien como en compañía de ese hombre al que despreciaba y odiaba profundamente, pero antes de abandonarlo debía, según le aseguraba su pequeño cerebro salvaje, vengarse de él por haberla engatusado para que le ayudara a escapar de la aldea de Obebe el jefe, así como por haberla obligado a acompañarlo.
Uhha estaba segura de que encontraría el camino hasta la aldea, aunque habían viajado mucho, y también de que encontraría el modo de subsistir durante el camino y de escapar de las más fieras bestias carnívoras que podían aparecer. Sólo temía al hombre, pero en esto no era diferente a todas las demás cosas creadas. De todas las creaciones de Dios, sólo el hombre es odiado y temido universalmente, y no sólo por los órdenes inferiores, sino por los de su propia especie, pues sólo el hombre disfruta con la muerte de otros; el mismo gran cobarde que, de toda la creación, lo que más teme es la muerte.
Y así pues, la pequeña negra yacía observando al español y los ojos le brillaban, pues en la ocupación de éste vio una manera de vengarse. Acuclillado ante su fogata, inclinado hacia delante, Esteban Miranda se relamía contemplando el contenido de la bolsita de piel que había vaciado parcialmente en la palma de una de sus manos. La pequeña Uhha sabía cuánto apreciaba el hombre blanco esas piedras relucientes, aunque ignoraba por completo su valor. Ni siquiera sabía que eran diamantes. Lo único que sabía era que al hombre blanco le gustaban mucho, que las valoraba mucho más que a todas sus otras posesiones y que le había dicho en repetidas ocasiones que moriría antes que separarse de ellas.
Durante mucho rato jugueteó Miranda con los diamantes y durante mucho rato Uhha lo observó; pero al fin las volvió a guardar en la bolsa, que ató en el interior de su taparrabo. Luego se arrastró bajo el refugio de espinos, puso un montón de ramas en la entrada para protegerse de las bestias que merodeaban y se tumbó sobre las hierbas al lado de Uhha.
¿Cómo iba a conseguir la niña llevar a cabo el robo de los diamantes del corpulento español tarzaniano? No podría hacerlo a hurtadillas, pues la bolsa que los contenía estaba atada al interior de su taparrabo con tanta fuerza que sería imposible quitársela sin despertarlo; y ciertamente la frágil muchachita jamás podría arrebatarle las joyas mediante la fuerza física. No, todo el plan debía morir donde había nacido: en el espeso pequeño cerebro de Uhha.
Fuera del refugio el fuego vacilaba, iluminando las hierbas de la jungla de alrededor y arrojando sombras extrañas y fantásticas que saltaban y bailaban en la noche de la jungla. Algo se movió sigilosamente entre la exuberante vegetación a unos veinte pasos del pequeño campamento. Era algo grande, pues las hierbas más altas se tumbaban según avanzaba. Éstas se separaron y apareció la cabeza de un león. Los ojos de color amarillo verdoso miraban inquietos hacia el fuego. Por detrás le llegaba el olor del hombre y Numa tenía hambre. En alguna ocasión había comido hombre y le había gustado, y de todas las presas era la más lenta y la menos capaz de protegerse; pero a Numa no le gustaba el cariz que tenían las cosas y por eso se volvió y desapareció por donde había llegado. No tenía miedo al fuego; de tenerlo, habría temido al sol durante el día, pues al sol no podía siquiera mirarlo sin sentirse incómodo, y para Numa el fuego y el sol podían ser una misma cosa, pues no tenía manera de saber cuál se hallaba a veinte metros y cuál a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Eran las sombras que danzaban las que le provocaban este temor nervioso. Criaturas enormes y grotescas de las que no tenía experiencia parecían moverse alrededor, amenazándolo por todos lados.
Pero Uhha no prestaba atención a las sombras que bailaban y no había visto a Numa, el león. Yacía ahora muy quieta, escuchando. Las llamas del fuego eran cada vez más pequeñas a medida que transcurrían los lentos minutos. No permaneció mucho tiempo así, pero a Uhha se lo pareció, pues tenía su plan maduro y listo para ser puesto en práctica. Una niña civilizada de doce años habría podido concebirlo, pero es dudoso que lo hubiera llevado a cabo. Sin embargo, Uhha no era civilizada y, por tanto, ningún escrúpulo la frenaba.
La respiración del español indicaba que dormía. Uhha esperó un poco para estar más segura. Después extendió el brazo bajo las hierbas, a su lado, y cuando lo retiró tenía en la mano una porra corta y gruesa. Despacio y con cautela se levantó y se puso de rodillas junto a la figura acostada del español. Entonces levantó el arma por encima de su cabeza y la dejó caer pesadamente sobre el cráneo de Esteban. No siguió golpeándolo: un golpe era suficiente. Esperaba no haberlo matado, pues debía vivir para que se pudiera poner en práctica su plan de venganza; debía vivir y saber que Uhha le había robado la bolsa de piedras que él tanto adoraba. Uhha se apropió del cuchillo que colgaba en la cadera de Miranda y con él le cortó el taparrabo y se apoderó de la bolsa de piel y su contenido. Después apartó las ramas de espino de la entrada del refugio, salió a la noche y desapareció en la jungla. Durante todas sus caminatas con el español no había perdido una sola vez la dirección que señalaba hacia su hogar, y, al verse libre, se encaminó decidida hacia el sudoeste y la aldea de Obebe el caníbal. Una senda de elefantes formaba una carretera en la jungla por la que avanzó a paso vivo, con el camino iluminado por los rayos de una luna llena que se filtraba en el follaje del bosque claro. Sabía que debía aprovechar esta oportunidad para poner la mayor distancia posible entre ella y el hombre blanco antes de que éste recobrara el conocimiento e iniciara su persecución.
Un centenar de metros más adelante, en los espesos matorrales que bordeaban la senda, Numa el león husmeó el aire y escuchó con las orejas levantadas inclinadas en dirección a ella. Allí no bailaba ninguna sombra que pudiese sugerir formas amenazadoras al excitable sistema nervioso de Numa; sólo el olor del humano que se aceraba cada vez más, una joven hembra, la más tierna de los de su especie. Numa se relamió y esperó.