—¡Oh, Elkomoelhago, Rey de Veltopismakus, Gobernador de Todos los Hombres, Dueño de Todas las Cosas Creadas, Todo Sabiduría, Todo Valor, Todo Gloria! Te traemos, como has ordenado, al esclavo de Zoanthrohago.
—Levántate y acércame al esclavo —ordenó el hombre de la silla de respaldo alto, y añadió, dirigiéndose a sus compañeros—: Éste es el gigante que Zoanthrohago trajo de Trohanadalmakus.
—Hemos oído hablar de él, Todo Gloria —respondieron.
—¿Y de la apuesta de Zoanthrohago? —preguntó el rey.
—¡Y de la apuesta de Zoanthrohago, Todo Sabiduría! —respondieron.
—¿Qué pensáis de ello? —pidió Elkomoelhago.
—Lo mismo que tú, Gobernador de Todos los Hombres —se apresuró a declarar otro.
—¿Y qué es lo que pienso? —dijo el rey.
Los seis se miraron unos a otros con inquietud.
—¿Qué es lo que piensa? —susurró el que estaba más lejos de Elkomoelhago a su vecino, que se encogió de hombros y miró a otro.
—¿Qué has dicho, Gofoloso? —preguntó el rey—. ¿Qué has dicho?
—Iba a comentar que, a menos que Zoanthrohago haya consultado antes con nuestro augusto y sabio gobernador y actúe ahora según su juicio, casi por necesidad perderá la apuesta —respondió Gofoloso mostrándose elocuente pero no sincero.
—¡Claro! —dijo el rey—. Hay algo de verdad en lo que dices, Gofoloso. Zoanthrohago me consultó. Fui yo quien descubrió el principio vibratorio que hizo posible la cosa. Fui yo quien decidió cómo debían llevarse a cabo los nuevos experimentos. Hasta ahora no ha sido penoso; pero creemos que la nueva fórmula tendrá una duración de al menos treinta y nueve lunas; eso ha apostado Zoanthrohago. Si se equivoca pierde un millar de esclavos en favor de Dalfastomalo.
—¡Magnífico! —exclamó Gofoloso—. En verdad, benditos somos sobre todos los demás pueblos, con un rey tan culto y tan sabio como Elkomoelhago.
—Tienes mucho que agradecer, Gofoloso —coincidió el rey—, pero nada comparado con lo que vendrá después del éxito de mis esfuerzos para aplicar este principio del que hemos estado hablando, pero con resultados diametralmente opuestos a los que hemos alcanzado hasta ahora; pero trabajamos en ello, ¡trabajamos en ello! Llegará un día en que le daré a Zoanthrohago la fórmula que revolucionará Minuni. ¡Después, con sólo un centenar de hombres podremos ir a conquistar el mundo!
Elkomoelhago volvió de pronto su atención al esclavo de la túnica verde que estaba frente a él a poca distancia. Lo examinó atentamente y en silencio durante varios minutos.
—¿De qué ciudad eres? —preguntó por fin el rey.
—¡Oh, glorioso Elkomoelhago! —dijo el jefe de la escolta—. Esta pobre criatura ignorante no sabe hablar.
—¿No emite ningún sonido? —preguntó el rey.
—No ha emitido ninguno desde que fue capturado, Dueño de Todos los Hombres —respondió el guerrero.
—Es un zertalacolol —declaró Elkomoelhago—. ¿A qué viene tanto nerviosismo por una de estas criaturas inferiores que no saben hablar?
—¡Qué deprisa —exclamó Gofoloso— y con cuánta seguridad el padre de la sabiduría comprende todas las cosas, sondeando el fondo de todos los misterios y revelando sus secretos! ¿No es maravilloso?
»Ahora que el sol de la ciencia ha brillado sobre él, incluso el más tonto puede ver que esta criatura es en verdad un zertalacolol —gritó otro de los acompañantes del rey—. ¡Qué simples, qué estúpidos somos todos! ¡Ah!, ¿Qué sería de nosotros si no fuera por la gloriosa inteligencia del Todo Sabiduría?
Elkomoelhago examinaba a Tarzán detenidamente. No parecía haber oído los elogios de sus cortesanos. Después habló de nuevo.
—No tiene las facciones de los zertalacolols —declaró con aire meditabundo—. Mirad las orejas; no son las orejas de los que no saben hablar, ni su pelo. Su cuerpo no tiene su constitución y la forma de su cabeza es para almacenar conocimientos y para que funcione la razón. No, no puede ser un zertalacolol.
—¡Maravilloso! —exclamó Gofoloso—. ¿No lo he dicho? Elkomoelhago, nuestro rey, siempre tiene razón.
—El más estúpido de nosotros puede ver fácilmente que no es un zertalacolol, ahora que la divina inteligencia del rey la ha hecho tan clara —exclamó el segundo cortesano.
En aquel momento se abrió una puerta, situada al otro lado de aquélla por la que Tarzán había entrado en el aposento, y apareció un guerrero.
—Oh, Elkomoelhago, Rey de Veltopismakus —entonó—, tu hija, la princesa Janzara, ha venido. Quiere ver al esclavo extraño que Zoanthrohago trajo de Trohanadalmakus y pide el permiso real para entrar.
Elkomoelhago hizo un gesto de asentimiento.
—¡Tráenos a la princesa! —ordenó.
La princesa debía de estar esperando junto a la puerta, pues apenas el rey hubo hablado apareció en el umbral, seguida por otras dos mujeres jóvenes, tras las cuales iba media docena de guerreros. Al verla, los cortesanos se pusieron en pie. El rey siguió sentado.
—Ven, Janzara —dijo—, y mira al extraño gigante del que en Veltopismakus se habla más que del rey.
La princesa cruzó la habitación y se quedó delante del hombre-mono, que permanecía en pie desde que había entrado en la cámara, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión de absoluta indiferencia en el rostro. Miró a la princesa que se acercaba a él y vio que era una mujer joven y bella. Salvo por alguna ocasión aislada en que había visto de lejos a alguna mujer de Trohanadalmakus, era la primera hembra minuniana que Tarzán veía. Sus facciones eran impecables. Llevaba el pelo, oscuro y fino, peinado pulcramente bajo un espléndido tocado adornado con joyas. Su piel clara era más suave que la pelusilla del melocotón. Iba vestida completamente de blanco y parecía una princesa virgen en el palacio de su padre.
Su túnica, de un tejido tenue que se le pegaba al cuerpo, le caía en línea recta y sencilla hasta los tobillos. Tarzán la miró a los ojos. Éstos eran grises, pero las sombras de sus densas pestañas los hacían parecer mucho más oscuros de lo que eran. Buscó allí algún indicio de su carácter, pues ella era la joven con quien su amigo, Komodoflorensal, esperaba desposarse algún día y que sería reina de Trohanadalmakus, y por esta razón le interesaba al hombre-mono. Vio que la joven fruncía de pronto sus hermosas cejas.
—¿Qué le ocurre a la bestia? —preguntó la princesa—. ¿Está hecha de madera?
—No habla ni entiende ninguna lengua —explicó su padre—. No ha emitido un solo sonido desde que fue capturado.
—Es un bruto tosco y feo —dijo la princesa—. Apuesto a que le hago emitir un sonido, y rápido. —Dicho esto se sacó una delgada daga del cinturón y la hundió en el brazo de Tarzán. Lo hizo con tanta celeridad que pilló a todos los presentes por sorpresa; pero había dado al Señor de la Jungla una advertencia instantánea con las pocas palabras que había pronunciado antes de asestar el golpe, y fueron suficientes para él. No pudo evitar el golpe, pero le evitó la satisfacción de ver que su cruel experimento tenía éxito, pues no emitió ningún sonido. Esto la había encolerizado y parecía querer repetir, pero el rey le habló con aspereza.
—¡Basta, Janzara! —exclamó—. No debemos dañar a este esclavo. Con él estamos realizando un experimento que significa mucho para el futuro de Veltopismakus.
—Se ha atrevido a mirarme a los ojos —se quejó la princesa—, y se ha negado a hablar cuando sabía que ello me daría placer. ¡Ha de morir!
—No puedes matarlo porque no es tuyo —replicó el rey—. Pertenece a Zoanthrohago.
—Se lo compraré. —Se volvió a uno de sus guerreros y ordenó—: ¡Ve a buscar a Zoanthrohago!
C
UANDO Esteban Miranda volvió en sí, la fogata ante su tosco refugio no era sino un montón de cenizas frías y el amanecer casi había llegado. Se sentía débil y mareado y le dolía la cabeza. Se llevó la mano a ésta y notó el pelo apelmazado con sangre coagulada. Encontró algo más: una gran herida en su cráneo, que le hizo estremecerse y marearse. Se desmayó. Cuando abrió los ojos de nuevo era casi de día. Miró alrededor, desconcertado.
—¿Dónde estoy? —gritó en español; llamó a una mujer con un nombre musical. No a Flora Hawkes, sino un nombre español, suave, que Flora nunca había oído.
Estaba sentado y miró su desnudez con evidente sorpresa. Cogió el taparrabo que le habían arrancado del cuerpo. Entonces miró alrededor, con ojos apagados, estúpidos, perplejos. Encontró sus armas y las examinó. Durante largo rato las estuvo manoseando y mirando con el entrecejo fruncido, pensativo. Revisó una y otra vez el cuchillo, la lanza, el arco y las flechas.
Miró hacia la jungla que se extendía ante él y la expresión de perplejidad en su rostro aumentó. Se incorporó y se quedó de rodillas. Un roedor asustado cruzó corriendo el claro. Al verlo, el hombre cogió su arco y puso una flecha, pero el animal había desaparecido antes de que él pudiera disparar. Arrodillado aún, agudizada la expresión de desconcierto en su semblante, miró con mudo asombro el arma que sostenía en la mano con tanta familiaridad. Se levantó, recogió lanza, cuchillo y el resto de las flechas y se puso en camino hacia la jungla.
A un centenar de metros de su refugio tropezó con un león que se alimentaba de la carne de su presa, que había arrastrado hasta los arbustos junto a la ancha senda de elefantes que el hombre seguía. El león dejó escapar un rugido amenazador. El hombre se detuvo y escuchó con atención. Estaba desconcertado, pero sólo permaneció inmóvil en la senda por un instante. Dio un salto de pantera y llegó a una rama baja del árbol más próximo. Allí se quedó en cuclillas unos minutos. Veía a Numa, el león, alimentarse con la carne de algún animal, aunque no supo determinar de qué animal se trataba. Al cabo de un rato el hombre saltó del árbol sin hacer ruido y se adentró en la jungla en la dirección opuesta a la que había tomado antes. Iba desnudo, pero no lo sabía. Sus diamantes habían desaparecido, pero no habría distinguido un diamante si lo hubiera visto. Uhha lo había abandonado, pero él no la echaba de menos, pues no sabía que ella hubiera existido jamás.
A ciegas y sin embargo atinadamente, sus músculos reaccionaban a cada cosa que se les pedía en nombre de la primera ley de la naturaleza. Él no sabía por qué había saltado a un árbol al oír el rugido de Numa; tampoco habría sabido decir por qué había tomado la dirección opuesta cuando vio a Numa junto a su presa. No sabía que su mano saltaba a un arma a cada nuevo ruido o movimiento que percibía en la jungla que lo rodeaba.
Uhha no había logrado sus fines. Esteban Miranda no estaba siendo castigado por sus pecados por la simple razón de que no era consciente de ningún pecado ni de ninguna existencia. Uhha había matado su mente objetiva. Su cerebro no era sino un almacén de recuerdos que jamás franquearían el umbral de la conciencia. Cuando actuaba impulsado por la fuerza adecuada, estimulaba los nervios que controlaban sus músculos, con resultados aparentemente idénticos a los que habrían seguido si hubiera podido razonar. Por ello, una emergencia que se hallara fuera de su experiencia lo dejaría indefenso, aunque ignorante de su indefensión. Era casi como si un hombre muerto cruzara la jungla. A veces avanzaba en silencio, otras balbuceaba en español como un niño, o citaba páginas enteras de Shakespeare en inglés.
Si Uhha hubiera podido verlo ahora, incluso ella, pequeña caníbal salvaje, habría tenido remordimientos por el horror de su acción, que era más horrible aún porque su miserable objeto era completamente ajeno a ella. Pero ni Uhha ni ningún otro mortal estaban allí para verlo; y la pobre víctima, que en otro tiempo había sido un hombre, avanzaba sin rumbo por la jungla, matando y comiendo cuando se excitaban los nervios adecuados, durmiendo, hablando, caminando como si viviera igual que los otros hombres. Y así, observándolo de lejos, lo vemos desaparecer entre el desordenado follaje de un sendero de la jungla.
* * *
La princesa Janzara de Veltopismakus no compró al esclavo de Zoanthrohago. Su padre, el rey, no lo permitió. Por ello, muy enojada, salió del aposento al que había entrado para examinar al cautivo y, cuando hubo pasado a la habitación de al lado y se hallaba fuera del campo de visión de su regio padre, se volvió e hizo una mueca en dirección a él, ante lo que todos sus guerreros y las dos criadas se rieron.
—¡Necio! —susurró en dirección a su padre, que no la oía—. El esclavo será mío y lo mataré si me lo propongo.
Los guerreros y las criadas hicieron gestos de asentimiento.
El rey Elkomoelhago se levantó lánguidamente de su silla.
—Llevadlo a las canteras —ordenó, señalando a Tarzán con el pulgar—, pero decidle al oficial encargado que es deseo del rey que no se le haga trabajar en exceso ni se le cause ningún daño.
Se llevaron al hombre-mono por una puerta, el rey salió de la cámara por otra y sus seis cortesanos se inclinaron como acostumbraban los minunianos hasta que salió. Entonces uno de ellos se acercó de puntillas a la puerta por la que Elkomoelhago había desaparecido, se pegó a la pared junto a la puerta y escuchó unos instantes. Aparentemente satisfecho, asomó la cabeza con cautela por la puerta hasta que pudo ver la cámara contigua con un ojo, y se volvió de nuevo a sus compañeros.
—El viejo bobo se ha ido —anunció, aunque en un susurro para que fuera inaudible fuera de la cámara, pues incluso en Minuni han aprendido que las paredes oyen, aunque lo expresan de modo diferente y dicen, en cambio: «No confíes demasiado en la lealtad ni de las piedras de tu propia cámara».
—¿Habéis visto jamás una criatura con tanta vanidad? —exclamó uno.
—Se cree más listo que cualquier hombre, e incluso que todos juntos —dijo otro—. A veces tengo la sensación de que ya no puedo soportar más su arrogancia.
—Pero lo harás, Gefasto —dijo Gofoloso—. Ser jefe de los guerreros de Veltopismakus es un puesto demasiado importante para dejarlo como si nada.
—Si uno pudiera quitarse la vida al mismo tiempo —añadió Torndali, jefe de las canteras.
—¡Pero qué colosal descaro tiene ese hombre! —exclamó otro, Makahago, jefe de los edificios—. No ha tenido que ver con el éxito de Zoanthrohago más que yo, y sin embargo se atribuye todos los logros y culpa de los fracasos a Zoanthrohago.
—La gloria de Veltopismakus está amenazada por su egoísmo —declaró Throwaldo, jefe de agricultura—. Nos ha elegido como asesores a nosotros, seis príncipes cuyo conocimiento de sus diferentes departamentos debería ser mayor que el de ningún otro individuo y cuyos conocimientos juntos de las necesidades de Veltopismakus y los asuntos de Estado deberían formar un baluarte contra los egregios errores que él comete constantemente. Sin embargo, nunca presta atención a nuestros consejos. Los considera una usurpación de sus reales prerrogativas. Instarle constituye poco menos que una traición y cuestionar su criterio llama a la ruina. ¿De qué servimos a Veltopismakus? ¿Qué debe de pensar de nosotros la gente del Estado?