—Jubilatio in carne feminae —inició Matías.
—Pulcritudo vastissima semper derramara —continuó Pedro.
—Per favor. No mío.
—No tuyo, pero muy bono.
—¡Bono no! Asco para mí. Esto no está artístico. No dice nada. No ser expresionista. Arte alemán distinto.
—El número de desnudos que pinta indica el nivel alcanzado por la represión de un pueblo —opinó confusamente Pedro pensando en sus propias represiones. Resultaba grato permanecer en el vasto invernadero de opulentas peonías, en lugar de caminar hacia un presunto Dachau masturbatorio.
Como en telepático pendant, exclamó Matías:
—Nada me ha recordado más las cámaras de gas.
—No cámara. ¡Shocking! —protestó el artista y volviendo a la aplicación de su método lógico y explicativo, continuó:
—Estos cuadros aquí yo no pintado. Yo pintado cuadros están ahí —haciendo confusos gestos direccionales con sus largos brazos que atravesaban el espacio carnal del amplio estudio.
—Antes de entrar en la cámara las desnudaban a todas y les daban una toalla y un jabón para que creyeran que iban a tomar una ducha. Pero estaban más delgadas.
—Imagen espantosa de la muerte, no turbes mi reposo —recitó Pedro—. Yo no estoy muerto ahí entonces. Yo estoy vivo aquí ahora.
—Digo que mis cuadros están ahí.
—A éstas les falta el jabón en la mano. Haría limpio.
El alemán, ya desaforado, se precipitó hacia su cubículo artístico y entrando por la estrecha puerta, desapareció de su vista. Oyéronse poco después un grito y juramentos nada metafísicos pues a causa de sus costumbres higiogénicas, trabajaba sólo al albor del día y carecía de coda instalación eléctrica, por lo que la exposición en masa de su propia producción le resultó imposible. Salió al poco con una mancha de pintura fresca verde en una manga y en la otra mano el cuadro para cuya contemplación habían sido hasta allí conducidos, lejos del fragor de la noche sabática. Del vértigo fundamental de la noche y de la primitiva fuerza germinal que pululaba por las vecinas calles estaban ahora alejados por un espació de forma cúbica ocupado en parte por vecinos profundamente dormidos y desde dentro de la bruma alcohólica, estaban decididos a pedir cuentas al amigo iniciador. Éste como explicación total de la noche, del vértigo, de las cámaras de gas, de la náusea ante el desnudo y de sí mismo, mostró su obra predilecta de pintura aún fresca.
Era un cuadro realmente muy malo. Sobre un fondo color marrón oscuro, con un color marrón más claro y con algunos toques de rojo-infierno se habían representado las ruinas bambalinescas de una ciudad bombardeada. Las piedras se acumulaban demasiado altas a ambos lados de un desfiladero urbano no totalmente obstruido por los cascotes. El argumento de la composición consistía en una gran muchedumbre de seres aparentemente humanos, pero más bien formiciformes de tamaño muy inferior al normal. Tales seres componiendo una especie de vasto río descendían a borbotones hacia el primer plano del cuadro. En las revueltas gesticulaciones de aquel mundo insectívoro y sucio parecía querer expresarse una desesperación colectiva en la que el padecer infinitos sufrimientos se acompañara de la conciencia de la estricta justicia con que habían sido merecidos. El carácter fecaloideo del cuadro y la vermiculosidad de sus protagonistas no eran obstáculo para que fuera mirado con el fervor con que al hijo recién nacido mira una madre (no un padre) por el ebrio, apenas sintactante, buen pagador, humorista constatatorio, brujo de la noche del sábado que para contemplarlo quería absolutamente, necesariamente arrancarles al disfrute, tanto más grato por contraste, de la eternidad de hastío en forma de piel rosada.
—Qué es lo que decía éste antes?
—Shocking…
Fue el comentario de los dos iberos no expresionistas, no constructores de cámaras de gas nunca, aunque, sí quizá gritadores de ruedo hasta que por fin el cuerno entra en el manoletino triángulo femoral, no organizadores de pogromos, aunque sí quizá en sus genes, varios siglos antes, de inquisiciones al potro con estola quizá o con cucurucho, qué más podía darles.
—Bono. Ya está visto —dijo Matías.
—¿Te parece bono? —preguntó el alemán siempre ajeno a los bienes de este mundo.
—Muy bono.
—Bono.
—¿Pero tú qué quieres decir ahí? ¿El fracaso de la civilización europea o la necesidad de perder esa virginidad fiambre que mantienes a fuerza de cuidados y pérdidas nocturnas? —preguntó Matías consecuente con sus teorías acerca del origen de la obra de arte.
—¿Cómo dice?
—No tiene magma.
—¿Qué ser magma? Per favor.
Matías hizo girar su vista a lo largo y a lo ancho del estudio con sus brillantes bombillas eléctricas "y con su diván a un extremo, donde indudablemente posaba la modelo de las damas rosa, mientras el colega del alemán seguía la investigación de las posibilidades disposicionales de un cuerpo humano en un espacio de tres dimensiones.
—¿Quieres que te explique?
—¡Claro! Explica a mí, per favor.
—Tú, pintor pinturero, no has pintado esos cuadros que están aquí. Tú has pintado ese cuadro que está ahí. Si tú, en vez de pintar el cuadro que está ahí, hubieras pintado los cuadros que están aquí, no habrías pintado el cuadro que está ahí. En vez de enseñar el cuadro que está ahí, enseñarías a tus amigos los cuadros que están aquí. Tú, sabiendo que no habías pintado el cuadro que tienes ahí, no nos habrías traído aquí, sino que olvidando lo que quieres pintar, que no debías pintar así, nos habrías conducido ante los cuadros que están ahí y nosotros no habríamos pasado por aquí… ¿Comprendes?
El alemán guardó silencio. Luego insistió tímidamente:
—Pero ¿qué ser magma?
—Magma ser todo. Magma la pregnante realidad de la materia que se adhiere. Magma la protoforma de la vitalidad que nace. Magma la fuliginosa pegajosidad del esperma. Magma la roca fundida en su estado primitivo, antes de que se degrade en piedras. Magma los judíos cuando todavía están en su ghetto reproduciéndose entre sí indefinidamente…
—Yo ser judío.
—¿Qué?
—Sí. Por madre israelita.
Pedro se inclinó como si de verdad se interesara por el pueblo formiciforme descendente por el canal de las ruinas. ¿No se habría equivocado Matías? ¿No sería aquello precisamente el magma esencial? Siempre tiene que ser así. Siempre el hombre que aparece en un sábado en el momento adecuado y dice las palabras adecuadas y adivina a tocar en una fibra humana de la que brota algo caliente, tiene que declarar, llegada la hora, que es judío o masón o que ha sido jesuita.
—¡Pronto! ¡Descendamos de este templo de arte! ¡Abandonemos a su suerte esta nave encallada en los tejados de la noche! ¡La tempestad va a disgregar sus carcomidas tablas! ¡A los botes! ¡Todo el mundo a los botes! ¡Hace demasiado tiempo que no bebo! —y Matías acompañado de súbita timidez, sin lanzar siquiera otra mirada a las tentadoras hembras-pétalo, descendió a saltos la escalera seguido a prudencial distancia por Pedro y por el mismo capitán-de-navío-haciendo-agua que, como corresponde al código del honor de tan alta profesión, se apeó el último y no sin haber contemplado antes, triste pero reflexivamente, la impetuosa vía de agua, como si hubiera todavía alguna esperanza de cegarla con brea y estopa.
La calle les recibió tranquilizadoramente ofreciéndoles un hálito más fresco y la certidumbre de que efectivamente la noche permanecía allí con todas sus posibilidades aún ofrecidas a despecho de la humanidad insectaria y de la pintura neoexpresionista de los pueblos centroeuropeos ignorantes de qué cosa sea verdaderamente eso que llamamos vida. El golpe de aire frío en la cara les devolvía a un tiempo la conciencia alerta de Pedro de ser libre, la conciencia particular de Matías de ser omnisciente (que casi había perdido por un momento) y la voluntad recobrada de ambos de seguir viviendo la borrachera hasta su acabamiento lógico y gradual apoteosis. Penetraron, pues, inmediatamente en una pequeña tasca de la misma calle, en cuya puerta estimulantemente un letrero insistía: «Gran copa de coñac 0,50»; no por el afán de hacer una buena especulación invirtiendo tan menguada cantidad en una dosis de alta graduación, sino por el impulso investigador y curioso de comprobar in propria capita qué género espantoso de bebida podría ser suministrado a tan bajo precio.
Efectivamente, el líquido ambarino tenía el aspecto externo del llamado coñac español y la forma de la gran copa era la acostumbrada, pero el resto de sus propiedades organolépticas en nada eran semejantes. Una vez ingerido suministraba un fuerte refuerzo á la alcoholosidad de sus mentes y un siempre flotante y regurgitante regusto al paladar encubriendo a todo gin y a todo veterano superpuestos, que conseguiría amargar la noche a estómagos menos defendidos por un espíritu heroico. Aquel anhélito interno emanado de la gran copa ingerida tenía un regüeldo a viruta de madera verde y mostraba significativamente en la pegajosidad y permanencia de su relente los peligros que la noche reserva a sus enamorados.
¡Pero qué reconfortantemente les aseguraba esta bebida hecha de cola y betún, de orujo y rabos de uva revenida, que ellos eran capaces de todo, absolutamente de todo en esta noche dislocada! Tras la ingestión del veneno se produjo la desaparición del pintor alemán. Tragado por una cámara de gas aspirante-impelente que recorría la calle Infantas a lo largo de su eje mayor, musitó dos o tres «bonos» sin sentido, intentó abrazarles sin conseguirlo, sonrió otra vez todavía, miró hacia una mujer que trotaba rumbo al próximo local iluminado y les fue arrebatado sobre un carro de fuego.
La próxima desaparición fue la de la misma tasca con su barra metálica, con las caras estólidas de los bebedores y con los robustos brazos remangados del servidor nocturno. Toda esta fantasmagoría apenas existente hizo un movimiento de envés y se sumió en un vacío recién creado. Avisados por estas repentinas transfiguraciones del posible ascenso a su propio monte Tabor, se asieron el uno al otro por los hombros, aunque de diferentes estaturas, e intentaron resistir a pie firme el peor momento. Sumidos en la repetida, inevitable degustación de la gran copa, agarrados a la mutua cuerda de contacto con la humanidad que se eran respectivamente, habiendo puesto entre los cuadros de pintura rosa y su realidad presente una distancia se sintieron ya calafateados y aptos para difíciles travesías. Verdad era que algunos taxis con su cuerno verde amenazante amagaban próximos haciendo sonar una bocina aunque nocturna penetrante, verdad era que pasaban a su lado mujeres morenas gruesas bajo abrigos de mutón doré oscuro y con labios pintados de granate, verdad era que los anuncios luminosos al neón de diversos establecimientos lograban hacerse legibles a la nubosidad de sus conciencias, verdad era que tenían una cierta noción de que después de un lapso indeterminado de tiempo y tras el agotamiento de ciertos placeres aún imprevisibles deberían regresar a unos lugares tibios (su receptáculo nocturno habitual) y que tras haber permanecido en reposo en tales ámbitos, serían elevados por una llamada inimaginable —sólo comparable a la de las trompetas angélicas del día del juicio definitivo— hasta una realidad persistente en la cual ellos ocupaban unas ciertas casillas como tornillos o como piezas metálicas de máquinas aunque reciqueantes nunca del todo inmovilizadas, pero pese a todo ese suceder que constituía su universo aunque fragmentado real, ellos permanecían sumidos en otra más baja existencia donde los límites no eran cortantes sino romos y donde la amistad no se manifiesta como comprensión espiritual sino como calor animal en el hombro y sostén para un centro de gravedad con peligrosa tendencia a proyectar su vertical fuera de la limitada base de sustentación que poligonalmente circunscriben los dos invisibles trípodes óseos del pie derecho y del pie izquierdo, torpemente conducidos por unas fibras nerviosas funcionando con rendimiento inferior al habitual.
Pero incluso el peor momento nunca es más que eso: un momento. ¡Hasta tal punto es limitada la naturaleza humana! Aunque en un dado momento el hombre parece que va a escapar a su propio ser ya sea en el salto del atleta, ya en el giro de la bailarina, ya en el éxtasis que le pone en contacto directo con la divinidad, ya en la simple ebriedad magnífica en que se constituye a sí mismo como pura euforia desprovista de temporalidad, estos destellos de algo eterno se muestran defectivamente caducos y transitorios. El salto del atleta concluye en la comprobación de que a pesar de todo los músculos de su muslo deben oponerse al pliegue de la rodilla en la caída, el giro de la bailarina acaba en los brazos firmes aunque delicados de su compañero, el éxtasis místico por una cierta alegría concomitante del bajo vientre muestra su pobre naturaleza sublimatoria y la ebriedad alcohólica no se satisface en sí misma sino que lleva al vómito o al grito.
Pasó, pues, también para ellos el mal momento con su carga de eternidad y llegó al instante en que gracias a la ingestión de varios cafés dobles sin azúcar y a las sucesivas exposiciones al soplo frío de la calle, comenzaron a sentirse menos necesitados del mutuo apoyo antigravitatorio. En cuanto hubieron asomado sus cabezas levemente fuera de la náusea del coñac de orujo la necesidad de encaminarse hacia la próxima calle de San Marcos se hizo patente. Sus recios estómagos habían conseguido superar el golpe bajo y sin vómito alguno, sin temblor aparente de sus dedos, con un cierto color verdoso en los rostros pero sin haber medido el suelo, se encontraron sentados en el peluche rojo de un pequeño café de barras niqueladas donde un aparato automático de tocar discos empezaba una y otra vez la misma canción andaluza hecha de cante hondo degenerado y de rasguear de aguja vieja sobre la ebonita negra. En el café se sentaban, un poco más allá, una gruesa vendedora de cacahuetes y un viejo con aspecto de impedido, aunque no ciego, que les miraba atentamente a través de unas gafas oscuras. En la barra se apoyaba el sereno del barrio con su acostumbrado guardainfante de fajas y bufandas. Varias mesas más allá reposaba una mujer de aspecto nocturno, pero desgraciadamente triste y casto. Por encima de ella en otro piso de mesas, varios viejecillos más —tal vez acomodadores del próximo cine— consumían en silencio sus cafés con leche. La puerta del retrete crujía al mover sus espejos oxidados que reflejaban apenas unas bombillas amarillas. Aún no se había transformado en cafetería aquel recinto superviviente de pasadas épocas y la melancolía que exhalaba era demasiado poderosa para poder ser aguantada mucho tiempo. El sereno les miraba con sus ojillos contraídos y los que habían irritado una vez más a la máquina tocadiscos para que profiriese la misma quejumbrosa canción eran una pareja de chulillos vestidos de oscuro que se permitían taconear ligeramente con su ritmo y que por lo demás, no hablaban, se miraban solamente, se reían, apenas daban palmas, permanecían cuidadosos todo a lo largo de la noche de que sus bufandas blancas continuaran exactamente colocadas entre el cuello de su chaqueta —y los tufos excesivamente largos y pegajosos de la nuca.