Read Tiempo de silencio Online

Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (6 page)

BOOK: Tiempo de silencio
13.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Amador seguía sonriendo con sus opulentos belfos en silencio mientras don Pedro divagaba absorto en la contemplación de las chabolas. Allí, en algún oculto orificio, inferiores al hombre y por él dominados, los ratones de la cepa cancerígena seguían consumiendo la dieta por el Muecas inventada y reproduciéndose a despecho de toda avitaminosis y de toda neurosis carcelaria. Este pequeño grumo de vida investigable hundido en aquel revuelto mar de sufrimiento pudoroso le conmovía de un modo nuevo. Le parecía que quizá su vocación no hubiera sido clara, que quizá no era sólo el cáncer lo que podía hacer que los rostros se deformaran y llegaran a tomar el aspecto bestial e hinchado de los fantasmas que aparecen en nuestros sueños y de los que ingenuamente suponernos que no existen.

[9]

«¿Qué se habrá creído? Que yo me iba a amolar y a cargar con el crío. Ella, “que es tuyo”, “que es tuyo”. Y yo ya sabía que había estao con otros. Aunque fuera mío. ¿Y qué? Como si no hubiera estao con otros. Ya sabía yo que había estao con otros. Y ella, que era para mí, que era mío. Se lo tenía creído desde que le pinché al Guapo. Estaba el Guapo como si tal. Todos le tenían miedo. Yo también sin la navaja. Sabía que ella andaba conmigo y allí delante empieza a tocarla los achucháis. Ella, la muy zorra, poniendo cara de susto y mirando para mí. Sabía que yo estaba sin el corte. Me cago en el corazón de su madre, la muy zorra. Y luego “que es tuyo”, “que es tuyo”. Ya sé yo que es mío. Pero a mí qué. No me voy a amolar y a cargar con el crío. Que hubiera tenido cuidao la muy zorra. ¿Qué se habrá creído? Todo porque le pinché al Guapo se lo tenía creído. ¿Para qué anduvo con otros la muy zorra? Y ella “que no”, “que no”, que sólo conmigo. Pero ya no estaba estrecha cuando estuve con ella y me dije: “Tate, Cartucho, aquí ha habido tomate”. Pero no se lo dije porque aún andaba camelándola. Pero había tomate. Y ella “que no”, “que no”. Nada, que me lo iba a tragar. El Guapo tocándola delante mío y ella por el mor de dar celos. Tonta. Subí a la chabola y bajé con la navaja. Y miro antes de entrar y ella ya se había retirado de él. No se dejaba tocar más que delante mío, la tonta. Ya nadie se atrevía a darle cara. No tenían navaja o no sabían usarla. El corte a mí me da más fuerza que al hombre más fuerte. Y él delante mío: “Esta ja está chocha por mi menda”. Me hastían esos que hablan caliente como si por hablar así ya no se les pudiera pinchar. A mí. Y viendo que yo aguantaba y me achaparraba: “Llévale priva al Cartucho”. Y yo no aguanto que me digan Cartucho más que cuando yo quiero. Pero, chito chitón. Yo achaparrao y ella mirándome como si para decir que era marica. Y él: “Bueno, si no quiere priva, pañí de muelle”. Y viene con el vaso de sifón y me lo pone en las napies y yo lo bebo. Mirándole a la jeta. Y él, riéndose: “Que me hinca los acáis”. Y se va chamullando entre dientes. “No hay pelés.” “No hay pelés.” Pero a ella la tenía yo camelá y mira que te mira como si fuera yo marica. Me cago en el corazón de su madre, la zorra. Y que ya se le ve la tripa y venga a diquelar y a buscarme las vueltas. El Guapo se reía. Siempre hablando caliente. Y todos unos rajaos todos mirándole. Que estaba el hermano de ella y la dejaba tocar. Pero cuando yo me fui a por el corte ella se abrió de la barra.. Que en eso se la veía que estaba camelada. Sólo le dejaba cuando yo lo veía… Pero me río porque eso es propio de ellas. Se camelan. Como si porque una mujer esté camelada va uno a decir a todo que sí amén jesús. Cuando tuve el corte estuve esperando hasta que se vino para mí tan seguro. Iba de vino hasta allá y se creía que el mundo era suyo. Lo que menos le perdoné fue lo de Cartucho. Me cago en la tumba de su padre. Le pinché por detrás y allá quedó en el fango. Y qué palabras salían de su boca. Que si el Pilar de Zaragoza y Alicante. Que si el de más arriba que son tres. Hecho una plasta entre la sangre y el barro. Ahuequé. Limpié bien el corte y lo encalomé en el jergón. Vino la pasma y a preguntar. “Derrótate Cartucho.” Y palo va palo viene: Pero yo nanay. “Te hemos encontrado el corte.” “Enseña los bastes.” “Tiene tus huellas.” Pero yo ya sabía que lo de las huellas es camelo. Total que salí con la negativa y al jardín. Arresto menor por tenencia. Pero no había pruebas de lo otro. Se acabó el Guapo. Y es cuando ella se lo creyó. Y al salir, allí estaba como una pastora para echárseme al cuello. Y con la tripa así de alta. Y yo: “Que me, dejes”. “Que es tuyo.” “Que me dejes.” “Que es tuyo.” “Que tú has estao con otros.” “Que no.” “Que ya no estabas estrecha.” “Que eché sangre.” “Que tú no estabas estrecha.” “Que te digo que manché las palomas.” “Que me dejes.” Yo le daba cuerda mientras estuve a la sombra. Ella venía de ala. ¿Qué le iba a decir yo? Que sí. Que le había pinchado por ella. Ella me venía de lao. Y que diga de dónde sacaba la tela. Pero son así. Yo la seguí dando cuerda. Pero al salir quería más y ya no. Porque me había gustao de la mayor del Muecas. Ésta sí que sí. Y la pesada de ella: “Que es tuyo”. Y hasta me manda el hermanito. El que no había chistao cuando la tocaba el Guapo delante él. “Mira plas, acuérdate del Guapo.” “Que mi hermana es buena chica.” “Que la has hecho desgraciada.” “Mira plas que ha estao con otros.” “Que la has hecho desgraciada.” “Acuérdate del Guapo.” Y ella cada vez a peores. Como si ponerse a malas venga a servir de algo. Y me empieza a gritar en la calle. Y a llevarme al juez por cumplimiento de promesa. Y yo: “No hay pruebas”. “Le han visto con ella.” “Ha habido otros. No hay pruebas.” El juez harto. Y yo más. Y venga a crecer la tripa. Y no me deja tranquilo. “Déjame en paz, zorra, que te vas a acordar.” Una noche, en vez de gritar, se me echa encima en lo oscuro. “Tú me quieres.” “Tú me quieres.” Lloraba. A mí se me fueron las manos. Eso que estaba con la tripa. Total, que se creía que sí la muy zorra. Al día siguiente otra vez. Pero yo ya no quise. Y vuelta a seguirme por las mañanas y por las tardes. Ya me hartó.

Le pegué un puñetazo que le aplasté la nariz. Y estaba ya por dividirse. Por eso me daba más asco. La aplasté las napies. Le di demás fuerte para ser mujer. Pero estaba ya hasta aquí. Total, juicio de faltas. El curro y lo sabía pero no había pruebas. Otros seis meses de arresto. Menos mal. Entre tanto a parir. Ya no vino más de ala. Yo tan tranquilo. Ya le había dicho a la Florita, la del Muecas, que estaba, por ella. Al salir ni me miró a la cara. Andaba con el chorbo de un lado para otro. ¡Que puede parecerse un crío a su padre! Es igual que yo. Pero no hay pruebas. Ella ahora lo deja a su hermana la fea y a hacer la carrera con la nariz rota. Si quisiera tenía yo ahí una mina. Pero me ha gustado ser fetén con las mujeres. Cuando están por uno son así. Para eso son mujeres. Yo pensando en la hartá dé tetas que me iba a dar la Florita. Na más salir.

Y en eso que llega el padre. Y el Muecas tiene malas pulgas y también sabe tirar de corte. Esos manchegos atravesaos. Y ella que es menor. No quiero líos. Me doy de naja. Pero es que me camela. No es como la otra. Me tiene miedo. De vez en vez me doy una hartá. Si el Muecas me pilla. No quiero líos. Pero no voy a dejar a la chavala esa. No me atrevo a lucirla. De vez en vez una hartá pero no sé seguir. Como no bebo. Tomo un café y ya estoy listo. Juego subastao y chamelo. Algo saco. Y poco curre lo. Y a los bailes de los merenderos. Porque me ha gustao ser bailón. Y por veces cae alguna. Pero esa Florita me sigue en las mientes.

Y las hartás que me he dao no me han dejao harto. Y que no se le acerque alguno que lo pincho sin remisión. Ya no hay Guapos.»

[10]

Y tras haber contemplado el impresionante espectáculo de la ciudad prohibida con los picos ganchudos de sus tejados para protección contra los demonios voladores, descendieron Amador y don Pedro desde las colinas circundantes y tanteando prudentemente su camino entre los diversos obstáculos, perros ladradores, niños desnudos, montones de estiércol, latas llenas de agua de lluvia, llegaron hasta la misma puerta principal de la residencia del Muecas. Allí estaba el digno propietario volviéndoles la espalda ocupado en ordenar en el suelo de su chabola una serie de objetos heteróclitos que debía haber logrado extraer —como presuntamente valiosos— del montón de basura con el que desde hacía unos meses tenía concertado un acuerdo económico dé aprovechamiento. Mas en cuanto les hubo advertido gracias a un significativo sonido brotado de la carnosa boca de Amador, se incorporó con movimiento exento de gracia y en su rostro, surcado por las arrugas del tiempo y los trabajos y agitado por la rítmica tempestad del tic nervioso al que debía su apodo, se pintó una expresión de viva sorpresa.

—¡Cuánto bueno por aquí, don Pedro! ¡Cuánto por aquí! ¿Por qué no me has avisado?

Siendo esa pregunta dirigida a su amigo y casi pariente.

—Adelante. Pasen ustedes y acomódense.

No de otro modo dispone el burgués los agasajos debidos a sus iguales haciéndoles pasar a la tranquila, polvorienta y oscurecida sala, donde una sillería forrada de raso espera el honroso peso de los cuerpos de aquellas personas que, dotadas de análoga jerarquía que los propios dueños de la casa, pueden ocupar sus sitiales y disponerse durante lapsos de tiempo variables a una conversación que —aunque aburrida y vacía— no deja de confortar a cuantos en ella participan a título de confirmación indirecta de la pertenencia a un mismo y honroso estamento social. Así Muecas dispuso que don Pedro tomara asiento en una a modo de cama hecha con cajones que allí había y que en ausencia de sábanas cubría una manta pardusca. Y componiendo en su rostro los gestos corteses heredados desde antiguos siglos por los campesinos de la campiña toledana y haciendo de su voz naturalmente recia una cierta composición meliflua, consiguió articular con algún esfuerzo:

—Tomarán ustedes un refresco.

Tras lo que, olvidando momentáneamente su propósito de control prolongado del timbre áspero de su voz, gritó:

—¡Flora, Florita! ¡Trae una limonada en seguida! Que está el señor doctor.

Oyéronse unos ruidos secos y confusos en la parte de la chabola oculta a la vista desde la entrada por una tela colgante de color rojizo y naturaleza indefinida. A pesar de las protestas de don Pedro y de la risa socarrona de Amador, Muecas se obstinó en acelerar la marcha de los acontecimientos metiendo su cabeza crespa a través de este telón divisorio y rugiendo en voz baja diversas órdenes ininteligibles. Reapareció más tarde componiendo su personalidad social en los diversos matices de la expresión del rostro (con dificultosa contención del tic irreprimible), de la inflexión vocal y hasta de la actitud corporal que se modificó en una tendencia apenas realizada de juntar sus hombros hacia adelante redondeando al mismo tiempo las espaldas.

Amador se había sentado en uno de los objetos que el Muecas ordenaba, que resultó ser una olla oxidada con un agujero. Pero así acomodado volvía sus espaldas a la puerta y la carencia de luz del interior de la chabola se hacía más evidente, por lo que el visitado dijo:

—Vamos, Amador. Échate a un lado. ¿No ves que quitas la luz al señor doctor?

Ya para entonces salía la descendencia del Muecas en sus funciones de homenaje a través de los velos que celaban el resto de sus propiedades inmuebles y, sonriendo con risa bobalicona que descubría el grueso trazo rojo de sus encías superiores sobre los dientes blancos y pequeños en medio de un rostro redondo, ofrecía en un vaso un poco de agua en la que debía haber exprimido un limón a juzgar por una pepita que como pequeño dirigible flotaba.

—¡Dásela, Florita! Que se refresque el señor doctor.

—Tenga, señor doctor —se atrevió a decir Florita poniéndose algo colorada, pero haciendo chocar su mirada negra con la también azorada de don Pedro.

Éste no osaba fijar la vista en ninguno de los detalles del interior de la chabola, aunque la curiosidad le impulsaba a hacerlo, temiendo ofender a los disfrutadores de tan míseras riquezas, pero al mismo tiempo comprendía que el honor del propietario exige que el visitante diga algo en su elogio, por inverosímil y absurdo que pueda ser.

—Está fresca esta limonada —eligió al fin.

—Estos limones me los mandan del pueblo —mintió Muecas con voz de terrateniente que administran lejanos intendentes— y perdonando lo presente, son superiores.

—¿Quiere usted otra? —dijo Florita.

Oferta a la que don Pedro opuso una rápida y firme negativa mientras que Amador decía confianzudo:

—Tráemela a mí, chavala.

—No se hizo la miel para la boca del asno —fue la vernácula respuesta de la moza con la que hizo visible que, del mismo modo que su padre, también ella era capaz —aunque más joven— de inventarse dos distintas personalidades y utilizarlas alternativamente según el rango de su interlocutor.

—¡Dásela! —ordenó el padre más consciente de los lazos de tipo económico aseguradores de la subsistencia de la honrada familia que le unían con un miembro de la plantilla del Instituto, al que por otra parte debía no especificados favores y con el que había mantenido en guerra relaciones de camaradería que más tarde habían procurado los dos dejar sumidas en un profundo silencio, pero que no habían olvidado.

—Y no seas tan arisca con el tío Amador —añadió redondeando este nuevo género de homenaje, menos refinado socialmente hablando, pero quizá más definitivamente necesario en última instancia.

En esto, entraba por la puerta de la chabola, cortando otra vez el paso de la luz, un grueso cuerpo de mujer casi redondo, cubierto de telas pendientes de ese color negro que, con el paso de los años, va virando de una parte a pardo, de otra a verdoso, de modo comparable al colorido de las alas de algunas moscas caballunas y de algunas sotanas viejas.

—Usted perdonará, señor doctor —presentó el Muecas—, pero ésta es mi señora y la pobre no sabe tratar. Discúlpela que es alfabeta. Mira, Ricarda, éste es el señor doctor que nos honra con su visita.

—Por muchos años —dijo Ricarda.

Ella traía una de las faldas que cual capas concéntricas acebolladas la recubrían, vuelta hacia sus manos y en ella un contenido indescriptible que, según dedujo Amador, era el pienso para los ratones. Esto le dio oportunidad para entrar en materia suspendiendo, por el momento, las muestras de hospitalidad y cortesía.

—Bueno, a lo que veníamos —dijo— que don Pedro no puede perder su tiempo en monsergas.

—Usted dirá, señor doctor.

—El señor doctor lo que quiere —especificó Amador— es saber si tiene que meterte en la cárcel o no.

—¿Qué me dices? —exclamó bruscamente alarmado el Muecas, mientras que, no menos alarmado, don Pedro se deshacía en gestos denegatorios al mismo tiempo con la cabeza y con las dos manos (libre ya la derecha de la áspera limonada) para acabar diciendo:

BOOK: Tiempo de silencio
13.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Seduce Me by Jill Shalvis
What's a Ghoul to Do? by Victoria Laurie
Shaken by Jerry B. Jenkins
Eightball Boogie by Declan Burke
Zombie Raccoons & Killer Bunnies by Martin H. Greenberg
Alien Fae Mate by Misty Kayn
An Island Called Moreau by Brian W. Aldiss
Into the Shadows by Gavin Green
The Law of Moses by Amy Harmon