Según descendían por la ancha calzada iban dejando a un lado y a otro abiertos portales y preparadas mercancías sobre las baldas de los escaparates de las tiendas de mil especialidades diferentes. Allí podía ser todo deseado, desde prendas interiores de señora confeccionadas a precio de saldo de color blanco, rosa, morado apretujadas contra el vidrio en confusos montones y grandes mentiras de rebajas hasta clavos de cabeza cuadrada, vasos de plástico, platos de colores y objetos de regalo tales como una diana cazadora en porcelana basta de color gris, un donquijote en latón junto a un sanchopanza plateado montados con tornillos en un bloque de vidrio negro, un tintero-escribanía forrado de cuero con trabajos al fuego, un pisapapeles de vidrio con conchas marinas nacaradas, un marco de retrato hecho con cachitos de espejo y su avagarner dentro, un juego —en fin— de siete cacerolas rojas en disminución artificiosamente colocado. Otras tiendas de aspecto más nocivo no eran sino farmacias y droguerías donde amarilleaban a la venta todos los insecticidas del globo, amén de abundantes balsámicos y jarabes para la tos de mil laboratorios diferentes alguno de los cuales estaba allí instalado en la misma trastienda con olvido de todas las normas de producción de la ciencia farmacéutica. Sobre alguna de estas farmacias, cubriendo los viejos balcones de hierro de época anterior a la subida de precio de la fundición, se extendían largos y anchos carteles blancos con letras grandes como zapatillas en las que se leía: Fimosis, Sífilis, Venéreo, Consultorio económico. Don Pedro, ante estas muestras florecientes de explotación industrial de la ciencia a cuya edificación él mismo colaboraba, no se sentía molesto sino que noblemente consideraba esta proyección sobre el bajo pueblo y la masa indocta de tan sublimes principios, como un hecho en sí mismo deseable. ¿Pues cómo había de suplir el hombre suelto que camina por estas calles a su evidente falta de encuadramiento en los grandes organismos asistenciales de la seguridad social, de los que para ser beneficiario es preciso demostrar la fijeza y solidez de un dado enajenamiento profesional, y a su demasiado orgullo para concurrir a consultorios gratuitos por males que provienen no de la pobreza y estrechez de su vida sino de un plus de energía, de vitalidad, de. concupiscencia y hasta, en ocasiones, de dinero? No; bien estaban los consultorios a tres duros y bien estaban los lavados con permanganato en la era penicilínica pues al fin y al cabo, prolongando el tiempo de la cura, intensifican la emoción que deben producir en los pechos viriles estos espaldarazos del erotismo recién hallado, cruces dolorosas que, al no estar exentas de heroísmo, dignifican las funciones más bajas de la naturaleza humana, aunque no las menos satisfactorias.
Bien ajeno a este curso de pensamientos humanístico-demoníacos, horro de toda necesidad de higiene en su vida íntima, Amador continuaba el descenso, un paso detrás de su natural señor, con el bulto paralelepípedo puesto del otro lado, sin parar mientes en la riqueza comercial y asistencial que a su lado iba transcurriendo, fija todavía su atención en los cada vez más próximos bares de la Glorieta y en la posible —aunque improbable— detención refrescante en uno de ellos. Se autojustificaba considerando que, si bien don Pedro solamente había descendido la cuesta, él previamente había tenido que subirla y hasta hubo de madrugar para, cogiendo el metro en el lejano Tetuán de las Victorias en que habitaba, llegar hasta el mismo Instituto de cochambrosa investigación y —recogiendo la jaula— subir luego —a pie hasta la pensión habitada por el investigador que, si bien hacía patente su natural democrático amigo del pueblo trasladándose en persona hasta la chabola del Muecas, mejor lo demostraría aún comprendiendo la urgente necesidad bebestible de Amador que, desde hacía tantas horas, se ajetreaba a su servicio.
—¿Son ésas las chabolas? —preguntó don Pedro señalando unas menguadas edificaciones pintadas de cal, con uno o dos orificios negros, de los que por uño salía una tenue columna de humo grisáceo y el otro estaba tapado con una arpillera recogida a un lado y a cuya entrada una mujer vieja estaba sentada en una silla baja.
—¿Ésas? —contestó Amador—. No; ésas son casas.
Tras de lo cual continuaron marchando en silencio por un trozo de carretera en que los apenas visibles restos de galipot encuadraban trozos de campo libre, en alguno de los cuales habían crecido en la primavera yerbas que ahora estaban secas.
Amador añadió:
—Cuando se vinieron del pueblo yo ya se lo dije, que no encontraría nunca casa. Y ya estaba cargado de mujer y de las dos niñas. Pero él estaba desesperado. Y desde la guerra, cuando estuvo conmigo, le había quedado la nostalgia. Nada, que le tiraba. Madrid tira mucho. Hasta a los que no son de aquí. Yo lo soy, nacido en Madrid. En Tetuán de las Victorias. De antes de que hubiera fútbol. Y él se empeñó en venirse. A pesar de que se lo tenía advertido, que no viniera, que la vida es muy dura, que si en el pueblo es difícil aquí también hay que buscársela, que ya era muy mayor para entrar en ningún oficio, que sólo quieren mozos nuevos. Que, sin tener oficio, iba a andar a la busca toda la vida, que nunca encontraría cosa decente. Todo, todo se lo advertí. Pero a él le había entrao el ansión porque estuvo aquí en la guerra. Y nada, que se vino. Todo vino a caer sobre mí. Porque que si somos o no somos primos, que si tu madre y mi madre estuvieron de parto en el mismo día, que si cuando tu madre se vino a Madrid la mía estaba sirviendo en casa del médico y que si eran de venirse las dos; total que me encontré de improviso a toda la familia sobre mis hombros, como aquel que dice. Claro que yo no me apuro y le canto las verdades al lucero del alba, que es lo que hice. Porque por de pronto se me metieron en la cocina con un colchón que había traído del pueblo y allí a dormir, todos arrejuntados. Las niñas estaban así, como mi dedo, tenían unas piernecitas que daba grima verlas. Pero yo no quise dejarme ablandar. Si sabré yo que la vida es dura, si le habría dicho yo que nanay, que por ahí no. No sé qué creía que yo le iba a realquilar. Pero cómo voy a realquilar a un amigo si entonces sí que se pierden las amistades para siempre y acabaríamos un día a cuchilladas. No por mí, sino por él. Porque aunque le aprecio comprendo que es muy burro. Es exactamente un animal. Y siempre con la navaja encima a todas partes. Entonces, para quitármelo de encima, es cuando le busqué lo del laboratorio, porque él es un negao que nunca habría sabido encontrarse el con qué.
—¿Se colocó en el laboratorio?
—No. Pero yo le puse para que trajera, de donde fuera, las bestias. Él es que no sabía hacer nada, lo que se dice nada. En el pueblo tampoco sabía ni trabajar. Es muy bruto, pero un flojo para el trabajo. El que no sepa trabajar por lo menos tiene que tener salero para saberlo buscar. Pero él ni eso. Allá no sé cómo no se moría de hambre. Claro que se ha ido espabilando. Creo que el padre de la mujer tenía una piecita; pues él nada, la malbarató. Y venga con que nos tenemos que ir, nos tenemos que ir, hasta que se vino. La mujer una mártir. Las hijas, luego se han repuesto algo.
—Pero él ¿qué hacía en el laboratorio?
—Lo dicho. Traer las bestias. Los sujetos de la experimentación como decía el difunto don Manolo. Ir a la perrera y comprar perros no reclamaos, antes de que los reclamen. O conchabarse con el de la perrera para no devolverlos a los que no tienen con qué y luego sacarse así unos duros. Siempre se tiene más seguro lo que paga el instituto y las propinas que dan algunos señores doctores. El difunto don Manolo nunca dio propi pero le enseñó mucho. Así aprendió a cazar los perros por su cuenta con lo que se ahorraba lo del de la perrera. Ganaba a dos paños, Otros, los becarios del primer año, que quieren acabar su tesis en dos meses, son los que le pagaban los perros más caros, cuando él hacía como que ya no había perros en el mundo y los retrasaba hasta que subían los precios, como un tendero, mientras. en la chabola todo el pan se lo comían los perros y las niñas lloraban que era una delicia. Los gatos son más difíciles, pero por fin aprendió. Tenía astucia para eso. En el pueblo lo que él era es furtivo, cada vez que sacaba una escopeta de Dios sabe dónde que nunca tuvo para comprar una. Él goza cogiendo un gato aquí, un perro por allá. Le gustaba coger los caracoles en la vega del Tajo, que los hay. No como en este condenado campo que no da ni para caracoles.
—Y tú, ¿por qué no te dedicabas a traer los perros?
—Eso hacía hasta que llegó él. Pero si no le busco salida todavía los tengo encaramados en mi cocina con su colchón y todo. Además yo tengo lo oficial de mi sueldo y para qué más, no hay que ser avaricioso. Claro que le cobro la tarifa.
—¿Cómo?
—Claro: a cada tanto tanto. A cada perro o gato que me vende, como yo soy del que le proporciona, pues tanto. No iba a abusar encima. Él me está agradecido y lo paga a gusto, porque a mí nada me era extraño de quitármelo de encima y poner otro. Pero claro que no me tienta hacerlo, porque al fin y al cabo somos como parientes y tiene muy malas pulgas y no me gusta la navaja esa que lleva a todas partes. No. Yo me entiendo con él. Desde que estuvimos juntos en guerra. Lo malo para él fue cuando empezó a hacer lo que no debía hacer. Los perros olvidados de los de las tesis, que en cuanto han hecho la cosa en dos o tres dicen treinta o cuarenta en la referata y ponen lo que tenga que salir aunque ellos no lo hayan visto y se olvidan de que tienen un gato con los alambrillos dentro o un perro con su goma colorada dentro de la tripa y hala, hala a ganar dinero. Lo peor fue que él también vino a olvidarlo y es cuando vendió al nuevo un gato con los alambritos y se vino abajo todo el pastel. Ya comprendió que yo tenía que echarle toda la culpa a él. Pero el Mediodoble se empeñó en que no pisara más el instituto y para mí es una lata porque tengo que ir a buscar las bestias y tenemos que cambiarlas de jaula en medio de la calle, o en el Retiro, cuando no hay nadie cerca, pero expuestos a cualquier cosa, máxime con los gatos que nunca se acaba de aprender a cogerlos.
—Y oye, ¿dónde cría los ratones? ¿Viven todos revueltos? ¿Juegan las niñas con los ratones?
—Las niñas ya no están en edad de jugar sino de otra cosa.
—Pero ¿podrían contagiarse?
—Yo qué sé.
—Quisiera saber si han podido contagiarse.
—Eso usted lo verá. Lo que pasa es que, a los pobres, nada se les contagia. Están ya inmunizados con tanta porquería.
Algunas noches, Pedro después de cenar se sometía al rito de la tertulia. Eran tan amables con él las tres mujeres de la casa. Aquello ya para él no era pensión. Se había convertido en una familia protectora y oprimente. La astuta anciana había ido seleccionando una colección de hombres solos, estables, de mediana edad, que se retiraban a sus cuartos en cuanto el postre había sido consumido. Había un hombre largo y triste que representaba medicinas. Un señor calvo, contable o alto empleado de banco. Otro, militar retirado. La viuda nunca había dejado de tener por lo menos un militar retirado en su pensión en recuerdo del difunto. El cuarto de los militares retirados estaba amueblado con cierta austeridad castrense y sobre una chimenea de mármol blanco que nunca se encendía, pendían —a guisa de adorno— dos kris malayos cruzados sobre dos cacharros que también dejó el difunto, en uno de los cuales se introducía el asta de una diminuta bandera española de crespón rosa y topacio. Había un matrimonio sin hijos que hablaba muy poco. Los dos vestidos de negro, los dos pequeñitos y pálidos, los dos un poco arrugaditos, los dos con las manos blancas estirando el mantel y echando a un lado las migas mientras llega la naranja. Este matrimonio vivía— en la peor habitación de la pensión, un cuarto interior con una columna de hierro en medio. La señora había confeccionado un manguito de pana oscura que rodeaba la columna de hierro hasta media altura. Así «hace menos frío», explicaba cautelosamente.
De todo este personal, Pedro era evidentemente el preferido, el mimado, el único. Su mérito esencial era ser hombre joven. El trío femenino estaba demasiado sensibilizado al dato objetivo hombre joven para que fuera, en ningún momento, durante su estancia en la pensión, confundido con cualquier otra especie de semoviente.
La primera generación era una vieja solemne, fuerte, emprendedora, casi bulliciosa si tal epíteto pudiera ser aplicado a una anciana de natural monárquico y legitimista. La primera generación conservaba una soberbia planta y a pesar de su edad era ordeno y mando. Tenía una ducha inteligencia para juzgar a los hombres. Podía todavía derretirse en una sonrisa. Utilizaba sostenes que dieran clara muestra de su pecho y corsé que diera buena horma de su talle. Se tenía muy tiesa y a diferencia de su hija, siendo tan fuerte, no tenía sombra de bigote en su labio superior.
La segunda generación estaba gravemente oscurecida por la madre prepotente y por la conciencia de su historia anterior. Subyugada o vencida, a pesar de su físico también imponente, tenía carácter de gata, de animal cariñoso y ficticio. Se había pasado la vida haciendo la comedia de la niña mimada, de la niña pequeña, de la niña engañada, de la niña a la que mamá le dice lo que tiene que hacer. Este papel no brotaba directamente de su naturaleza hombruna ni de los robustos huesos de su arquitectura, sino que le había sido impuesto por la madre más fuerte. Y aún seguía rechinando al esfuerzo necesario para un reajuste cuyo fundamento y cuya utilidad habían sido, hacía mucho tiempo, dejados atrás. Tenía una coquetería diez años más joven que ella, envuelta en ropa a la moda de diez años antes.
La tercera generación no se parecía en nada a sus antecesoras, sino en el lenguaje, en los modismos, en el vocabulario que, necesariamente, había tomado de ellas a lo largo de una convivencia de diecinueve años. La tercera generación tenía al natural todo lo que su madre había intentado fingir a lo largo de una vida. Habitar en una atmósfera tan femenina (a pesar de las veleidades de energía o de pantomima negociante de sus mayores) la había ido llenando de una esencia difícil de contener y pronta a derramarse, hecha de ternura, de desencanto y de sorpresa. Era muy bella. Por secuencia de la afectación de su madre ella también se movía,, hablaba y actuaba como si tuviera unos divinos catorce años imprecisos, en lugar de sus ya demasiado cárpales y rotundos diecinueve. De ello provenía el que —por ejemplo— pudiera desplazarse por los pasillos de la casa o por los alrededores de la cabeza de un hombre sentado, absolutamente como si ignorara la presencia de sus senos. O que, al tropezar sus caderas con el quicio de una puerta se detuviera sorprendida como si su cuerpo no hubiera debido todavía estar dotado de aquella opulencia inútil. ¿Había algo en su espíritu que correspondiera a esa ignorancia afectada de su físico? Tal vez lo hubiera y este enigma no era el que menos movía a Pedro a someterse paulatinamente al engranaje en que la trimurti de disparejas diosas lo había introducido.