«Mamá que me da un ataque de nervios, mamá, que he tenido un sueño horrible»; aunque esto en rigor no era nada que pudiera escandalizar a nadie, sino simple efecto del flato o de los vapores histéricos de la feminidad no satisfecha de la muchacha que yo, como una tonta, descuidaba entonces. Los amigos del protervo eran todos de su estilo como medio hembras también, pequeñitos, mucho más pequeñitos que yo y hablaban andaluz y batían palmas muy bien, que es lo que yo y mi niña más admirábamos en ellos, pues por lo demás no tenían ni cultura ni conversación, pero en aquel mundo de las tabernas lo que más se apreciaba era el saber batir palmas que es una habilidad que contribuye mucho al regocijo de la concurrencia que mi hija rápidamente supo aprender mientras que yo permanecí torpe. Eran días agradables para mí a pesar de todo, aunque tenía confusa idea del hundimiento de mi casa de huéspedes y del hundimiento de mi propia hija, pero gracias a aquellas distracciones conseguía olvidar el deseo que tenía del fantasma de mi marido y hasta olvidaba la tragedia de estar dejando de ser mujer, que siempre me ha aterrorizado y confundido, porque, ¿cómo adaptarse a la nueva existencia, cómo soportar todo lo malo de la vida sin nada que verdaderamente consuele? Yo pensé que sólo el ruhm negrita podría hacérmela más llevadera o alguna otra marca de licor más fuerte que llegara a conocer y que mi estómago pudiera resistir. Ahora, una vez consumada la transformación y convertida en un pedazo de leño, sé que puede aguantarse todo y ni siquiera bebo, convertida en una dueña un poco pesada hecha toda remilgos, lo que aunque a mí me aburre, quizá pueda ser útil a nuestro pimpollo con sus diecinueve años a la que no estoy dispuesta a dejar hacer las mismas tonterías a las que arrastré a mi propia hija, víctima entonces yo de los trastornos del cambio, que son como una locura embobadora y transitoria, en que no se puede mirar de frente a las cosas y en que una realmente cree que en cuanto la puerta se cierre, todo habrá concluido y no valdrá la pena de vivir. La pobre hija mía debía haberse dado cuenta de que su madre no andaba bien, pero ella tampoco tenía nada que la sujetara, así que el protervo bailarín, cuando vio que lo de las onzas ultramarinas era una ficción, que la pensión se había quedado vacía y que el vientre de la niña cada día estaba más lleno, se largó dejándonos sumidas en una negra desolación. Pero yo en seguida empecé a pensar que lo bueno de su huida era que a mi hija no se la hubiera llevado para chulearla, a lo que la pobre entonces debía estar como resignada. Yo la hice ver lo que debía a su pobre madre que tanto se había sacrificado por ella y cómo era mejor que consagrara sus días a la educación del bebé hermosísimo y también hembra y al ornato de la casa-pensión que, aunque venida a menos por el ajamiento de los trapajos pasados de moda con que yo cursimente la había ataviado, todavía disponía de los elementos indispensables para la alimentación, reposo y cuidado de honestas personas. Comenzó entonces a venirme otra clase de clientela a la que, viniendo tras los pasados devaneos, nos esforzamos en entender mi hija y yo, calificadas ya las dos de viudas, para lo que de nuevo tuvo que vestirse de negro mi hija que le iba de maravilla y como viuda extraoficial siguió cosechando éxitos ahora mucho menos cacareados, mucho más discretamente conducidos, mucho más productivos económicamente y que a ella también le daban la satisfacción de saber que colaboraba a la educación y entretenimiento de la ricura de la nieta que, como he explicado antes, nos gana a nosotras dos en ese carácter femenino que la ha transmitido el perdis y simpaticón de su afeminado padre, con lo que al verla nosotras con nuestra prestancia y belleza más el plus de su afeminada confección, se nos hace la boca agua y no sabemos a qué santo encomendarnos para que esta obra maestra de todos nuestros pecados no se nos malogre sino que, totalmente abierto el capullo encantador que ahora representa, logre obtener el riquísimo fruto que sin dudarlo merece.»
¡Oh qué felices se las prometían los dos compañeros de trabajo al iniciar su marcha hacia las legendarias chabolas y campos de cunicultura y ratología del Muecas! ¡Oh qué compenetrados y amigos se agitaban por entre las hordas matritenses el investigador y el mozo ajenos a toda diferencia social entre sus respectivos orígenes, indiferentes a toda discrepancia de cultura que intentara impedirles la conversación, ignorantes de la extrañeza que producían entre los que apreciaban sus diferentes cataduras y atuendos! Porque a ambos les unía un proyecto común y los dos tenían el mismo interés —aunque por distintas razones— en la posible existencia de auténticos ratones descendientes de la estirpe selecta portadora hereditaria de cánceres espontáneos desarrollados en el pliegue inguinal conducentes a la muerte inexorable del animal, si bien no antes de que, alcanzada la edad de la reproducción, nacieran de ellos múltiples animáculos de análogo aspecto al del hombre —a pesar de sus diferentes dimensiones— dotados como nuestros semejantes de hígado, páncreas, cápsulas suprarrenales y de Hiato de Winslow, los que pudieran ser sucesivo motivo de meditación científica y quizá de inesperados descubrimientos de las causas del supremo mal.
La mañana era hermosa, en todo idéntica a tantas mañanas madrileñas en las que la cínica candidez del cielo pretende hacer ignorar las lacras estruendosas de la tierra. Por las calles recién lavadas por la brigada municipal, relucientes los granitos trasladados desde la lejana Sierra y hechos trozos cuadrangulares por ejércitos de incansables canteros, colocados después mediante técnica difícil con ayuda de agua, arena y una barra de hierro (más tarde, llegada la decadencia del oficio, también con algo de cemento líquido en los intersticios), discurría una abundante turba de individuos de diversos oficios todos ellos mal vestidos y sólo algunos afeitados recientemente. Los trajes de los viandantes de colores indefinibles entre el violeta pálido, el marrón amarillento y el gris verdoso, aparecen en esta ciudad de tal modo desvaídos y lacios que no puede atribuirse su deslucido aspecto únicamente a la pobreza de los moradores —con su consecutiva, escasa y lenta renovación de guardarropa— sino también a los efectos purificadores de índole química de un aire especialmente rico en ozono y a los de índole física de una luminosidad poco frecuente, persistente durante un número de horas apenas soportable para individuos de raza no negra. Realmente, los ciudadanos de referencia deberían utilizar algodones made in Manchester de color rojo rubí, azul turquí y amarillo alhelí de grandes manchas y dibujo guacheado con los que la turgencia de las indígenas quedaría mejor parada y la tez cetrina de los hombres alcanzaría todo su plástico contraste. Esto iba meditando don Pedro sin comunicar tales pensamientos a Amador que quizá no hubiera podido elevarse a la consideración de tales leyes cromático-geográficas sino que hubiera sugerido más simplemente el consumo de adecuados líquidos reparadores de la fatiga en cualquiera de las numerosas tabernas que se abrían invitadoras a su paso a través del paisaje urbano.
Pero aún parecía lejos esta idea del caletre científico y Amador resolvió suspender la sugerencia hasta ver llegado el momento oportuno bajo las especies de sutiles gotas de sudor en la frente del sabio o un resoplido más pesado en su alentar todavía inaudible.
Las gentes —casando mal con la proverbial idea de su incuria y pereza— se agitaban rápidas bajo la cúpula mentirosa. Iban descendiendo por la calle de Atocha, desde los altos de Antón Martín, más allá de los cuales había ido a buscar Amador a su querido investigador y amo arrancándole de la penumbra acogedora de la casa de huéspedes, antro oscuro en que cada día se sumergía con alegrías tumbales y del que matinalmente emergía con dolores lucinios. Acertó todavía a percibir Amador rastros poco precisos pero inequívocos de las protecciones afectivo-viscerales que en aquella casa recibía su investigante señor. Una mano blanca, en el extremo de un blanco brazo, manejó con cautela un cepillo sobre sus hombros. Unos gruesos labios, en el extremo de un rostro amable, musitaron recomendaciones referentes a la puntualidad, a los efectos perniciosos del sol en los descampados, a la conveniencia de ciertas líneas de tranvías, a la agilidad de ciertos parásitos que con soltura saben cambiar de huésped. Una voz musical, desde lejos, entonó una cancioncilla de moda que el investigador pareció escuchar con sonrisa ilusionada de la que, por el momento al menos —dedujo Amador— la más elevada capa de su espíritu era inconsciente.
—¿Has traído la jaula? —dijo don Pedro escrutando el envoltorio que llevaba Amador bajo un periódico del día anterior con el objeto de que no se hicieran evidentes las muestras de la existencia de los progenitores de los ratones supuestos sobrevivientes que hoy iban a requerir, que su prisa más que su incuria había impedido fueran totalmente raídas como —sinceramente— creía que hubiera sido su deber, y añadió:
—¡Vamos! —mientras Amador retrasadamente contestaba: «Sí», sin parar mientes en la inutilidad de la respuesta pues, ¿qué otro objeto oblongo, de tales dimensiones y liviano peso pudiera haber colocado bajo su brazo en aquella mañana todavía un poco acalorada?
Mujeres también bajaban y otras subían por la cuesta, a cuyo fondo se veía la Glorieta con el acostumbrado montón informe de autobuses, tranvías, taxis con una tira roja, carritos de mano, vendedores ambulantes, guardias de tráfico, mendigos y público en general detenido con un oculto designio que nada tenía que ver probablemente ni con la llegada de un próximo tren a la estación allí yacente, ni con su inverosímil visita al no lejano Museo de Pinturas, ni con la irrupción a brazos de las asistencias en la imponente mole de cualquiera de los hospitales circunvecinos. Ninguna de estas mujeres era advertida por don Pedro, que aún parecía paladear el recuerdo del brazo blanco y de la voz trinada no pertenecientes al mismo ser, pero ambos de sexo hembra, abandonados recientemente, y todas lo eran por Amador. Seguro de su sexo éste, después de haberse aprobado a sí mismo su constante consistencia en mil batallas nunca perdidas desde los campos de pluma de los inmemoriales años de la adolescencia (si de adolescencia puede calificarse esa edad en los muchachos de su clase), no le eran obstáculo ni su atuendo de más difícil descripción colorística qué los ropajes de la mayor parte de los pasantes en aquella hora menestril, ni el porte del extraño bulto —aun cuando el misterio de su contenido evidentemente mejorase su posición para la fascinación erótica—, ni su clara condición subalterna y hasta servil respecto del abstraído compañero, ni la escasa belleza de su rostro en el límite de los tres días con sus noches de crecimiento vegetal de las pilosidades, para lanzar miradas de entendimiento y hasta palabras de aprobación a cuantas muchachas apetecibles se le cruzaban, algunas de las cuales, a juzgar por su aspecto, gozaban de un nivel económico, profesional y hasta amoroso conquistante superior al suyo. Don Pedro hacía caso omiso de estas actividades marginales de su secuaz y habiendo por fin abandonado el paladeo inconsciente de cuantos tesoros ignorados había dejado en el tugurio habitacional, e iniciando el placer previo preparatorio para el momento de su coincidencia con los sujetos de experiencia deseados, imaginó las posibles consecuencias de la degeneración a que la cepa MNA debía haber llegado motivada tanto por la casi inevitable posibilidad de un cruce espurio en lugar del eugénico estrictamente incestuoso, cuando por el ambiente en exceso diferente del illinoico original y los caprichos casi inimaginables de la dieta con que el Muecas conseguía mantener vivos —caso de que lo hubiera conseguido— a los maravillosos animalitos. La composición de esta dieta no era sino el resultado de una función exponencial de ignorado grado y un número indefinido de variables entre las que pueden señalarse a título meramente provisional: los ingresos en metálico del Muecas y de los diversos miembros de su familia, la presunción (como probable o no)— en la mente del citado Muecas de una hipotética venta del ganado, el apetito a la hora de comer del Muecas y su cónyuge, la ternura de corazón (dependiente quizá del asedio más o menos viscoso de sus terrícolas adoradores) de sus dos retoños ya menstruantes, la flora espontánea de la regida habitada por la familia según la época del afeo, y como componente esencial, la composición cualitativa de los detritus arrojados en un basurero próximo (apenas distaba tres kilómetros de la chabola) por los carros de tina cooperativa familiar de recogida de baso; ras que concertara —en su día— con el Muecas su aprovechamiento alimentario. Una raza de ratones cancerígenos degenerada superviviente milagrosamente a pesar del niu dial para la época de la escasez crítica decretado por F. D. Muecas, enderezada al logro de tina supervivencia imposible en el ambiente regalado del laboratorio había de ser una raza muy considerable. ¡Oh cuán plástica la materia viva; siempre nuevas sorpresas alumbra para quien las sepa ver! ¡Oh cuánras razas de estorninos diferentes, convertidas ya n subespecies, pite den poblar los bosques fragmentados de un archipiélago! ¡Oh qué posibilidad apenas sospechada, apenas intuible, reverencialmente atendida de que una —con una bastaba— de las mocitas púberes toledanas hubiera contraído, en la cohabitación de la chabola, un cáncer inguinoaxilar totalmente impropio de su edad y nunca visto en la especie humana que demostrara la posibilidad —¡al fin!— de una transmisión virásica que tomó apariencia hereditaria sólo porque las células gaméticas (inoculadas ab ovo antes de la vida, previamente a la reproducción, previamente a la misma aparición de las tumescencias alarmantes en los padres) dotadas de ilimitada inmortalidad latente, saltan al vacío entre las generaciones e incluyen su plasma íntegro —con sus inclusiones morbígenas— en el límite-origen, en el huevo del nuevo ser!
Pero, por el momento, agradable era el descenso por la cuesta de Atocha, sólo hombres feos y mujeres atractivas aunque sucias eran visibles para, el sabio y ninguna imagen de auténtico ratón irritaba la gelatina sensible de sus ojos. Iban bajando y Amador maldecía la dirección de la marcha que hacía tanto menos probable la fatiga del reflexionante y con ella la entrada en alguna de las tabernas de allá abajo que junto a la aglomerada y promiscua Glorieta esparcen su tufillo sinceramente embriagador, y que al estómago es lo que el filtro medieval era para el amor, de los calamares fritos en aceite de oliva recalentado del día anterior y de tres o cinco días antes. Gracias a la potente fritada y al poder calórico que el aceite hirviendo alcanza los ésteres volátiles de la iniciada putrefacción de los calamares son totalmente consumidos (cual compuestos termolábiles que son) y la materia, así transformada, se ingiere sin peligro alguno y con evidente delicia.