—¿Quién fue?
—¡Por mi madre, que yo no! ¡Por éstas, que yo no!
—Deja ahí eso.
Amador dejó los paquetes en el suelo y la madre empezó a desenrollarlos para ver los objetos brillantes y las gasas y unas vendas y un frasco de yodo.
—¡Tú has sido! No me mientas.
—¡Te lo juro que no!
—Y ¿para qué era todo esto?
—Ha sido el Muecas que quiso que se lo hicieran porque la tenía en…
—¿De quién?
—Yo no sé nada, te lo juro por éstas.
—Di de quién.
La madre volvió a sus sopas indiferente. Iba oculta en grandes refajos que se adherían al menguado cuerpo como viejas pieles de serpiente que no muda, sobre las que podía dormir tan ricamente.
—No le dejes, mi hijo —intervino—. Que pague lo que sea. —¡Déjame ya o te denuncio!
—¡Hale! ¡Chívate si puedes!
—¡Déjame!
—¿Crees que me va a dar canguelo? Tú sí que vas a tener la frusa…
—Yo no he sido.
Cartucho hacía como que podía apretar, sin esfuerzo alguno, la punta de la navaja en el vientre un poco grueso de Amador el cual estaba hecho de una materia demasiado blanda para ciertos tragos. No podía adivinar de dónde había salido aquel hombre negro, como llovido del cielo o vomitado de una mina, que le apretaba contra la asquerosa vieja y sentía cada vez más sudado su cuello por el miedo. ¿A él qué se le iba en aquel asunto? Éste estaba enamorado de la muerta. Aconchabado con la Florita. Sería el padre. Pero Muecas no lo sabía. Éste se entendía con ella y el Muecas no sabía lo que le metían en la casa. Tiene un aire de fiera que puede suceder cualquier cosa, Dios sabe qué barbaridad…
—Fue el médico —dijo Amador.
—No me mientas.
—El médico…
Estaba recubierto de una alfombra áspera cuyos largos pelos, al pisar sobre ellos, se doblaban hacia un lado. El portero grueso, vestido de azul, con la cara roja, bien afeitado, se precipitó con mansos saltos de balón de goma y les abrió la puerta del ascensor inclinándose. En aquel portal olía a un ozonopino perfeccionado distinto del de los cines de barrio. El ascensor subía muy lentamente sin ruido y en tres de sus lados había espejos. También tenía una gruesa alfombra roja. En un extremo de la cabina una pequeña banqueta forrada de terciopelo ofrecía un descanso a los fatigados aeronautas. Alertado por algún misterioso mecanismo no sonoro, la puerta del ascensor fue abierta por un criado vestido con chaqueta gris, estrecha, de botones metálicos. Este criado, delgado y flexible, tenía el pelo rizado y los Ojos verdes. Se inclinó también, pero de otra manera que el portero, haciendo con la boca un gesto que era a la vez sonrisa y rictus irónico. Salmodió algunas palabras confusas en que «señorito» aparecía y desaparecía perdida entre otras más vagas. Parecía poder inclinarse sin dejar de estar, al mismo tiempo, muy estirado. La ajustada chaqueta gris le apretaba sobre todo en el cuello que recogía adherentemente como los uniformes de los botones de los hoteles y los de los oficiales de algunos ejércitos ya desaparecidos. Con soltura asombrosa logró cerrar las puertas interiores de la cabina y las metálicas de la verja de la escalera y situarse en la de la entrada de la casa (abriéndola de par en par), mientras que ellos se deslizaban con paso rápido a lo largo del descansillo en el que sobre la alfombra fundamental, se había extendido una segunda capa de una tela más clara con algún ignorado objeto, tal vez protector, tal vez de refinamiento no asequible a pies calzados con zapatos no-a-la-medida. Al andar, el criado oscilaba sobre los ágiles tobillos y dejaba caer sus manos péndulas con unos largos dedos prestos para cualquier servicio inesperado, tal como colocar una porcelana que ha resbalado fuera de su sitio, aproximar un cenicero repentinamente necesario, apoderarse de una prenda de abrigo, oprimir un interruptor subrepticiamente oculto bajo una moldura dorada, señalar con un índice sin anillos la dirección en que deberían desplazarse los señoritos para alcanzar el lugar en que deseaban ser depositados.
Incluso para Matías —cuya la casa era— tenía que resultar el pasillo demasiado ancho y el criado demasiado ubicuo. Pedro se movía difícilmente envuelto por la magnificencia. Los grandes cortinones parecían arropar un aire específico impidiendo que se introdujera el vulgar aire de la calle impurificado por miasmas. Las lámparas indirectas daban su luz refleja tras haberla hecho chocar contra unos viejos óleos de los que su intensidad parecía levantar la pátina y craquearla más rápidamente que el paso del tiempo ordinario. Al final del largo corredor se abrían unos salones semejantes por sus dimensiones al refectorio de un convento, pero que en lugar de mostrar la larga escualidez de las mesas de mármol blanco, ostentaban unos sillones de cuero aptos para recibir cómodamente los cuerpos de gigantes sobrevivientes de la edad del hierro, ante los que mesas ridículamente pequeñas, bajas, chatas, paticortas acumulaban objetos de difícil descripción y revistas ilustradas en lengua inglesa.
Matías le hizo un gesto para que se sentara en alguno de aquellos sillones y él lo hizo sintiendo cómo su cuerpo se hundía progresiva y lentamente a través de una serie de capas de plumón de pato, de acogedores almohadones y de muelles de fabricación británica totalmente silenciosos. Mientras tanto, el criado sonámbulo había conseguido, con simultaneidad maravillosa, poner en movimiento un disco escogido según el gusto de Matías y ofrecer, con la otra mano, dos vasos largos en los que se mezclaban de un modo calculado una bebida opalina, agua espumosa y trozos de hielo que mostraban, por el sonido que al choque producían, la excelente calidad del cristal. Pedro se encontró bebiendo aquella bebida que hacía bien hasta a un estómago tan enfermo como el suyo y, poco después, Matías había colocado un cigarrillo rubio aromático entre sus dedos y el criado desaparecía, dejando que menesteres ya tan personales como el encendido del pitillo, y la colocación de la grisácea ceniza en los artificiosos platillos, fueran realizados por manos menos hábiles que las suyas.
No había hablado apenas Pedro en el trayecto hasta casa de Matías desde las lóbregas miserias de su alcoba mancillada. El repaso de los hechos acaecidos no se le presentaba todavía como sucesión coherente y ordenada, sino como ese conjunto de apuntes e instantáneas que un reportero imaginativo tiene extendidos sobre su mesa de trabajo mientras que espera que la inspiración creadora le insufle el sentido todavía no del todo transparente de la historia. Matías, aunque más rozagante, también estaba bajo los efectos de su experiencia nocturna y no había lanzado todavía al aire los alegres clarines de sus frases altisonantes greco-célticas o latinas, sino que en vulgar castellano conversacional decía cosas como: «¡Qué trompa!», «¡Vaya zorra vieja!», «Pura literatura…» y «Nada tan divertido como un alemán aburrido».
Mientras el tiempo se iba reposando y el dolor de las sienes de Pedro se alejaba hacia la nuca y sentía (aunque no era cierto) al cerrar los ojos, que su cuerpo seguía penetrando en otras capas aún más cómodas del sillón insondable, se adivinaron más que se oyeron unos pasos nerviosos, primero dubitativos, luego decididos que avanzaban hacia ellos, a cuya proximidad púsose Matías de pie en posición casi de firmes,: obligando a Pedro a interrumpir su secular reposo e intentar, una actitud semejante a la de su amigo. Una dama vestida de negro con una túnica muy ajustada que llevaba los botones a la espalda y un escote triangular muy blanco sobre el que brotaba el delicado cuello y la cabeza armoniosamente constituida, artísticamente peinada, avanzaba hacia ellos con sonrisa amable que revoloteando la precedía.
—Mamá —dijo Matías—. ¿Conoces a Pedro? Ya te he hablado de él.
—Sí, claro —dijo la señora levantando la mano muy delgada hasta una altura tal en que la cabeza de Pedro no tenía sino inclinarse apenas, mientras pensaba si era mejor besar aquella mano descarnada o simplemente insinuar con la boca el simulacro procurando no hacer ruido hidroaéreo alguno.
—Usted es el investigador —dijo la señora—. ¡Qué interesante! Tiene usted que hablarme de sus experimentos. No hay cosa que más me apasione. Mi hijo dice que es usted un sabio de verdad.
—No; yo sólo intento demostrar si en la herencia de las cepas de ratones cancerígenos hay una transmisión dominante o si influyen más los factores ambientales. En realidad no es muy original. Ya hay unos americanos que lo han estudiado antes que yo pero…
—Apasionante…, sí, tiene cara de sabio. ¿Le atiende bien mi hijo? ¿Por qué no le lleva usted para que le ayude? Este hijo mío es un vago aunque sea tan inteligente.
—Si él quiere, claro está. Yo…
—¿Estaréis aquí? Si viene tu hermana con esas niñas hacerles un poco de caso por favor.
La dama giraba sobre sí misma a cada momento y parecía pensar que aquellos sillones, a pesar de la esbeltez de su figura, no eran suficientemente cómodos para ella. El pelo rubio cuidadosamente colocado en torno a su rostro redondo, a su nariz recta, a sus grandes ojos claros con las cejas muy levantadas la aureolaba luminosamente dando fondo a una figura quizá demasiado etérea, donde los nervios se manifestaban en una contracción o palpitar casi constante de los ángulos de la boca, en una transparencia excesiva de la piel de la frente bajo la que se adivinaba una vena azul, en un ligero sarpullido del cutis bajo la barbilla que mantenía erguida evitando (víctima de una costumbre o de un castigo de Sísifo) que la sombra de la sotabarba pudiera hacer nada más que insinuarse, para desaparecer otra vez en seguida, absorbida al conjuro de una voluntad de perfección que nunca descansaba.
—Sentaros, sentaros —dijo—, yo prefiero estar de pie.
—Siéntate —le tranquilizó Matías con su ejemplo, al que la costumbre inmunizaba contra la presencia de esta mujer.
—Estoy esperando una llamada; en seguida me voy.
Dándoles la espalda, se acercó al espejo que había sobre una chimenea de mármol (cerca del ignorado lugar por donde se derramaba la música que seguía llenando el espacio del salón demasiado grande para permanecer vacío) y vigiló con ojos certerísimos la posible aparición de lo imperfecto en su imagen. En este momento, la sonrisa que hasta entonces se había mantenido como coagulada o pegada con un alfiler al rostro blanco, no formando parte de él sino simple aditamento necesario, desapareció bruscamente y las comisuras de los labios descendieron perdiendo su temblor. La fijeza de los ojos se atemperó por una caída proporcionada de los arcos de las cejas. En tal instante pareció que miraba directamente al centro de ella, al punto equidistante entrenas dos pupilas, pero un momento después, al repasar cada detalle, volvió a componer la complicada aunque armoniosa estructura total de la idea de sí misma que se había fabricado y reanudó el juego inextinguible. Parecía haber comprobado algo importante en aquella fracción de segundo, algo que le garantizaba su persistencia bajo la máscara y que le permitía seguir siendo la misma con su secreto sufrimiento o su punta de acero clavada en un lugar sensible.
Pedro no se había sentado sino que miraba fascinadamente —olvidado de que su hijo estaba allí— a la madre de Matías. Ella advirtió esta mirada.
—¿Me estudia usted? Me da miedo. Los sabios siempre me dan miedo. Parece que pueden saber cosas de nosotros mismos que ignoramos.
Pedro turbado se echó hacia atrás, se dejó caer en el sillón —donde ahora no debía haberse sentado—, se le cayó el pitillo encendido sobre la rodilla, lo persiguió con gestos torpes, tiró la ceniza al suelo, pisó el cigarro sobre la alfombra. Luego, se la quedó mirando.
—¿Irá usted mañana a la conferencia?
—Sí; claro que sí —dijo Pedro, sin saber a qué conferencia se refería.
—Bueno. Venga luego por casa. Tendremos una reunión. Es una reunión intelectual, no se vaya a creer. No tenga miedo de aburrirse. Tráetelo tú, Matías.
—Sí; iremos juntos —dijo Matías—. Pero tus reuniones me aburren.
—Pues no vengas tú. Pero a él le interesará si es tan sabio como parece.
Olvidándose bruscamente de ellos, volvió otra vez hacia el espejo para vigilar de nuevo, con profunda seriedad, aquella zona intermedia y secreta en la que su mirada se fijaba con una brusca destrucción de todo su aparato apariencial. Esta vez la contemplación fue más prolongada.
—¡Adiós! ¡Adiós! No os levantéis, se me va a hacer tarde —y se alejó con el mismo paso nervioso, andando muy erguida, muy esbelta, con las piernas muy juntas, muy apretada en sí misma, muy consciente de la obra de arte secreta que constantemente segregaba como el maravilloso jugo nacarado que deja el caracol por donde pasa.
—¡Perdona! No creí que estuviera en casa —se disculpó Matías, antes de que hubiera desaparecido totalmente—. Es una pesada.
—¡Qué joven es!
—No, no es tan joven. ¡Vamos a mi cuarto! —y empezó a andar en dirección opuesta a aquella por la que la madre había desaparecido.
—¿Pero no dijo que esperáramos a tu hermana?
—¿Qué importa? Vamos a ver mi Goya.
El Goya de Matías era una gran reproducción a todo color pinchada con chinches en la pared de su cuarto con absoluto desprecio del mobiliario imperio y del papel rosado que la recubría. El gran macho cabrío en el aquelarre, rodeado de sus mujeres embobadas, las recibía con un gesto altivo, con la enhiesta cabeza dominando no sólo a cada una de las mujeres tiradas por el suelo, sino también a cuantos inermes espectadores se atrevieran a fijar en el cuadro su mirada.
—¿Qué te parece? —preguntó Matías.
—¡Déjame mirarlo…! Casi no me atrevo.
S
céne de sorcellerie: Le Grand Bouc -1798- (H.-0,43; L.-0,30). Madrid. Musée Lázaro. Le grand bouc, el gran macho, el gran buco, el buco émissaire, el capro hispánico bien desarrollado. El cabrón expiatorio. ¡No! El gran buco en el esplendor de su gloria, en la prepotencia del dominio, en el usufructo de la adoración centrípeta. En el que el cuerno no es cuerno ominoso sino signo de glorioso dominio fálico. En el que tener dos cuernos no es sino reduplicación de la potencia. Allí, con ojo despierto, mirando a la muchedumbre femelle que yace sobre su regazo en ademán de auparishtaka y de las que los abortos vivos parecen expresar en súplica sincera la posible revitalización por el contacto de quien (sin duda encarnación del protervo o simple magna posibilidad del hombre nocturno) se complace en depositar la pezuña izquierda benevolentemente sobre el todavía no frío ya escuálido, no suficientemente alimentado, cuerpo del raquitismus enclencorum de las mauvaises couches reduplicativas, de las que las resultantes momificadas penden colgadas a intervalos regulares de un vástago flexible. ¿Y por qué ahorcados los que de tal guisa penden? ¿Y con qué ahorcados? ¿Acaso con el cordón vivificante por donde sangre venosa aerificada y sangre arterial carbonificada burbujeantemente se deslizan? ¿Puede ser ahorcado por el ombligo el tierno que todavía no utiliza la garganta para sus funciones aéreas del gritar, respirar, toser, llorar, sino para lentas ingestiones apenas si descubribles del mismo líquido sobre el que la vida flota? Oscilantes, tres y tres, los murciélagos descienden a posarse sobre los mismos cuernos que son motivo de fascinación. Y mientras su pezuña izquierda salva, indica con su mirada penetrante que es (el mismo que respira) el aire puro sobre la sierra lejana que muestra la vinculación a la tierra de todos nosotros, hijos suyos que a ella volvemos. ¿Por qué fascinadas las auparishtákicas vencidas? ¿Cuál es la verdad que dice con la seriedad inmóvil de su ojo abierto? Las mujeres se precipitan; son las mujeres las que se precipitan a escuchar la verdad. Precisamente aquellas a quienes la verdad deja completamente indiferentes. Él levantará su otra pezuña, la derecha, y en ella depositará una manzana. Y mostrando la manzana a la concurrencia selectísima, hablará durante una hora sobre las propiedades esenciales y existenciales de la manzana. La quiddidad de la manzana quedará mostrada ante las mujeres a las que la quiddidad indiferencia. ¡Vayamos con las mujeres inquietas, con las mujeres finas, con las mujeres de la selección hacia el inspirado discurso! Inclinemos nuestras cabezas ante el gran matón de la metafísica y dejemos chorrear lustrales sobre nuestras frentes sus palabras de hidromiel. Algo hay que él da que sólo. él sabe dar. Los rostros quedarán iluminados por un sol imposible siendo tan de noche. Pero que ahí está, brillante, resplandeciente; y es que lleva una máscara. Únicamente el ojo pertenece a la realidad submascarina. Y desde allí periscópicamente nos contempla para fascinarnos mejor. ¿Pues, para qué, tiene tan listo él ojo? ¡Para mirarnos mejor! ¿Para qué tiene tan alto el cuerno? ¡Para encornarnos mejor! Mientras mira el ojo escrutador, cuerpos abortados yacen resucitalcitrantes. Mientras masas inermes son mostradas como revolucionadas, cuerpos selectos yacentes gozan procumbentes penetraciones. Mientras sol nocturno hace inútiles vitaminas y eledones, la corteza de la naranja chupada permitirá el continuo crecimiento de genios elefantiásicos. Porque en Elefanta el templo y en Bhuvaneshwara la infancia inmisericordemente de hambre perecía, pero fue en tales templos grande la adoración a los ritos que acerca de la naturaleza siempre madre —y tan amamantadora— describiera Vatsyayana, sin que el óbice de la mortandad hambrienta y los otros perecimientos irritara como posible masa fermentativa al pueblo —en que tales procesos ocurrían— habilidosamente segmentado (en sectas) corno los anillos del repugnante anélido, ser inferior que se arrastra y repta, de modo que nunca pudiera llegar a sentirse apto para la efracción y brusco demolimiento o fuego destructor de lo que el arte había consagrado como noble. ¡Oh proclamación profética hecha precisamente para que la profecía nunca, nunca se cumpla! ¡Oh descubrimiento, escrutación, terebro filia del futuro! ¡Cómo traición te llamo! ¡Cómo a traición y a cónclave del Barceló sin llamas te convoco! No eres expiatorio, buco, sino buco gozador. Das tu pezuña izquierda con gesto dadivoso pero amagas con la derecha, buco y una y otra vez te refieres personalmente al secretario de la docta corporación. La sangre visigótica enmohecida ves con ojos azagayadores circular, como en un rayos-equis divertido, por nuestras venas umbilicales y qué listo eres tú para un pueblo que tiene las frentes tan menguadas. Y puesto que de una más noble sustancia tú estás hecho, oh buco, a todos nos desprecias. Sí, realmente sí, qué bien, qué bien lo has visto: Todos somos tontos. Y este ser tontos no tiene remedio. Porque no bastará ya nunca que la gente ésta tonta pueda comer, ni pueda ser vestida, no pueda ser piadosamente educada en luminosas naves de nueva planta construidas, ni pueda ser selectamente nutrida con vitamínicos jugos y proteicos extractos que el turmix logra de materias primas diversas, jugos, frutos, pepitorias, embutidos, rosbifes, pescado fresco, habas nuevas, calamares, naranjas, naranjas, naranjas (y no sólo su cáscara) puesto que víctimas de su sangre gótica de mala calidad y de bajo pueblo mediterráneo permanecerán adheridos a sus estructuras asiáticas y así miserablemente vegetarán vestidos únicamente de gracia y no de la repulsiva técnica del noroeste. Cante hondo, mediaverónica, churumbeliportantes faraonas, fidelidades de viejo mozo de estoques, hospitalidades, équites, centauros de Andalucía la baja, todas ellas siluetas de Elefanta, casta y casta y casta y no sólo casta torera sino casta pordiosera, casta andariega, casta destripaterrónica, casta de los siete niños siete, casta de los barrios chinos de todas las marsellas y casta de las trotuarantes mujeres de ojos negros de París que no saben pronunciar —todavía no, qué torpes— la erre como es debido bien rulada, casta del gran gilbert y la mary escuálida único asomo de la europa en la más europea de nuestras villas pasada a cuchillo y de la que los cuchillos fueron asegurados (por los nobles reyes nórdicos de mejor casta) con anillos de hierro a las mesas donde sólo habían de servir, ya definitivamente, para cortar un pan seco acarcomado. Todo esto conoces, buco, con penetración muy seria y entonces indicas como triaca magna y terapéutica que a la gran Germania nutricia, Harzhessen de brujas y de bucos hay que fenomenológicamente incorporar. Y tus Carolinas espirituales serán nuestras prisiones temporales. Pero eres bueno; por eso alzas tu pezuña izquierda un poco más alta que la derecha. Por eso te vistes con ese disfraz que no es tuyo, pero que divierte a los que admirativamente te contemplan. Por eso te haces «aficionado» y aficionas a la gente bien tiernamente a la filosofía, como chico de la blusa tan espontáneo, tan grácil, con tan sublime estilo, con tan adornada pluma, con tal certera metáfora desveladora que te perdonarán los niños muertos que no dijeras de qué estaban muriendo y (no mirando tu máscara sino tu ojo) pasaremos por alto los dos cuernos y te llevaremos a la tumba cantando un gorigori que parecerá casi como triste.