Read Tiempo de silencio Online

Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (2 page)

BOOK: Tiempo de silencio
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Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros —por otra parte— que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas mayores y de varios palacios encantados —un palacio encantado al menos para cada siglo—, tan incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra pero que tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son' importantes, tan vueltas de espalda a toda naturaleza —por lo menos hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla—, tan agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan abundantes de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de comedia dell'arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de sol frío, que no tienen catedral.

Es preciso, ante estas ciudades, suspender el juicio hasta un día, hasta que repentinamente —o quizá poco a poco aunque esto apenas es creíble— tome forma una cosa que adivinamos que está presente y que no vemos, hasta que esa sustancia que se arrastra ahora por el suelo se solidifique, hasta que los que ahora ríen tristemente aprendan a mirar cara a cara a un destino mediocre y dejen vacías las grandes construcciones redondas o elípticas de cemento armado para recogerse en la intimidad estrecha de sus casas.

Hasta que llegue ese día, con el juicio suspendido, nos limitaremos a penetrar en las oscuras tabernas donde asoma sobre las botellas una cabeza de toro disecado con los ojos de vidrio, a pasear hasta muy entrada la madrugada por la calle del Nuncio o de la Bola donde se tropieza con las raíces cortadas de lo que pudo haber sido una ciudad completamente diferente, a contemplar en una plaza grande el rodar ingenuo de los soldados los domingos mientras los pájaros se suicidan uno a uno en el gran vientre vacío del caballo, a seguir los pasos precipitados como si fuera a alguna parte de una mujer pequeña y nerviosa por la noche, a abrazar a los borrachos que dimiten de la realidad, a contemplar la airosa apostura de un guardia cuando pasa una mujer que es más alta que él, a preguntar a un taxista de ojos amarillos de gato de qué modo es posible hacer una estafa en una tienda de paños, a frecuentar una sala de fiestas hasta que el portero gigante de uniforme verde nos conozca y nos deje pasar sin entrada haciéndonos una mueca cariñosa, a gastar la tarde entera en una cafetería sin que la camarera nos sonría una sola vez, a hacer corno que bebemos y beber poco, a hacer como que hablamos y no decir nada, a hacer como que vamos al cine yéndonos al cuarto de la pensión con su colcha roja, a visitar el museo de pinturas con una chica inglesa y comprobar que no sabemos dónde está ninguno de los cuadros que ella conoce excepto las Meninas, a inventar un nuevo estilo literario y a propagarlo durante varias noches en un café hasta quedar completamente confundidos, a iniciar amistades que no nos acompañarán hasta la tumba y amores que no nos durarán hasta la noche, a visitar un baile de estudiantes donde las señoritas entran gratis, a calcular cuántas piedras de mechero vende un enano en una esquina, a descubrir cuántos billetes para el metro vende una mujer con un niño de pecho una mañana de invierno, a adivinar cuál es la ley económica que permite que las cerilleras vendan los pitillos uno a uno y con el producto alimenten suficientemente a sus amantes, a pensar cuál sería la idea loca que echó todos los ciegos a la calle hasta en esos días que la nieve cae endurecida y de noche sólo han salido los que iban al estreno, a intentar imaginar cómo —Dios mío— cómo vivía todo este pueblo en los que ellos mismos dicen —ellos sabrán por qué— que fueron los años del hambre.

De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los vendedores de petardos de grifa, los hampones de las puertas traseras de los conventos, los aprovechadores del puterío generoso, los empresarios de tiovivos sin motor eléctrico, los novilleros que se contratan solemnemente para las capeas de los pueblos del desierto circundante, los guardacoches, los recogepelotas de los clubs y los infinitos limpiabotas quedan incluidos en una esfera radiante, no lecorbusiera, sino radiante por sí misma, sin necesidad de esfuerzos de orden arquitectónico, radiante por el fulgor del sol y por el resplandor del orden tan graciosa y armónicamente mantenido que el número de delincuentes comunes desciende continuamente en su porcento anual según las más fidedignas estadísticas, que el hombre nunca está perdido porque para eso está la ciudad (para que el hombre no esté nunca perdido), que el hombre puede sufrir o morir pero no perderse en esta ciudad, cada uno de cuyos rincones es un recogeperdidos perfeccionado, donde el hombre no puede perderse aunque lo quiera porque mil, diez mil, cien mil pares de ojos lo clasifican y disponen, lo reconocen y abrazan, lo identifican y salvan, le permiten encontrarse cuando más perdido se creía en su lugar natural: en la cárcel, en el orfelinato, en la comisaría, en el manicomio, en el quirófano de urgencia, que el hombre —aquí— ya no es de pueblo, que ya no pareces de pueblo, hombre, que cualquiera diría que eres de pueblo y que más valía que nunca hubieras venido del pueblo porque eres como de pueblo, hombre.

[3]

La vida puede ser dura pero, a veces, la gente del pueblo qué carnes tan apretaditas tienen y qué bien saben andar o hacer gestos o reír disparatadamente cuando nada provoca a la risa o estremecerse como de voluptuosidad, cuando lo único que ocurre es que hace sol y que el aire está limpio. Esa engañosa belleza de la juventud que parece tapar la existencia de verdaderos problemas, esa gracia de la niñez, esa turgencia de los diecinueve años, esa posibilidad de que los ojos brillen cuando aún se soportan desde sólo tres o cuatro lustros la miseria y la escasez y el esfuerzo, confunden muchas veces y hacen parecer que no está tan mal todo lo que verdaderamente está muy mal. Hay una belleza hecha de gracia más que de hermosura, hecha de agilidad y de movimiento rápido, en la que puede parecer que es sólo vivacidad lo que ya empieza a ser rapacidad yen la que la fijeza hipnótica de la mirada puede equivocadamente suponerse más debida al brío del deseo que a la escasez de la satisfacción.

[4]

«Mi marido podía haberme dejado algo más pero no dejó sino su recuerdo, lleno para mí de encanto, con sus grandes bigotes y sus ojos oscuros y su marcialidad esquiva que nunca me permitió estar tranquila, porque él con su apostura gozaba en corretear tras las faldas, aunque más bien creo que eran ellas las que caían embobadas, pues a él no me lo imagino corriendo por ninguna; el caso es que siempre se encontraba con una en sus brazos, máxime cuando iba de uniforme que nunca dejó de gastar íntegra la masita en eso, en el adorno de su belleza y en su apostura. Además del recuerdo de su brillante estampa y de la niña —que ahí la tengo tan parecida a él con su apostura también y casi con su bizarría y por lástima incluso con un bozo moreno que me recuerda su bigote— me dejó la pensión del Estado para los caídos en el campo del honor y una medalla que, añadida a las trescientas veinticinco con cincuenta, sigue siendo muy poca cosa para dos mujeres solas. Había también algunas figulinas de China, que él había traído de su campaña de Filipinas que hizo tan joven y en la que no obtuvo medallas por culpa de las envidias. Y gracias a que me había hecho mi niña ya antes de ir a las islas porque cuando volvió estaba inútil para la fecundación, no —gracias a Dios— para el amor, sino solamente para que yo pudiera quedar otra vez en estado, a mí que me hubiera gustado tener tres o cuatro, pero él que era muy hombre y que no podía retenerse tuvo que ver con una tagala convencido de que era jovencita pura y de que estaba limpia, pero le tuvo que pegar la infección la muy sucia y se la pasó toda a caballo, sin lavados y sin cuidado ninguno hasta que se le emberrenchinó y le llegó a tupir los conductos y aunque luego hizo lo que pudo y el médico naval de la fragata que era tan amigo suyo le quiso corregir, como a otros que habían ido con él y habían caído por ser hombres con otras tagalas, pero no hubo nada que hacer y nos quedamos sólo con mi Carmencita que tenía ya veintiocho años cuando él cayó definitivamente a manos de moros, atando la catástrofe. Además de las figuritas y de su desgracia trajo de Filipinas cinco abanicos y unos mantones de seda con aves del paraíso pintadas el primero y con flores exóticas el segundo y con una cara grande de indígena el tercero, que es muy raro que un mantón tenga este tercer dibujo, pero él precisamente por eso me lo trajo, porque siempre le aficionó lo raro y estrambótico. Estuvo siempre un poco tronado yo creo y no había manera de tenerle sujeto, siempre en el casino, siempre bebiendo un poco más de la cuenta, siempre luciendo su apostura y su garbo y su capacidad para ser más que los demás en casi todo, por lo menos con las mujeres por lo que yo pude apreciar personalmente y eso que es posible que él luciera sus facultades más fuera de casa hecho un perdido, que no en su casa donde yo era la legítima y estaba delante de él embobada con la boca abierta. Nunca me pude consolar de su pérdida y mi pobre niña tampoco que se quedó sin sociedad por falta de quien la representara y cuando su desgracia, se quedó soltera por falta de padre o de hermano mayor que obligara al cochino del novio a dar la cara, aunque —la verdad— yo casi me he alegrado del abandono porque era un hombre imposible que la hubiera hecho desgraciada y la hubiera hecho caer hasta lo más bajo. Yo me lo imagino hasta chuleándola, aprovechándose del buen palmito de mi hija y de la apostura heredada del padre que en ella, aunque algo varonil —no hombruna— había de ser tan poderoso atractivo para todos los hombres que la veían en aquella época y como entonces vinieron los años difíciles de la desmoralización total cuando todo estaba bien visto hasta unirse por lo civil sólo y divorciarse y luego los del hambre, persuadida estoy de que la hubiera chuleado a mi niña y la hubiera puesto en la cama de unos y otros, porque ella también —eso sí— con el temple heredado del padre no puede fácilmente quedarse quieta y sola y lo comprendo imaginando que pueda haber hombres que se parezcan al mío y que tengan ese gancho con las mujeres que la pobrecita de mi hija no lo pueda resistir a causa precisamente del temperamento que la dimos entre su padre y una servidora, que tampoco es de piedra a Dios gracias. El caso es que nos hemos defendido mejor, me creo yo, solitas las dos con alguna ayuda ocasional y transitoria que si hubiéramos tenido encima al parásito ese, padre de mi nieta, que no sé cómo ha salido tan preciosa siendo hija de ese padre, que ni siquiera tenía el aspecto propio de los hombres tan agradables, fuertes y enteros, sino que era alfeñique, hombre de trapo con maneras de torero o todo lo más de bailarín gitano y para mí, que ni siquiera era muy seguro que no fuera un poco a pluma y pelo, pero quizá por el contraste, mi hija tan varona se dejó conquistar, quizá porque era lo contrario de su padre al que le cogió miedo de pequeña porque algunas veces veía las palizas que a mí me daba y que yo, fuerte y todo como soy, no podía menos de recibir, ya que era tan hombre que completamente me dominaba y seducía. Así que mi hija prefirió un mediohombre que ella podía tener en un puño o doblar en pedazos cuando se le hubiera puesto en la idea hacerlo y que así y todo, fue suficiente a quitarla la doncellez ya algo apolillada y traer al mundo esa preciosidad que es ahora mi nieta con sus diecinueve que parece que se me va la cabeza cuando la veo, porque yo, siempre he sido tan sensible a la belleza que no lo puedo resistir y más siendo de mi sangre, que me emociona. Porque hay que reconocer que el afeminamiento del padre visto en la hija hace bien. Ella ha salido más finolis que mi propia hija, tan a lo mi marido hecha, con su bigote oscuro y esos brazos tan fuertes, tan caliente de temperamento, tan atractiva pero poco presentable desde el punto de vista de la finura y la suavidad de los rasgos, de la flexibilidad del talle y del andar como sobre palillos. Además de las trescientas veinticinco con cincuenta y de mi niña y de la posibilidad de mi nieta y de los cachivaches filipinos y de los mantones y de cuatro sillas de caoba maciza del comedor y de un armario ropero grande con luna y de la cama de matrimonio alta estilo imperio, mi marido no dejó nada, así que tuvimos que poner pensión aprovechando el haber tomado un piso grande que estaba vacío y con renta baja y en buen sitio, en una bocacalle de Progreso, que aunque cerca de algunas casas malas, no lo estaba tanto como para ser confundidas y en cambio, podía animar a algunos caballeros a venir a vivir a nuestra casa. Yo no tenía dinero para comprar los muebles y empezar a tirar, así que tuve que echarme a la calle y visitar a todos los compañeros de mi marido, los que no habían caído cuando la tragedia que —pobrecillos— eran bastantes, sino que habían encontrado manera de no estar allí y éstos eran los que mejor podían ayudarme pues, con facilidad, podían ponerse en lugar del muerto y al verme a mí suponer que veían vestida de negro y con la tupida pena con que yo me cubría la cara, a sus propias mujeres; lo que no sé si realmente les impresionaría tanto porque no sé yo de muchos matrimonios que hayan sido tan unidos como el mío. Aquél sí que era hombre, siempre estuvo a la altura de las circunstancias; me estimaba a mí y sabía que una mujer legítima hará siempre lo que no hagan las otras mil sucias a las que no podía dejar de hacer caso cuando estaba en las islas separado por cientos de leguas, Pero yo al final me quitaba el velo, cuando había que acabar de convencerlos, aunque sólo algunos tenían dinero ya que los más vivían de la paga pelada y enseñaba mi rostro noble bañado de lágrimas y me había pintado un poco los ojos con hollín azulado y mucho polvo de arroz para estar bien blanca y exangüe pues, por desgracia, he tenido muy buenos colores, que aunque a mi marido le parecía bien que los tuviera y le daban muestra de mi temperamento, no quita para que otros muchos, víctimas de las deformidades de la moda, prefrieran las cloróticas anemizadas que bebían vinagre y que también, sin beberlo, podían estar pálidas por la misma pobreza de su sangre. A mi niña, aunque ya era tan mayor, la llevaba yo a estas visitas con faldas cortas como de niña, que al mostrar las pantorrillas, los señores las miraban con cierta turbación, no porque ellos la desearan, embargados como estaban por la pena del momento y por el fallecimiento del excelente compañero, sino para que comprendieran que era deseable y que, si caía en la miseria negra, aquella niña podía ser pasto de concupiscencias y así se conmovían más y algunos, además del óbolo del buen amigo con que colaboraron a la instalación de la pensión, prometieron ser clientes de la casa mientras estuvieran destinados en la capital y así lo cumplieron muchas veces con lo que, al principio, no faltó la clientela, que son los momentos más difíciles. Claro que muchos de éstos sólo dieron muy poco dinero, lo que podían ahorrar o pedir prestado, algo así como la mitad de una media paga, cantidades ridículas para la instalación que yo quería un poco lujosa, para que la clientela tuviera un tono que correspondiera al de la categoría social que yo entonces gozaba como viuda de héroe, aunque luego esa categoría se fuera empañando poco a poco y se hundiera definitivamente con la desgracia de la niña, con lo que nuestra pensión también fue perdiendo categoría, al mismo tiempo que los muebles y cortinas y los visillos y tapices y los diversos aditamentos que dispuse en un principio se fueron ajando irremediablemente. Así también nuestra clientela fue descendiendo de categoría y la frecuentación del torero-bailarín-marica que he dicho hizo huir a dos matrimonios de funcionarios del Ministerio de la Gobernación que habían sido, hasta entonces, mis más firmes puntales de respetabilidad. Eran dos matrimonios sin hijos y yo enseñaba a las señoras las fotos del álbum con recuerdos de mi marido, saltando siempre las planas donde estaban las tagalas que me regaló también porque era un humorista y porque decía que así podía ver de qué lado se inclinaba la balanza de su volcánico corazón y que viera cómo las tenían tan caídas y puntiagudas como él me había contado. Pero entonces estaba debilitada en mi carácter y un poco grisada por el éxito que había tenido mi pensión en el arranque y por lo fácil que me había sido convencer a aquellos señores, como viuda de héroe de buen ver, para que me mandarán el dinero necesario para tapar algunos agujeros que producía mi mala administración. Entonces fue cuando me dio por el arrancamiento y por el rhum negrita y conforme aumentaba el uso inmoderado de estos licores, disminuía mi vigilancia y pudo introducirse más y más el novio protervo que creía que, no sólo se ocultaban en mi casa los muslos blancos de mi niña, sino también un buen gazapo de onzas ultramarinas. En lo que es claro que estaba equivocado, pero a mí hasta llegó a caerme simpático en aquellos días aciagos, cuando todas toditas las tardes estaba tan alegre con mis copitas de arrancamiento que me consolaban de la tragedia del derrumbe definitivo de mi vida de mujer: porque la causa íntima es que estaban concluyendo definitivamente mis reglas y yo tomé aquel fin como un golpe muy duro que me bajó la moral y buscaba alegría ficticia en el licor y hasta llegó a serme simpático el pollo que sabía tratarme muy bien, me engatusaba con sus coqueterías femeninas y me traía una botella sabiendo que, por la debilidad de mi carácter y por la época crítica que atravesaba, en aquella casa tenía puesto el pan y los manteles (y entonces no quería creer yo que las sábanas), pero cómo perturba el ver la sangre de una en la hija amada, lozana, burbujeante, verse reproducida porque para mí era casi una imagen mía, como mirada en un espejo: yo en mi niña veía mi belleza que moría. Ya no íbamos las dos vestidas de negro como en la época de las peticiones para la instalación y había habido que vestir de mayor a la preciosa niña que aún no tenía tanto bozo como tiene ahora y yo, por dar mayor formalidad a sus salidas, me dejaba llevar con el protervo a diversos sitios donde no le habría permitido ir con mi hija a solas. Eran tabernas de mala fama, con reservado, pero donde era tan divertido achisparse y ver un poco la vida que hacen los hombres, la vida que seguramente había hecho mi difunto. Así es como descubrí el encanto de la juerga flamenca, chaperonando a mi hija ficticiamente, pues maldito para lo que servía mi chaperonamiento. Algunos de los amigos que traía el protervo y que me presentaba cuando yo estaba víctima del rhum negrita, aunque no nunca borracha del todo, se atrevían a pellizcarme y a decirme blancas carnes tienes; lo que me hacía sentir un estremecimiento en la espalda como en tiempos del difunto cuando llegaba a escondidas por la noche y se me metía en la cama y me mordía en un hombro, antes casi de que yo me hubiera podido despertar y en sueños me sentía como una tagala tierna que come un antropófago. Caí en la bobada de enseñar a las señoras de los funcionarios un día las tetas de las tagalas y decirles: "Ven ustedes que valen menos que yo y sin embargo, aunque yo estoy mejor, mi difunto…", con lo que se escandalizaron ferozmente y decidieron abandonar la pensión no sin sermonearme previamente y más cuando de la alcoba de mi hija salieron unos gritos ahogados y apareció en la puerta en camisón diciendo:

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