El ciudadano Muecas, bien establecido, veterano de la frontera, notable de la villa, respetado entre sus pares, hombres de consejo, desde las alturas de su fructuoso establecimiento ganadero veía a los que —un trapito alante y otro atrás— pretendían empezar a vivir recién llegados, en pringosos vagones de tercera, desde el lejano país del hambre. Una certidumbre despreciativa permitía encontrar en los rostros de los coreanos la marca de la ignominia y de la raza inferior. Intuitivamente comprendía que aquellos hombres nunca serían capaces —como él— de elevarse a la dignidad de empresario libre que hace negocios contractuales con una auténtica y legal institución científica de la vecina ciudad aún no destruida por la bemba. Adivinaba al ver sus rostros que pronto o tarde aquellos infra-hombres acabarían o simplemente muertos, menguado pasto para los gusanos a través de cualquiera de las complicadas formas del morir hambriento (tuberculosis, escrófula, latirismo, eruptos de sangre, temblor progresiva de los calcañares, dolor de puñalada en el estómago y caer sin haber comido, etc., etc.), o alimentados a expensas del listado no destruido por la bomba en los altos pabellones rojizos de ventanas iguales y pequeñas que desde allí se veían a lo lejos. o regresar humilladamente al país del hambre de donde habían venido y que —ése sí— era radicalmente indestructible por la bomba.
Alegres, pues, transcurrían los días del caballero, gozoso de su status confortable, calentado en la cama por varios cuerpos, consolado por ingestiones alcohólicas, reconfortado por la certidumbre de haber conseguido todo aquello gracias a un ingenio que le permitiera perfeccionar los métodos de captura y cría y aprovechamiento de pastos y piensos, como inteligente que era aunque no letrado, aureolado además por relaciones selectas, protecciones de otro mundo, que hasta su misma casa descendían a veces como las del cuasipariente Amador e incluso la del señor doctor que le había hablado de igual a igual, sin aparentar y sin hacer mención de las sensibles diferencias y hondos abismos que escinden las existencias de los situados a uno y otro lado de la barrera del color.
Más desgraciados que en otras países, tales conciudadanos del Muecas y Muecas mismo junto con los notables de la República, no podían atribuir la pertenencia a este o aquel mundo de los dos (al menos) que superpuestas constituyen la realidad social de todas las ciudades, de todas las naciones, de todos los continentes al accidente (tan confortantemente accidental) del color de la piel y de las proporciones relativas entre la fibra muscular y la tendinosa de la pantorrilla, correspondientes a individuos de dos razas biológicamente bien definidas. Aquí, una cierta estrechez de las frentes (que quizá, bien vistas, resultaran dilatables) no era base suficiente para saberse otro. Príncipe negro y dignatario, Muecas paseaba su chistera gris perla y su chaleco rojo con una pluma de gallo macho en el ojal orgullosamente, entre los negritos de barriga prominente y entre las pobres negras de oscilantes caderas que apenas para taparrabos tenían. Cuando convocaba a reunión a su s pares negros (si no de chistera al menos de bombín) y jugaban a la brisca en el palacio de Mor-A-Pio, sabiendo que ellos estaban bebiendo mientras los hombres del común sólo podían elegir entre tomar el boniato crudo como postre o cocido en agua y sal como principio, llegaban a creer que el mundo está bien así, aunque ellos, los negros, notables ganaderos, mineros, comerciantes y vendedores de marfil y ébano al hombre-lejano-poderoso siguieran teniendo la piel negra felicísimamente negra, a diferencia de los seres astrales, marcianos o venusianos que, según los datos de su ciencia negra, habían de ser blancos, rubios y con los ojos alucinantemente azules. Y esta convicción de que el mundo estaba bien así aumentaba aún —más violentamente—, se convertía en evidencia para el Muecas cuando, ya de noche, saliendo de palacio, con calor en el interior del estómago, llegaba a la mansión residencial y tras comprobar la presencia de los tres cuerpos cálidos en el colchón, podía introducirse en aquel ámbito gratísimo con lo que su felicidad física aún crecía, bien fuera sencillamente y sin escándalo, bien —si mejor le parecía— después de haber repartido los golpes que le parecieran convenientes entre la grey soñolienta haciendo así otra vez evidente su naturaleza de señor. Si luego, en el momento delicioso de conciliar el sueño, aún llegaban los píos de los yearling, el Muecas se dormía no sólo feliz, groseramente feliz, sino hasta con una sonrisa de felicidad refinada en los ángulos de su recia boca trabajada por el tiempo y por la intemperie de una guerra y de dos paces dichosamente superadas.
Como noche de sábado, Pedro comió más rápidamente. En el comedor estaba detrás del matrimonio arrugadito y entre otras dos pequeñas mesas en que se sentaban dos hombres solos. La pescadilla mordiéndose la cola apareció sobre su plato, tan perfecta en sí misma, tan emblemática, que Pedro no pudo dejar de sonreír al verla. Comiendo esa pescadilla comulgaba más internamente con la existencia pensional y se unía a la mesa de mártires de todo confort que han hecho poco a poco la esencia de un país que no es Europa. El uróvoros doméstico tenía una apariencia irónica, sonriente. No se mordía la cola con verdaderas ganas, sino delicadamente, sólo lo necesario para que no se le escapara y volviera a estirar toda su larga estatura de pez innoblemente marino, aún no del todo corrompido, blanco de carne pero con rubores amoratados donde la corrupción comienza. El limón exprimido para disimular lo que pudiera haber de non sancto le recordó la limonada agria que habla tomado días atrás. Sacudió la cabeza y atacó la naranja fría. Entre los huéspedes corrieron los comentarios inútiles. La criada se movió con más apresuramiento que otros días pensando en la salida. Pedro se despidió. Renunció a la extraña tertulia de otras noches con las tres generaciones embobadas. Salió por el pasillo hacia su cuarto y al volver hacia la puerta de salida, la devana le salió al paso para decirle adiós, para recomendarle que se abrigara el cuello a pesar de que todavía no era invierno y para que no volviera demasiado tarde aunque al día siguiente fuera domingo.
Pedro bajó los tres pisos de oscura escalera iluminada apenas por anémicas bombillas. Los escalones de madera vieja olían a polvo, algunos crujían. En el descansillo de abajo una pareja de novios se apretaba en un rincón. La criada del piso de abajo y un soldado de paisano del mismo pueblo. Salió á la pequeña calle. Andando con paso rápido pasó ante una taberna con cabeza de toro. Llegó a la plazuela de Tirso de Molina. En la entrada del cabaret barato había ya algunos con aspecto de chulos, esperando que llegaran los primeros clientes. Siguió por una calle oblicua de escasa pendiente. El comercio de segunda orden de la calle tenía en su casi totalidad apagadas las luces. Alguna tienda solamente gastaba kilowatios. En un almacén confuso se acumulaban máquinas de hacer café de segunda mano y veladores viejos con silloncitos de mimbre. Llegó a la esquina de Antón Martín con su entrada de metro y con más luz. Había dos taxis parados y otro dando lentamente la vuelta. Algunas mujerzuelas de aspecto inequívoco se estacionaban en las aceras o tomaban café con leche en turbios establecimientos con dorados falsos. Vendedores ambulantes de diversas especies ofrecían sus mercancías a pesar de la hora. Siguió adelante. De un café cantante barato salía una voz de gitano entrenándose —quizá— para más tarde, pues aún no se veían parroquianos. Venia un airecillo cortante desde el Este. Para evitarlo, dejó a un lado la cuesta de Atocha con toda su apertura desabrida y se metió por las callejas más retorcidas y resguardadas de la izquierda. Estaban casi vacías. Siguió andando por ellas, acercándose sin prisa, dando rodeos, a la zona de los grandes hoteles. Por allí había vivido Cervantes —¿o fue Lope?— o más bien los dos. Sí; por allí, por aquellas calles que habían conservado tan limpiamente su aspecto provinciano, como un quiste dentro de la gran ciudad. Cervantes, Cervantes. Puede realmente haber existido en semejante pueblo, en tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de rolo fanatismo como de toda certeza? Puede haber respirado este aire tan excesivamente limpio y haber sido consciente como su obra indica de la naturaleza de la sociedad en la que se veía obligado a cobrar impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un libro que únicamente había de hacer reír? Por qué hubo de hacer reír el hombre que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros vencidos? Qué es lo que realmente él quería hacer? Renovar la forma de la novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar tan amargado como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que pueda comprenderse a partir de la existencia con la que fue hecho. Como el otro —el pintor caballero— fue siempre en contra de su oficio y hubiera querido quizá usar la pluma sólo para poner fioripondiadas rúbricas al pie de letras de cambio contra bancas genovesas. Qué es lo que ha querido decirnos el hombre que más sabía del hombre de su tiempo? ¿Qué significa que quien sabía que la locura no es sino la nada, el hueco, lo vacío, afirmara que solamente en la locura reposa el ser-moral del hombre?
Pero la cosa es muy complicada. Mientras que Pedro recorre taconeando suave el espacio que conociera el cuerpo del caballero mutilado, su propio racionalismo mórbido le va envolviendo en sus espirales sucesivas.
Primera espiral: Existe una moral —una moral vulgar y comprensible— según la cual es bueno, sensato y razonable el que lee libros de caballería y admite que estos libros son falsos. El libro de caballería intenta superponer sobre la realidad otro mundo más bello; pero este mundo —ay— es falso.
Segunda espiral: Surge, sin embargo, un hombre que intenta que lo que no puede en realidad ser, a pesar de todo sea. Decide pues creer. El mal —que sólo era virtual— se hace real con este hombre.
Tercera espiral: Quien así procede —a pesar de ello— es llamado por sus conciudadanos
El Bueno
.
Cuarta espiral: La creencia en la realidad de un mundo bueno no le impide seguir percibiendo la constante maldad del mundo bajo. Sigue sabiendo que este mundo es malo. Su locura (si bien se mira) sólo consiste en creer en la posibilidad de mejorarlo. Al llegar a este punto es preciso reír puesto que es tan evidente —aun para el más tonto— que el mundo no sólo es malo, sino que no puede ser mejorado en un ardite. Riamos pues.
Quinta espiral: Pero tras la risa, surge la sospecha de si será suficiente con reír, si no será preciso más bien crucificar al hombre loco. Porque lo específicamente escandaloso de su locura es que pretende imponer y hacer real la misma moralidad en que los que de él se ríen —según afirman— creen. Si alguien dejara de reír por un momento y lo mirara fijamente pudiera llegar a contagiarse. ¿Será un peligro público?
Sexta espiral: Pero no hay que exagerar. No hay que llevar esta conjetura hasta sus límites. No debemos olvidar que el loco precisamente
está loco
. En ese «hacer loco» a su héroe va embozada la última palabra del autor. La imposibilidad de realizar la bondad sobre la tierra no es sino la imposibilidad con que tropieza un pobre loco para realizarla. Todas las puertas quedan abiertas. Lo que Cervantes está gritando a voces es que su loco no estaba realmente loco, sino que hacía lo que hacía para poder reírse del cura y del barbero, ya que si se hubiera reído de ellos sin haberse mostrado previamente loco, no se lo habrían tolerado y hubieran tomado sus medidas montando, por ejemplo, su pequeña inquisición local, su pequeño potro de tormento y su pequeña obra caritativa para el socorro de los pobres de la parroquia. Y el loco, manifiesto como no-loco, hubiera tenido, en lugar de jaula de palo, su buena camisa de fuerza de lino reforzado con panoplias y sus veintidós sesiones de electroshockterapia.
Pero no se sabe quién fue aquel a quien llaman don Miguel que conociera la calle provinciana, tranquila y limpia. Nunca dominado por la furiosa locura que, sin embargo, dormitaba en él: sólo la soñaba y expulsando fantasmas de su cabeza dolorida, evitó acabar siendo el Mesías. Porque él no quería ser Mesías. Él quería ganar dinero, cobrar impuestos, casar la hija, conseguir mercedes, amansar y volverse benignos a los grandes. La historia del loco y todas las otras historias admirables no fueron nada esencial para él sino fatiga divertida, muñequitos pintarrajeados, hijos espurios que tuvo que ir echando al mundo para precisamente (y ésta es la última verdad) al no ganar dinero, al no cobrar sus débitos, al mal casar la hija, al no lograr mercedes, al ser despreciado y olvidado hasta en las ansias de la muerte poder no enloquecer.
Ya está más lejos. Ha atravesado la fugaz ciudad nocturna tan apesadumbrada de iglesias cerradas y tabernas abiertas, de luces eléctricas oscilantes y de esos coches que se lanzan a toda velocidad en estas horas, por la confluencia de las grandes vías como conducidos por suicidas lúcidos, autos descapotables abiertos en las noches frías para que se vea la cabellera rubia de la mujer de precio 0 su estola de visón, autos plateados de marcas caras cerrados para que no se vea la máscara de la brutalidad ebria de los grandes, autos inmensos, potentísimos, con formas de elegantes cetáceos que caminan lentamente, contoneándose con balanceo de lujuria tras otra que ha salido del bar de nombre famoso y que espera sólo que la noche se haga más cerrada para decidir sin esfuerzo de la portezuela de mandos automáticos, autos lanzados como proyectiles hacia un futuro de placer tangible. Desde la puerta de los hoteles le ha golpeado el calor como de boca próxima, pero no lo ha advertido porque iba hundido en su vagoroso racionalismo. Pero ahora si, se detiene y mira pasar los autos y siente el especial ruido de los neumáticos de buena calidad al despegarse de los adoquines por la noche, cuando no pasa más que un auto por la inmensa extensión desértica de la plaza con una fuente tirada por leones. Y sigue hacia. el café, también caliente, con calor distinto del calor de los grandes hoteles que es calor de cuerpo de cortesana, con calor alegre de jóvenes que gritan que es calor de cuerpo de guardia.
En cuanto entra, comprende que está equivocado, que venir a este café era precisamente lo que no le apetecía, que él prefería haber seguido evocando fantasmas de hombres que derramaron sus propios cánceres sobre papeles blancos. Pero ya está allí y la naturaleza adherente del octopus lo detiene. Su pico gritón ha comenzado a cantar. Su rostro blando y múltiple, continuo y siempre renovado le contempla. Ya ha saludado, ya escucha, ya las ventosas se le adhieren inevitablemente. Ya está incorporado a una comunidad de la que, a pesar de todo, forma parte y de la que no podrá deshacerse con facilidad. Al entrar allí, la ciudad —con una de sus conciencias más agudas— de él ha tomado nota: existe.