Atravesaba las vacías calles donde las luces amortiguadas apenas si separaban unas de otras las fachadas. Hombres de paso rápido, solitarios, ceñudos, con el sombrero hundido en la frente le evitaban. Ya no había autos. Sólo de lejos se sentía pasar alguna sombra cuadrangular y silenciosa. Los serenos se habían ido a dormir a desconocidas guaridas de las que no lograban extraerles las repetidas palmadas de los náufragos. Todavía quizá una mendiga-cigarrera podía estar oculta en el saliente de una casa de la calle de la Reina que protegía del viento. Todavía quizá por allí mismo un mendigo con un bastón y oliendo a vino podía intentar beneficiarse con técnica inversa a la del habitual que suplica en el atrio de la iglesia. Había una mujer con abrigo de astrakán, morena y bien peinada, con brillantina y un clavel, que le ofrecía anís como quien ofrece una droga. Esta mujer sonríe como dispuesta a vender también —fuera de hora— cualquier otra mercancía. Pero todo está ya fuera de hora y sólo queda subirse el cuello del abrigo y hacer como que no se está cansado ni se está borracho y andar de prisa, de prisa, arriba, hacia la pensión lejana, hacia la plazuela del Progreso, a través de la calle de Sevilla demasiado ancha, donde hay demasiada luz, luego agradablemente por callejones más estrechos a los que llega un olor de fritanga, de churro, de porras calientes que dentro dé poco van a vender heroicas ambulantes que se han acostado a las cinco de la tarde, para llegar por fin al conocido portal de la solitaria calle. Gracias a las precauciones maternales dispone de llave del portal y de llave de la casa. Todo es cuestión de abrir la pesada puerta con la gran llave —réplica en aluminio para que no pese— de la vetusta de hierro que guarda la portera y que no entrega a nadie. Y luego cerrarla, oyendo su retumbar sonoro, mucho más sorprendente, que de día. Hay que subir las escaleras agarrándose al carcomido pasamanos. Hay que tantear la pared en busca de un botón que apretado alumbra. Hay que reflexionar una vez encontrado, pata saber sino será el botón del timbre de una puerta. Hay que abstenerse a causa de la duda y subir a ciegas contando los— pisos en la oscuridad,, mientras la mano se impregna del yeso acre de la pared, siempre tan rasposo, tan pintado, de lápices, tan lleno de inscripciones enigmáticas y de dibujos deformes. Hay finalmente que entrar con la milagrosa habilidad que permite abrir la puerta al primer intento. Entonces golpea su rostro el hedor— violento y familiar de la casa. Los relentes de la cocina, los del lavadero, las respiraciones mezcladas del viajante y del matrimonio sin hijos, el perfume barato de la criada y el más caro —pero apenas hay diferencia— de la niña de la casa y el de la vieja que es como a violetas. Aquí está, de pronto sumergido en la domesticidad tibia que le hace oficio de hogar. Se apoya en el quicio de la puerta y se detiene a sentir el calor visceral. La casa entera vive, en que hay tantos cuerpos acostados. Se oye un gruñido, un leve silbido, no llega a roncar el gran cuerpo. Pero todo está sincronizado, calmo, en la expectativa ciega y sorda de su llegada. Ahí, al lado está su sitio, su sábana blanca, su manta gruesa, su almohada en la que tiene irremisiblemente que dormir, su vaso de agua que ya habrá tomado un sabor a caldo, sus libros viejos. Los objetos inestéticos y rígidos, los brazos de la percha apuntando hacia arriba, el aparador donde hay unas horribles figuras de porcelana, una planta verde, un pañito bordado encima de una mesa baja, una. silla forrada de hule en la que nadie se sienta nunca, un cactus artificial que no hay que regar porque es de plástico, un paragüero de metal dorado con relieves griegos, una bola de cristal encima de la tabla que oculta un radiador de calefacción que nunca —salvo en Nochevieja— se ha encendido le esperan y se le hacen visibles (sin encender la luz que podría molestar a alguien) para un ojo interior. «El tercer ojo» piensa cerrando aún más fuertemente los dos que le resultan inútiles. Al hacer este gesto de contractura, aparentemente externa e inoperante, una imagen se enciende lúcidamente en su pantalla imaginal. Dorita está durmiendo en su alcoba, con el ondulado cuerpo extendido sobre el mejor colchón de la casa que la decana ha dispuesto que por este cuerpo y no por ningún otro sea usado. El cuerpo (que no podrían distinguir los ojos habituales por estar envuelto en varias mantas, sábanas, camisones y quizá incluso alguna prenda usada de abrigo) aparece nítido y completo para el tercer ojo que recibe unas ondas prodigiosamente precisas. La está viendo realmente entera, realmente yacente, realmente ofrecida sobre la mecedora eterna, intemporal; en que el espera: La casa insiste en su silencio macizo coarto un estuche. El terciopelo invisible o violeta de la penumbra la tapiza hasta el punto de que de su choque contra un quicio, contra una mesa apenas si lo siente doloroso, apenas si le parece resonar en el acolchado de la madrugada y ella le espera desde una profundidad paralela en el espacio y en las memorias de su cerebro excitado. La imagen de la joven aparece duplicada en una visión estereoscópica: Por uno, de los túneles se extiende en sucesión casi indefinida de tertulias, de silencios, de palabras intencionadas de las madres, de batas de colores vivos sucesivamente estrenadas, sucesivamente aplicadas al cuerpo joven siempre floreciente; en el otro túnel no está sino la imagen inmóvil de lo que él nunca ha visto, el cuerpo desnudo con su forma de capullo, con su arquetipo de exactitud. Como sirena silenciosa la llamada de este cuerpo resuena tras la literatura siempre erótica del mundo, tras la mueca pícara del camarero,.tras la modelo desconocida de los cuadros de la dama rosada, tras la convulsión de la mantis neoexpresionista, tras la compacta redondez de la madam que suda, tras la mirada final de la prostituta ilusionada. ¿Es esto el amor? ¿Es acaso, el amor una colección apresurada de significaciones? ¿Es acaso el amor la unificación del mundo en torno a un ser simbólico? ¿Es acaso el amor esta aniquilación de lo individual más propio para dejar desnuda otra realidad que es en sí completamente incomprensible, pero que nos empeñamos en incorporar a la trama de nuestro existir vacilante?
No. No es el amor. Sabe que no es amor. Junto a todo ese fenómeno nocturno acumulado y grotesco, junto a toda esa magia de objetos familiares y atmósfera caliente, junto a toda esta embriaguez de vino y de erotismo insatisfecho, sólo camina una porción congrua de sí mismo que es la más baja y la más cálidamente poética, con la impudicia de las. plantas que muestran sus partes sexuales enriquecidas por una obscena estetificación, haciendo parecer bello lo que de sobra sabemos —nosotros animales— que es feo. Queda aparte la construcción de una vida más importante, el proyecto de ir más lejos, la pretensión de no ser idéntico a la chata realidad de la ciudad, del país y de la hora. Él es distinto y nada tiene que ver con el rebrote, jugoso sí pero vacío, de las clases. pasivas consentidoras. Él vive en otro mundo en el que no entra una muchacha solamente por ser lánguida y jugosa. Ha elegido un camino más difícil a cuyo extremo está otra clase de mujer, de la que lo importante no será ya la exuberancia elemental y cíclica, sino la lucidez libre y decidida. No debe caer en esta flor entreabierta como una mosca ay pringarse lo patitas.
No obstante, en el momento en que la mano diestra —que empuñará un mundo— quiere abrir la puerta de su alcoba ascética de sabia., es la mano siniestra la que con fruición acariciadora, entreabre el cáliz deseado.
Dorita se sorprende apenas cuando siente sobre su cuerpo las manos dudadoras. Tras su estremecimiento, dice susurrante:
—¿Eres tú…? ¡Cariño!
Pedro se hunde sin poder apenas distinguir lo que es cuerpo de lo que es tibieza acogedora. Pero la conciencia de la mujer (siempre vigilante, aun en la hora de la violación en la alta madrugada a manos de un borracho irresoluto) le hiere exigiendo contestación a la pregunta esencial y previa:
—¿Me quieres?
«Te quiero.» «Te quiero.» «Te quiero.» «Te quiero.» «Te quiero», siente Pedro que va su boca pronunciando, prometiendo, deslizando mientras que lejos de sí mismo y lejos de ella, desde algún resquicio lúcido del espíritu, contempla lejanas, abandonados, solos o automáticos, no poseídos por él sino por algún demonio, los: dos cuerpos que se estremecen íncubo-sucubinalmente tan lejanos, tan ajenos y perdidos sin que no por eso el placer más violento al hombre concedido no irradie y no le queme, a través de la distancia, allí mismo donde se refugia, en el pequeño espacio donde lo más libre de su espíritu se defiende todavía un momento para entregar luego —como una hostia a un perro negro— inevitablemente la libertad y caer rendido.
Y hasta del vacío largo en que se sumerge y flota y se hunde de nuevo buscando el fondo de un sueño que no llega. «Tienes que irte», le despierta inexorable, devolviéndole a la náusea del coñac que le llena toda la boca de una baba salada. Pero aún debe interrogarle. Le pone los dos brazos calientes sobre la nuca, lo besa, exige:
—¿Me querrás siempre?
«Siempre.» «Siempre.» «Siempre.» «Siempre», mientras se va bamboleando hacia la oscuridad del pasillo lleno de objetos familiares y de los olores que se derraman por las puertas entreabiertas de las alcobas donde los cuerpos sin gloria de los ancianos siguen expeliendo el aire respirado a intervalos regulares.
Los pliegues del corazón y del cerebro de una vieja. La trampa. La femineidad vuelta astucia cuando ya la carne ha dejado de ser carne y es sólo una materia indescriptible. La celestina que— es celestina para no morir de hambre o para no tener que quitar los visillos de sus ventanas. Para no tener que fregar el suelo siendo viuda de. La caza. Las ventajas de la caza sobre la venta o el alquiler. Tenerle del todo, porque al fin ha caído y siendo como es, no podrá escapar. Y cumplirá. Qué bien hizo en no dormir. Las viejas tienen que ser duras. No necesitan dormir. Para qué quieres dormir cuerpo fatigado si ya no distingues entre el cansancio y el reposa. Para qué queréis cerraras oídos finísimos a los que todavía no ha llegado el frío de los huesos. Para qué querréis cerraros párpados con azules bolsas con pliegues, con tegumentos supernumerarios, si gozáis todavía de la capacidad de ver de noche y asustar al que miréis cara a cara sabiendo que sabéis lo que él también sabe que habéis visto. ¡Es tan inocente! Su carne ya no está sobre los que siguen siendo sus huesos, sino en el mejor colchón de la casa. Su carne ha dada el salto de las generaciones y se ha posado allí, siendo la misma, dispuesta a sentir lo mismo que ella ha sentido, de lo que se acuerda y todavía puede imaginar, pero que ya no siente. ¡Al fin! ¡Venganza contra el repugnante protervo bailarín hembra! ¡Desquite contra el banquero grueso con sus gafas, astuto catador de mercancías! ¡Al fin! ¡Ríete en la tumba, militarote altivo, correteador de tagalas, coleccionador de las fotos de las indígenas en cueros, envenenador de la sangre de tu esposa, perdedor del honor de tu hija única y de tu viuda entregada al rhum negrita! ¡Ríete porque todo ha sido reconstruido y la legalidad de tu apellido, por un momento extraviada, volverá a pasar cuidadosamente, con acompañamiento de firmas y testigos, de generación en generación!
—¡Buenas noches! —dijo la voz cascada de la vieja—. ¿Qué horitas son ésas?
—Sí… yo…, bueno; es muy tarde. ¡Buenas noches! —y cerró la puerta de su cuarto más fuerte de lo que hubiera querido, rojo palpitante, irritada consiga mismo y sintiendo bochornosamente una vergüenza inútil ante la vieja, ante el mundo, ante sí misma y ante un futuro que se desdibujaba entre cánceres no hallados y virginidades tomadas al paso con un gesto que no era suyo pero que le pertenecía.
Echó el cerrojo. Está solo. Una alegría de varón triunfante le invadió un momento y se encontró como un gallo encaramado en lo alto de una tapia que lanza su kikirikí estridente contra los animales sin alas que circulan allá abajo, alrededor, y que le miran con ojos burlones: el gato, el zorro, la raposa. ¿Ese kikirikí qué dice? ¡Pero si estoy borracho! ¿Y ella? Duerme; ella se ha quedado dormida. Ella estaba dormida, no se ha despertado apenas. Sólo un dulce sueño. Duerme y yo aquí por qué. Qué kikirikí ni ladrido a la luna. Qué necesidad de saber qué es lo que he hecho. Qué protesta contra este calor en las mejillas. Contra aquella gran copa de coñac que aún me repite. Contra toda la noche tonta. ¿Para qué? Yo para qué lo he hecho. Si yo creo que el amor ha de ser conciencia, claridad, luz, conocimiento. Yo aquí con mi kikirikí borracho. Como el asesino con su cuchillo del que caen gotas de sangre. Como el matador con el estoque que ha clavado una vez pero que ha de seguir clavando en una pesadilla una vez y otra vez, toda la vida, aunque haya avisos, aunque el presidente ordene que se cubran todos los sombreros con los pañuelos blancos, aunque suene la música y los monosabios hagan piruetas en la arena, aunque llegue un camión de riego del Ayuntamiento, allá el torero ha de seguir clavando su estoque en el toro que no muere, que crece, crece, crece y que revienta y lo envuelve en toda su materia negra como un pulpo amoroso ya sin cuernos, amor mío, amor mío, mientras la gente ríe y pide que se les devuelva el importe de sus localidades.
Llenó la jofaina de agua. Agua fría del jarro. Remojó su cara. Llenó de agua toda su cabeza. Se miró en el pequeño espejo rajado. Dio una vuelta sobre sí mismo. El agua caía por su cara chorreada desde los pelos negros y brillantes. El agua bajaba hasta su cuello y se metía entre la piel y la camisa. Se quitó la corbata que absurdamente seguía todavía fiel a su forma diurna. Cayó al suelo con sus listas azules y rojas oblicuas. La imagen de la belleza de Dorita seguía flotando en la confusión de su mente. No como la de un ser amado ni perdido, sino como la de un ser decapitado. Ella había quedado allí, separada de él sólo por un tabique y unida a él por una historia tonta que no podía ser tomada en cuenta; pero que le perseguiría inevitablemente. La cabeza flotaba —como cortada— en el embozo de la cama. ¡Era tan bella! Ella dormía. Todo era natural en ella: Ella estaba en su silenciosa mecedora esperando y nada podía sorprenderla.
Volvió a echarse agua en la cara. Agradable esta agua al amanecer. Despeja la cabeza. Todo lo que estaba dilatado se contrae. La borrachera desaparece. La frente vuelve a ser frente y no ariete-arma-testuz que ataca. Agua fría. Remedios primitivos: la telaraña en la herida, la sábana entre las piernas, la saliva en el mordisco, el pichón abierto en la fluxión de pecho, la sanguijuela en la apoplejía, la purga en el cólico miserere. Los baños purificativos, el bautizo, la resurrección del muerto llevado en el carro que cae al vadear el río, la piscina de Siloé, la inmersión de la muchacha jorobada con mal de Pott en el gluglú de la gruta de lurdes, el taurobolio, d baño de sangre bajo el gran ídolo de los sacrificios, el Jordán con una concha venida de un mar que no está muerto, la voz desde lo alto explicando que éste es su hijo muy amado, la lluvia, la lluvia. Y este pueblo en que no llueve. Este pueblo que no tiene agua. En qué río poder caer aquí si desde el viaducto cae el suicida sobre tejas romanas. El suicida del viaducto, juntito a donde debiera estar la catedral y sólo luce el esplendor de la Casa. Viaducto para borrachos cogidos en una trampa. Yo también, puesto en celo, calentado pródigamente como las ratonas del Muecas, acariciado de putas, mimado de viejas, robado de animales de experiencia, pensando en cánceres experimentales pero amigo de literatos, viviendo en pensión modesta pero bebiendo las noches de los sábados, pendiente de una bolsita en el cuello recalentador de la ciudad, hasta que caiga sobre mí la orden del' presidente y me coloque frente a mis obligaciones ineludibles y —como hombre de honor inspirado para la defensa de la familia y del status actualis situationis— consiga que todo permanezca en los mejores parabienes y regulaciones instituidas, para bien del hombre y de los pueblos, desde la lejana noche de la edad media cuando ellos con su sable levantado consiguieron dar forma a expensas de la morisma de los campos de Toledo y de las zonas bajas donde habla empezado a trabajar las huertas, a la nueva nación, pueblo elegido, ciudad aséptica, sin huerta, donde el hombre se alimenta de espíritu y aire puro por los siglos de los siglos. Amén. Más agua, más para borrar la huella de la boca. Agua traída desde la lejana sierra con largos canales que han pagado los hombres que sudan a lo lejos, para que —llegada— tan pura no desentone del pneuma local y no impida querer mandar, que no convierta las cabezas en. esponjas, sino que los varones que respiran continúen siempre clarividentes, siempre con la capacitada espada en alto, dirigiendo, dando forma a la inerte corpulencia venosa de los lejanos virreinatos. Agua que no bañe, agua sólo para beber, agua que no envuelva como una niebla o una nube próxima, sino que se introduzca por los poros finos del cuerpo, que desopile pero no empape, que no hinche, que no engorde la piel, que no embastezca el perfil duro, casi córneo del imperio de secano.