—¡Mi chico! —dijo doña Luisa.
Y Pedro inclinó la cabeza como si fuera a apoyar su frente en aquella rodilla revestida, como si se fuera a hincar ante una verdadera madre y como si de la pítica un oráculo fuera a descender sobre su pena haciéndole conocer el único camino de su salvación.
—Aquí puede estar unos días —dijo doña Luisa—. Hasta que se arregle todo.
Pedro sintió que estaba llorando de agradecimiento, aunque no salía ningún hipido de su boca y ni siquiera las lágrimas asomaban a sus ojos y tampoco su pecho se conmovía, sino que misteriosamente le parecía que había dejado de respirar y que quedaba inmóvil en aquel espacio sumergido en que todo (el alimento, el aire, el amor, la respiración) se lo introducían por un tubo de goma mientras que él permanecía inerte. Doña Luisa hizo entonces el gesto durante tanto tiempo esperado, el gran gesto hacia el que había estado caminando durante toda la noche y desde hacía tantos años; rodeó con su robusto brazo el cuello del muchacho e hizo caer la cabeza en su regazo sobre los blandos almohadones de los pechos, apretando la nariz contra la piel arrugada de su cuello, haciéndole respirar la mezcla residual de los perfumes que ella había echado sobre su carne cuando a los quince años la vendía ya profesionalmente, cuando se exhibía —torpe tonadillera— en los barracones libres de la República, cuando —querida de un concejal— ocultaba su papo bajo suntuosos renards argentés asomada a un palco del Eslava, cuando —ya establecida— cambiaba el diapasón de sus aromas virando hacia otra gama con más pétalos de flores machacadas y menos regusto de la bolsa genital del almizclero.
Pero Matías, riendo, precipitándose:
—¡Eh, que me da envidia! —dijo y estampó un beso burlón en la mejilla lacia y siguió riéndose luego como si todo hubiera sido ya arreglado y como si sólo ya le quedara por hacer una pirueta, un salto mortal desde lo alto de una silla, para despedirse del respetable público y hundirse en el mundo diurno que misteriosamente se obstina en persistir más allá de las lonas del circo y de su música.
Dando un prudente golpecito en la puerta, a guisa de aviso o de modesta súplica, entreabriendo luego el orificio que comunicaba los lugares, entrando finalmente con paso cauto, se mostraron a la luz de la bombilla las dos muchachas soñolientas a las que doña Luisa había requerido para que participaran en el festín (y casi ágape) tras el que Pedro quedaría consagrado como su prenda y su rehén valioso. Ambas huríes desteñidas llegaron con sus largas cabelleras (rubias en el aéreo extremo y negras en la raíz) sueltas; con sus gentiles batas polícromas (representando peonías y amapolas) desceñidas; con sus grandes bocas rojas abiertas en poderosos bostezos tras los que asomaba picaresca la afilada lengua; con sus brazos alargados estirándose en lento desperezo; con su grasienta cadera apenas cimbreante y se sentaron —levemente despatarradas— en las sillas de pino en torno a la mesa de la cocina, saludando con alegría a Matías a quien tanto conocían y con la misma alegría a Pedro a quien aún no conocían. Pero —advirtiendo que aún no era llegado su momento, que todavía no eran sino simples objetos decorativos movidos por la voluntad dadivosa de su ama, que habían de pasar largas horas antes de que el poder irresistible que la noche les confiere pudiera restablecerlas en su verdadera dignidad— procedían con modestia y candor de colegialas y en lugar de utilizar el lenguaje metafísico y los gestos altivos de los seres completos, hablaban con palabras imperfectas y hacían los mohínes torpes de crisálidas que esperan el momento de saltar fuera del incómodo caparazón que las oculta y bajo el que, no obstante, la futura apariencia ya está delicadamente conformada.
El mandadero, eunuco de los subterráneos, entró con su carga de alimentos y la depositó sobre la mesa sin que nadie pareciera advertir su presencia.
Doña Luisa partió el pan y dio las gracias. Las muchachas no creyeron necesario agradecer los dones recibidos. Avariciosamente tendían sus manos hacia las hogazas en las que la impronta de la dueña quedaba dibujada en grasa de chorizo. Consumían en un prudente silencio, abriendo moderadamente sus bocas al mascar, exhalando leves ruidos mandibulares, inclinando hacia atrás sus cuellos para beber el vino tinto, aunque no era en un porrón donde se, contenía sino en un vaso de plástico azul como de dientes, que doña Luisa sacó de una alacena y que consideró útil para asegurar el reparto en porciones adecuadas y fungibles.
—¡Qué rico!
Pedro comía con rabia de mala noche, mientras los trozos de pan desaparecían y un cálido reconforte se establecía en su cuerpo hasta hace poco frío. Sin embargo, hacía calor en la cocina. El fogón encendido aseguraba, ya desde entonces, el agua caliente para los bidets de las alcobas. La pincha entró tan silenciosa como el mandadero y echó de nuevo carbón.
—¡Que aproveche! —dijo.
—¡Vete tú pa abajo! —insistió doña Luisa.
Y tras haber bebido, empezaron a decir mil cosas inocentes o tal vez a poder escuchar las cosas inocentes que las mujeres habían estado diciendo y que antes no se oían, qué rico, está bueno, oye tú, torna un poco más. Hasta que Matías quiso tomar la pierna crasa de Alicia por bajo de la bata. «¡Quieto, tú!»
Doña Luisa —consumidos los nutritivos alimentos y oculto en la alacena un resto de vino— los bendijo proclamando la paz.
Y Pedro inició el camino de su escondite subiendo sin deseo alguno hacia una alcoba inhóspita cuyo número enunció la anciana solemne, para dormir una siesta profunda que imitara en todo lo posible al verdadero sueño que nace de la noche.
Amador a fuer de hombre de belfo prepotente tenía satisfecha a su mujer. Ella admiraba las tonalidades cariñosas del asturiano paterno, ella admiraba su puesto en la sociedad más elevado que el de sereno de comercio, ella encontraba a su hombre muy alto, muy fuerte, muy poderoso, muy capaz dé conducirla por encima de todas las imperfecciones de la vida hacia un honesto enterramiento de tercera especial con tumba propia mediante el cuidadoso pago de las cuotas del Ocaso. Era el de Amador un carácter generoso. Lo mismo era capaz de regalar su tiempo sin mirar minucias a un investigador especialmente activo, corno de corn prar sin previo aviso un bolso de plástico color café con leche a su mujercita adorada. Igualmente podía dar un pellizco a una de las fregonas que bruñían el pavimento del ajetreado instituto o hacer una escapada a un palco del Monumental con una criadita encontradiza del lejano Noroeste, y tras el deshonesto episodio hacer olvidar a su mujer la avanzada hora del retorno sin esfuerzo aparente. Celta-cauto, astur-bravío, aunque nacido en el mismísimo cogollito del mundo, sus atavismos le permitían conducir su derrotero con ventaja sobre la masa de aborígenes esteparios. El altísimo padre ya difunto le transmitió —con la sangre del Norte— un cierto amor a la vida, una cierta capacidad de risa, una abundante potencia bebestible que la seca matriz de su madre toledana no había llegado a rebajar en grado apreciable. Por eso era ahora más notable su melancolía inesperada cuando recorría las piezas relativamente confortables del lejano piso, hace tantos años ocupado en el propio Tetuán de las Victorias.
—¿Qué te pasa? —le preguntaba la mujer, vientre sin hijos, todavía concupiscente.
—Ese pobre don Pedro, ese pobre don Pedro —repetía Amador para su capote, sin hacer audibles tales pensamientos a su mujer, sino contestándola con un brusco encogimiento de hombros que, aunque despectivo, sabía matizar con un no sé qué de afecto.
Y luego en voz alta:
—Vamos a tomar una caña a la Glorieta.
—¡Anda! ¡Ve tú solo! —sonrió la enamorada.
En la Glorieta lucía el sol sobre el normal revoltijo de tranvías, dos o tres taxis y gentes mal vestidas. Amador se acercó con su paso cauto, casi cansado, resoplando por las grasas, sin acabar nunca de dejar de sonreír del todo, a las minúsculas sillas plegables de madera y a los pobres veladores desteñidos, sin manteles de plástico ni ceniceros de Cinzano. De un tranvía 43 recién llegado bajaban masas de obreros vestidos de azul o pardo oscuro y con la tartera vacía envuelta en un pañuelo de cuadros amarillos o verdes se iban hacia los vericuetos próximos. Eran obreros antiguos de la construcción o electricistas o fontaneros. Tenían sus pisos heredados, pequeñas casas propias. Sólo algún coreano se movía modestamente entre ellos, dispuesto a seguir pagando el realquiler o la posada.
«Ese pobre don Pedro» seguía girando el cerebro de Amador y le remordía un tanto la conciencia. Repetía, sin advertir que su mujer no podía ya verlo, el gesto despectivo y tierno de sus hombros.
—Ése es —dijo señalándolo, plantado frente a él un niño, su vecino.
«Ya está. La policía.»
El acompañante del niño era un joven bien vestido, casi demasiado amable (cuando se acercó a él) para quitarle las sospechas.
—Yo soy amigo de Pedro —dijo, como si con tan simple mentira pudiera aquietar los recelos y abrir la boca que como una ostra apretaba Amador—. Tenemos que ayudarle. Está metido en un lío. Me ha dicho que le busque a usted.
—¿Qué Pedro es ése? —protestó Amador.
Pero ya Matías se había puesto a explicarle todo: la seudorresponsabilidad del seudoaborto y el porqué de la traición del Muecas o de quien fuera el bellaco, porque Pedro nunca creería, nunca, nunca, era imposible que el propio Amador hubiera sido quien…
—Yo no sé nada —dijo Amador, persuadido de que sólo un policía podía estar tan informado.
—Él está escondido. Yo lo he escondido. Espera que vaya usted, que vaya Amador y lo aclare todo. Me ha dicho que Amador puede atestiguar cómo fueron realmente las cosas y por qué murió la muchacha. Tiene que venir conmigo a la comisaría y aclararlo todo…
—¿Yo? —Amador sintió que se le erizaba la espalda—. ¿Qué voy a contar yo, infeliz de mí, que soy un pobre hombre que no sabe nada y que quieren enredarme?
—¡Por favor!
—¿Yo? ¿Pero cómo quiere que yo?
—¡Venga conmigo!
—¿Yo?
La procesionaria del pino es un gusanito de pelo rubio y aspecto suavísimo que, sin embargo, cuando se toca pincha como una ortiga y levanta habones en la piel, llegando a inflamar los párpados si el descuidado naturalista pasa sus dedos por los ojos curiosos. Cada animalito, que aparentemente es ciego, segrega a su paso un hilo de materia brillante y traslúcida. El individuo que camina detrás del primero hace pasar ese hilo entre sus minúsculas patas y lo engruesa con su propia baba. Así hace el siguiente y sucesivamente cada uno del ciego rebaño siguiendo al guía que el azar ha convertido en capitán. A pesar de su ceguera, estos gusanos terminan por alcanzar puerto y en las noches frías, mezclados unos con otros en el nido, se dan calor mutuamente. Del mismo modo, hubiera sido causa de regocijo de entomólogo la procesión que (a lo largo de la ciudad, guiados por un hilo, que detrás de cada uno de ellos, cambiaba de naturaleza ya que no de sentido) formaban Matías, Amador, Cartucho y Similiano.
«Al que se esconde más debían castigarle más. Los jueces no saben o no quieren saber lo que tienen que trabajar los modestos funcionarios del cuerpo y los peligros a que nos exponemos o a que nos exponen. No hay sino callar y decir amén, y descuidando completamente la salud de uno, en medio de la noche, como sí uno fuera de hierro, que no lo es, porque bueno estoy yo que ya ni sé cómo lo resisto y no pido el retiro, aguantándome las ganas cuando me vienen. Pero me da menos fuerte cuando estoy de servicio. Es como si me contrajera y me hiciera más duro y puedo andar y andar sin cansarme. Y hasta pierdo el miedo yo que siempre era tan miedoso.»
«Se creerá que me la va a dar. A mí no me la da.»
«Ese pobre don Pedro estará achaparrado en algún agujero, eso lo creo yo. Pero que éste me diga que me está esperando a mí, eso no lo creo. Si éste es capaz de haberlo escondido en su casa, tendrá que verse. A ver si lo encuentro y sabemos de una vez. en qué para esto. Todo por no tener el certificado.»
«Yo creo que de aquí no va. a salir nada, pero me dice: sígale usted que ése nos llevará sin darse cuenta. Es que él nunca ha estado en la de costumbres y no sabe. Qué tiene que ver que sea vecino si él siempre ha estado por lo criminal, por el navajazo aquel, o por robo. Pero no me lo imagino metido en esto que no hay dinero por medio. El declarante de la taberna dijo que se había pasado toda la noche allí mirando, pero que él creía que era por celos. Le gustaría la chica y ahora anda con la navaja, me juego lo que sea, con una navaja de a palmo en el bolsillo intentando buscar al que le puso los cuernos. Que tiene que ser el mismo médico. Porque por qué iba a ir al médico si no era por eso, si esa gente no tiene tres duros para pagarle. No se justifica. Pero mi oficio no es pensar sino seguirle a ése y tiene un modo de correr raro. Anda a saltos. A lo mejor se ha dado cuenta que le sigo.»
«A mí no me la dan con queso. Por éstas que me las paga. Todavía no sabe ése con quién se va a encontrar.»
«Y tan simpático que es, que lo único que le gusta es estar mirando por el micro a los ratones. Ése es todo su vicio.. Y estarles hurgando en los intestinos donde les salen los bultos esos. No sé por qué tuvo que meterse en esto. Además que no sabía hacerlo. Se veía que era la primera vez. Yo mismo me las habría arreglado, pero ese infeliz dale que te pego, dale que te pego con la cucharilla, sin tomarle el pulso, sin pedir ayuda en vez de ir corriendo a la trasfusión.»
«Fortuna audentes juvat, pero perseverare diabolicum.»
«Y me está viniendo y ese tío que no para. Tomaré una píldora. Luego dirán que el opio no es bueno, que es droga y que intoxica. Pero si no fuera por el extracto tebaico qué sería de mí. Hay que ver cómo me lo para y qué tranquilo se queda el paquete. A mí me debían trasladar a un clima templado, Málaga o Alicante… lo malo es el piso. No puedo dejar aquí a la mujer y ponerme de patrona. Podía vender el piso y que mi mujer comprara otro en Alicante. Aún ganaría dinero… se va a subir al tranvía. ¡Se subió! Ahora a correr, con ruidos de tripas y a correr. Claro que casi descansa. Lo más disimulado es correr detrás de un tranvía. Nadie piensa que uno es lo que es.»
«Se creía que me la iba a dar subiéndose al trole. A mí. Un castrón como ese tío. A mí. Ni sé cómo no le pincho ya.»
«¡Toma existencia! Esto le enriquece la existencia. La situación límite, el borde del abismo, la decisión decisiva, la primera vivencia. ¡El instante! La crisis a partir de la cual cambia el proyecto del existente. La elección. La libertad encarnada. Muerte, muerte dónde está tu victoria. Canta musa la cólera de Aquiles.»