Tirano III. Juegos funerarios (51 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Zarpo de inmediato, apreso el
Loto
, compruebo Rodas y Siria, y regreso volando. ¿Algo más? —Ifícrates meneó la cabeza—. Desde luego, es una tarea ingente.

—Por eso envío al mejor.

17

Se hallaban doscientas millas al nornoreste de Alejandría y el timonel, Peleo, avistó con sumo atino la costa de Salamis, en Chipre. Las playas de la isla no eran más que un resplandor titilante, y el templo de lo alto del cabo consagrado a Afrodita resplandecía bajo el sol.

—Peleo, eres el príncipe de los navegantes —lo alabó Sátiro, con el remo de gobierno debajo del brazo.

Peleo no miraba al frente, sino que escrutaba la estela de la nave. El
Loto Dorado
era un
tremiolia
, un barco con tres bancadas y media de remeros, una vela permanente y la tripulación necesaria para manejarla incluso en combate. Los piratas preferían la versión menor, llamada
hemiolia
, igual que los rodios, que eran los mejores marineros del mundo. El
Loto Dorado
era de construcción rodia y Peleo era un rodio de nacimiento que llevaba navegando desde los seis años. A la sazón no se conocía su edad, pero tenía la barba blanca y todos los marineros de Alejandría lo trataban con respeto.

—Mientras hablas, hay una muesca en la estela —dijo el timonel.

Con la adusta determinación de la juventud, Sátiro agarró con fuerza el timón de gobierno.

—Nunca he preparado a un chico de tu edad para ser timonel —comentó Peleo. Pero lo dijo esbozando una sonrisa, y la curva de sus labios daba a entender que a lo mejor, sólo a lo mejor, Sátiro sería la excepción—. Si te digo que pongas rumbo al norte por el este, ¿cuál será el primer cabo que verás?

Sátiro se volvió para mirar la estela.

—Mar abierto hasta que veamos aparecer el monte Olimpo de Chipre por la amura de babor —contestó.

—Tal vez —convino Peleo—. La respuesta es correcta. Pero ¿qué error hay en la orden?

Sátiro detestaba aquella clase de preguntas. Miró hacia el blanco cegador del lejano templo.

—No lo sé —contestó tras una incómoda pausa.

—Desde luego, es una respuesta franca —admitió Peleo—. Es verdad, chico: no lo sabes. Y no puedes saberlo. He aquí la respuesta: estamos demasiado cerca de tierra para contar con la brisa marina, de modo que nuestros muchachos tendrían que remar todo el tiempo. —Estaba observando la costa—. Tengo intención de hacer noche en Thronoi; la playa es de fina arena blanca y los habitantes del pueblo nos traerán comida a buen precio. Antes tenía un chico allí.

Su sonrisa arrugó la cicatriz que le surcaba el rostro.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Sátiro. Estaba enamorado, de ahí que quisiera oír hablar de los amores de los demás.

—Creció y se casó con una chica —replicó Peleo con aspereza—. Atento al timón, chico. Hay una muesca en la estela. —Miró detrás de Sátiro, a través del agua y casi directamente al sol—. Tenemos compañía.

El muchacho volvió la vista atrás hasta que divisó unas manchas oscuras justo en el límite del horizonte y casi invisibles con el resplandor del sol.

—Sí, ahora lo veo.

Peleo gruñó.

Thronoi estaba bastante retirado de la costa, pues ningún pueblo sin amurallar podía permitirse estar cerca del mar. Los primeros hombres que se aproximaron portaban lanzas y jabalinas, pero conocían el
Loto Dorado
y conocían a Peleo, y antes de que el sol deviniera una bola roja en occidente, la tripulación estaba asando cabritos y langostas en la playa, bebiendo vino del lugar y hablando de las posibilidades que tenían con la bella hermana del navarco, que suscitaba comentarios pese a ir envuelta de la cabeza a los pies con una clámide lo bastante grande para sentarle bien a Filocles. Melita había suplicado que le permitieran embarcarse como arquera, pero Peleo no había cedido, de modo que viajaba como una acaudalada dama griega con su doncella. Los remeros eran incapaces de verla más que como una bella mascota. Competían por atraer sus miradas, y Peleo le había dicho a Sátiro que no había visto remar con tanto brío en todo el tiempo que llevaba en el mar.

—Todo barco necesita una mujer hermosa —concedió Peleo, de pie junto a Sátiro. Igual que los demás hombres de la playa, observaba a Melita. Ella se mantenía un tanto alejada, mirando a unos arqueros que tiraban contra un blanco. Sátiro sabía que llevaba el arco en su equipaje, y le constaba que podía superar a la mayoría de aquellos hombres. Su postura era desafiante. Su doncella se mantenía detrás de ella, murmurando. Dorcus era la liberta de mediana edad que León había enviado en lugar de Calisto, cuya propensión a marearse era tan legendaria como su hermosura. La belleza de Dorcus residía en su discreto sentido práctico.

—Ese amigo tuyo se partirá el cuello mirándola —dijo Peleo, señalando a Jeno. El hijo de Coeno se estaba quitando la coraza, pero no apartaba los ojos de la joven.

Sátiro meneó la cabeza.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Sátiro, con un gesto de desaliento.

—Es la encarnación de Artemisa, chico —dijo Peleo, torciendo los labios y lanzando una mirada piadosa al templo de Afrodita, la rival celestial de Artemisa—. Lo único que puedes hacer es confiar en que tu hermana no le parta el corazón a nadie.

Durmieron por turnos. De hecho lo hacían todo por turnos porque los principales estados contrataban piratas para complementar sus armadas, y aquel verano la piratería era el negocio más floreciente del Egeo. Sátiro dormía solo porque el navarco técnicamente iba al mando y disfrutaba de tienda propia. Melita dormía en el otro lado de la tienda con Dorcus.

Sátiro despertó al amanecer, vio que su hermana se había levantado, maldijo el anquilosamiento de sus hombros por haber dormido sobre la arena y corrió a zambullirse en el mar mientras el sol salía. Nadó alejándose de la playa. Desde el agua no vio a los centinelas, pero sí a su hermana nadando al otro lado del cabo.

—¡Me ha parecido ver un destello de remos! —le gritó Melita.

Desnudo, Sátiro salió del agua y trepó por las frías rocas del cabo hasta el puesto de vigilancia.

Ambos centinelas dormían como troncos. Era comprensible, después de tres días en el mar remando casi sin tregua, pero también imperdonable. El amanecer era el momento que los piratas solían elegir para atacar.

Sátiro miró hacia el sol naciente protegiéndose los ojos con la mano mientras meditaba cómo despertar a los dos infractores. Vio destellos de sol en palas de remos hacia el norte, más allá del cabo de Korkish. Veinte estadios como mucho.

El corazón se le aceleró.

—¡Alarma! —gritó.

Melita se hizo eco del aviso y corrió a lo largo de la fila de remeros durmientes, sin preocuparse por su propia desnudez, dando una patada a cada hombre y sin dejar de repetir la voz de alarma.

Peleo se había levantado de sus pieles de borrego y subía dando saltos por las rocas como si fuese mucho más joven. Sátiro observaba los distantes destellos de los remos, temiendo tanto equivocarse como estar en lo cierto.

La playa bullía de actividad. Aquélla era una tripulación veterana y bien pagada. Los remeros ya estaban regresando a bordo. Los infantes de marina formaban en la playa a las órdenes de Karpo, su capitán, que dedicó a Melita una mirada de admiración mientras comprobaba la disposición de sus hombres. Jeno estaba en la primera fila, con el
aspis
al hombro y un par de jabalinas pesadas en la mano.

Detrás de los infantes formaron los arqueros. Sólo eran media docena, con arcos escitas y carcajes que contenían dos docenas de flechas, así como algunas sorpresas.

Peleo dio una patada en la entrepierna a uno de los centinelas adormilados.

—¡La que te espera esta noche, Agatón! —le espetó al otro—. ¡Te voy a despellejar, lavacoños de burdel! —Escudriñó el mar y se volvió hacia Sátiro—. Tienes toda la razón, chico. Sale del ojo del viento al alba; ningún marinero honesto haría semejante cosa. —Bajó la vista hacia la playa—. ¿Luchamos o huimos?

Sátiro no estuvo seguro de que realmente le pidiera su opinión, pero le picó la curiosidad.

—Sin duda podemos aguardarlos en la playa. Los hombres del pueblo nos apoyarán.

Peleo asintió.

—Sí —convino Peleo—, pero entonces perderíamos el
Loto
. Con suerte se limitarían a perforar el casco y dejar que se hundiera. Probablemente lo abordarían por la proa y se lo llevarían a remo. Es difícil defender un barco en la playa, aunque no imposible. —Se encogió de hombros—. Gracias a ti, llevamos la delantera. Pienso que deberíamos huir.

—¿Huir? —preguntó Sátiro—. ¿No podemos vencerlos?

—Navarco, eso debes decirlo tú. —Peleo torció el gesto—. Tu tío te ha puesto al mando del
Loto
y por tanto la decisión es tuya. Pero somos mercaderes. Llevamos un valioso cargamento y también a tu hermana. Y luchar contra piratas es trabajo de soldados. —El viejo timonel señaló hacia la playa—. ¿Cuántos de ellos estás dispuesto a sacrificar a cambio de rebanar el cuello a unos cuantos piratas? ¿Y qué será de tu hermana si perdemos? —Frunció el ceño—. O de ti, ya que estamos.

—Mensaje recibido, timonel. Huimos.

¿Se debía a la cobardía el alivio que Sátiro sintió en ese instante?

—Buen chico. Quizá llegues a ser marinero, después de todo.

Peleo saltó de las rocas como si estuviera en la flor de la edad y comenzó a gritar órdenes a los remeros.

Jenofonte ya llevaba puesta la armadura, y Melita ya había sacado de su equipaje el
gorytos
y un coselete egipcio de lino blanco acolchado y un pequeño yelmo de Pilos.

—¿Piratas? —preguntó la muchacha, con los ojos brillantes.

—¡Guarda todo eso! —exigió su hermano.

—¡Deja que luche! —dijo Jenofonte desde la formación—. ¡Tiene más puntería que Timoleón!

—Huimos —dijo Sátiro.

—¿Cómo dices? —preguntó Melita, pasando en un instante de la euforia a la indignación—. ¿Estás de broma?

—Huimos —repitió su gemelo, y se encogió de hombros—. Somos mercaderes, Lita. No podemos presentar batalla.

Detestó las miradas que su hermana y Jenofonte le lanzaron.

—¿Este es el noble guerrero de Amastris? —le recriminó ella—. ¿Cómo piensas explicárselo? ¿Eh, hermano?

—Lita, vigila tus modales.

Sátiro dio media vuelta porque Peleo lo llamaba, pero Melita no iba a rendirse fácilmente, así que lo siguió por la playa.

—Peleo te ha dicho que no podías ponerme en peligro, ¿verdad? A la mierda con eso, hermano. ¡Luchemos! Piensa en los que habrán vendido como esclavos, piensa en los que atraparán mañana… Todos pesarán sobre nuestra conciencia. ¿Tienes miedo de que me violen? A la mierda. Tú eres tan guapo como yo.

—¡No! —exclamó Sátiro, levantando la voz un poco más de la cuenta.

—¿Tienes miedo, hermano? —replicó Melita, y lo dijo en voz tan alta que lo oyeron todos los hombres que aún estaban en la playa.

—¡Ya está bien! ¡Huimos y punto!

Sátiro subió por la pasarela en tres largas zancadas.

Peleo arrastró a la muchacha detrás de él y una vez a bordo no le soltó la mano.

—Si fueras un hombre, golpearía tu maldita cabeza contra el poste de gobierno —dijo. Estaba congestionado—. ¿Cómo te atreves a cuestionar a los oficiales? —preguntó, con una calma cargada de ira.

Sin embargo, los hombres enojados no intimidaban a Melita.

—Sólo lo hago cuando toman malas decisiones, Peleo. Esos tipos son piratas. Deberíamos matarlos.

—Quizá veas cumplido tu deseo —dijo el timonel—. Si buscas impresionarme, lo estás haciendo muy mal, niña. Y ahora, a tu sitio. ¡No con los arqueros, señorita!

Resentida, Melita se dirigió a la toldilla de media eslora con Dorcus, fulminando con la mirada a cuantos hombres vio por el camino.

—Deberías disciplinarla —comentó Peleo.

—Tú primero —respondió Sátiro, esbozando una sonrisa.

Enseguida los remeros de la media cubierta superior y la tripulación a cargo de las velas empujaron desde la popa, y el
Loto
se deslizó por el último trecho de guijarros. Las olas levantaron la proa, y la popa dio un topetazo contra la playa, causando un cierto caos entre los remeros durante dos paladas. No tardaron en dejar la playa atrás y la proa del
Loto
cortó el oleaje, mostrando el rojo cobrizo de las amuras bajo el sol matutino.

—Nos hemos dejado un caldero —dijo el primer oficial, señalando hacia la playa.

—Lo recogeremos la próxima vez. Si es que sobrevivimos. Poseidón, no nos desampares —dijo Peleo, y vertió un fiale de vino al mar.

Los piratas doblaron el último cabo; dos barcos negros atestados de hombres. Ambos eran del tamaño del
Loto Dorado
, uno un trirreme a la antigua usanza ateniense y el otro un fenicio, y en cuanto divisaron a su presa comenzaron a acelerar. Los jefes de remeros ordenaron a gritos la remada de combate, y la celeridad con que fueron obedecidos demostró que aquellas tripulaciones sabían lo que se hacían.

—No —dijo Peleo, mirando hacia popa—. No queremos nada de esto, chico. Firme al timón. Tenemos la rémora del cargamento, pero ellos llevan algas incrustadas: seguro que esos cascos no han visto un dique seco en años. Esto va a ser muy reñido.

—¿No deberías gobernar tú, timonel? —preguntó Sátiro.

Peleo negó con la cabeza, luciendo su habitual media sonrisa.

—No. Tú puedes manejar el timón. —El viejo lobo de mar se rascó la barba unos instantes y luego señaló hacia la jarcia—. ¡Izadme el trinquete, holgazanes! —gritó, y los tripulantes de cubierta corrieron a sus puestos, pues ya tenían la vela desplegada en la cubierta. Sátiro no pudo evitar fijarse en que Agatón había sido el primero en arrimar el hombro cuando los hombres sacaron la vela, tratando de compensar su lapsus.

El joven navarco percibió el cambio en el timón antes de que la vela estuviera izada por completo. La popa del
Loto
se alzó al tiempo que el trinquete hundía el espolón de la proa en las olas, pero la nave cobró impulso. Gobernar era más sencillo a mayor velocidad; un barco grande como el
Loto
avanzaba fácilmente cuando navegaba veloz.

Habían zarpado de la playa propulsados tan sólo por la bancada inferior de remeros, pero Peleo ordenó que todos se pusieran a bregar, y sus briosas estrepadas mantenían la velocidad que les proporcionaba la vela e incluso la aumentaban. Entonces el timonel regresó a popa y midió la distancia que los separaba del enemigo valiéndose del pulgar.

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