Tirano III. Juegos funerarios (46 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Fiale le había sujetado los brazos.

—Intentó matarnos a mi hermana y a mí cuando éramos niños —dijo Sátiro. Sonó como una débil excusa, con dos hombres sangrando en el suelo.

—¡Es el embajador de Atenas! —repitió Fiale—. ¡Ha traído al rey un mensaje de Casandro! ¡Son aliados! ¿Acaso has perdido el juicio?

—Ya lo discutiréis más tarde —dijo Abraham, que seguía agarrando el brazo de Sátiro.

Jenofonte los aguardaba en la entrada con sus clámides. Las peleas eran frecuentes en casa de Cimon, pero los dos extranjeros sangrando en el suelo estaban llamando mucho la atención.

Sátiro se volvió para mirar una vez más a Fiale, que contemplaba a los hombres del suelo y de pronto levantó los ojos.

¿Qué vio en ellos? ¿Confusión? ¿O complicidad?

—Ya tendréis tiempo de discutirlo —insistió Abraham—. Vámonos.

El jardín iba volviendo a la vida —una vida ruidosa y llena de gritos— mientras ellos bajaban los peldaños a toda prisa.

—A correr —apremió Abraham.

—¿De qué estamos huyendo? —preguntó Sátiro.

—No lo sé —dijo el joven judío.

Sátiro entró corriendo por la puerta comercial, dejando atrás a los marineros, hasta llegar al patio.

Tío León estaba junto a la fuente, dando órdenes a una falange de esclavos, sirvientes y criados, y a algunos marineros, que habían llevado sus cargamentos más valiosos desde los almacenes.

Terón sostenía una brazada de colgaduras de seda de Serica y daba la impresión de tener miedo de moverse.

—Acabo de dejar medio muerto al embajador ateniense —dijo Sátiro—. ¡Bienvenido a casa, tío León!

El mercader no era alto, pero tenía unos penetrantes ojos castaños oscuros y su piel morena estaba perfectamente bronceada de un color semejante al del cuero. Parecía un dios de piel oscura, un Apolo maduro.

Abraham, que iba detrás de él, inclinó la cabeza respetuosamente ante uno de los hombres más ricos de la ciudad, y Jeno se mostró avergonzado.

—Me han dicho que has hecho un sacrificio por mi regreso —dijo León, abrazando a Sátiro—. Aunque por lo general no sacrificamos embajadores. —Entonces reparó en los otros dos muchachos—. ¿Va en serio? —preguntó—. Cada vez que vengo a casa tienes algo extraordinario que anunciar, ¿no es cierto?

—¡Es Estratocles! —respondió Sátiro sin aliento—. ¿Te acuerdas de él? ¿De Heráclea?

—Vaya —dijo León.

—Mierda —masculló Terón, que todavía sostenía la seda—. ¿Lo has matado?

—¿Matar a quién? —preguntó Filocles, abriéndose paso entre la muchedumbre de muchachos que ocupaba la entrada al patio del jardín.

Melita llegó con el espartano e hizo caso omiso del repentino sonrojo que acometió a Jeno cuando ella pasó rozándole la espalda. Sátiro archivó esa escena para considerarla más tarde.

—El nuevo embajador ateniense ante la corte de Tolomeo es nuestra antigua Némesis, Estratocles —dijo León, habiendo captado todo el alcance del problema con su habitual agudeza—. ¿Por qué nadie me lo ha dicho? —preguntó, mirando a Pasion, su factor.

Éste hizo una reverencia.

—Figuraba en los informes de la mañana —respondió tímidamente—. No reparé en la importancia del hecho.

—En fin, el vino ya se ha derramado —dijo Filocles—. ¿Demetrio de Atenas ha permitido que ese bellaco sea su embajador?

—Entabla una demanda contra él —aconsejó León—. Estoy convencido de que podemos llegar a un acuerdo. Es un hombre de negocios.

—Lo haré ahora mismo —asintió Filocles, arrebujándose en su himatión.

—Exacto. ¡Ve!

A pesar de los tres años que llevaba bebiendo más de la cuenta y de los interminables debates en el ágora, Filocles aún podía moverse deprisa cuando era preciso. Salió por la puerta de la calle antes de que León hubiese decidido el siguiente paso.

—Cuéntanos qué ha sucedido —pidió el comerciante.

Sátiro relató el incidente, titubeando un poco al describir la actuación de Fiale.

—Has vencido a dos hombres —dijo Terón—. Y luego los has dejado vivos.

—¡Gracias a los dioses! —dijo León. Se rascó el mentón y encorvó los hombros—. Matar a un embajador haría imposible cualquier carrera política.

—La muerte es peor —replicó Terón, manteniéndose en sus trece—. Escúchame bien, Sátiro: la próxima vez que tengas a un enemigo bajo el filo de tu
kopis
, usa la hoja para lo que está hecha. Si él muere, tu historia es la única que cuenta ante los tribunales de justicia.

—No me parece un buen consejo para un chico —intervino León—: «Mata a todos tus adversarios.»

—Tienes toda la suerte del mundo —dijo Melita, abrazando a su hermano—. Estaba deseando encontrar asesinos.

—Ten cuidado con lo que deseas —dijo el corintio.

—Esta alianza con Casandro significa mucho para nuestro Tolomeo —dijo León, acariciándose la barba bien recortada—. Creo que lo mejor será que salgas de la ciudad, chaval. Pasion, avisa a Peleo el timonel para que tenga a su tripulación preparada; una noche en los muelles y a bordo al amanecer de mañana. ¡Corre! —Se volvió hacia Terón—. Traigo un montón de noticias para nuestros amigos —dijo—. Intentaré referirlo todo durante la cena.

Uno de los muchos aspectos en que los «tíos» de Sátiro se diferenciaban de los demás hombres era la manera en que vivían. Tanto León como Diodoro eran ricos, y sin embargo habían construido sus casas juntas, tanto que compartían puertas y jardines. Nihmu, la esposa sakje de León, y Safo compartían las dependencias de las mujeres. Terón, Filocles y Coeno vivían en las mismas casas, y el complejo, que cuadruplicaba el tamaño de la mayoría de las mansiones, se gobernaba al estilo militar, con comidas en común y cierta disciplina cuartelaria.

Otro aspecto que los distinguía de los demás propietarios acaudalados era que León, Filocles, Coeno, Sátiro, Diodoro, Terón y las mujeres, Safo, Melita y Nihmu, siempre cenaban juntos con los sirvientes de más rango de León, de un modo que recordaba el sistema de casinos espartano, salvo en que la comida era excelente y las mujeres compartían mesa con los hombres. Estas cenas comunales habían sido una característica de la vida en Tanais antes de su caída, y León había transferido la costumbre a Alejandría. Diodoro solía traer a algunos de sus oficiales —Eumenes casi siempre cenaba con ellos, igual que Crax— y León invitaba a sus timoneles más veteranos, a amigos con los que hacía negocios y a los jefes tribales que mantenían sus caravanas en marcha, cuando estaban en la ciudad. Filocles traía filósofos y sacerdotes del ágora y los templos, mientras que Coeno a veces se hacía acompañar por algún compañero de armas, y en una ocasión invitó al mismo rey, al que conocía desde hacía tiempo. De ahí que las cenas devinieran en grandes recepciones con veinte o treinta
klinés
, comida, vino y debate, siendo, además, el momento en que se reunían todos, especialmente ahora que León había regresado.

—No salgas de la casa—dijo el comerciante a Sátiro—. Chicos, ¿vosotros estabais presentes? —preguntó a Jenofonte.

—Sí, señor—contestó éste.

—En tal caso, será mejor que os quedéis hasta que averigüe algo más. —León dirigió un gesto a Abraham y llamó a un esclavo—. Ve enseguida a casa de Ben Zion, dile que su hijo se queda a cenar aquí y que él mismo le llevará un mensaje mío esta noche.

El esclavo asintió.

—Ben Zion. Hijo a cenar. Mensaje después.

—Eso es. Ve.

Pasion regresó de su último mandado.

—Ambos hombres están vivos —anunció.

—Cerrad las puertas —ordenó León—. Que no entre nadie sin mi permiso expreso. Pide a Crax que la hila de Hama monte guardia en las puertas.

—¿No es una reacción exagerada? —preguntó Terón.

—Yo no he presenciado los hechos. Ya he lidiado con Estratocles y he hecho tratos con él, y diría que tiende a obsesionarse con el éxito. Si no me falla la memoria, intentó matar a los dos hijos de Kineas. —León enarcó una ceja—. En Heráclea irrumpió en una casa particular, ¿no es cierto?

—Mensaje recibido —dijo Terón, inclinando la cabeza. Miró a Sátiro—. ¿Lo ves? Tendrías que haberlo matado, Sátiro.

El muchacho estaba comenzando a enojarse.

—Yo…

—¡Hicimos un juramento! —intervino Melita.

Esta crítica fue la gota que colmó el vaso.

—¡Esto no es justo! —protestó Sátiro—. ¡Estratocles es el embajador de Atenas! ¡Eso lo convierte en una persona sagrada! ¿Y cuándo exactamente quedó incluido en el juramento Estratocles? ¿Vamos a matar a todos los esbirros, o sólo a la gente que ordenó la muerte de mamá?

—Yo… —murmuró Melita, mordiéndose el labio.

—No te conviertas en una Medea —dijo Sátiro, apretándole la mano.

—Perdóname. —Melita se arrodilló y le palpó la sangre de la pierna—. Estás herido.

Terón enarcó una ceja.

—Estratocles es muy bueno —dijo Sátiro—. ¿Sabes una cosa?, estoy bastante seguro de que vencer a dos luchadores consumados sería motivo de alabanzas en la mayoría de las casas.

León miraba al vacío, rascándose la barba rala.

—Tal vez —admitió.

Sátiro miró en derredor, se tragó una respuesta airada y cruzó los brazos. Guardó silencio con aire enojado mientras su tío enviaba mensajeros a distintos lugares para luego acomodarse en el jardín, sin hablar apenas, y su silencio fue más ominoso que sus órdenes.

Nihmu y Safo llegaron desde las dependencias de las mujeres y enviaron a todo el mundo a tomar un baño antes de cenar. Cuando Sátiro, sintiéndose desorientado en su propio hogar, se hubo secado, vio que Hama apostaba a un par de soldados de caballería en la puerta principal; hombres de Tanais, absolutamente leales. Eso lo tranquilizó. No obstante, se colgó la espada encima del quitón.

Un sirviente se asomó a la cortina de la puerta de su habitación e hizo una reverencia.

—León pide que te pongas tus mejores galas, señor —dijo el criado—. He venido a ayudarte.

Sátiro se desprendió de la espada y el quitón, abrió el arcón de debajo de la ventana y revolvió entre las prendas de lana dobladas, buscando su favorita: un quitón blanco de lana con una diminuta cenefa de púrpura tiria. Lo encontró gracias al tacto más que a la vista; la lana era magnífica.

—¿Qué te parece esto? —preguntó al sirviente.

—Muy apropiado, señor —contestó éste.

Acto seguido lo ungieron con aceite, lo peinaron con esmero y le ajustaron el quitón de modo que cada pliegue cayera como si lo hubiese esculpido Praxíteles, sujeto con una faja hecha de cordón de oro.

Sátiro añadió a su atuendo un puñal colgado al cuello que desaparecía entre los pliegues del quitón. El sirviente hizo una mueca.

—Dudo que lo necesites, señor —comentó.

A Sátiro siempre le habían fastidiado los sirvientes habladores.

—Eso lo decidiré yo —dijo el joven, y se sentó para que le pusiera sus mejores sandalias. Una vez calzado, dio las gracias al sirviente, que se retiró.

No era la primera vez que Sátiro deseaba tener un sirviente o un esclavo propio, un camarada. Alguien que comprendiera sus necesidades. Todos los libertos de León lo trataban como a un niño.

Aún le rondaba la mente la idea de haber tratado mal a Fiale. Se sentó a una mesa del patio y escribió una nota, buscando sin éxito unos versos que expresaran lo que sentía. De modo que puso:

Ese hombre es mi enemigo y lo ha sido durante años. Lamento que resultaras herida durante la pelea. Si puedo servirte en algo, ruego me envíes una nota.

La selló con su anillo de Heracles y la envió con un esclavo.

Mientras recorría los fríos salones de mármol hacia el jardín, cayó en la cuenta de que no había preguntado por qué iba vestido como un príncipe.

Melita aún estaba tendida desnuda en su diván, tratando de serenarse con la fresca brisa vespertina, cuando una sirvienta mayor entró en su cámara.

—Vengo a pedirte que te vistas de gala —dijo la anciana, sonriendo—. Tienes una invitación de palacio.

Calisto, también desnuda, se levantó del balcón y juntó las manos dando una palmada.

—¡Tiene que ser de Amastris! He oído decir que el amo León la ha traído a casa.

—¡Gracias, Dorcus! —dijo Melita con una amplia sonrisa—. Enseguida me arreglo.

La criada se volvió hacia Calisto.

—No estaría de más preparar una muda para mañana —dijo, pasándose un dedo por la nariz—. El mensajero del palacio ha dado a entender que doña Amastris quizá quiera invitar a nuestra ama a dormir.

—Dorcus, sé buena y dile al mayordomo que no me quedo a cenar. ¿Lo sabe el tío León? Huy… su cena de bienvenida. A lo mejor… —Hizo una pausa—. Amastris pretende usarme para ver a mi hermano, ¿verdad? —preguntó Melita a la anciana sirvienta.

Dorcus meneó ligeramente la cabeza. Era una mujer importante en la casa, y la joven sabía que todos los rumores llegaban a sus oídos.

—El amo León tiene su propia invitación —respondió—. Igual que tu hermano; del rey en persona. Si la princesa desea ver a tu hermano, tendrá que hacer planes muy deprisa. Vístete bien, joven ama. —Hizo una pausa—. Habida cuenta del… incidente… de esta tarde, es posible que las cosas no vayan como se imagina la princesa. ¿Me entiendes,
despoina
?

Calisto no necesitó una segunda advertencia. Ya había dispuesto sobre la cama el mejor vestido griego de Melita, de un tejido de lana tan fino que casi transparentaba, cuidadosamente aceitado para darle un acabado perfecto, de color púrpura oscuro con rayas doradas. También sacó los broches de Artemisa que Kinón le había regalado tres años antes y una daga, así como un fabuloso alfiler de bronce para el pelo con la cabeza oculta por una perla enorme que hacía juego con las cintas que le sujetaban las largas trenzas morenas.

Calisto le puso largos pendientes de oro en las orejas y le abrochó el collar. Apoyó las manos en los hombros de su señora.

—Estás preciosa —dijo. Sostuvo en alto un espejo de plata para que Melita pudiera verse.

—No tanto como tú —dijo la muchacha. Su esclava era como una encarnación de Afrodita; de hecho, algunos hombres le otorgaban ese tratamiento. A Melita le habían ofrecido sumas de hasta veinte talentos de plata por los favores de su esclava.

—Hummm —dijo Calisto. Bajó su cabeza al lado de la de Melita de modo que ambas quedaran de lado en el espejo—. Morena y rubia. Tú eres más la imagen de Hera o Artemisa. Una belleza más fría, pero no menos hermosa.

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