Casi en cada nivel, unos cuantos esclavos entraban en estos túneles laterales que estaban bien iluminados, aunque no tan profusamente como la espiral. Poco después de haber iniciado el descenso, Tarzán, acostumbrado desde su infancia a la aguda observación, había tomado nota del número de bocas de túnel por las que pasaban, pero sólo pudo conjeturar la diferencia de profundidad de los niveles a los que se abrían. Un cálculo aproximado los situaba a cuatro metros y medio, pero antes de que llegaran al trigésimosexto, en el que entraron, Tarzán tuvo la sensación de que tenía que haber un error en sus cálculos, pues estaba seguro de que no era posible estar a ciento sesenta metros bajo tierra con llamas y sin ventilación.
El corredor horizontal en el que entraron después de dejar la espiral formaba una curva cerrada a la derecha y después a la izquierda de nuevo. Poco después cruzaba un ancho corredor circular en el que había esclavos con carga y sin ella. Tras éstos había dos filas; los que iban cargados con rocas se movían en sentido contrario al de Tarzán, mientras que otros, que acarreaban madera, se movían en su mismo sentido. En ambas filas había esclavos que no iban cargados.
Después de cruzar una distancia considerable del túnel horizontal llegaron por fin junto al grupo de trabajo, y allí Tarzán fue entregado al vental, un guerrero que, en las organizaciones militares de los minunianos, estaba al mando de diez hombres.
—¡Así que este es El Gigante! —exclamó el vental—. Y no tenemos que hacerle trabajar demasiado. —Su tono era afectado y desagradable—. ¡Vaya gigante! —prosiguió— No es más corpulento que yo y tienen miedo de que haga trabajo de más. Bueno, aquí tendrá que trabajar si no quiere recibir latigazos. Kalfastoban no permite haraganes —y se golpeó el pecho con jactancia.
El que había traído a Tarzán parecía molesto.
—Harás bien, Kalfastoban —dijo, y se volvió para volver a la sala de la guardia—, en seguir las instrucciones del rey. No me gustaría vestir tu arnés si le ocurriera algo a este esclavo sin habla que ha puesto en marcha todas las lenguas de Veltopismakus y ha puesto a Elkomoelhago tan celoso de Zoanthrohago que le metería acero entre las costillas si no fuera porque ya no podría arrancarle aplausos al gran mago.
—Kalfastoban no teme a ningún rey —se jactó el vental—, y menos al lamentable espécimen que ensucia el trono de Veltopishago. No engaña a nadie; sólo a sí mismo. Todos sabemos que Zoanthrohago es su cerebro y Gefasto su espada.
—De todos modos —le advirtió el otro—, ten cuidado con Zuanthrol —y se marchó.
El vental Kalfastoban puso a trabajar al nuevo esclavo a entibar el túnel mientras avanzaba en la gran morena que formaba la cantera. La fila de esclavos que salía de la superficie con las manos vacías pasaba por un lado del túnel hasta el final; cada uno extraía una roca (si pesaba mucho, lo hacían dos), y regresaba por el lado opuesto del túnel, acarreando su carga de nuevo a la rampa en espiral utilizada por los que salían de las obras y así ascendían y salían a la nueva cúpula. La tierra, una arcilla ligera que llenaba los intersticios entre las rocas de la morena, era apisonada en la abertura que quedaba detrás de las maderas de la pared, y se hacía el túnel suficientemente grande a propósito para esto. Ciertos esclavos se dedicaban a este trabajo; otros llevaban maderas cortadas en las dimensiones necesarias al grupo de entibación, del que Tarzán formaba parte. Este grupo de tres sólo tenía que cavar una zanja poco profunda en la que meter el pie de cada tabla, colocarla en su sitio y deslizar la del techo encima. En cada extremo de las del techo había una abrazadera, clavada previamente en la superficie, que impedía que las de la pared cayeran después de ser colocadas. El polvo apisonado detrás las mantenía sólidamente en su sitio, y el conjunto formaba un sostén firme y erigido con rapidez.
El trabajo era ligero para el hombre-mono, aunque aún estaba débil a consecuencia de sus heridas. Constantemente tenía oportunidades de observar todo lo que sucedía alrededor y de reunir nueva información relativa a la gente en cuyo poder se encontraba. A Kalfastoban pronto lo catalogó de fanfarrón bocazas, del que no había nada que temer durante la rutina del trabajo cotidiano, pero que estaría atento por si surgía la oportunidad de hacer una demostración de autoridad o destreza física ante los ojos de sus superiores.
Los esclavos que lo rodeaban trabajaban con constancia, pero no parecían estar agotados, y los guardias, que los acompañaban sin cesar en la proporción de un guerrero por cada cincuenta esclavos, no daban muestras de brutalidad en el tratamiento que les daban, por lo que Tarzán pudo observar.
Lo que más le desconcertaba ahora, igual cuando había vuelto en sí, era la estatura de esta gente. No eran pigmeos, sino hombres tan corpulentos como los europeos medios. No había ninguno tan alto como el hombre-mono, pero a muchos les faltaba apenas un centímetro. Sabía que eran veltopismakusianos, la misma gente a la que había visto pelear con los trohanadalmakusianos; hablaban de que lo habían capturado en la batalla que él había visto librar; y lo llamaban Zuanthrol, El Gigante, sin embargo ellos eran tan corpulentos como él. Cuando había pasado de la cúpula real a la cantera había visto las gigantescas cúpulas que les servían de morada, a más de ciento veinte metros sobre su cabeza. Todo era ridículo e imposible; sin embargo todos sus sentidos le indicaban que era cierto. Pensar en ello lo confundía más y por tanto abandonó todo intento de resolver el misterio y se dedicó a reunir información referente a sus capturadores y su prisión para el momento en que, como sabía que ocurriría tarde o temprano, se ofreciera a los instintos alerta y sagaces de la bestia salvaje que, en el fondo, él siempre se consideraba la manera de escapar.
En todas partes de Veltopismakus donde había estado, y a través de todos a los que habían tratado el asunto delante de él, se le había grabado el hecho de que la gente en general estaba insatisfecha con su rey y su gobierno. Sabía que entre un pueblo descontento la eficiencia sería baja y la disciplina estaría tan relajada que, si vigilaba atentamente, a la larga descubriría la oportunidad que buscaba en el abandono de los responsables de su custodia. No esperaba que ocurriera de un día para otro, pero cada día era fundamental en el proceso de observación que a la larga le revelaría una vía de escape.
Cuando terminó por fin la larga jornada de trabajo, los esclavos fueron conducidos a sus alojamientos, que, como descubrió Tarzán, siempre se encontraban en niveles próximos a aquéllos en los que trabajaban. Él, junto con otros esclavos, fue conducido al nivel treinta y cinco, a un túnel cuyo extremo del fondo había sido ampliado hasta obtener las proporciones de una gran cámara, cuya estrecha entrada había sido tapada con piedras salvo por una pequeña abertura a través de la cual fueron obligados a pasar a gatas. Cuando el último estuvo dentro, la cerraron y aseguraron con una robusta puerta exterior que dos guerreros vigilaron durante toda la noche.
Una vez dentro y en pie, el hombre-mono miró alrededor y se encontró en una cámara tan grande que parecía fácil instalar en ella la gran multitud de esclavos, que debían de llegar a cinco mil almas de ambos sexos. Las mujeres preparaban comida en pequeñas fogatas cuyo humo salía de la cámara a través de las aberturas del techo. A pesar del gran número de fuegos que ardían, el humo era notablemente escaso, hecho que, sin embargo, se explicaba por la naturaleza del combustible: un carbón duro y blanco. Lo que resultaba incomprensible para el hombre-mono era por qué los gases liberados no los asfixiaban a todos, igual que la vacilación de las llamas y el aire puro en las profundidades donde se hallaban las obras. Ardían velas colocadas en unos huecos en las paredes y había al menos media docena de velas grandes de pie en el suelo.
Pudo ver a esclavos de todas las edades, desde la infancia a la edad madura, pero no había ancianos venerables entre ellos. La piel de las mujeres y los niños era la más blanca que Tarzán había visto. Este hecho lo maravilló hasta que supo que algunas de las primeras y todos los últimos nunca habían visto la luz del día desde que habían nacido. Los niños que habían nacido allí saldrían algún día al mundo exterior, cuando tuvieran una edad que garantizara el inicio del entrenamiento para las profesiones que sus amos habían elegido para ellos; pero las mujeres que habían sido capturadas en otras ciudades permanecerían allí hasta que la muerte las reclamara. A menos que ocurriera el más raro de los milagros: que fueran elegidas como compañera por un veltopismakusiano; pero era una posibilidad más que remota, ya que los guerreros elegían casi invariablemente a sus compañeras entre las esclavas de túnica blanca, con las que estaban en contacto a diario en las cúpulas de la superficie.
Las caras de las mujeres llevaban la impronta de una tristeza que provocó una ola espontánea de compasión en el pecho del salvaje hombre-mono. En su vida había visto semejante desesperanza en un rostro.
Cuando cruzó la habitación lo siguieron muchas miradas, pues resultaba evidente por su tono de piel que era un recién llegado; aunque había algo más en él que lo hacía diferente. Pronto se levantó un murmullo entre la multitud, ya que los esclavos que habían entrado con él corrieron la voz de su identidad a los demás, y todo el mundo, aun en las entrañas de la tierra, había oído hablar del maravilloso gigante capturado por Zoanthrohago durante la batalla con los trohanadalmakusianos.
Entonces una chica joven, arrodillada junto a un brasero sobre el que estaba asando un trozo de carne, vio que la miraba y le hizo señas. Según se acercaba pudo ver que era muy guapa, con una piel pálida, traslúcida, cuya blancura se acentuaba por el negro azulado de una espléndida cabellera.
—¿Eres El Gigante? —preguntó.
—Soy Zuanthrol —respondió él.
—Él me ha hablado de ti —dijo la chica—. Cocinaré también para ti. Cocino para él. A menos —añadió con cierta turbación— que prefieras que otra cocine para ti.
—No prefiero que otra cocine para mí —dijo Tarzán—, pero ¿quién eres tú y quién es él?
—Soy Talaskar —respondió ella—, pero a él sólo lo conozco por el número. Dice que mientras sea esclavo no tiene nombre, y que siempre se hará llamar por su número, que es el ochocientos al cubo más diecinueve. Veo que tú eres el ochocientos al cubo más veintiuno. —Estaba mirando el jeroglífico que llevaba en el hombro—. ¿Tienes nombre?
—Me llaman Zuanthrol.
—¡Ah! —dijo ella—. Eres un hombre corpulento, pero yo no te llamaría gigante. También él es de Trohanadalmakus y tiene más o menos tu altura. Nunca he oído decir que hubiera gigantes en Minuni excepto la gente a la que llaman zertalacolols.
—Creía que tú eras un zertalacolol —dijo una voz de hombre al oído de Tarzán.
El hombre-mono se volvió para ver a uno de los esclavos con los que había estado trabajando, que lo miraba con perplejidad, y sonrió.
—Soy un zertalacolol para mis amos —respondió.
El otro alzó las cejas.
—Entiendo —dijo—. Quizás eres sabio. No seré yo el que te traicione —y volvió a sus asuntos.
—¿Qué ha querido decir? —preguntó la chica.
—Nunca había hablado, hasta ahora, desde que me hicieron prisionero —explicó— y creen que no sé hablar. Estoy seguro de que no tengo aspecto de zertalacolol, aunque algunos de ellos insistan en que sí.
—Nunca he visto ninguno —dijo la chica.
—Tienes suerte —declaró Tarzán—. No son agradables ni de ver ni de conocer.
—Pero me gustaría verlos —insistió ella—. Me gustaría ver algo diferente de estos esclavos a los que veo todo el día y todos los días.
—No pierdas la esperanza —la animó él—, pues quién sabe si muy pronto regresarás a la superficie.
—¿Regresar? —repitió—. Nunca he estado allí. —¿Nunca has estado en la superficie? ¿Quieres decir desde que te capturaron?
—Nací en esta cámara —le dijo ella— y nunca he salido de ella.
—Eres una esclava de la segunda generación y aún estás confinada en las canteras. No lo entiendo. En todas las ciudades minunianas, según me han dicho, los esclavos de la segunda generación reciben la túnica blanca y una libertad relativa en la superficie.
—No en mi caso. Mi madre no lo permitió. Prefería verme morir a verme como compañera de un veltopismakusiano u otro esclavo, que es lo que debo hacer si voy a la ciudad de arriba.
—Pero ¿cómo lo evitas? Tus amos no dejan estas cosas a la discreción de sus esclavos.
—Donde hay tantos que no se nota si faltan uno o dos, y las mujeres, si son poco favorecidas, no provocan comentarios por parte de nuestros amos. Nunca se informó de mi nacimiento y por tanto no consto en sus archivos. Mi madre cogió un número para mí de la túnica de uno que murió, y de esta manera no llamo la atención en las pocas ocasiones en que nuestros amos o los guerreros entran en nuestra cámara.
—Pero tú no eres poco favorecida; sin duda tu rostro atraería la atención en cualquier parte —le recordó Tarzán.
Por un instante ella le volvió la espalda y se llevó las manos a la cara y al pelo. Luego lo miró de nuevo y el hombre-mono vio ante él una espantosa bruja llena de arrugas cuyas horribles facciones ningún hombre miraría por segunda vez.
—¡Dios mío! —exclamó Tarzán.
Lentamente, la cara de la chica se relajó y recuperó las líneas de belleza normales y con rápidos y ágiles dedos se arregló el pelo enmarañado. Una expresión que era casi una sonrisa asomaba a sus labios.
—Mi madre me enseñó a hacer esto —dijo—, para que cuando vinieran y me miraran no me quisieran.
—Pero ¿no sería mejor que te aparearas con uno de ellos y llevaras una vida cómoda en la superficie, en lugar de llevar esta existencia terrible bajo tierra? —preguntó—. Los guerreros de Veltopismakus son, sin duda, poco distintos de los de tu país.
Ella meneó la cabeza.
—No puede ser, en mi caso —dijo—. Mi padre es de la lejana Mandalamakus. Mi madre le fue arrebatada un par de lunas antes de que yo naciera en esta horrenda cámara, lejos del aire y la luz del sol de los que ella nunca se cansaba de hablarme.
—¿Y tu madre? —preguntó Tarzán—. ¿Está aquí?
La muchacha hizo un gesto triste de negación con la cabeza.
—Vinieron por ella hace más de veinte lunas y se la llevaron. No sé qué ha sido de ella.
—¿Y éstos de aquí nunca te traicionan?
—¡Jamás! Si algún esclavo traicionara a otro, sus compañeros lo despedazarían. Pero toma, debes de tener hambre —y le ofreció la carne que había estado cociendo.