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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (22 page)

BOOK: Tiempo de silencio
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«Él fue el que la chingó. En mis barbas. Y yo que le tenía miedo al Muecas. Y no hice más que darme la hartá de tetas. Vaya alipori.»

«Con que querías mancha, pobre. Te gustaba el juego de la mancha. La mancha original. La virginidad reconstructa. ¡Toma vorágine y ríete de los que se acuestan con putas viejas!»

«Todo ha sido por los ratones. Me daba a mí mala espina que tuviera que interesarse tanto por las chabolas. Cada cual con su cadacuala y clas con clas. No tenía por qué haber ido. Y cómo estaba de animado: ¿Son éstas las chabolas, Amador? Niños tiernos, son niños tiernos y se creen que son hombres.»

«Si me voy a Alicante me quitarán el plus de capitalidad y el plus de casa en Madrid y no habrá casi nunca dietas, porque qué puede pasar en Alicante que obligue a un hombre a que le den dietas. Me veo teniendo que renunciar a las vacaciones y buscando un trabajito por las tardes. Pero Laura no lo aguanta, claro que no lo aguanta. Si aquí se avergüenza que nadie lo sabe, cómo lo va a aguantar en un Alicante donde todo el mundo, por fuerza, tiene que acabar por saberlo. Con lo bien que me vendría el clima y poder tomar el sol directamente en la tripa como decía aquel doctor que fue el único que me entendió. Todo el día tomando el sol en la tripa y seguro que se acababan los retortijoncillos y los hazmerreíres hidroaéreos. Porque yo, para mí, que esto no es más que flato y ya decía mi madre: Tapa el flato con el gato. Pero eso lo podía hacer ella en el pueblo, sentada en la silla baja, delante del fuego, con el gato encima y haciendo media. Pero cómo voy a ponerme yo el gato encima siguiendo a semejante tipo en un tranvía. Me haría bien entrar adentro. Las plataformas me matan. Pero si entro, me ve. Error técnico. No me conoce pero se huele. Eso que yo soy el que más despinto, como dijo el comí: «Usted Similiano, hay que ver cómo camufla. Parece exactamente un comisionista». Pero nada de ascensos por mérito ni nada. Escalafón, escalafón y tente tieso. Tienes un destino en Madrid y eso ya es suerte. Ese tío me parece que se va a bajar.»

«Luminarias altísimas le guían en la noche. Seguro que está todavía en la cama. Como si estuviera enfermo. La habrá tocado o no la habrá tocado. A lo mejor ni la ha tocado. Bueno, yo creo que sí. Se habrá echado en sus brazos. Necesita protección. Retroceso al seno materno. Intento de reconquistar la matriz primigenia. Búsqueda de la aniquilación prefetal. Ese hombre siempre está a lo mismo. (Risa para adentro.) Es su sino.»

«Yo le dije, digo: qué contento se pondrá. Pero no creí que tanto. Ese Muecas es una fiera. En qué líos nos ha metido. Todo por dormir en la misma cama que no es sano, no señor. Qué bien hice cuando me lo sacudí. Nada de realquilado. Que tú no tienes hijos. Y yo le digo: Por eso mismo, para no tenerlos. Parece mentira, pero no es la primera vez. Uno ha visto ya de todo. Pero ese pobre don Pedro no tenía, nada que ver y cualquiera se atreve a echarle una mano ahora. Por menos de nada lo empapelan a uno.»

« Le habrá dicho: Perdone señorita, ya sé que no es hora pero se ha empeñado doña Luisa.»

«Comprendo que un médico aborte a una duquesa o a la hija de un estraperlista, pero que un médico se ponga a abortar en una chabola es cosa nunca vista. No se puede caer más bajo.»

«Y lo que anda éste. Se parece a su amigo si es que es su amigo. En el tranvía íbamos mejor. Ahora se me va parando en los libreros de san Bernardo. Como si a mí me interesaran los libros. A ver si después de todo no va a buscarlo y todo era cuento. Bueno, yo le sigo un poco más, pero no sé ni para qué me meto en lo que no es de mi incumbencia.»

«Resulta que el gordo va sorbiéndole los vientos a aquel otro. Me huele a cosa de la pasma.»

«¿Y el bomboncito de la pensión? Está enamorada. Qué manera de venir a avisarle, desmelenada, histérica, hembra embravecida: No hay como las mujeres para las altas circunstancias. ¡Pedro! ¡Pedro! ¿Qué has hecho Pedro? ¿Por qué te persiguen? ¡Dime que no es verdad, Pedro! ¡Dime que no puede ser! No una palabra de condena; no una palabra de repugnancia. Comprensión femenina, asimilación, digestión del infeliz varón en el seno pitónico. Osado el que penetra en la carne femenina, ¿cómo podrá permanecer entero tras la cópula? Vagina dentata, castración afectiva, emasculación posesiva, mío, mío, tú eres mío, ¿quién quiere quitármelo? Ajjj… Pero qué guapa, un bombón.»

«A mí no me la da. Acabaré en el trullo. Pero a mí ni ése ni nadie. No ha nacido todavía.»

«Laura en seguida me lo nota. Has estado de servicio. Y es que no lo aguanto, se me hunden los ojos y tardo tres días en reponerme. Tomaré otra píldora. Gracias a que sé tomar las píldoras sin agua y no como esos que se atragantan. A lo mejor es que tienen la garganta atrofiada. Y ya me está viniendo el latigazo a la cabeza. Tengo que convencerla de que en Alicante, tomando el sol en la tripa.»

«Vaya mujer bonita. Me gusta casi tanto cómo la de la pensión. Qué manera de andar. Se comprende que las dejemos hacer todo, hasta ser intelectuales y oír conferencias. ¿Sería así mi madre de joven? Sí, sería así pero nunca andaría como anda ésta. Mi madre sería tan guapa pero en fino, la nariz delgada, los tobillos delgados, las muñecas delgadas… ¡Estoy pensando en mi madre! Tú también Edipo, hijo mío, tú también ¿cuándo te librarás de tus complejos infantiles? ¿Cuándo dejarás de buscar lo que buscas y te entregarás a las jóvenes apenas núbiles y no a ésas cuya amplia experiencia te hace creerlas superiores lo que no es sino el complejo de retroceso intrafetal que tu pobre amigo purga ahora y al que no satisfarás sino el día en que, abandonado, el fantasma de Clitemnestra se aleje, envuelto en su velo y tú al fin sólo veas en Eva, la limpia, libre de todo parto, poseída y ya no poseedora?»

«Menos mal que ahora anda derechito y sin distraerse, parece que sabe adónde va. ¡Qué mujer, mi madre! De ésas me recomendaban a mí para el reúma.»

«A mí ya no me para ni siquiera ésta: ¡Guapa! ¡Sólo con lo que tú pones podemos irnos de merienda!»

«Al volverse podía haberme visto. Error técnico. Hay que seguirle más de lejos. Gracias a que yo despinto. Pero no tengo la cabeza para el trabajo. Me está ya dando el latigazo y eso no es señal de nada bueno.»

«¿Cómo habrá conseguido que se le enamore? Porque es tan poco entreprenant. Habrá sido ella la que arregló la caza. Pero está colada. Ríase usted de la Sarah Bernhardt. Qué escenita. Te amo, te como, te devoro, te hundo los colmillos en la víscera más tierna. Y yo espectador privilegiado en proscenio especial, representación privatissime. Y ella, ignorante del lujo asiático de la mansión señorial, en absoluto coartada por los valiosos cortinajes, como si todo aquello no fueran sino bambalinas y decorados abstractos, actuando en la cúspide de su maestría. No lo merece ese tonto, ni lo sabe comprender. Gracias a que estaba yo. Si no el espectáculo se pierde en el vacío. Entró como la encarnación de la tragedia. Deus ex machina. Un gesto suyo y el destino quedaba decidido. El amor, la ira, el terror pánico, el vértigo de la angustia, lo patético. Y yo: Le esconderé, no te preocupes. Fascinado por la literatura. Arrastrado por el torbellino. Porque lo que tenía que hacer era entregarse: ir a declarar. ¿A qué viene toda esa tontería de esconderse? Tuvimos que ponernos a su altura. Ella nunca hubiera comprendido que hubiéramos perdido un taxi y hubiéramos enviado su amor a la prevención. ¿Qué leerá esa chica? Es que lo llevan dentro.»

«Yo lo que quiero saber es si puedo hacer algo por él, con tal que no me comprometa. Yo no hice nada. Él fue el que lo hizo. No sé qué puede querer que yo diga. Lo de la chica no fue más que una desgracia. Y el Muecas es quien debe responder, pero si no quiere responder yo cómo voy a echarme encima de un familiar. Lo mejor es que se vaya a América y allí podrá estudiar de verdad y descubrir eso que anda buscando, porque de allí es de donde trajeron los malditos ratones. Que se vaya, que pida una beca y que nos deje a nosotros seguir pudriéndonos en nuestra propia mugre. Eso es.»

[42]

La detención fue cosa sencilla hasta para un policía tan poco entusiasta como don Similiano. Amador no había llegado a entrar en la casa inmovilizado por su protector instinto defensivo. Cartucho sí; se lo saltó a la torera. Aunque no era la hora del mayor trabajo, ya estaban algunos mendicantes eróticos como errátiles meteoritos vagando por pasillos y escaleras, mascullando por lo bajo y evitando recíprocamente las miradas al cruzarse. Matías hablaba con doña Luisa en el saloncito reservado, explicándole el caso, que no había podido convencer al testigo de descargo y que lo mejor era esperar hasta que llegara un su amigo hábil abogado, ardilla jurídica, corazón generoso, incapaz de negarle favor alguno. El repiqueteo de los altos tacones en los pasillos era ignorado esta vez completamente por Matías. No era tan de noche, no estaba tan bebido, no sentía sino un deseo confuso de conocer pronto el fin de todo aquello. Cuando la puerta del salón fue abierta por una de las oscuras siervas subalternas demudada y entró el largo cuerpo de don Similiano enarbolando, a guisa de salvoconducto o llave mágica, la placa policial en su mano izquierda.

—Arriba está —dijo sin dudarlo doña Luisa—. Pero yo no sabía nada. ¡Qué compromiso!

—Debíamos haberlo pensado —observó amable el policía—. Buscándole por lo que se le busca, no podía haber ido a mejor parte.

—Yo no me dedico a eso —sofocóse la anciana—. Ésta es una casa honrada, legalmente reconocida.

Pero a don Similiano no le gustaba discutir. Inclinándose sobre doña Luisa le preguntó en voz baja las señas del lugar reservado del que las píldoras no podían preservarle por más tiempo. Bien sabía él cuán peligrosos son estos reductos y con qué insólita densidad en ellos pululan los más diversos gérmenes patógenos. Pero su alto sentido del deber le impedía buscar más lejano exutorio. No podía dar más oportunidades a su presa, que aunque por el momento yacía hipnóticamente traspuesto en brazos de dama concurrida, pudiera en cualquier momento sacudir su letargo y proseguir a través del mundo exterior, lleno de pregnancias inoportunas, su estela destructora.

—¡Cuidadito! —dijo levantando su índice y moviendo significativamente la cabeza antes de desaparecer en el peligroso y reducido lugar, a lo que la patrona contestó:

—¡Descuide! —con la misma voz con que en otras ocasiones había garantizado a un cliente la irremisible presencia concertada de una rubia gruesa de ojos verdes.

—Voy a avisarle… —se revolvió el inadvertido Matías.

Pero la anciana, deteniéndole por el brazo, pellizcándole risueña la mejilla:

—Tú, hijito, te largas ahora mismito. ¡Déjame a mí! ¡Busca al abogado! ¿No ves que te estás exponiendo inútilmente?

El policía, habiendo conseguido evitar todo roce sospechoso, satisfecho de sus cuclillas profilácticas, sonriente, siguió a doña Luisa hacia las altas regiones.

—No es que yo lo haya escondido —iba explicando ella—. Ya sabe usted, a los que vienen para más de un rato los ponemos arriba.

—Sí, sí; ya sé —concedía Similiano.

—¡Qué compromiso, Dios mío! Nunca sabe una lo que se le puede meter en casa… Son todos unos indeseables… eso es lo que son. ¡Lo que tiene una que ver!

—Sí, señora.

Pedro, efectivamente, estaba en la alcoba acompañado de una dama, porque había sido condición sine qua non de la ayuda recibida. La dama, muy aburrida, contemplaba al mancebo con cierta admiración o cierto recelo. Él estaba echado, ya vestido, sobre la colcha azul a flores de una tela como de seda artificial y brillante. La parte baja de la colcha se abría marchitada por los sucesivos pies no descalzos que, durante algunos meses, había soportado. Pero, en cambio, la funda de la almohada, cambiada el mismo día, era sorprendentemente blanca. Había una lucecita rosa en la mesilla de noche. Dándole al botón se convertía en blanca. Pero todos —clientes y profesionales— preferían la luz rosa por un residuo romántico y sentimental que, desde lo hondo del tierno corazón humano, lo hace revolverse contra la ausencia total de la poesía. No sólo la luz rosa consigue hacer desaparecer los puntos negros de la nariz o las arruguillas de los ángulos del ojo. También a los contornos desnudos de los cuerpos alcanza con su borrosa indeterminación, por lo que convertidos en objetos más táctiles que visuales, pueden superponerse con menor esfuerzo sobre el interno arquetipo al que el espíritu incansable busca coincidencia. Los mismos objetos de porcelana blanca y brillante, que en un rincón del cuarto recordaban su higiénica utilidad, bajo la luz rosada podían parecer pequeños animales domésticos acurrucados y a veces rumorosos, con rumor de vida soñolienta gracias al grifo que chorrea. Aquella frescura del agua hacía olvidar el polvo de los suelos, donde un hule surcado de grecas y cenefas lucía clavado en la madera y la mediocridad de las pinturas de las paredes y del techo, que intentaban sin éxito alguno aproximarse a los modelos pompeyanos que algún desconocido decorador consideró en su día, al verlos en fotografía de colores, aptos para burdel recién inaugurado. Un alargado espejo, situado horizontalmente en la pared a la altura del lecho, aunque oxidado y lleno de manchones pardos, constituía el último refinamiento de las alcobas de primera y, bajo la luz rosada, devolvía apenas en negro la silueta del cuerpo imaginado, tan difuso que se hacia anónimo y bondadoso, oculto en el sueño del azogue, como si desde allí espiara a la eterna pareja desencantada para bendecirla inútilmente. En efecto, calzando un completísimo maillot de goma, embutidos los dedos en gruesos guantes quirúrgicos, obturados los orificios de la nariz y de la boca por capas de algodón hidrófilo y cubiertos los ojos y el rostro entero por una máscara residual del año 18, los cuerpos nunca se tocaban, ni las miradas llegaban a encontrarse, permaneciendo en una oscura ignorancia de la compañía íntima, cuya única función era desencadenar el campanillazo brutal mediante el que se sigue comprobando otra vez lo mismo. Atónitamente ajenos uno cíe otro, vestido él ya de calle, desnuda ella pero protegida por la invencible indiferencia, hablaban con aburrido gesto de las cosas mismas de que el hombre se ve constreñido a hablar día tras día; del tiempo que ha hecho, de lo guapa que eres, de qué lindos ojos tienes, de cada vez está todo más caro, de me gusta mucho Humphrey Bogart, de cuando cambia el tiempo siempre me duele esta pierna que me rompí cuando era chica.

—Vamos, salga de ahí. Policía —dijo púdicamente, sin asomarse, Similiano.

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