Tiempo de silencio (30 page)

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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: Tiempo de silencio
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—Cierto, cierto —admitía don Eulogio.

Y volviéndose hacia Pedro:

—¿Y usted, joven, dónde proyecta establecerse?

La decana planeaba sobre la totalidad de la fiesta y vigilaba la decadencia del humor del joven, el mohín de sus labios, las miradas con que consumía la belleza de la nieta. De la mediocridad de sus relaciones y del odio reprimido que brotaba de las habitaciones circundantes ella no extraía conclusiones precipitadas, sino que ya veía una coquetona consulta en que una enfermera, no tan bella como la esposa pero de buen aspecto, diera paso a la numerosa clientela provinciana, aunque de menguados capitales excelente pagadora.

—Usted debía venir a visitarme, don Eulogio —se insinuó la viuda militara.

—Yo encantado, señora mía.

—¿Por qué no viene a la cafetería? Tenemos una tertulia de viudas y de viudos. Todos vejestorios —escandalizó con risas.

—Déjale tranquilo. No me lo soliviantes —protestó Dora, fiel a su objetivo.

—¿Y ustedes, se conocen desde hace mucho? —preguntó la madre de la amiga despechada, una vez satisfecha su hambre.

—No tanto, señora. No tanto. No somos tan viejos.

—Veinticinco años. Una friolera.

—¿Por qué dice usted eso si es mentira? De sobras sabe que está hecho un pollo.

—Sí. Un pollito tomatero. .

—¿Te acuerdas de la kermesse benéfica de Lugo?

—¡Claro que me acuerdo! ¡Qué tiempos! Si fue cuando pedisteis el retiro.

—En mala hora… el pobrecito. Se dejó asustar.

—¿Y usted, no conocería a mi marido?

—No sé… ¿Fue cliente mío acaso?

—¡Calle, don Eulogio! ¡Siempre será el mismo! ¿Por qué iba a ser cliente?

—¿Habéis visto la del Callao?

—Nosotros no, ¿y tú?

—Yo voy a ir mañana con un chico.

—Debe ser buena.

—Sí. Creo que es muy buena.

—Pero a usted siempre le han gustado las mujeres.

—¡Qué quiere usted, señora! Uno no es de piedra. Si no fuera por ustedes la vida no sería cosa…

—Tiene que venir a la tertulia. Ya le digo, todos vejestorios. Usted será el más pollo.

—Te he dicho que no me lo soliviantes.

—No temas, Dora, vente tú también.

—¿Yo? Yo de casa a la iglesia, de la iglesia a casa. No me sacas de ahí. Ya no estoy para tertulias.

—¡Qué diremos las demás!

El timbre de la puerta repiqueteó insistentemente y la atolondrada criada introdujo en pleno guateque, sin previo aviso, a Matías que recibió el hedor de aceite frío de los churros de los que todavía quedaban restos abandonados sobre una fuente de porcelana blanca en medio de la mesa.

Pedro alzó la vista y notó que se ponía rojo. Sacudió su mano desprendiendo la adherida de Dorita. Toda la distinguida concurrencia miró a Matías.

—¡Pase! ¡Pase! ¿Usted gusta? —dijo la abuela con plena sangre fría.

—Gracias —dijo Matías—. Sólo venía a buscar a Pedro.

—No sé si conoces… —empezó Pedro, y quedó callado, mientras Matías hacía una ronda de saludos por el comedor.

—Es un buen amigo de Pedro —explicó Dorita.

—Ya veo que estás ocupado —se disculpó Matías.

—Nada de eso, ahora mismo nos vamos —se atolondró Pedro.

—¡Pedro! —protestó Dorita—. Dijiste que nos llevarías a mamá y a mí a la revista.

—Es que me había olvidado. Matías…

—¡Nada, nada! No faltaba más. Ya me voy. Saldremos otro día.

—No. Espera, Matías. Espera. Quiero irme contigo.

—¡Pedro, no vas a hacerme eso! ¡Precisamente hoy!

—¡Dijo usted que nos llevaría! —intervino Dora anhelante, olvidando la presencia de don Eulogio—. No va a ser usted tan ordinario…

—¡Cállate, Dora!

—Perdón, otra vez —dijo Matías—. Ya me voy. No tiene importancia.

—Yo ya tengo reservadas las entradas —explicó Dora—. Es mejor porque si no, las primeras filas…

Pedro, en pie, en medio del comedor, rodeado de los ahítos convidados, veía la cabeza de Matíáss que se iba alejando, que saludaba otra vez, que procuraba no mirarle fijamente, que sonreía, que se inclinaba, que se excusaba, que se reía un poco como para dentro, que desaparecía. Se dejó caer en su silla. Dorita estaba a su lado. Extendió la mano para que precisamente, con un movimiento lento y seguro de sí mismo, Dorita volviera a cogerla e inclinando, hasta tropezar con el suyo, su divino cuerpo caliente, musitara a su oído:

—Gracias, gracias… ¿Sabes? Mamá tenía tanta ilusión…

[60]

¡Qué diablo-sorprendente cojuelo-sorprendido espacio desnudado! ¡Qué refringencia de un aire inverosímil difracta las distancias y hace próximo el ensueño, la alucinación mescalínica, el inconsciente colectivo, las huríes que el profeta prometiera a los creyentes setenta veces siete con su nueva virginidad cotinoctuna envuelta en transparentes peplos, el arquetipo de lo que deseamos desde la cama solitaria de los trece años de edad, las pantorrillas que hemos comenzado a advertir en la calle cuando andando, simplemente andando, se despegaban del suelo ante nosotros con saltos de animales lustrosos, la opacidad de la carne, la apariencia de eternidad de una forma que no pesa, que salta, que vuela, que se eleva en el aire, que cae no por obedecer a los imperativos de la pesantez, sino más bien al ritmo de la música que precisa ser escindido de algún modo y que éste tan prosaico de volver a caer libremente elige, la ausencia de arrugas, de granos, de espinillas negras, de rubicundeces, de pliegues de una piel que ya desde la tercera fila, para unos ojos levemente miopes, a la tersura del mármol se asemeja! ¡Qué rostros deformados por una sonrisa coagulada, que apenas entreabren sus bocas cuando cantan, que apenas entornan sus ojos cuando guiñan, que apenas están ocupados por el pensamiento cuando maquinalmente provocan, que no corresponden a la mujer que bajo ellos se oculta pero sí a otra entidad más esencial que ya no en los cuerpos grácilmente agitados se contiene, sino en la propia alma avariciosa de quien como a signos de una escritura fácilmente comprendida —desde antes de haber nacido cada individuo—, por la especie los mira».

Envueltas en tales glorificaciones y chorros de luces coloreadas, haciendo caso omiso de los zurcidos con hilo diferente de las mallas, tapando con el resplandor de su belleza el cartón-piedra arrugado de las escenificaciones pintadas de amarillo, de ocre o de carmín, acumulando cada noche otra capa negra en la mancha de calor sudado en las axilas de sus túnicas folklóricas (de tamaño intercambiable para caso de huríes resfriadas), esperando que las deficiencias de su coreografía o de sus cánticos fueran perdonadas y aun inadvertidas por cuantos al brillante espectáculo concurren y por ellas mismas (no menos necesitadas —a falta de un salario mínimo decente— de una euforia incesante que a la mala alimentación sustituyera), ebrias de su foliculina y del resplandor de sus muslos blancos que las llamas de un instinto perfectamente encaminado contra sí concitan, las vicetiples penetraban en el escenario dispuestas en dos filas convergentes, inclinando levemente el cuello a un lado, el correspondiente al orificio negro tras el que el público se encrespa, moviendo los miembros de ese mismo costado con amplitud algo más opulenta que del otro, adelantando un paso-pasito y retrocediendo otro más corto, para repetir la suerte e irse así —como en un juego de niños— aproximando al punto central donde antes de que la catástrofe, o el choque, o la amalgama y concentración de los cuerpos lo oscurezca brotará por otra trayectoria (sorprendente pero esperada), la supervedette máxima que grita, alza los brazos en movimientos de vuelo o natación en seco y cubierta toda ella de papel de plata o escamas de pez, tiene el don de concentrar cuantos rayos de luz ociosamente hasta ahora han derivado sobre la confusión del espectáculo y conseguido así el fulgor y la suprema resplandescencia ciega los ojos de cuantos intentan verla tal cual es desde las primeras filas.

—¡Qué guapa! —dice la madre apretando el codo contra el costado del novio que agarra con sus manos el brazo de la hija más bella pero momentáneamente desprovista de los artificios de la seducción, de la proclamación pública, de la brillantez, de la desnudez en su forma más patente, apretando su hombro contra el del novio que ha pagado las entradas, que huele a su novia y coge su brazo, lo toca y siente el codo de la madre que le oprime cuando dice «qué guapa» y ella, la madre, se proyecta sobre el escenario también como si fuera la que se despojara de las vestiduras grises de la cotidianidad y planteara ante el rugido masculino la osadía de una orden de mando que dice «deseadme» y que consigue, al ser realizada, alcanzar algún irrealizable fin para el que el cuerpo de la hembra ha sido fabricado y hacia el que incesantemente tiende, a despecho de cuantas trabas y oposiciones trenza en torno a ella el confuso edificio de la cultura cuantas veces agrietado, otras tantas consolidado y acrecido.

—¡No la mires así! —dice la novia poniendo una mano fría en el cuello del novio al que el codo de la madre oprime por el otro lado y que intenta mirar hacia su novia e ignora por qué le molesta que le diga «no la mires», porque lo que él ve en el escenario es una mujer gorda con una cadera muy gruesa cuya única virtud, aparte la proximidad a la perfecta forma esférica, es una cierta capacidad para los movimientos embolismáticos y para las agitaciones en que las tales caderas se ofrecen como no formando parte viva y elástica de un cuerpo, sino corno una pieza metálica intercalada en un artilugio compuesto por un inventor con fines de vaivén y demostración de leyes físicas elementales, mientras que no logra ver sino un poco de brillo en los ojos de la novia que no es otra cosa sino un brillo reflejado de las luces malditas del escenario, donde las mujeres floridas se disponen ahora en rosetas y saltan o se acercan o se alejan cuando estalla un chiste y todo el mundo ríe con amplias carcajadas y las agitaciones del cuerpo de la madre le oprimen y la misma risa de la novia le oprime también, pues ha olvidado ya su advertir casto o celoso o avaricioso o simplemente burlón del «no mires» porque la risa es sana y no tiene nada de pecado.

Si el buen pueblo acumulado, sentado, apretado, sudante, oprimiente-oprimido, degustador de cacahuetes y almendras, productor de ruido de papel espachurrado de caramelos y patatas fritas (ruido que en el cine de barrio dificulta el éxtasis de la soltera sentimental y que aquí, por el contrario, se integra armoniosamente a los metales y a las cuerdas que brotan del foso al conjuro del también sudado profesor a cuya calva rosa dirige su mejor sonrisa la supervedette) desea la triunfal entronización de la imagen policromada de la mujer (como ellos, casi igual que ellos) con sus cachetes de carne fresca y sus piernas ligeramente amarillentas, rodeada de la música apropiada que escriben los que tan acertadamente saben interpretar el alma colectiva de las muchedumbres, envueltas en el recuerdo de la historia feudal y fabulosa de las populacheras infantas abanicadoras de sí mismas y de las duquesas desnudas ante las paletas de los pintores plebeyos, es pala que los señores prosternados (que ocupan los palcos prosceníos, las plateas y los reservados de las próximas tabernas) la adoren y decidan que sí, que en efecto, que es la misma hembra tan taurinamente perseguida, tan amanoladamente raptada desde un baile de candil y palmatoria hasta las caballerizas de palacio para regodeo de reyes que con menestrales juegan a la brisca, por la que el buen pueblo olvida sus enajenaciones y conmovido en las fibras más íntimas de un orgullo condescendiente, admite en voz baja —pero sincerísima— que vivan-las-caerías.

El amor del pueblo, para quienes lo quieren y comprenden, es amor no comprado, no mercantilizado, sino simplemente arrebatado, como corresponde, amor de buena ley: no es amor prostituido, sino amor matrimoniable, instituido sobre antiquísimas instituciones, bendecido por el necesario número de varones tonsurados y expuesto como ejemplo de coincidencia y de decoro, de equilibrio y paz no conturbada. ¿Para qué intentar buscarle cuatro pies al gato madrileño si la copla explicativa y lúcida que canta la supervedette va derramando historias y grandeza (rumbo, rumbosa), cuando dice con la boca roja y con todos los gestos de su cuerpo rodeado de escama de pez Eugenia —de Montijo— hazme con —tu amor— feliz —yo en cambio— voy a hacerte —de la Francia— emperatriz, sin que nadie pueda llamar compra o mercado o cambalache a una negociación de tan elevado tono poético, tan esperanzadoramente fornicatoria, tan felizmente alumbradora de canales de Suez y de dividendos al trescientos dieciocho por ciento? Que esta imagen de la que fue, que triunfó con las mismas artes, que cualquier mujer del pueblo podría emplear si tuviera ocasión para ello, del descendiente del águila de la guerra y destructor de cuantas bibliotecas habían osado distribuir por la piel de toro los venales ministros de Carlos III, conforte y regocije y haga sentirse vengado al vencido pueblo que retrató el sordo a la luz de un farol entre mameluco y mameluco, exhalando chorros de sangre colorada en las mismas plazas sobre las que sobrevuelan, aun ahora, nubecillas blancas, es materia de consolación y signo sagrado del establecimiento de la civitas dei sobre el páramo felipesco.

Por eso el buen guardia de servicio puede reír con el pueblo ese chiste procaz que tanto hace reír a cualquier bien nacido que no se obstine en hacerse mala sangre con no sé qué historias que ahora no vienen a cuento; por eso el mismo policía de la secreta puede reír alegremente, con el corazón tranquilo, sabiendo que en tal momento de risa el criminal y el policía y hasta el juez (si las envaradas ballenas de su corsé le toleraran doblarse en el difícil pliegue que es necesario para entrar en estas llamadas butacas) no son más que cristóforos de una alegría humana que a nadie odia y que no quiere fijarse en los imperfectos ademanes y aullidos de una bailarina torpe, sino en lo que tal bailarina significa y proclama, mensaje de alegría, de paz y de concordia secular; por eso nada puede ni quiere el severísimo censor contra estas manifestaciones de popular gozo y triunfo y considera suficientemente formado al abigarrado público como para saber que efectivamente existen hijos ilegítimos, que estas desgracias ocurren de un modo conocido por todos, que los niños no vienen de París y que al final el tío del sinvergüenza responsable dejará caer una herencia sobre el bienaventurado vástago, con lo que el padre sinvergüenza de la hija tan simpática cuanto violada podrá repanchingado en sillones a los que el pueblo también —¿por qué no ha de ser reconocido?— tiene a veces acceso, fumarse los puros, que originariamente y según las ciegas pero divinas leyes que disponen el reparto de los bienes terrenales, estaban reservados al seductor, a sus amigos y todo lo más a su chófer o a su criado de confianza.

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