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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (44 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Filocles negó con la cabeza.

—Ya hemos tenido antes esta conversación. Y estás llamando mucho la atención.

—Hombres —dijo Melita a los cientos de transeúntes entre bufidos de indignación. Acto seguido se volvió y siguió caminando.

—¿Estás lo bastante serena para que te dé una noticia? —preguntó el espartano al cabo de un rato.

—Sí —respondió Melita, que había recuperado el buen humor al ver a un grupo de acróbatas egipcios que actuaba delante de una cervecería.

—Tu tío León llega a casa esta noche.

—Me lo ha contado Calisto esta mañana, en cuanto me he despertado. Tendrás que buscar algo mejor.

—Esa chica tiene… fuentes de información. —Filocles sonrió.

—Es capaz de sacar agua de las piedras, te lo aseguro —asintió la joven con suma satisfacción.

—Tu tío ha remontado la costa del Euxino para ver cómo están las cosas por allí. Se dice que Herón está perdiendo poder sobre Panticapea y que Ataelo ha hecho grandes progresos en el este. —Sonrió a su pupila—. Ataelo ha pasado años hostigando a los sármatas y asaltando a Herón. Si todavía hay resistencia contra la usurpación de Herón es porque Ataelo la mantiene viva. Todos estamos en deuda con él. —Calló un momento, y al cabo dijo—: Y León trae a Amastris desde Heráclea.

—¡Oh! —Melita juntó las manos—. ¿Seguirá enamorada de mi hermano?

—¿Amastris de Heráclea está enamorada de tu hermano? —se sobresaltó Filocles.

—Vaya —dijo ella, acongojada—. No tendría que haberlo mencionado. ¡Espera un momento! ¡Eso significa que vamos a regresar! —dijo Melita, y volvió a juntar las manos, dando una palmada—. ¿Se acabó Alejandría? ¿Volvemos a Tanais?

Filocles miró en torno a ellos.

—Esto no deberías gritarlo en una vía pública, niña; pero no voy a dejar que cometas un error que te destroce la vida por ignorar lo que se está cociendo. León, Diodoro y yo… creemos que se acerca el momento en que valdrá la pena intentarlo.

Melita dio una palmada más, se puso de puntillas y besó al espartano.

—Sabía que eras el mejor. ¡Necesitaré una armadura! —Se señaló los senos—. Mi viejo coselete no me cubrirá ni el pecho.

—No consigo imaginar lo difícil que debe de ser luchar con esas cosas —dijo Filocles, señalando los pechos de Melita con un vago ademán—. Pero lo haces bastante bien.

Filocles seguía dándole lecciones en privado, igual que su hermano. Terón había vuelto a ceñirse al código griego: las chicas no tenían por qué practicar el pancracio.

—Ojalá nos atacara alguien —dijo Melita, mirando en derredor—. Una chica guapa como yo y un anciano como tú… ¿Por qué no nos ve como presas fáciles esta gente?

Filocles puso los ojos en blanco.

—¡Qué lástima lo de Olimpia y sus asesinos! —prosiguió la joven con una sonrisa—. ¡Ellos sí que nos habrían atacado!

Filocles negó con la cabeza.

—Nos perdió en el desierto. Y ahora está muerta.

—¡Adiós y hasta nunca! —dijo Melita meneando la cabeza—. Una menos contra quien cumplir el juramento. O tal vez debería decir que Artemisa la pilló antes que yo.

—Olimpia tenía tantos enemigos que los dioses no necesitaban ningún instrumento para liquidarla. —Filocles se encogió de hombros—. ¿Ya sientes nostalgia de los soberbios días de tus doce años y medio? —preguntó.

—Entonces hacía cosas —contestó Melita—. Ahora me paso el día tumbada viendo cómo me crecen los pechos.

—Escucha, cariño —dijo el espartano, cediendo un tanto—. Cuando tu tío León esté en casa ya te enterarás. Pero si Antígono hace su campaña de verano en Macedonia, contrataremos a dos mil soldados de infantería y zarparemos rumbo a Tanais.

Melita se arrimó a él y lo miró de hito en hito pese a que Filocles le sacaba una cabeza.

—Prométeme por todos los dioses que voy a ir —pidió.

—Vas a ir —dijo Filocles, sosteniéndole la mirada sin pestañear.

Melita le echó los brazos al cuello en medio de la calle. Varias cabezas se volvieron y el preceptor se sonrojó.

—¿Puedo decírselo a Sátiro? —preguntó Melita.

—Mejor esperar. León estará en casa esta noche. —Filocles echó a caminar otra vez—. Tu hermano tiene algunos amigos que no me gustan.

—¿Cuáles? —saltó Melita en defensa de su gemelo—. No lo dirás por Jenofonte.

—Ni mucho menos, cariño. No, y tampoco por Abraham, por más que su padre sea zelota. Pero el padre de Teodoro vendería a su madre por dinero o prestigio social, y ese Dionisio… —Filocles se mordió la lengua.

Melita daba otro uso a Dionisio, quien, pese a sus aires afectados, tenía un cuerpo hermoso que rara vez ocultaba y un malicioso sentido del humor.

—Dionisio ha escrito un poema sobre mis pechos —comentó Melita.

—Ya lo sé. —Filocles apretó el paso—. Igual que todos los hombres de la ciudad.

Melita sacó la lengua.

—¿Y qué? Aquí están. Todo el mundo puede verlos. —Se puso a brincar, como si no llevara recorridos cuarenta estadios—. ¿Y qué hay de ese chico tan guapo, Heracles? —La mera mención de su nombre le hizo sentir un hormigueo—. Si mi hermano puede tener a Amastris, a lo mejor yo podría tener a Heracles.

—Cariño, Banugul es la última mujer de la tierra a la que querrías tener como suegra. Lo único que desea es convertir a su hijo en Rey de Reyes. —Filocles se detuvo para sacarse un guijarro de la sandalia—. ¿Tengo que recordarte que se encuentran con Antígono? Seguro que Banugul está muy atareada conspirando.

—Y sin embargo la salvaste, maestro Filocles —dijo Melita, quien de pronto cesó el paso saltarín y lo miró, expectante.

—No la salvé yo solo, querida. Y si lo hice, igual que tú, fue porque los dioses nos lo dijeron. ¿Cierto? —preguntó, alzando un ceja.

—Sí.

Cuando Filocles estaba de humor para dar lecciones a Sátiro, le gustaba decir que los griegos estaban acostumbrados a la colonización y la cleruquía, pues eran rápidos en construir los nuevos asentamientos. Atenas había levantado fuertes en todas partes cuando era la reina de los mares, y Mileto había diseminado colonias tal como un libertino diseminaba bastardos. Los griegos llegaban a un lugar, construían un par de templos, edificaban unas cuantas casas con la celeridad y, regularidad de un campamento en plena campaña y antes de que el arquitecto tuviera ocasión de decir «mármol de Paros», ya había una nueva ciudad. O eso decía el espartano.

Pero Alejandría representaba la fundación de una ciudad a una escala sin precedentes, como si alguien hubiese querido crear una nueva Atenas o una nueva Corinto. Había quien decía que era fruto de la voluntad del rey-dios Alejandro, y otros aseguraban que era un logro de la concienzuda administración de Tolomeo y de los quince mil talentos de plata que sacaba del tesoro egipcio cada año. Los filósofos —y no había escasez de ellos— se reunían en el ágora o a la sombra de la nueva biblioteca, a la sazón un mero montón de manuscritos y algunos jardines, y debatían las virtudes y los vicios de mezclar religiones y razas, del comercio, de la realeza.

Pero una ciudad nueva carece de tradiciones y la ausencia de éstas a menudo genera nuevos hábitos. En Atenas o Corinto, los hombres de las clases más altas jamás bebían vino en establecimientos públicos. Trabajaban desde sus hogares, celebraban reuniones de trabajo en sus domicilios, daban fiestas —ya fueran desenfrenadas o decorosas— en sus casas. La virtud y el vicio se practicaban en los confines del hogar. Sátiro lo había vivido de primera mano, pues había visitado Atenas repetidas veces hasta que Demetrio de Falero se convirtió en el tirano de facto de Atenas y el hijo de Kineas pasó a ser una de las víctimas de su régimen. En esa ciudad, donde Sátiro poseía una casa, podría dar una fiesta o asistir a una celebración, pero si fuese visto comprando vino o flautistas para su uso exclusivo, sería objeto de mofa. Y la idea de ir a una taberna bastaría para tacharlo de
thetes
, un liberto de clase baja, y no un caballero.

Filocles teorizaba que en Atenas la voluntad del pueblo en la asamblea —incluso bajo el tirano— tenía el efecto de minimizar la exhibición de la riqueza individual. Si alardeabas de tener mucho, la gente votaba que debías organizar costosas recepciones o sufragar un trirreme o cualquier otra actividad igualmente ruinosa.

Alejandría tenía un rey, no una asamblea, pese al hecho de que Tolomeo todavía no había asumido el título ni los honores formales de un rey. Los mil hombres más ricos de la ciudad competían en demostrar el alcance de su riqueza y el esplendor de su vida. Muchos lo hacían a la antigua usanza ateniense, levantando monumentos, incluso sufragando un trirreme al servicio del rey Tolomeo. El tío León era uno de ellos: corría con los gastos de una escuadra y había puesto los cimientos del templo de Poseidón. Siempre estaba en el servicio público.

Otros hombres, en cambio, usaban su dinero de manera diferente, manteniendo a hermosas amantes, dando fiestas magníficas a una escala desconocida en Atenas, vistiendo con sedas traídas por tierra desde Serica, a cien mil estadios de distancia, o con las mejores lanas de Bactria, teñidas con los más intrincados colores de Tiro y Asia.

Filocles desdeñaba todo ese exhibicionismo y con frecuencia hablaba en su contra, diciendo que el resultado eran lugares como la casa de Cimon, porque si los hombres tenían prendas de ropa que costaban veinte talentos de plata, necesitaban un sitio donde poder lucirlas, y esa clase de hombre que se gastaba veinte talentos en un quitón no solía mantener la perfección de su cuerpo en el gimnasio ni la de su mente en el ágora.

Filocles decía que en Esparta o Atenas, ciudades que a menudo presentaban contrastes pero que según él tenían más en común entre ellas que con Alejandría, un hombre iba al gimnasio y al ágora para demostrar que su cuerpo estaba preparado para servir al estado en la guerra y su mente dispuesta para hacerlo en la paz. Sátiro, que disfrutaba cuando Filocles hablaba de ese modo, era capaz de citar largos pasajes del discurso del espartano, y con frecuencia pensaba en sus palabras mientras paseaba.

Incluso cuando paseaba hacia casa de Cimon.

El establecimiento se hallaba en una hilera de mansiones construidas apresuradamente cuyos jardines traseros daban al mar. El leve promontorio donde se encontraban permitía a sus dueños disfrutar de la brisa cuando ésta había dejado de soplar en el resto de la ciudad, y las casas se habían edificado durante el primer florecimiento de la ciudad, en la década que siguió a su fundación.

Pero las modas cambian. Cuando Tolomeo comenzó a construir el complejo del palacio real, el sector occidental de la ciudad perdió su elegancia, pasando a albergar almacenes y residencias de obreros. Unos pocos macedonios ricos decidieron quedarse, pero la mayoría se mudó, aunque sólo fuese para estar cerca de la sede del poder. Muchos de ellos nunca llegaron a terminar sus casas, y algunos ni siquiera habían ajardinado sus parcelas ni plantado árboles, de modo que el vecindario presentaba un aspecto ruinoso, como si un ejército conquistador lo hubiese arrasado, arrancando todas las moreras.

Pero la casa de Cimon era una isla de verdor. El primer propietario había creado un hermoso jardín, importando plantas del interior de África y de los confines del mar. Cuando falleció y el esclavo público Cimon adquirió la propiedad, éste compró también a los jardineros que lo cuidaban. En el interior, el antiguo dueño había dispuesto que pintores expertos representaran escenas de la
Ilíada
y la
Odisea
, de las conquistas de Alejandro y de los mitos de los dioses en bajorrelieves de yeso, de modo que un cliente aburrido podía tener la sensación de estar contemplando el sitio de Troya o, en algunas estancias, el rapto de Helena.

Sátiro comprendía las razones filosóficas por las que la casa de Cimon era perniciosa para él y para la ciudad, pero el lugar le encantaba; las serenas recámaras verdes, el mordaz alborozo de las
pornái
y las flautistas, los acróbatas, el atún a la parrilla y el arte, los chismes y las peleas.

—¿Qué puedo ofrecer al héroe del momento? —preguntó Trasilio, el antiguo esclavo que trabajaba como mayordomo de la casa. Siempre podías juzgar tu estatus en un instante con Trasilio, pues el empalagoso frigio parecía estar al tanto con todo detalle de los chismes de la ciudad—. ¿Tolomeo te ha dado la mano? ¿Y has hecho un sacrificio por tu tío? Qué maravillosa devoción, joven amo. ¿Vino?

Una copa espartana apareció en la mano de Sátiro —otras fueron para Abraham, Jeno y Teo— y les sirvieron vino de una jarra de plata mientras se sentaban en el vestíbulo. Dos chiquillos, un niño y una niña, a todas luces gemelos, les lavaron los pies.

—¿No son adorables? —dijo Trasilio—. Los he comprado hoy.

La niña le lavaba las manos. Su rostro mantenía una expresión muy seria y sacaba la punta de la lengua entre los dientes.

—Sí —contestó Sátiro, con la habitual desazón que le causaban los esclavos.


¿Kliné?
—preguntó Trasilio, refiriéndose a los largos divanes sobre los que los griegos acaudalados se reclinaban para comer y beber—. Tengo abierto el jardín que da al mar, joven amo.

Sátiro asintió, y su grupo fue conducido a través de dos salones donde docenas de hombres jóvenes, y algunos no tan jóvenes, tonteaban entre ellos y con las numerosas acompañantes que proporcionaba la casa.

—¿Podrías avisar a Fiale, Trasilio? —preguntó Sátiro.

Fiale era una auténtica hetaira, una mujer libre que a veces ofrecía su compañía a los hombres. Además de su belleza, un particular atractivo que en nada se parecía al de las
hetairai
corrientes, tocaba la cítara y cantaba, a menudo componiendo canciones burlonas para tomar el pelo a sus clientes.

Un año atrás la mujer había consentido en poner fin a la virginidad de Sátiro. El joven sospechaba que su tío le había pagado por el servicio, pues era muy selectiva con su clientela, y desde entonces siempre lo había tratado con afecto y cierta reserva; como si fuese una prima lejana, había bromeado Sátiro con Abraham.

—Veré si está disponible —dijo Trasilio con una reverencia—. Esta tarde se encuentra aquí.

—Es demasiado para nosotros, ¿no os parece? —preguntó Abraham entre risas.

Jeno sonrió abiertamente. Le gustaba Fiale, y no lo incomodaba como las
pornái
y las flautistas, un rasgo de su amigo que Sátiro entendía perfectamente.

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