Don Pedro soltó al fin la pieza niquelada manchada de rojo y salió andando rápido, como perdido, queriendo estar muy lejos de aquella noche y de las andanzas. locas en que la noche le había sumergido, queriendo dormir, quedarse solo, meterse en una cama caliente donde no hubiera nadie y donde, al despertar, todo quedara confirmado como un sueño largo y demasiado vivo, semejante a los que el alcohol produce a los que no acostumbran a beberlo.
Ya había luz de día. En el rincón de otra chabola, asistida por dos de sus iguales, lloraba la expulsada madre sin lágrimas, expeliendo el continuo lamento entrecortado: «Hija», «Hija», «Hija», y sin ver al médico que tan desatinado se alejaba. El aire frío y la luz nueva le escocieron en los ojos. Las chabolas aparecían en la luz de la mañana nueva sonrosadas, como si un reflejo de nácar las embelleciera provisionalmente por unos minutos, hasta que los rayos auténticos del sol, todavía oculto, las reconstituyeran en toda su íntegra fealdad. En el extremo de la carretera le esperaba el taxi. Subió a él y dio secamente su dirección. Y ya corría cuando Amador, asomado a la chabola, le gritaba inútilmente:
—¡Don Pedro! ¡Don Pedro! ¡El certificado…!
Durmió toda aquella mañana sin interrupción. Las dueñas tejieron el necesario silencio alrededor de su cuarto. También Dorita permaneció en la cama hasta muy tarde y mientras la tonta de la madre se iba a misa y luego quizá a dar una vuelta por el Paseo del Prado o hasta a tomar un vermut en un aguaducho del Retiro con una amiga de otros tiempos a la que hablaba prolongadamente de las glorias pasadas, la abuela, introduciéndose en la misma alcoba en la que había entrado Pedro, hablaba al oído de su nieta y la hacía hablar a ella y volvía a hablar de nuevo y le daba algunos consejos y sonreía un poco y luego lloraba también, pero todo con la mesura propia de mujeres que poseyendo una alta sabiduría y comprendiendo cuáles son las sencillas motivaciones que rigen la conducta de los hombres, no desesperan de llevar a buen puerto sus afanes, siempre que no se crucen en el camino desaprensivos bailarines sin moral o mujeres estúpidas entregadas al rhum negrita y que no aciertan a utilizar racionalmente sus encantos.
Cuando llegó la hora de comer y regresó al hogar la parlanchina madre y todos los huéspedes habían vuelto también a la pensión, después de haber tomado sus patatas fritas o incluso sus gambas a la plancha si los medios pecuniarios daban para tanto, la decana dio las órdenes pertinentes para que tanto el personal de familiares y criados, cuanto su distinguida clientela conservaran en sus desplazamientos y conversaciones un cierto grado de moderación, para no interrumpir de modo indebido el reposo del que habiendo sido requerido a altas horas de la madrugada para realizar una operación urgente, reponía sus preciosas fuerzas llamadas a desplegarse magníficamente el día de mañana en una brillante carrera cuajada de éxitos profesionales. Para lo. cual, ella había pensado, no tenía sino suspender de una vez el ya prolongado plazo de su vida dedicado a la investigación, a los trabajos de laboratorio y al perfeccionamiento de sus estudios teóricos y abandonando estos caminos ingratos a los escasamente dotados para obtener éxito en la vida, abrir los brazos a la resplandeciente clientela que solamente esperaba este gesto para caer sobre él y colmarle de sus dones auríferos. Estas palabras eran escuchadas por las clases pasivas con comprensivos gruñidos y con gestos de cabeza o de hombro con los que hacían conocer su aquiescencia unánime a que ése era y no otro el sendero destinado al joven al que todos consideraban un poco ahijado suyo y que tantas muestras de rectitud, seriedad y buenas costumbres venía prodigando desde el día —ya lejano— en que llegó a la puerta de la pensión vestido según la incierta moda de la provincia y arrastrando un baúl de madera con libros y ropas que, gracias al consejo de la bienintencionada decana, fueron progresivamente sustituidas por otras más acordes con la brillantez de su futura carrera.
Pero cuando, una vez levantados los manteles y poco a poco suspendidas las tertulias, se hizo evidente que el sueño del muchacho competía de modo poco conveniente con la también ineludible necesidad de aportar alimentos a un cuerpo joven de metabolismo vivaz y existencia relativamente agitada, planteándose la posibilidad de enviar a la criada con una bandeja cuajada de vituallas para que en el mismo lecho pudiera satisfacer una de esas necesidades sin interrumpir completamente la satisfacción de la otra, esta decisión precipitose por la llegada a la pensión de otro mancebo, ya conocido aunque no todavía estimado, de nombre Matías, elegantemente fardado y que pretendía ser introducido a la cámara de reposo de su amigo. Aunque tal vez fuera este joven —según sospechó inmediatamente la alta dirección de todos los acontecimientos— quien arrastraba por malos pasos al investigador extinto y recién-nacido practicón quirurgo, el agradable tufillo social que se desprendía del bien planchado traje, de la corbata de seda y del excelente corte de pelo de Matías, así como de las cultivadas inflexiones de su voz y rico léxico utilizado, fueron motivos determinantes para que no se impidiera el encuentro con especiosos recursos, velando así por la posible buena sociedad que tan necesaria habría de ser a los recién casados en cuanto hubieran pasado las embriagueces de la luna de miel y la conveniente ubicación en un universo social adecuado facilitara el camino hacia un consultorio lujoso de la clientela que —ya antes hemos dicho— aguardaba decidida de antemano a entregarse a los expertos cuidados del todavía durmiente, pero ya a punto de ser traído al difícil mundo de la vigilia.
Decidida la expedición, presentáronse en este orden los sujetos que la componían en el umbral de la alcoba: en primer lugar, la lúcida anciana con una sonrisa imperceptible corvando los alerones del labio superior; en segundo lugar, el llamado Matías con cierto plan ya madurado para ocupar la tarde y el comienzo de la noche de su amigo; en tercer lugar, la maritornes ceñuda, un poco harta de que se tolerase aquel desarreglo que retrasaba su hora de salida en un día como aquél —domingo— en que su asueto debiera haber sido tenido como sagrado por la dirección del establecimiento. En entrando, un aroma desagradable y ácido mezclado con vapores alcohólicos, les hizo adivinar lo que iban a ver, que fue las sábanas manchadas de vómito vinoso y al arcángel yacente envuelto en ronquidos y mancillado por sus mismas deyecciones, lamentable imagen de la condición humana y no divina que nuestros primeros padres nos legaron.
—¡Pobre! ¡Cogería frío! —fue la pronta explicación de la decana—. Prepara un baño, en seguida.
—Me quedaré sin agua caliente. No he fregado todavía —dijo la criada.
—No repliques.
—El baño es por la mañana.
—Te he dicho que te calles.
—¿Y me quiere decir a qué hora salgo?
—¡Vete ya y déjanos tranquilas! La señorita lo preparará.
La bandeja alimenticia inútil quedó encima de una silla. Pedro se desperezaba lentamente. Matías se reía por lo bajo. La vieja fue a disponer sus providencias. La vida reiniciaba su vulgar decurso y mientras Dorita llenaba la bañera y mezclaba el agua fría con la caliente, probaba con la mano la temperatura ideal para un cuerpo intercadente, la anciana sacaba de un armario, de entre los montones de ropa blanca, un frasco de sales de baño azules que ella todavía a veces utilizaba y que la regocijaban con un gozo nostálgico cuando las burbujillas recorrían su piel, amarillenta sí, pero todavía capaz de sentir frío o cosquillas.
Cartucho pertenecía a la jurisdicción más lamentable de los distintos distritos de chabolas. Mientras que la mortuoria del Muecas había sido establecida del modo legal y digno que corresponde al inmigrante honrado, la de Cartucho (o más bien la de la anciana madre de Cartucho) era una chabola avinagrada, emprecariante y casi cueva. Estas chabolas marginales y sucias no pretendían ya como las otras tener siquiera apariencia de casitas, sino que se resignaban a su naturaleza de agujero maloliente sin pretensiones de dignidad ni de amor propio en estricta correlación con la vida de sus habitantes. Lujo al que nunca llegaban estas subchabolas era la división en compartimentos, como la del ganadero que hemos visto bien compuesta de cocina-dining-living y dormitorio-tabernáculo-cámara de incubación. La ocupada por Cartucho era una formación de un único espacio y los objetos robados no podían ser trasladados a un departamento especial, sino enterrados bajo una piedra redonda (que sirve también para sentarse) o confiados al perista o arrojados al estanque del Retiro. Los lamentables habitantes de estos barrios no mostraban en sus manos callosas los estigmas de los peones no calificados, sino que preferían ostentar sus cuerpos en actitudes graciales y favorecedoras con pretensiones de sexo ambidextramente establecido y comercialmente explotado. Usaban a este fin de pantalones ajustados con cremalleras en las pantorrillas y de los debidos conocimientos folklóricos y rítmicos. Pero cuando pasaba la edad adecuada, sin haber conseguido colocación estable en los entresijos del vicio de la ciudad, la vejez les desproveía hasta de las más míseras partículas de encanto y sólo la mendicidad (ya muy reprimida por una sociedad eminentemente progresiva) o bien la busca podía evitarles la total extinción y el encogimiento del cuerpo en el frío total externo-interno de la madrugada. No llegaban a habitar estos parajes personalidades ricamente desarrolladas tales como carteristas, mecheras, descuideras, palanquistas, palquistas o espadones, sino subdelincuentes apenas comenzados a formar, que muy a menudo para toda la vida quedan subformados bien por falta del necesario nivel mental, bien por falta de la estabilidad de carácter necesaria. Eran, pues, gentes de un bronce apenas moldeado los que, entre blasfemias y hasta con posibles fatigas retribuidas de tiempo en tiempo (como cargar camiones o descargar camiones o llevar carbón a un hotel), nunca conseguían un estatuto estable y permanecían exiliados tanto de la sociedad que sólo a sí misma se admite, como de las infrasociedades que bajo aquélla se constituyen inventándose códigos de honor ininteligibles, lenguajes, gestos y provisorias asambleas constituyentes. Por aquí se veían gitanos de paso hacia la ciudad. Cuando llegaban a conquistarla aquí se detenían y luego avanzaban, casi respetuosamente, y se perdían en sus calles. Más tarde, se podía ver de nuevo a las gitanas viejas cuando ya la ciudad las volvía a dejar caer desde su falda, como quien se sacude las migajas de lo que ha estado merendando. Llegaban con la cara esculpida mil veces más sutilmente que la de las mujeres que no han sabido darse a la vida por antonomasia ni han sabido alumbrar (con luz de arte y perfección de mercancía autoofrecida) el paso de los años progresivamente desnudantes de achucháis, piñones, cúpulas y trajes de lamé y de terciopelo oscuro.
Así la madre estaba acuclillada en su vejez y en la piedra redonda, debajo de la que su hijo tenía oscurecida la navaja con la que ya antes había arrugado al Guapo y a otros de los que no se supo. El hijo le traía revuelto en maldiciones su cacho de pan y ella, que no podía levantarse, esperaba inmóvil que él trajera el diminuto botín siempre diferente: una sortija, un reloj, una paga ocasionalmente sudada, una diminuta estafa, una compraventa frustrada, una máquina de coser de niña, el bolso de una criada que ha ahorrado para bolso y se ha ido a bailar con su bolso con un muchacho bailón moreno y de pelo rizoso. Hijoputa él y de madre soltera él, adherido al árbol de la vida por donde había brotado, como un clown a través del disco de papel, a un circo en el que no sabe contar chistes, esperaba tendido en la mañana, entre las piedras, la salida de alguien desde la mortuoria cabaña en la que había oído gritos que le habían hecho suponer que alguien andaba con lo que era de él, llenándole el corazón de rabia.
Amador salía con su carga de bombonas y de gasas y de pena, andando con un tintineo metálico de instrumentos que había lavado cuidadosamente con agua que trajo una mujer desde el pozo de allí al lado. No pensaba tanto en la muerte como en el certificado que debe permitir que cada cosa quede en su sitio hasta en un lugar tan desamparado como aquél y en la torpeza de los que empiezan a hacer cosas que no saben hacer. Había hablado con el Muecas y habían pensado un procedimiento para dejar las cosas en orden aun en ausencia de certificado. Pero había mucha gente que lo sabía y Muecas llamó también a conversación al Mago. Hablaron pues el Mago, Muecas y Amador en voz muy baja, para irse entendiendo poco a poco sobre lo que había de ser dicho si llegaba la hora en que hubiera que hablar por fuerza. La madre seguía lanzando un quejido rítmico y era agobiante oírla hasta para el Muecas, eso que habiendo vivido tanto tiempo con ella debiera estar acostumbrado al timbre, de. su voz. Pero ella, por lo general, había sido muy callada, y Muecas no recordaba un timbre tan agudo de su voz desde los primeros días, sobre los campos de trigo en la vega del Tajo. Dispuso pues, que fuera trasladada hacia una región relativamente lejana de los poblados, donde había primos carnales de él que le debían algo y una prima lejana que escucharía con curiosidad sus alaridos. La hija pequeña, tras el ataque, estaba tan dormida que a pesar de los rastros de los arañazos y de las patadas, parecía inofensiva. Y una cierta ternura puede fácilmente un padre sentir por la hija restante cuando la primera acaba de marchar. Así pues, los tres hablaron del incierto futuro y tomaron sus providencias como hombres de cabeza que eran.
Cartucho seguía a Amador con su carga ilegal de objetos propiedad del Estado que, con los generosos créditos dispensados a un Instituto, parece suponer que nativos de su territorio, instruidos a sus propias expensas aunque en edificios que Él ha dispuesto, pueden contribuir al crecimiento de esa montaña de saberes discretamente ordenados de 1a que aquí casi nada se sabe. Y según se alejaba del lugar de los hechos, se aproximaba lentamente —incapaz de poder gastar en taxi cantidad alguna aun en el caso de que hubiera habido un taxi en el desierto de la primera aurora— al subbarrio de las subchabolas donde Cartucho reinaba como señor indiscutido después de algunas de sus más pronunciadas hazañas que habían llevado algún cuerpo a la tierra y a él, sólo muy provisionalmente, a una sombra alimenticia y descansadora.
Se echó sobre Amador cuando menos lo esperaba y le puso la punta de la navaja en el vacío izquierdo y apretó un poco hasta que la sintiera. Le dijo: «¡Anda!». Le hizo andar. Le dijo: «¡Entra!» Amador entró hasta donde estaba la madre soltera, vieja, acuclillada sobre la piedra redonda, comiendo unas sopas de ajo frías, sin dientes.