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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (25 page)

BOOK: Tiempo de silencio
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A Dorita le dijeron primero que no era hora. Luego le dijeron que esperara. Luego la dejaron pasar. Subió unas escaleras y anduvo por un pasillo sucio. Se sentó en una silla. La miraron unos empleados trabajando fuera de hora. La dejaron pasar más adentro. Se sentó en una oficina pintada de amarillo con máquinas de escribir polvorientas. Una barandilla de madera separaba el lugar de las máquinas, donde había un señor grueso, del espacio dedicado quizá al público o a los preguntones. El señor acababa de cenar en aquel momento a juzgar por el cubierto sucio, a un lado, sobre la mesa. Estaba leyendo el periódico de la noche y tenía puesta una radio pequeña de la que salían música y anuncios. La miró primero hoscamente. Luego sonrió. Le dijo que se sentara. Luego se puso la chaqueta que estaba colgada de una percha. Se acercó sonriente:

—¿Por quién pregunta?

—No. No se puede.

—¿Usted qué es de él?

—No. No puedo decirle nada.

—¿Usted qué es de él?

—No se apure, señorita. Todo acaba siempre arreglándose. Se lo digo yo que las he visto de todos los colores.

—No puedo pasarle ningún recado.

—No. No es grave.

—Todos están incomunicados las setenta y dos horas.

—Sí, setenta y dos horas.

—Lleva sólo tres horas.

—¿Quién se lo ha dicho?

—No. Yo no lo puedo saber.

—Ya le he dicho que no puedo ayudarle. Lo siento mucho.

—Usted no se preocupe.

—Usted váyase tranquila y a dormir.

—Usted no debe llorar con esos ojos.

—No se lo tome tan a pecho.

—Ya le digo que es imposible. Si no fuera imposible…

—¡Qué más quisiera yo!

—No faltaba más.

—Absolutamente imposible.

—¡Claro que sí! Puede usted volver mañana.

—¿Cómo dijo que se llamaba usted?

[48]

Si el visitante ilustre se obstina en que le sean mostrados majas y toreros, si el pintor genial pinta con los milagrosos pinceles majas y toreros, si efectivamente a lo largo y a lo ancho de este territorio tan antiguo hay más anillos redondos que catedrales góticas, esto debe significar algo. Habrá que volver sobre todas las leyendas negras, inclinarse sobre los prospectos de más éxito turístico de la España de pandereta, levantar la capa de barniz a cada uno de los pintores que nos han pintado y escudriñar en qué lamentable sentido tenían razón. Porque si hay algo constante, algo que soterradamente sigue dando vigor y virilidad a un cuerpo, por lo demás escuálido y huesudo, ese algo deberá ser analizado, puesto a la vista, medido y bien descrito. No debe bastar ser pobre, ni comer poco, ni presentar un cráneo de apariencia dolicocefálica, ni tener la piel delicadamente morena para quedar definido como ejemplar de cierto tipo de hombre al que inexorablemente pertenecemos y que tanto nos desagrada. Acerquémonos un poco más al fenómeno e intentemos sentir en nuestra propia carne —que es igual que la de él— lo que este hombre siente cuando (desde dentro del apretado traje reluciente) adivina que su cuerpo va a ser penetrado por el cuerno y que la gran masa de sus semejantes, igualmente morenos y dolicocéfalos, exige que el cuerno entre y que él quede, ante sus ojos, convertido en lo que desean ardientemente que sea: un pelele relleno de trapos rojos. Si este odio ha podido ser institucionalizado de un modo tan perfecto, coincidiendo históricamente con el momento en que vueltos de espaldas al mundo exterior y habiendo sido reiteradamente derrotados se persistía en construir grandes palacios para los que nadie sabía ya de dónde ni en qué galeones podía llegar el oro, será debido a que aquí tenga una especial importancia para el hombre y a que asustados por la fuerza de este odio, que ha dado muestras tan patentes de una existencia inextinguible, se busque un cauce simbólico en el que la realización del santo sacrificio se haga suficientemente a lo vivo para exorcizar la maldición y paralizar el continuo deseo que a todos oprime la garganta. Que el acontecimiento más importante de los años que siguieron a la gran catástrofe fue esa polarización de odio contra un solo hombre y que en ese odio y divinización ambivalentes se conjuraron cuantos revanchismos irredentos anidaban en el corazón de unos y de otros no parece dudoso. ¿Llamaremos, pues, hostia emisaria del odio popular a ese sujeto que con un bicornio antiestético pasea por la arena con andares deliberadamente desgarbados y que con rostro serio y contraído, muerto de miedo, traza su caligrafía estrambótica ante el animal de torva condición? Tal vez sí, tal vez sea eso, tal vez, puesto que la fuerza pública, la prensa periódica, la banda del regimiento, los asilados de la Casa de Misericordia y hasta un representante del Señor Gobernador Civil colaboran tan interesadamente en el misterio.

¿Pero qué toro llevamos dentro que presta su poder y su fuerza al animal de cuello robustísimo que recorre los bordes de la circunferencia? ¿Qué toro llevamos dentro que nos hace desear el roce, el aire, el tacto rápido, la sutil precisión milimétrica según la que el entendido mide, no ya el peligro, sino —según él— la categoría artística de la faena? ¿Qué toro es ése, señor?

[49]

Y venían los guardias maternales, anchos, gordos, altos, con sus grandes pechos cubiertos de grueso paño gris en los que ocultaban cajas de cerillas, pitillos, libretitas con apuntes misteriosos, fotografías de sus hijas, kilométricos de ferrocarril y le socorrían con palabras de hombre. «Así que usted es médico, vaya, vaya, médico.»

Y venía el guardia cualquiera al que le tocaba cuidarle y se asomaba al ventanillo y le decía: «Pida usted lo que quiera», siempre que no fuera más que una cerilla encendida o ir a orinar.

Y si le decía: «Gracias», el guardia contestaba: «Nada de eso; para eso estamos», y si no le expresaba su reconocimiento también acudía la próxima vez con la misma presteza en cuanto hubiera dado unos golpes en la puerta y después de preguntar con acento gallego: «Número!», para conocer el de su celda, lo que guiaba al compasivo socorredor a través del enrevesado vericueto cretense.

Y venían otros y otros guardias, uno nuevo cada dos horas y nada les importaba llevarle hasta el húmedo urinario a cualquier hora que fuese del día o de la noche, bien estuvieran despiertos y aburridos, bien hubieran estado cómodamente dormitando repantigados en una silla. «Número!» y venían incansables.

Y venían otros dos acompañando a un ancianísimo que repartía rancho, el que, a causa de la fatiga de sus piernas, ejecutaba esta operación sentado en una silla baja, colocando el caldero humeante entre sus rodillas temblonas, introduciendo el cucharón con un solo movimiento cada vez hasta el fondo, para coger siempre, con sabiduría secular, la cantidad precisa, matemáticamente idéntica y dejarla caer en la escudilla presentada modestamente por el preso, secundado por un —por el contrario— mocito de aire amariconado que llevaba los cachos de tocino cocido en un plato, para ir dejando caer cada uno en cada escudilla con trayectoria de saltamontes aplastado y decir al preso que pide: «Sólo uno», con remilgo: «Es que sólo toca a uno».

Y venían guardias especialmente robustos, especialmente desarrollados, prematuramente encanecidos por el trabajo nocturno y por el continuo contacto con la angustia, con su noble aire romano de boxeadores retirados y contaban su historia a medias palabras, por el ventanillo, explicando cómo habían estado en Australia y cómo habían combatido en el Madison Square Garden.

Pero lo que más les gustaba a todos los guardias era explicar la imperiosa necesidad por todos experimentada de trabajar en otra cosa en sus horas libres y así quien era cobrador de recibos del Gas, quien cobrador de una Mutua recreativa, quien cobrador de un alto Club de campanillas: «Son trabajos de confianza, para eso somos preferidos».

Y venía otro guardia, ya en edad de ser padre de preso y explicaba cómo le había hecho la operación un cirujano famoso y mostraba la cicatriz e indicaba hasta qué punto aquello le había dejado como vaciada la cabeza y el dolor que sentía todavía a los cambios de tiempo y cuando aprietan mucho los servicios y cómo le bastaba ver en medio de la calle al famoso cirujano, para que éste se detuviese, le reconociera, le dijera: «Guardia», y le preguntara por aquellos residuos de molestias, pequeños calambres, hormigueos, cefalalgias y sensaciones vertiginosas de las que ya el famoso cirujano no podía hacer otra cosa que reírse suavemente como hechos sin ninguna importancia para quien todos los días lucha victoriosamente con la muerte burlándola en sus mismas narices sanguinolentas.

Y venía el mágico de las catacumbas, duchero divino que tenía el poder insólito de (haciéndole abandonar el cuchitril lóbrego del calabozo y las delicias del lecho de cemento) transportarle a una cámara acuática donde poderosas calderas envueltas en vapor y en humo arrojaban los hilos virginales del agua recalentada sobre su cuerpo y lo pulían voluptuosamente con caricia sin fin, hasta que la misma fatiga obligaba a interrumpir el festín de las superficies corporales y tras un frote apenas necesario con una toalla limpia, volver a sumergirse durante 23 horas 55 minutos en el lugar correspondiente.

Y venían los guardias consoladores que calmaban los llantos e hipidos ininterrumpidos de una mujer en la celda próxima, perfectamente escuchable: «Vamos, vamos, no se ponga así que eso no conduce a nada», o al muchacho angustiado que piensa más en el padre ofendido que en el peso de la Ley: «Tú lo único que tienes que hacer es contestar a lo que te pregunten».

Porque con una comprensión de la naturaleza humana, que no les venía de especial inteligencia sino de especial aprendizaje, los guardias escuchaban sin sorpresa que todos y cada uno de los recién llegados dijeran que no sabían por qué estaban allí y que no podían ni imaginar cuál fuera el motivo por el que el evidente error policíaco había llegado a producirse: «Tú piensa un poco y ya te acordarás; algo habrá, algo habrá…» . «Como no sea…», admitía finalmente el sinmemoria y quedaba como soñador, simulando pensar en nuevas posibilidades antes insospechadas. «Como no sea eso…, pero no puede ser, eso no es nada.»

—¿Cuándo saldré de aquí? —preguntaba tres o quince horas más tarde la mujer ya sin lágrimas.

—No se preocupe —contestaba el guardia—. Desde que yo vengo, y hace mucho de eso, todos han salido.

[50]

Matías intentó poner en movimiento todo el complejo instrumento de las fuerzas sociales que podía afectar, ya que no su amistad personal, el poder de su apellido. Numerosos ujieres y porteros de ministerios le encaminaron por procelosos pasillos hasta altas salas con arañas doradas de cincuenta y tantas lámparas y muebles de violento retorcido estilo español con otras tantas cabezas de guerrero con casco y animales mitológicos esculpidos por desconocidos artesanos con harta pericia y escaso gusto. En otros locales más funcionales los pisos eran de mármol bruñido y las lámparas indirectas o incrustadas al cielo raso sobre mesas metálicas de modelo gerente o sobre elegantes buroes franceses con cuero verde en la parte de arriba ribeteado de oro. Detrás de cada una de estas mesas se alzaba un rostro sonriente y enigmático cuya sonrisa se acentuaba al tomar conocimiento de cuyo era el padre y cuyos los tíos carnales de Matías y que inmediatamente después, quedaba perplejo al comprobar el extraño género de relaciones que frecuentaba este mozo, aparentemente algo descarriado del que alguno quizá había podido oír comentarios referentes a tales y cuales aficiones literarias y tales y cuales fracasos académicos con ausencia de ingreso en escuela especial alguna: «Yo haré todo lo posible, «Mañana mismo ceno con el director general», «Me informaré» eran los sibilinos oráculos que, desde su trípode semiomnipotente, tales venerables bocas emitían y en todas ellas se adivinaba un esfuerzo para vencer el momentáneo mohín de auténtica repulsión no fingida que la palabra aborto, con su correlato apenas imaginable de suciedad, contagio, afecciones venéreas y relaciones inconfesables, provoca en corazones limpios a muchas leguas mantenidos de tales asuntos a despecho de una ya amplia experiencia vital.

—Él no ha hecho nada. Fue una encerrona. Le llamaron de urgencia a medianoche. ¿Qué iba él a hacer? Cuando la intervino ya estaba muerta prácticamente —explicaba Matías.

—Y dice usted que dio cuenta a la policía en seguida.

—No. Estaba muy fatigado.

—Claro…

Y tras una pausa:

—¿Y al día siguiente se presentó a hacer la declaración?

—No. Le dio miedo o lo que sea. Se aturulló. Al día siguiente estuvo conmigo en la conferencia y luego en mi casa en el cocktail que dio mi madre en honor del…

—¿Y le fue a buscar allí la policía?

—No. La policía lo detuvo al otro día.

—Cuando se presentó a declarar, supongo.

—No. Le detuvieron en una…

—¡Ah!

Tras este diálogo sincopado (que Matías fue aprendiendo a llevar adelante cada vez más perfectamente, esto es, con mayor disimulo de las verdaderas circunstancias) bruscamente amistoso y confianzudo —protector—, el personaje del otro lado de la mesa se volvía hacia él, se inclinaba y le daba unos consejos personales de acuerdo con los cuales lo mejor era que él no se metiera para nada en este asunto, porque si las cosas eran como su amigo le había dicho, por sí mismas habían de arreglarse sin dificultad alguna, aunque quizá no todo fuera exactamente como Matías creía que era, porque la juventud tiende a ser generosa en sus juicios y ya se sabe que la amistad nubla para juzgar exactamente a las personas. Era más conveniente que él buscara sus relaciones entre gente de su misma educación, no porque efectivamente no puedan existir —fuera de determinada clase— personas magníficas dignas de la amistad de cualquiera, sino simplemente porque al faltar un fundamento social y una moral sólida (lo que se llama una tradición o un ambiente) estas personas pueden, a pesar de sus virtudes o de su inteligencia, resultar poco recomendables. No, naturalmente que no, que podamos prejuzgar su culpabilidad, pero un individuo que no ejerce la profesión y que por tanto tiene necesidad de dinero, es muy extraño que se haya dejado arrastrar a una encerrona como Matías pensaba, a una encerrona sin sentido, absurda, ante la que lo único que tenía que haber hecho era inhibirse y dar parte a quien correspondiera. Si Matías quería ayudarle, lo mejor que podía hacer era aconsejarle que dijera la verdad y todo volvería a sus cauces sin violencia y quedaría aclarado, pero era una lástima que Matías, hijo de su buen amigo X, pudiera aparecer como enredado en un asunto tan turbio: «Un asunto tenebroso», como dijo uno de aquellos señores, víctima de su bachillerato francés.

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