Tiempo de silencio (27 page)

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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: Tiempo de silencio
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—¿La enterrarán otra vez?

—Sí, señora.

[54]

Después de un número de horas o de días o de noches difícilmente calculable, la luz de las habitaciones polvorientas de arriba, acarreada por un sol que salpicaba contra la fachada de enfrente, a través de una calle estrecha, de un aire seco y de unos cristales sucios, era un festín para los ojos.

—Usted es un hombre inteligente —empezó diciendo el interrogador tras clavar en él sus pupilas verde-doradas puntiagudas y brillantes—. ¿Qué quiere usted tomar?

El mozo con su chaquetilla blanca esperaba igual que en un restaurante cualquiera, no muy elegante, con el paño puesto sobre el hombro, y en el mandil, más abajo, sólo algunas manchas de grasa.

—En seguida —dijo el mozo.

Y poco después, puso las cervezas encima de la mesa.

—Si usted quiere, no la tome todavía —insistió el amable señor—. No crea que se la ofrezco para desatarle la lengua.

—No, no… —dijo Pedro y empezó a beber ávidamente.

—Usted es un hombre inteligente —repitió el policía—, así que acabaremos pronto. No vamos a estar perdiendo el tiempo para terminar por donde debíamos haber empezado. Hay una lógica implacable.

El policía tenía un cuello fibroso y en el rostro una ligera coloración rojiza, como si por debajo de su complexión moreno-verdosa, ardiera un oculto temperamento sanguíneo. A Pedro le produjo la impresión de inteligencia y de fuerza.

—¡A su salud! —dijo el policía bebiendo también—. ¿Usted en qué trabaja?

Había otro subalterno a un lado, con la cara muda, inclinado sobre una máquina de escribir tan sucia que parecían telas de araña los hilos de polvo viejo que se estiraban por su interior roñoso.

—Hago investigaciones sobre el cáncer.

—¡Ah! ;Y eso se cura?

Pedro explicó que el cáncer no se cura. El policía le escuchó con religiosa atención, como si en uno de sus costados sintiera ya el mordisco de las bocas del cangrejo.

—Mi madre murió de cáncer —dijo después poniendo cara compungida—. Ahora, con estos progresos, a lo mejor no hubiera muerto.

Pedro explicó que, a pesar de los progresos, las madres siguen muriendo.

—No me convence —dijo el policía—. Yo creo que no la entendieron a tiempo. No crea usted que todos los médicos son igual. Nosotros no tenemos seguro. No estamos bien atendidos. ¿Cree usted que pronto se dará con el antibiótico?

Pedro explicó que todavía faltaba mucho, que había muchas clases de cáncer y que el que él investigaba era un cáncer hereditario que aparecía espontáneamente en una determinada cepa de ratones traídos de América, desde el Illinois nativo. No todos los cánceres son hereditarios sino sólo unos pocos. Así que, aunque él descubriera alguna cosa con su investigación, no por eso el camino de la curación del cáncer quedaría abierto. Entre los genes de estos ratones había uno determinado que catalizaba la producción de una enzima que estimulaba la puesta en marcha de la tumultuosa reproducción incontrolable que, escapando a las leyes de la armonía, mediante un paso al metabolismo relativamente anaerobio, acaba por destruir al portador. Aunque bien pudiera ser que, en lugar de un gene, fuera un virus, un virus que transmitieran las mismas células reproductoras, que se alojara en el mismo núcleo celular, en íntimo contacto con los cromosomas, tanto que ya casi no se pudiera distinguir de un gene, puesto que sólo en el seno del propio aparato reproductor de la célula viva podría autorreproducirse y porque, como los genes, también ejercería su acción a distancia, mediante sustancias catalíticas que deformarían la norma metabólica de los ácidos desoxirribonucleicos hasta conseguir esas proliferaciones monstruosas que se denominan mitosis multipolares, mitosis asimétricas, mitosis explosivas, sin que —y esto es lo maravilloso— a pesar de tan gigantesco estropicio y pérdida de norma, la vida se hiciera imposible para la célula individual (con lo que el problema quedaría resuelto por sí mismo), sino que el protoplasma circundante, trabajosamente sí pero lujuriantemente, seguía desarrollándose, asimilando, escindiéndose, creciendo, consumiendo sangre del mismo ser que era él mismo y hasta necrosándose in vivo, cuando el crecimiento reactivo de los vasos sanguíneos no fuera suficiente para seguir su atropellada carrera.

—Bueno, y diga usted, ¿qué más le da que sea un virus o que sea un gene si dice usted que son lo mismo?

—Si fuera un virus se podría descubrir una vacuna. Pero un gene, lo que se dice un gene, que es parte del mismo organismo, de la misma sustancia del ser vivo, no es un antígeno extraño y por tanto no se puede conseguir una reacción inmunitaria.

—¡Ah…!

—Por eso interesa que sea un virus. Yo creí que, a lo mejor las hijas del Muecas, que lo llevaban al cuello, en una bolsita, podrían contagiarse. Si les salían a ellas también los habones en la ingle, hubiera sido cierto… un virus.

—Pero…

—Era un sueño, una locura. Me lo dijo Amador: «Las crían ellas», «Las llevan al cuello para que entren en celo». Porque hacía frío, en el Instituto no procrean. Pero Muecas robó los ratones y consiguió las crías.

—Pero dice usted que ellas… ¿Usted hizo la prueba?

—No. Yo fui a comprar las crías.

—Y entonces conoció usted a la Florita.

—Sí. Me dio una limonada.

—Y a usted le gustó.

—¿Cómo?

—Digo que usted se fijó en la chica.

—Sí. Claro. Me fijé en ella. Era la que mejor podía haberse contagiado.

—Ya comprendo.

—Pero estaba tan gorda y tan contenta. No tenía aspecto de cáncer. Parece mentira que en una chabola como aquélla y con lo que Dios sabe qué sería lo que comieran, estuvieran las muchachas tan hermosas.

—A usted le gustó.

—Me pareció milagroso que pudiera estar tan bien. Vivían entre dos montones de estiércol y una piara de ratones,. Tenían los ratones en jaulas de canario por la habitación donde dormían, por encima de la misma cama donde dormía toda la familia.

—Así que vio usted también la cama…

—No recuerdo…

—Y en vista de que seguía engordando, usted dijo: «Hay que abortarla».

—¿Qué?

—¡Nada! ¡Nada! ¡Ni usted fue el que la abortó ni hizo nada! No fue usted en la noche del trece al catorce a la chabola con sus instrumentos quirúrgicos. No la operó usted encima de una tabla. No le produjo una hemorragia por la que se desangró. No huyó usted después de consumada su muerte sin dar parte a la policía. No se escondió usted en una casa de prostitución. No se quedó usted allí hasta que nosotros fuimos a buscarle. No es cierto que la autopsia ha demostrado que la operación fue hecha con los mismos instrumentos que llevó el Amador. Al que usted tampoco conocía, ni le había puesto en contacto con la familia, ni le ayudaba en el laboratorio. No estaba usted desesperado diciendo: «Yo la he matado», «Yo la he matado», cuando fue interrogado por primera vez. ¿Cree usted que está hablando con un niño?

Pedro sintió la verdad que demostraban en su perfecta concatenación las circunstancias rigurosamente concordes como los eslabones de una cadena de silogismos. Y era verdad que él nunca debería haber intentado hacer un raspado porque no lo había aprendido a hacer antes. Y era verdad que nunca debería haber intentado una operación de urgencia, habiendo como hay tantas clínicas de guardia en la ciudad. Y era verdad que no debería haber intervenido sin estar colegiado ni dado de alta en el ejercicio de la profesión. Y era verdad que habiendo comprobado una muerte y siendo médico, debería haber dado parte de ella a la autoridad competente. Y era verdad que, por todo ello, sentía una culpabilidad abrumadora, una culpabilidad cierta y tremenda.

—Sí. En realidad, yo la maté —reconoció agachando la cabeza.

—¡Acabáramos! —dijo el policía, y dirigiéndose al mudo y continuo testigo del diálogo—. ¡Escriba!
Preguntado si conocía a la fallecida, contesta que sí que la conocía así como a su familia y a la casa en que habitaban por intermedio de su ayudante de laboratorio llamado Amador.
Punto.
Preguntado si había tenido algún contacto íntimo con ella, contesta que efectivamente había comprobado que no se le habían producido unas tumoraciones en la ingle que él creía que podrían desarrollarse a causa de un contacto fortuito con los ratones de experiencia de que regularmente se proveía en aquella familia y que él utilizaba para sus investigaciones sobre el cáncer.
Punto.
Preguntado sobre si el día de la muerte él había acudido a la chabola y utilizado sus instrumentos quirúrgicos, contesta que…

Pedro oía caer estas palabras con interno asentimiento. Efectivamente, así habían ocurrido las cosas. No tenía ningún objeto empezar a gritar que no, que no, como un niño que rechaza su castigo. Los hombres deben afrontar las consecuencias de sus actos. El castigo es el más perfecto consuelo para la culpa y su único posible remedio y corolario. Gracias al castigo el equilibrio se restablecería en este mundo poco comprensible donde él había estado dando saltos de títere con la cabeza llena de humo mentiroso.

[55]

Ciertos seres redondeados, malolientes, sucios, en cuyos intersticios corporales se acumulan sustancias grasas y pringosas que nunca son arrastradas por el agua, sino que se desprenden en forma de costras cuando el tiempo las seca, están fabricados de una tierra apenas modificada; sin embargo, en sus ocultas cavidades persiste una cierta actividad mental, no en forma de cálculo o de pensamiento, sino de coloreados fantasmas del pasado que se deslizan silenciosos.

Sumergida en los mismos agujeros subterráneos en que fueron colocados los demás detenidos, la que era legítima esposa de Pablo González (a quien sus compañeros de escuela unitaria, en lejano pueblo toledano, llamaron hace años Muecas a causa de los incontenibles tics que como residuo le dejara la corea) ocupó el tiempo vacío de su calabozo con la interna visión de estampas de otros días.

En aquella tierra apenas modificada que ocupaba el hueco de su cráneo, aparecía ella misma llorando ante su hija, ella misma llorando ante su primitiva madre muerta, ella misma bailando delante de la procesión del Corpus en su pueblo, muy tiesa aunque chiquita, con una vara en la mano y un moño alto, ella misma rodeada de amigas que dicen
pelo como el de la Encarna nadie
, ella misma solicitada por el tísico de su marido que tiene sonrisa de ratón cuando todavía es joven y que abusa y la domina en una tapia de era, a la caída de la tarde, cuando ella misma se siente parte de la tierra caliente como un pan bajo el sol de julio, tan lejos de toda agua, siendo ella la única cosa fresca de la tierra y lo que él necesita para calmar la sed del cuerpo; ella misma tan gruesa ya cuando se casaba, que todas se le reían y a él no habían tenido que darle permiso en el regimiento, como a otros, porque era inútil-total por el mordisco del reúma en el corazón y por la estrechez de pecho y el alfeñique que le dejó el mal de la infancia; ella misma pariendo, dando gritos y patadas; ella misma pariendo otra vez en otro sitio, cuando iban corriendo por esas carreteras de la Mancha y hubo que parir en cualquier sitio, pensando en los moros que podían llegar de un momento a otro; ella misma viendo cómo era de grande la ciudad vista desde fuera, desde el punto donde cada día robaba siete ladrillos que iba reuniendo en un montón donde el alfeñique le decía que había que hacer la casa; ella misma haciendo la casa con las manos quemadas de la cal mientras el alfeñique bebía por la tarde; ella misma pegada, golpeada, una noche, otra noche, pegada con la mano, con el puño, con una vara, con un alambre largo, pegada por él cuando su mueca se contraía más de prisa por efecto del alcohol, pegada, pegada, pero sin sentirlo casi porque la comida antigua y la comida nueva, la comida que es casi como tierra que ella come y que ha buscado por los estercoleros, la ha ido poniendo redonda, hinchada en la menguada extensión que media de su pie pequeño a su moño ya menos alto, arrebujada, sucia, bajo las telas que no despega de su piel, puede sentir los golpes y adivinar por su ritmo la proximidad del momento en que el alfeñique caerá a su lado y roncará sin que el dolor pueda significar para ella otra cosa que medida del tiempo que la separa del reposo y no
dolor verdadero dolor
como el que pueda sentir quien sea persona, sino sólo señal de la proximidad de su marido, de que es de noche, de que éste ha podido traer dinero hoy y que por eso ha bebido y por tanto, si ha habido suerte y no ha bebido todo, mañana podrán comer, pero no dolor como cosa que molesta o hiere, sino sólo señal de su proximidad; ella misma cuando el hambre, viendo cómo las dos niñas chupan una raíz de planta que ha sacado de una tierra cerca de donde desaguan las cloacas que parecía llena de jugo nutritivo; ella misma partiendo en cuatro porciones un boniato y dando a las niñas y dando al alfeñique que tiene mucha hambre y repartiendo las cáscaras y cociéndolas y dando de comer a toda la familia cuando los años del hambre y pensando por qué, mientras la más pequeña chupa y chupa el troncho aquel y sigue viviendo y ella no siente lo que es hambre porque no tiene la facultad de sentir sino la de esperar y él a pesar de todo, llega a traer algo y caza gatos, ratas, conejos, perros abandonados que ata con una cuerda y ella siente manso agradecimiento por la industria con que salva sus hijas y las hace ir comiendo hacia un futuro que no puede imaginar sino sólo sentir crecer en sí misma y en sus hijas, latido a latido, respiración a respiración, mueca a mueca.

En el calabozo, este ser de tierra que no puede pensar, que no puede leer, que no sabe alternar, ve las imágenes lamentables de su existir homogéneamente extendido a lo largo de los años, hambrientamente consumido, envueltas en el gemido automático que llena la celda y se esparce por los pasillos que es su desolación física por la muerte de la que había parido, allá, hace tanto tiempo y había luego ido haciendo crecer primero con las sustancias de su cuerpo, luego con las sustancias de la tierra, luego con la inteligencia astuta de su hombre, de la que había llevado bajo la saya negra planchada y brillante cuando fue a la iglesia y la bendición del cura era casi más para la criatura pataleando furiosamente que para ella misma que ya estaba tan definitivamente hundida y empecatada en una maldición de que nunca se podría redimir porque no era la que podría cambiar las cosas de como son, ni la que podría sorprenderse de que el mismo hombre que la violó con dolor, la alimentara luego con dolor, la hiciera trabajar con dolor y la preparara sucesivamente, a lo largo de los años, al dolor que había de sentir en el momento en que le arrancaran la criatura que ella creía que podía haber salvado el exorcismo del sacerdote haciendo el gesto bendito encima de su vientre.

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