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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (14 page)

BOOK: Tiempo de silencio
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Y la bebía como si él también fuera un águila que hubiera de volar muy lejos.

[23]

Aquella noche debía ser especialmente llena de acontecimientos. Era un sábado elástico que se prolongaba en la madrugada del domingo contagiándolo de sustancia sabática. No había conciliado aún el sueño Pedro, seguía aún mirando su rostro en el espejo rajado, refrescado por el agua castellana, o bien estaba quizá todavía tumbado vestido sobre la cama entreabierta por la criada, o bien ya desnudo intentaba luchar contra las bascas del reseco, o pensaba en Dorita y en el cuerpo de Dorita más tocado que visto cuando sonaron fuertes golpes en la puerta del piso, franqueada la del portal por algún cumplidor vigilante nocturno. Y tras el alboroto, la misma decana acompañada por la criada introdujo a presencia de Pedro al mensajero que la noche enviaba para volverlo a englobar en su seno pecaminoso, por no haber cumplido aún la total odisea que el destino le había preparado. El mensajero que esta misión había de llenar y que había sabido imprimir a su misión el sello de la urgencia necesario para vencer las diversas barreras —la distancia, la hora inacostumbrada, las puertas cerradas, la prudencia y femenil recato— e irrumpir violentamente en la intimidad en que su fatiga se refugiaba no era otro que el Muecas, quien dando a su voz un énfasis específico y movilizando el sorprendente juego de su musculatura facial con mímica eficaz, le hizo llegar su voz alterada al grito de «don Pedro, por caridad, don Pedro», momento en que recuperaba el don que la amistad, el lupanar, la borrachera y el amor le habían sucesivamente arrebatado.

Y el pavor que en el rostro del hombre-Muecas estaba representado con rasgos evidentes no era otro que el pavor del padre Muecas, dotado de dos hijas núbiles por tina de las cuales hizo saber que su corazón palpitaba acongojado y que por la salud de ella, o por salvar la vida de ella, que en peligro se encontraba, había acudido sin demora graciosa diversos medios detracción— mecánica, empezando par un ciclo oxidado de un su vecino y continuando con un taxi de retirada al que habla conjurado haciéndole saber la naturaleza de: a-vida-o-muerte del asunto.

Porque era causa (y no ocasión remota sino causa específica) de este nuevo encuentro la mana que cariñosamente el sabio, benéfico, protector don Pedro había extendido hacia la miseria personificada por el propio Muecas y su familia, de la que parte principalísima ambas muchachas toledanas eran. Y que el interés que el munificiente antes citado don Pedro había mostrado por la cría de ratones que aquellas mismas muchachas habían conseguido gracias a sus calores naturales, era prenda de que la salud física de las incubadoras de razas aptas para la investigación también había sin duda de provocar su interés honesto y dadivosísimo.

Pero lo que a Muecas había decidido a tomar sobre sus hombros la no pequeña responsabilidad de sacar de su lecho a un hombre de su importancia, del interior mismo de la rica casa en que se alojaba y de la compañía de las no menos molestadas dueñas que comprendía debían fulminarle con miradas de desprecio para castigo de su osadía, lo que en toda era muy natural y conforme a los usos y acaecimientos de estas zonas sociales por él apenas franqueadas, no era otra cosa que la abundancia insólita y alarmante de la pérdida de sangre que aquejaba a la mayor de las dos modesto consuelo de su vejez, la que ya pálida a causa de la ausencia del fluido vital, estaba toda blanca y trémula, sostenida solamente por los cuidados inexpertos y empíricos de las otras hembras familiares, los que se reducían a la colocación de paños fríos, ceñimientos con cordones benditos de san Antonio, aplicación de rebanadas frescas de patata recién cortada a las sienes, ingestión de extracto de apio logrado mediante rudimentario bataneo, profusión de diversas oraciones y gestas de tipo supersticioso conjurativo como imposición de manos del hombre hemostático.

Y aunque era supuesto que en un radio geográfico muy próximo ineludiblemente debían existir practicantes, comadronas y otras miembros de la facultad, así como barberos y diversos profesionales aptos e inclusa —en el propio barrio habitado por el demandante— un hombre de ciencia. infusa —o natural que con éxito practicaba en muchas afecciones no-mortales,.la gravedad que había observado el en rostro de la enferma así como el afecto y lazos entrañables que a la misma le unían le hacían totalmente incapaz de recurrir a estos profesionales no tocados de la alta luz que sin duda iluminaba: las cavidades, endocraneales de tan docto investigador, como. el allí presente, poniéndose los calcetines de nailon y disponiéndose, a impulsos de su corazón, a reemprender los periplos nocturnos hacia la aún no: explorada Nausicaa.

Puesto que, aun comprendiendo que el factor tiempo no era despreciable y que a cada momento que la sangre corría tiñendo las dos únicas sábanas familiares, más y más peligraba de la proximidad del último anhélito la desdichada moza, y puesto que quizá más razonable hubiera sido el traslado hasta los equipos de urgencia, cuartos de socorro, departamentos de guardia de hospitales generales u otras instituciones que la colectividad pródiga pone a disposición de los más desheredados de sus hijos, sabiendo el Muecas que en estos lugares suelen encontrar su aprovechamiento y aprendizaje muchos de los hijos de mala madre que luego acabarán siendo famosos artífices del cuchillo y de la aguja pero que, por el momento —y sobre todo un sábado por la noche—, están necesariamente verdes, no había dudado en preferir las manos de don Pedro que sabrían sin dificultad alguna vencer del inconveniente de un tiempo más prolongado de pérdidas y de un ambiente menos perfectamente aséptico que el de los otros copiosamente listerizados.

Pero que, si el mismo don Pedro podía pensar que había sido equívoco o malicia por su parte la elección de un hombre que, siendo fabricante de la futura ciencia aún no acabada, no estaba obligado a tan viles menesteres como los del auxilio directo a miembros de la colectividad extraciudadana, lo que sin duda era cierto, tomara sobre él o contra él, padre desnaturalizado y ofensivo servidor, el objeto de su justa cólera, para que meditando en la inocencia bautismal de la indigna aunque agonizante muchacha, de cuyo destino el padre atolondrado había osado tomar el timón con manos tan inhábiles cuanto sucias, por inmerecido cariño o por caridad cristianísima o simplemente por capricho de su rica naturaleza tuviera a bien inclinarse ala benevolencia y ponerse en camino, hacia el charco de sangre sobre el que su toda. vía-no-cadáver flotaba en tal hora como ésta.

Para lo que, aun a riesgo de ruina; él, el indigno, el desheredado Muecas a peso de oro había conseguido retener al automedonte en retirada que con su ronroneante motor consumiendo la valiosa esencia llegada del otro lado del océano esperaba a la puerta de la regia mansión junto con el vigilante nocturno —también con la pata untada por el mismo desdichado padre— y dos o tres curiosos siempre dispuestos a meter la nariz en todo a despecho de la avanzada hora, entre los que un tahonero de regreso a su casa ponía su mancha blanca totalmente inoportuna y hasta de mal gusto, a juicio de quien hablaba, pero qué se ha de hacer si las gentes son así.

Y que lo que don Pedro temía de carencia de instrumental quirúrgico necesario o de material de sutura o apósitos en número suficiente, no había de ser obstáculo puesto que una llamada telefónica oportuna había movilizado al lejano pariente —honra de la familia por su proximidad institucional a la ciencia— al bien amado Amador, el cual a estas horas también surcaba lleno de buena fe la ciénaga nocturna madrileña para buscar en el instituto de que era privilegiado poseedor de llave, los materiales necesarios que, aptos para perros y otros animales superiores fámulos de la ciencia, habían de servir también sin dificultad ni falso escrúpulo para la indigna estirpe del siempre-humillado Muecas que, una vez más, pedía perdón por su osadía.

Y puesto que los gestos y preparativos que don Pedro iniciaba eran clara muestra de que, dispuesto a todo, iba a seguir los pasos de Muecas hasta el mismo lecho del dolor presto a acabar con cuanto mal hay en el mundo, a él sólo le quedaba como agradecido padre y cómo entusiasta grumete, lanzar su gorra polvorienta al aire junto con un ¡Jesús mil veces! y un: ¡Por siempre sea bendito y alabado!

[25]

Cartucho había estado rondando toda la noche como si el único aquelarre no hubiera estado en San Marcos, ni en Reina, ni en Villarrosa, ni en Tudescos, ni en Echegaray, sino proliferarte hubiera alcanzado las zonas lejanas del extrarradio hasta los lugares tan pobres donde sería imposible reunir entre varios habitantes el precio de una sola ficha y donde el hambre más que la destrudo condiciona la agitación del día y de la noche. Había estado apostado en vericuetos con oficio de camino; por los que habla visto pasar sombras que —maldito él— le parecía que se encaminaba hacia —maldito él— el sitio que ya sabia donde —maldito él— presuponía lo que se estaba haciendo: un género de negocio sobre la mercancías de las que él quería tener la exclusiva. Pero no estaba seguro de lo que condenadamente pensaba y entró, en la que hacía oficio de establecimiento de bebidas y. allí se reconfortó con ojén a cazalla y cuando se fue acabando el menguado peculio, con orujo. «¿Qué pasa en la del Muecas?», preguntó al que hacia de camarero, no vestido de esmoquin sino de chaqueta de pana con cuello subido de pelliza negra. «Algún, enredo andan tramando», explicó el pellizo. «Hace poco pasó ése.» No preguntó quién fuera ése, pero se encendió más cuando la redonda consorte salió piando para ella misma o para quién sabe qué dios escucha-hembras y volvió con otra comadre oscura que no pudo reconocer quién era y llegó otra mujer gorda y se fueron metiendo en la chabola hasta que no debía caber nadie o hubiera allí más personas que ratones. «Ya me están a mí jeringando», explicó Cartucho al seudocamarero. «Voy a tener que dar que hablar.» «Déjalos y allá se las compongan», contestó el escanciador de orujo. «¿Qué se te da a ti?» «No quiero que ni-ése-ni-nadie me escupa a mí en la oreja.» «A ti tú estáte quieto.» «Me estoy poniendo negro.» «La Florita no es nada tuyo.» «Ni-ése-ni-nadie no ha nacido todavía.»

Llegaba la hora de cerrar y obedeciendo a regulaciones que no podían ser municipales, porque eran de fatiga cotidiana, el hombre fue colocando las diez botellas, seis vasos y una copa del negocio en el cajón de madera que hacía de mostrador y anunció que iba a apagar la bombilla tísica: «Porque la ganancia se me va en fluido». Cartucho serenamente: «Déjala estar», sin que hubiera súplica sino certidumbre en sus palabras y escrutando por la puertaventana en la que pintado con rojo sangre decía TABERNA.

Mucho más tarde, Cartucho vuelto al vericueto, paseaba con una mano tocándose la navaja cabritera y con otra la hombría que se le enfriaba. «Ya me están jeringando» y «Todavía no ha nacido entodavía» y «Si me la descomponen me están descomponiendo los mismos virgos ya tocaos» y «Como lo vea a quien que sea lo pincho» y «Muecas será mal hombre pero el menda» y «Que no crea que me tose que lo aso» y «Maldito sea desde la maldita bosta de su madre» y «Me cago en la tumba de su padre». Y dale a las blasfemias espantosas y a los eructos del orujo y a las visiones de la suave piel de Florita que, él había conocido y estaba buena y él sabía muy bien cómo era,, porque seguía con manos finas de señorito como si todavía saliera del vientre de su madre, sin currelo, por eso sentía si era suave y no como al que en fatiga de alondra se le van quedando ásperas del cemento. Entre la hartá que se iba y la hartá que se venía él la iba recorriendo, aunque no la hubiera todavía conocido, por miramiento, que ni se sabe cómo, porque era tan hombre y a ver si siendo tan hombre, iba a haber estao trabajando para otro. Y dale que dale a la del muelle y venga a tocarse. «Se va á encontrar con la pinchosa el que la haya hecho ese bulto, porque está visto que la han dejao preñada y ahí andan a ver si arreglan lo que han hecho, y no ha sido el Cartucho, con que si es que no pueden y se le agarra adentro; no va a tener la cara de este cura.»

Era noche cerrada todavía, pero la madrugada rosácea se adivinaba en una pequeña claror que, ~ hacia lo lejos por izquierdas, competía con el resplandor que, a derechas, vomitaba la ciudad como humo-de-alcohol-relente-de-borracho que fosforeciera para que mejor se descubrieran los pecados. El aire allí era tan limpio que entraba muy adentro y hacia cosquillas resfriantes en lo de atrás de la nariz y en el pescuezo por la parte de abajo y hasta en lo hondo de la tabla del pecho. Pero, para un hombre, ese aire es un amigo y le basta con respirarlo a boca enjuta, con los labios prietos y las cejas vueltas, esperando que la bruma se claree y que lo que tenga que sonar reviente.

[26]

En contra de la opinión de los arquitectos sanitarios suecos que últimamente prefieren construir los quirófanos en forma hexagonal o hasta redondeada (lo que facilita los desplazamientos del personal auxiliar y el transporte del material en cada instante requerido) aquel en que yacía la Florita era de forma rectangular u oblonga, un tanto achatado por uno de sus polos y con el techo artificiosamente descendente a lo largo de una de sus dimensiones. No gozaba la paciente casiparturienta de niquelada mesa o de aceroinoxidada mesa con soportes de muslos para mejor obtener la posición ginecológica preferida por casi todos los artífices, sino acajonada mesa de pino gallego antes servidora del transporte de cítricos de la región valenciana y posteriormente acondicionada a la función de lecho, soporte del jergón de muelle y de las sábanas rojas de su propia sangre abundosamente huida. La lámpara escialitica sin sombra se sustituta ventajosamente con, dos candiles de acetileno que emanan un aroma a pólvora y a bosque con jaurías más satisfactorio que el del éter y el bióxido de nitrógeno, consiguiendo, a pesar del temblor que la entrada de intrusos (desgraciadamente no dotados de la imprescindible mascarilla en la boca) provocaba, una iluminación suficiente. Tratándose de hembra sana de raza toledana pareció superflua toda anestesia, que siempre intoxica y que hace a la paciente olvidarse de sí misma, y es en este punto en el que mejor se cumplieron los cánones modernos que hoy, por obra y gracia de la reflexología, la educación previa, los ejercicios gimnásticos relajantes de la musculatura perineal y la contracción de las mandíbulas en los momentos difíciles consiguen de vez en cuando hermosísimos ejemplos de grito sin dolor. Más inculta la muchacha rugía con palabras destempladas (en lugar de con finos ayes carentes de sentido escatológico) que contribuían a quitar la necesaria serenidad a los múltiples asistentes al acto. Éstos podían ser clasificados, según diversos criterios, en «familiares y no familiares», «peritos en abortos provocados e imperitos en el mismo arte», «vecinos provenientes de la plana toledana e inmigrantes de otras regiones de la España árida», «gentes aptas para el consejo moral y cínicos que comprendían que así es la vida», «mujeres que unía una oscura solidaridad y hombres que unía una furtiva esperanza de llegar a ver los pechos de la paciente» y, finalmente, para concluir esta ordenación dicotómica, «sabedores de que el padre de Florita estaba en trance de llegar a ser padre-abuelo y simples sospechadores de la misma casievidente verdad».

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