—Es bien sabido lo que piensan de nosotros —espetó Gofoloso—. Dicen que nos eligió no por lo que sabemos, sino por lo que no sabemos. No se les puede reprochar. Yo, un criador de diadets, dueño de mil esclavos que labran la tierra y cultivan la mitad de toda la comida que consume la ciudad, soy elegido jefe de jefes, ocupando un puesto que no me gusta y para el que no estoy preparado, mientras que Throwaldo, que apenas distingue una verdura de otra, es jefe de agricultura. A Makahago, que trabajó con los esclavos de la cantera durante cien lunas, lo nombra jefe de edificios, mientras que Torndali, que es aclamado como el mayor constructor de nuestro tiempo, es jefe de canteras. Sólo Gefasto y Vestako son amos de sus despachos. A Vestako el rey lo eligió sabiamente jefe de la cúpula real, para que su real comodidad y seguridad estuvieran aseguradas. ¡Pero con Gefasto cometió su mayor metedura de pata! Elevó a un joven alegre, que sólo busca la diversión, al mando del ejército de Veltopismakus y descubrió en su nuevo jefe de guerreros un genio militar como el que jamás ha producido Veltopismakus.
Gefasto hizo una inclinación de cabeza para agradecer el cumplido.
—De no ser por Gefasto, los trohanadalmakusianos nos habrían atrapado el otro día —prosiguió Gofoloso.
—Aconsejé al rey en contra de continuar el asalto —interpuso Gefasto— en cuanto fue evidente que no los habíamos sorprendido. Deberíamos habernos retirado. Hasta después de avanzar y quedarme lejos de él no pude dirigir el asunto sin que interfiriera, y entonces, ya lo visteis, solté rápidamente nuestras tropas e hice que se retirasen, con la mínima pérdida de hombres y de prestigio posible.
—Fue una acción noble, Gefasto —dijo Torndali—. Las tropas te adoran. Les gustaría tener un rey que los dirigiera en la batalla como tú podrías hacerlo.
—Y dejar que tomen su vino como en la antigüedad —intervino Makahago.
—Todos nos reuniríamos en torno a un rey que nos permitiera el inocente placer de tomar nuestro vino —dijo Gofoloso—. ¿Qué dices tú, Vestako?
El jefe de la cúpula real, el mayordomo del rey, que había permanecido callado durante todas las acusaciones que habían hecho a su amo, hizo gestos de negación con la cabeza.
—No es prudente hablar de traición ahora —dijo. Los tres lo miraron con severidad y luego se miraron entre sí.
—¿Quién ha hablado de traición, Vestako? —preguntó Gofoloso.
—Habéis llegado demasiado cerca de ella para estar a salvo —dijo el hipócrita Vestako. Hablaba en voz mucho más alta que los otros, como si, lejos de temer que lo oyeran, esperara que así fuera—. Elkomoelhago se ha portado bien con nosotros. Nos ha colmado de honores y riquezas. Somos muy poderosos. Él es un gobernador sabio. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionar la sabiduría de sus actos?
Los otros miraron inquietos alrededor. Gofoloso se rió nerviosamente.
—Eres muy lento en apreciar una broma, mi buen Vestako —dijo—. ¿No has visto que te tomábamos el pelo?
—No lo he visto —replicó Vestako—, pero el rey tiene buen sentido del humor. Le repetiré la broma y, si él se ríe, yo también me reiré, pues sabré que en verdad era una broma. Pero me pregunto sobre quién recaerá.
—¡Oh, Vestako! No repitas lo que hemos dicho. No se lo digas al rey; tal vez no lo entienda. Somos buenos amigos y sólo lo hemos dicho entre amigos. —Era evidente que Gofoloso estaba inquieto, pues hablaba con rapidez—. Por cierto, mi buen Vestako, acabo de recordar que el otro día admiraste a uno de mis esclavos. Tengo intención de regalártelo. Si lo aceptas, es tuyo.
—Admiro a cientos de tus esclavos —dijo Vestako con voz suave.
—Son tuyos, Vestako —dijo Gofoloso—. Ven conmigo ahora y elígelos. Es un placer hacer semejante obsequio a un amigo.
Vestako miró a los otros cuatro. Éstos se rebulleron, incómodos, en el silencio momentáneo, que fue roto por Throwaldo, jefe de agricultura.
—Si Vestako quisiera aceptar un centenar de mis pobres esclavos, me sentiría abrumado de placer —dijo.
—Espero que sean esclavos de túnica blanca dijo Vestako.
—Lo serán —dijo Throwaldo.
—No puedo dejar que me superen en generosidad —intervino Torndali—: también debes aceptar un centenar de esclavos míos.
—¡Y míos! —exclamó Makahago, jefe de los edificios.
—Si los mandais a mis alojamientos antes de que el sol entre en el Corredor de los Guerreros, os lo agradeceré profundamente —dijo Vestako, frotándose las manos y sonriendo con afectación. Luego miró rápida y significativamente a Gefasto, jefe de los guerreros de Veltopismakus.
—La mejor manera que tengo de demostrar mi amistad por el noble Vestako —dijo Gefasto sin sonreír— es asegurarle que, en lo posible, impediré que mis guerreros deslicen una daga entre sus costillas. Sin embargo, si me ocurriera algún daño, temo que no podré ser responsable de los actos de estos hombres, que, según me han dicho, me aman.
Por unos instantes se quedó mirando fijamente a los ojos de Vestako, luego giró sobre sus talones y salió de la habitación a grandes pasos.
De los seis hombres que componían el consejo real, Gefasto y Gofoloso eran los que menos miedo tenían, aunque incluso ellos adulaban al vanidoso y arrogante Elkomoelhago, cuyos poderes despóticos lo convertían en un enemigo muy peligroso. La costumbre y la lealtad inherente a la familia real, además del más potente de los medios humanos, el interés propio, los mantenía al servicio de su rey. Pero hasta entonces habían estado conspirando contra él y el descontento en la ciudad era tal, que cada uno sentía que podría volverse más atrevido con impunidad.
Torndali, Makahago y Throwaldo contaban poco, ya que habían sido elegidos por el rey por su supuesta flexibilidad y, a diferencia de Gefasto y Gofoloso, habían justificado sus expectativas. Contaban poco. Se habían vuelto corruptos, como la mayoría de nobles veltopismakusianos bajo el reinado de Elkomoelhago; el interés propio guiaba todos sus actos y pensamientos. Gefasto no confiaba en ellos, pues sabía que podían ser comprados incluso mientras profesaban su virtud. Gefasto se había entregado al estudio de los hombres desde su éxito con los guerreros de su ciudad (un éxito que a él le había sorprendido tanto como a los demás), y su conocimiento de la creciente agitación de la gente había sembrado en el fértil suelo de un cerebro viril la idea de que Veltopismakus estaba madura para una nueva dinastía.
A Vestako lo tenía por alguien que se dejaba sobornar y no lo ocultaba. No creía que hubiera un solo pelo honrado en la cabeza de aquel hombre, pero le había sorprendido la velada amenaza que había empleado para aprovecharse de sus compañeros.
—Bajo han caído en verdad las fortunas de Veltopismakus —dijo a Gofoloso cuando los dos iban por el Corredor de los Guerreros tras abandonar la cámara del consejo del rey.
—¿A qué te refieres? —preguntó el jefe de los jefes.
—A la infamia de Vestako. No le importan ni el rey ni el pueblo. Traicionaría a los dos por esclavos o por oro, y Vestako es representativo de la mayoría. La amistad ya no es sagrada, pues incluso a Throwaldo ha chantajeado por su silencio, y éste nunca se ha considerado su mejor amigo.
—¿Qué nos ha llevado a semejante situación, Gefasto? —preguntó Gofoloso, pensativo—. Algunos lo atribuyen a una causa y otros a otra, y aunque no debería haber ningún hombre en Veltopismakus más capaz que yo para responder mi propia pregunta, confieso que estoy desconcertado. Hay muchas teorías, pero dudo que se haya expuesto la correcta.
—Si alguien me preguntara, Gofoloso, como tú me has preguntado, diría lo que voy a decirte a ti: el problema de Veltopismakus es que hay demasiada paz. La prosperidad sigue a la paz, pero también le sigue la inacción. Hay que ocupar el tiempo. ¿Quién lo ocuparía con el trabajo, incluso el trabajo de prepararse para defender la paz y la prosperidad de uno, cuando puede ocuparse tan fácilmente con la búsqueda del placer? La prosperidad material que ha seguido a la paz nos ha dado los medios para conseguir todos nuestros caprichos. Nos hemos saciado de todas las cosas que en tiempos anteriores considerábamos lujos de los que se disfrutaba en raras ocasiones. En consecuencia, nos hemos visto obligados a inventar nuevos caprichos para gratificarnos, más extravagantes y exagerados en forma e idea, hasta que incluso nuestra maravillosa prosperidad ha sido tasada para satisfacer las exigencias de nuestros apetitos.
»Reina la extravagancia. Descansa, como un íncubo maligno, en el rey y su gobierno. Para reparar sus incursiones en el tesoro, la carga del íncubo se desplaza de la espalda del gobierno a la espalda del pueblo en forma de ultrajantes impuestos que a ningún hombre le es posible pagar con honradez y tener suficiente con lo que le queda para satisfacer sus apetitos, y así, de una manera u otra, pasa la carga a los menos afortunados o menos astutos.
—Pero los impuestos más elevados recaen en los ricos —le recordó Gofoloso.
—En teoría, pero no en la práctica —replicó Gefasto—. Es cierto que el rico paga la mayor parte de los impuestos a la tesorería del rey, pero antes los recauda de los pobres con precios más elevados y otras formas de extorsión, en la proporción de dos jetaks por cada uno de los que paga al recaudador de impuestos. Lo que cuesta recaudar este impuesto se suma a la pérdida de ingresos del gobierno debida a la abolición del vino: si lo que cuesta impedir a los poco escrupulosos que elaboren y vendan vinos de forma ilegal volviera a las arcas del gobierno, se reducirían tanto nuestros impuestos que no supondrían una carga para nadie.
—Y ¿crees que eso resolvería nuestros problemas y devolvería la felicidad a Veltopismakus? preguntó Gofoloso.
—No —respondió su compañero—. Necesitamos guerras. Como hemos descubierto que no existe la felicidad permanente en la paz o en la virtud, tengamos un poco de guerra y un poco de pecado. Un pudin de un solo ingrediente es nauseabundo; hay que sazonarlo y ponerle especias; antes de poder disfrutar al máximo de su sabor, debemos estar obligados a esforzarnos para conseguirlo. Guerra y trabajo, las dos cosas más desagradables del mundo, son, no obstante, las más esenciales para la felicidad y la existencia de un pueblo. La paz reduce la necesidad de mano de obra y fomenta la pereza. La guerra empuja al trabajo, para borrar los estragos que ha causado. La paz nos convierte en gordos gusanos; la guerra nos hace hombres.
—¿Crees que la guerra y el vino, pues, devolverían a Veltopismakus su anterior orgullo y felicidad? —se rió Gofoloso—. ¡Qué aficionado a la lucha te has vuelto desde que regresaste al mando de todos los guerreros de nuestra ciudad!
—No me has entendido bien, Gofoloso —dijo Gefasto, con paciencia—. Con la guerra y el vino solos no lograremos más que nuestra ruina. No estoy en contra de la paz, la virtud o la temperancia; estoy en contra de los teóricos mal orientados que creen que la paz sola, o la virtud sola, o la temperancia sola nos harán una nación fuerte, viril y satisfecha. Éstas deben estar mezcladas con la guerra, el vino y el pecado y, en gran medida, con el trabajo duro, en especial con el trabajo duro. Si no hay más que paz y prosperidad, existe poca necesidad de trabajar duro, y sólo el hombre excepcional lo hace cuando no está obligado a ello.
—Bueno, vamos; debes apresurar la entrega de los cien esclavos a Vestako antes de que el sol entre en el Corredor de los Guerreros, o contará nuestra broma a Elkomoelhago.
Gofoloso sonrió tristemente:
—Algún día pagará por estos cien esclavos —dijo—, y el precio será muy elevado.
—Si su amo es derrocado —dijo Gefasto.
—Cuando su amo sea derrocado —corrigió Gofoloso.
El jefe de los guerreros se encogió de hombros, pero sonrió satisfecho, y todavía lo hacía cuando su amigo hubo girado por un corredor para seguir su camino.
T
ARZÁN de los Monos fue conducido directamente de la cúpula real a las canteras de Veltopismakus, que se encontraban en una zona situada a kilómetro y medio de la cúpula más cercana de las ocho que constituían la ciudad. Una novena cúpula estaba en vías de construcción y hacia ésta se encaminaba la hilera de esclavos cargados que iban de la entrada a la cantera a la que el hombre-mono estaba siendo conducido. Justo bajo la superficie, en una cámara bien iluminada, fue entregado al oficial encargado de la vigilancia de la cantera, al que se le comunicaron las instrucciones del rey.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el oficial, abriendo un gran libro que dejó sobre la mesa a la que estaba sentado.
—Es mudo como los zertalacolols —explicó el jefe de la escolta que lo había llevado a la cantera—. Por lo tanto no tiene nombre.
—Lo llamaremos
El Gigante
—dijo el oficial—, pues así se le ha conocido desde que fue capturado —y escribió en su libro Zuanthrol, anotó el nombre de Zoanthrohago como propietario y Trohanadalmakus como su ciudad de origen, y luego se volvió a uno de los guerreros que holgazaneaba en un banco allí cerca.
—Llévalo al equipo de entibación, en la extensión del túnel trece en el nivel treinta y seis y dile al vental encargado que le dé un trabajo ligero y procure que no le ocurra ningún daño, pues éstas son las órdenes del zagosoto. ¡Ve! ¡Pero espera! Aquí está su número. Pónselo al hombro.
El guerrero cogió el trozo circular de tela con jeroglíficos negros estampados y lo fijó con una anilla de metal al hombro izquierdo de la túnica verde de Tarzán. Después hizo señas al hombre-mono para que lo precediera y salió de la cámara.
Tarzán se encontró en un corredor corto y oscuro que se abría a otro más ancho y más iluminado por el que avanzaban innumerables esclavos sin carga en la misma dirección en la que su guardia lo escoltaba. Observó que el suelo del corredor tenía una pendiente constante hacia abajo y que torcía siempre a la derecha, formando una gran espiral que se adentraba en la tierra. Las paredes y el techo estaban entibados y el suelo pavimentado con piedras planas, gastadas por los millones de pies calzados con sandalias que habían pasado por encima. A intervalos frecuentes había velas puestas en hornacinas en la pared de la izquierda, donde también de forma regular, se abrían otros corredores. En cada una de estas aberturas había más jeroglíficos extraños de Minuni. Como sabría Tarzán más adelante, éstos designaban los niveles en los que estaban los túneles y conducían a corredores circulares que rodeaban la espiral principal. De éstos salían numerosos túneles horizontales que desembocaban en las obras de cada nivel. Había pozos de ventilación y salidas de emergencia a diferentes distancias, que iban desde la superficie a los niveles inferiores de la cantera.