—¡Tiene gracia! —dijo la sofocada madre—. A mí es que este hombre me vuelve loca. —Aludiendo a una especie de muñeco de alambre, de edad avanzada, que saltaba en el aire, caía, volvía a saltar, hacía muecas, no entendía, ponía cara de tonto y finalmente, con un gesto grosero venía a decir que allá se las dieran todas, que mientras él pudiera agarrarse, siquiera fuera momentáneamente, a los semovientes monumentos que, vestidos de doncella de buena casa, deambulaban por las tablas toleraría el escarnio, el bofetón, la risa y la humillante patada del puntiagudo zapato negro del aristócrata propietario de cuantos bienes allí eran figurados en su huesudo trasero de hambres atrasadas. Porque él era listo y sabía cómo había que bandeárselas, porque él sabía dónde está la fuerza y dónde cae la debilidad, porque él sabía a favor de qué bando hay que situarse y porque él hacía tiempo, hacía mucho tiempo había olvidado —o nunca había sabido— cuanto pueda suponer un obstáculo o Un engorro a este feliz proceso de adaptación. Si las risas más violentas, si las carcajadas más sinceras (unificadoras de hombres y de mujeres, de guardias y rateros, de miembros de la honorable claque y tenderos acomodados, de estudiantes universitarios y electricistas de la Standard, de honestos matrimonios y mantenidas en su noche libre) estallaban precisamente en el momento en que quedaba demostrada la verdad de este modo de pensar y la sabiduría de aquel espantapájaros astuto, es quizá porque ha podido ser descubierto por los, sabios inventores de este género de espectáculos que sólo sobre el telón de fondo de la vileza del hombre, la impudicia femenina despide sus más detonantes destellos. O bien que sólo sobre el telón de fondo de la carne cubierta de lentejuelas, en la vileza de un hombre, puede reconocerse y sonreírla como a una vieja conocida la vileza de un pueblo.
Pedro también, sí, Pedro también, apretado por el codo de la madre, oprimido contra el brazo de la novia (tan terso, tan liso, tan suave escabel donde reclinar la cabeza), rodeado de pueblo por delante, por detrás, por arriba, por abajo, frente al pueblo sublimado del escenario, bajo el pueblo ululante del elevado gallinero, ante el pueblo vergonzante de las filas de atrás que no paga pero grita, ríe y aplaude, oliendo el sudor total que como una sola nube llenaba el teatro, reía y oía sus propias carcajadas tanto por el camino externo, aéreo, por el que llegaban anegadas en la comunidad total de la gran carcajada colectiva, cuanto a través de sus propios huesos, a través del cráneo duro y de la masa encefálica cuajada de neuronas estudiosas, sentía también su carcajada más despacio, más ronca, risa cansada ya a poco de iniciarse.
Como la vieja Dora se había empeñado en que tenía que llevarlas —aunque no tenía ninguna gana— tuvo que resignarse y llevarlas a la verbena. Para verbenas estaba él. Pero no hubo modo. Se había empeñado en que sí, que sí, que ella nunca salía de casa y menos por la noche y que por favor que fuera galante con las señoras, así que las llevó. Estaba la noche fresca y Dora iba toda preocupada o haciendo como que estaba preocupada, melindreando con la florecita primorosa de su hija que se la iba a llevar aquel bárbaro vestida de blanco cualquier día de éstos y ya nunca más, nunca más estaría con la madre que la había criado a sus pechos y para la que era más querida que la niña de sus ojos si así puede decirse. Pero eso son los hijos, unos desagradecidos, unos ingratos y eso que ella no, que ella había sacrificado el porvenir de su vida y muchísimos posibles partidos de señorones riquísimos que la habían querido llevar cuando ella estaba en la floración o eclosión o infrutescencia de su palmito, deseada y seguida por los perros de los hombres que se arrastraban con la lengua fuera, pero ella erre que erre, contra viento y marea, de qué dificultosísima manera había tenido que luchar para conservarse toda entera para su querida hija a la que, no por ser flor de un mal paso, menos había querido que ya se sabe cuán tiernos son los frutos del amor prohibido. No quería ni pensar en el bailarín diabólico ni en la época en que el arrancamiento y el rhum negrita habían sido causa de tan alocados desvíos. En cuanto que de la verbena se oía ya el chip-chip gustoso, hacia él iban acaloradamente los grupos en la noche un poco fresca pero que se disimula con bufanda de seda blanca y con chaqueta un poco prieta y con gorra visera bien puesta sobre el colodrillo. Ellas, algunas, ya gordas fondonas, de remango y aire concupiscente, enarbolaban sobre sus hombros mantones de manila con flecos de seda, a cuya vista volvía a sentirse triste de no haberse puesto el suyo, traído por el difunto coronel de las islas legítimas y adornado con aves del paraíso. Eran los mantones, colgados en la vitrina del cuarto de recibo, algo tan sutil que podía romperse, pero si se los hubiera puesto con cierto cuidadito y con las precauciones necesarias, todos habrían pensado qué bien, qué bien le caían. Dorita novia feliz iba de su novio bien cogida y a él le parecía agradable llevarla así viendo en ciertos momentos, al pasar bajo los faroles, con disimulo, el perfil de la carita que podría pasar por una virgencita sevillana o por cualquiera, de las divinas imágenes que moldearon los dedos de los escultores idos que sabían lo que se hacían cuando derrochaban ángel, lágrimas brillantes en tamaño natural y colorcitos suaves para caras como de cera, que así estaba de virginal, aunque ya un poco cansada, la preciosísima Dorita con su talle cimbreante oscilando al lado mismo del codo del novio que sentía el roce y le hacía soñar en aquellas veladas cuando la veía columpiarse en la mecedora, después de la cena, con las finas piernas asomando por debajo de la falda. No tenía ganas de llevarlas pero la madre se empeñaba y qué otra cosa podía él hacer, sino llegarse al recinto acotado donde la felicidad es permitida por las ordenanzas municipales, mirar hacia la zona de luz después de haber pagado los tiques de la entrada, buscar una silla o dos vacías al lado del aguaducho y comprar una raja de coco para Dorita que tenía ese antojo y se le quedó mirando con sus dientes blancos, brillantes, sanos, fuertes, fuera de los labios al morder la nuez de coco que crujía en la boca jugosa. Ella sonreía sintiendo raro gusto en masticar casi interminablemente el coco hasta que pasaba a la garganta, por dentro de su cuello largo de cisne, largo cuello tan lindo que él había besado. La madre pedía al camarero horchata, como si fuera verano, y el mozo le decía que no, que no, que no había horchata como si fuera verano, que ya hacía demasiado fresco para horchatas y que por qué no iba a tomarse más bien una cerveza mahou con aceitunas de las negras en aliño o incluso unas gambas que no estaban tan pasadas, pero ella erre que erre, ya que no había horchata tuvo que ser gaseosa. Porque bien que recordaba y no había ningún motivo para que echara el recuerdo en saco roto, las cosas que le pasaron cuando se dedicó, por descuido de una madre culpable y no excelente como ella misma, al consumo poco moderado de bebidas peligrosamente cargadas de alcohol o dios sabe qué demonio que lleva el rhum negrita. Los músicos pobres, que con permiso del sindicato, algunas noches actuaban en aquel tablado de verbena y que a la mañana siguiente, aunque con algún retraso humanamente ignorado por sus jefes, deberían presentarse en la oficina para descabezar allí el reparador sueño matinal grato al noctámbulo, entonaban músicas de mambos y sobre todo de boleros pasados de moda y rumbas irreconocibles bajo la capa del chin-chin ibérico que nace en las orquestinas de los pueblos que tocan en la noche de verano, en una era que es la zona de suelo más lustroso de un municipio castellano y que al olor de la paja pisada y quitameriendas machacadas, ordenan el estrujarse de las parejas y seducen los reposos ensoñadores de los números de la guardia civil allí presentes para que se tenga la fiesta en paz. Pero aquí el baile era de más elevada calidad; no sobre suelo de era, sino sobre adoquín resistente se deslizaban los bien calzados pies ciudadanos. Entonces entró Cartucho por la puerta vestido de negro y miró todo alrededor sin distinguir presa estimable hasta que se fijó precisamente en la que tenía que fijarse, a la que ya debía conocer de vista, ya que si no, no se explican sus maniobras cautelosas. Cuando la vieja dijo podéis bailar hijos míos, Dorita sintió una cierta alegría dentro del repeluzno de la noche fresca sentada en una mesa-tomando gaseosa con un novio que no dice esta boca es mía. Él era de esos que no saben casi bailar y para colmo si sabía bailar no era sobre adoquines desiguales, sino alguna vez, hacía tiempo, cuando de estudiante, había bailado en los bailes subterráneos donde ellos pueden entrar por cinco pesetas y derecho a consumición y las señoritas gratis sin derecho a consumición. Vamos para allá, se dijo, de todos modos, no hay manera de evitar este baile y además se entra en calor. La boca de Dorita todavía sabía a nuez de coco y ella orgullosa respiraba dándosele una higa del coco y algo entusiasmada con que al fin, por fin, había conseguido este novio majo. Porque si su madre no había conseguido sino sólo padre para ella, ella sí había conseguido, tal vez por ser más virtuosa, o por una permisión específica del destino que rige la senda de las hijas ilegítimas de incierta ascendencia por un lado y escaso dinero pero bonito, bonito cuerpo que ella, precisamente ella, fuera la excepción a una indeclinable fatalidad. E iban bailando sin conocer la posición de su cuerpo en el espacio relativo a la verdadera trayectoria de la marcha sino englobados en una única unidad móvil que gira sobre sí misma, al tiempo que se desplaza alrededor de la orquesta, como un par de planetas conjuntados o un par de satélites gemelos pendientes sólo e1 uno de la otra y la otra de él. Él con la mano puesta en la cintura comprueba la calidad flexible de este talle vivo de apariencia vegetal, sin embargo humano, ella poniendo una mano en la nuca viril que está caliente e inclinada hacia adelante, en esa zona en que las artes del peluquero permiten cierta desnudez de la forma muscular y ósea que expresa la inteligencia y la fuerza del varón que ellas se han conseguido y por eso les gusta poner ahí la mano y palpar esa especie de carril de savia varonil por donde desciende imaginada la imagen de sí misma que da al hombre su potencia y ascienden los zumos nutritivos que le permiten pensar en ella y desearla. Pero así, embelesados como estaban, llegaban a creer que su fenómeno era puramente privado y que por ninguno otro de los allí presentes podía ser vivido con la misma importancia con que era vivido por ellos, con la evidencia que surge de un deseo compartido por el cuerpo al mismo tiempo que por el alma. Pero no era así, sino que todo el sacrosanto pueblo emparejado, arracimado, sudado que allí de parecida manera luchaba contra la proximidad de la muerte que a todos nos ronda y de la que conocemos la calidad de gusano indetenible y de la que sentimos el berbiquí incesante horadándonos de parte a parte mientras que hacemos como que no lo oímos. Un chotis, esto es un chotis, dijo ella cantándole al oído, con palabras que llegaban envueltas en el aire de su boca, en su olor a coco y en el calor de su deseo, Madrid. Madrid, Madrid, en Méjico se piensa mucho en ti, que le parecía que quería decir, te quiero, te adoro, eres el fin de mi vida y nada puede haber para mí como tú eres sino que yo ya estoy así, parada, cogida de ti, para siempre, para siempre. Mientras los músicos pobres, oficinistas vergonzantes, tocaban, sin atreverse a hacer, como hacen los músicos ricos, risas, saltos y contoneos de cadera divertidísimos, sino que tocaban con toda su cara seria de músico de entierro que corresponde a los músicos pobres y ni siquiera el de las maracas o como se llamen esos chismes parecidos a sonajeros, ni siquiera ése, y ya es raro, se atrevía a sonreír como parece que el instrumento lo pide, sino que también ése cariacontecido y serio, digno y pesaroso, manejaba los instrumentos esféricos con su rostro de caballero en sepelio de Conde de Orgaz. El buen pueblo, con su permiso para divertirse se apretaba a la otra parte del pueblo que le había caído en suerte y procuraba, con ese pedacito de cosa, consolarse de los trabajos v los días que arrastradamente caen sin remedio sobre él y sacaba fuerzas de flaqueza para hacer como si se divirtiera y para olvidar los ojos de hito en hito de las comadres vigilando las evoluciones de sus hijas y las proximidades a las que el mutuo consuelo compelía. E inmóvil, rodeado de todos pero ausente, el hombre vestido de negro miraba de un modo al mismo tiempo atento y como distraído, con una colilla pegada en el labio de abajo. También había tiros al blanco en aquella verbena tan animadamente establecida por los cuidados de la tenencia de alcaldía para solaz del pueblo bajo y que no se diga que el Excmo. Ayuntamiento nada tiene que ver con que es preciso divertir al pueblo, que también la gente del pueblo tiene su corazoncito y qué caramba, hay que echar una canita al aire de vez en cuando. Así que se acercaron, después de pasado el éxtasis, a la cabina del tiro al blanco, dejando a la madre entregada a sus gaseosas y a sus nostalgias de auténtico mantón de manila y él le dijo que si quería tirar y ella dijo que no, que tirara él y él dijo que, la verdad, que no sabía apenas y ella que qué importaba, que tirase de todas maneras, porque tirando sobre un blanco tan próximo se puede cumplir, con más modestia, la misma función erótico-sexual que cazando un antílope en el África negra con el fin de que nuestra ausente-presente hembra pueda admirar el trofeo un día tendida, ligera de ropa o de espíritu, con una copa de champán al lado, en una piel de oso, en el salón donde los trofeos levantan sus cuernos innumerables hacia arriba, señalándonos así a todos la verdadera dirección en que se encuentra el cielo. El novio cogió la escopeta de aire comprimido que tira balines de plomo de tan grueso tamaño, sobre unas bolas de madera tan gordas, a tan corta distancia y que se desplazan tan lentamente, que a veces no se logra evitar dar en una de ellas con el regocijo consiguiente de la al lado contemplante y admirativa del poder viril del macho que, a distancia, con palo-de-fuego abate enemigos temibles defendiendo así la lejana, posible, presunta cuna y la cosa rosada de materia húmeda que en ella yacerá en su día orinando, gritando, devorando el mismo cuerpo hecho leche de la víctima. Dorita admiraba la vertiginosa puntería de su novio conquistado, aquí apelmazado, aquí sometido a la realización de proezas y qué bien, qué bien, qué bien lo estaba pasando, aunque de primeras ella creía que se iba a aburrir porque ir a bailar con la madre de carabina es una cosa que ya no se hace, vaya, que está completamente anticuada y que no se estila. Y que además da mucha rabia. Y luego había un sitio donde se pega con un martillo muy pesado y una pieza de hierro sube por una especie de carril hasta que llega arriba y si llega arriba del todo da —clin— y se enciende una luz, lo que también llena de orgullo a quien lo consigue teniendo en cuenta la altura, realmente muy elevada, en que espera la lamparita roja. Dale, dale, dijo Dorita, dale. Si yo no tengo fuerza, dijo él, pensando que por un momento tendría que soltarla y que había algo que le decía que no llegaría a dar lo suficientemente fuerte y que no debía dejarla a ella completamente sola, mientras cogiera el mazo con las dos manos, en medio de toda aquella muchedumbre de gentes funestas que no eran como él, a las que ella no pertenecía, de las que no formaba parte ella como formaba parte de él, pero ella dijo vamos, no seas gallina, y no tuvo más remedio que hacerle caso, mientras al lado de ella, justamente a su lado pero sin tocarla, se colocaba el hombre de pueblo vestido de negro con una colilla pegada al labio ya completamente apagada, que no la miraba a ella sino a él, mientras olía el olor de ella que había sudado bailando y que llevaba una mezcla de perfumes de la que ya se había desvanecido el olor de coco que antes había impregnado su aliento, entre los brillantes dientes blancos completamente enseñados al mundo exterior a través de la sonrisa siempre presente. Lástima que no haya tiovivos, verdad, dijo ella después que él se hubo esforzado inútilmente en dar con todas sus inhábiles fuerzas en el aparato impulsor sin conseguir sino un mediocre resultado, mientras que un momento más tarde, el hombrecito aquel de aspecto siniestro, con sólo una mano izquierda y un rápido reviramiento de cuerpo ágil encendía la luz roja como un aviso de alarma sobre las pobrezas de la verbena llena de humanos semejantes a hormigas, menos borrachos de lo preciso para acercarse al límite de la única felicidad alcanzable. Y siguieron su periplo nocturno a través de la ausencia de la madre a la que ya casi habían olvidado, casi contentos de estar juntos por fin, muy inútilmente deambuladores de un lado para otro. Y llegaron al barquillero. Y compraron barquillos después de haber tirado a la rueda, donde les salió el trece u otro número cualquiera. Y llegaron a una extraña barraca donde un hombre hacía nubes de azúcar con una máquina que gira y Dorita dijo quiero, quiero y él
compró y dijo toma. Y llegaron a un punto en que había una viejecita con un carrito chiquitín y que —otra vez— vendía nuez de coco y Dorita quiso otra rajita y él se la compró y le dio la rajita de coco y Dorita volvió a mordisquear aquella sustancia tropical. Te va a sentar mal, dijo el hombre de negro y le quitó de la mano la raja. Él estaba mirando para otro lado y no se dio cuenta y ella se le pegó un poco más, pero no dijo nada y se quedó mirando al hombre que le había quitado la raja de coco. Mira allí hay churros, dijo él, ebrio de la fiebre del obsequio, voy a traértelos. Porque una gran muchedumbre se interponía para llegar a la sartén y ésta era la única barraca de verdadero, verdadero éxito y en la que la mercancía era ávidamente consumida. Mocitas quinceñas paseaban con sus churros en la mano cuando ya habían conseguido adquirirlos y se pavoneaban churro en mano y llevándolo a veces hasta sus boquitas de rosa. Otros menestrales y menestralas, amontonados y revueltos con gruesas comadres de barrio, pretendían también hacerse con la preciada mercancía y extendían sus brazos hacia un hombre vestido de blanco que, con un enorme azucarero, salpimentaba de polvo blanco los cucuruchos llenos de placer para mortales humildes. Voy a ver si consigo, dijo él y se fue introduciendo en la masa de compradores, pero permanecía a pesar de sus esfuerzos a una distancia todavía no practicable y ni siquiera podía levantar su mano con las monedas en ella visibles como muestra muda de su pasión de consumo. Entonces, Cartucho cogió el brazo de Dorita y tiró de ella diciendo vamos a bailar, guapa. Dorita dio un grito, pero nadie se enteró porque fijándose bien, se oían bastantes gritos a aquella hora en el recinto municipal acotado. Quién es usted, dijo luego Dorita y Cartucho le contestó calla, calla de una vez, al mismo tiempo que le clavaba en el costado su navaja abierta, en un golpe seco y decidido que había dado más de una vez y mientras Dorita caía al suelo llenándose de sangre poco a poco encima de un charco que de noche parecía negro y que crecía, él se iba hacia afuera sin esperar siquiera a ver la cara que pondría él cuando volviera con su gran paquete de churros y se encontrara con que la venganza había sido ejecutada, que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague.