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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (45 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Teo, por su parte, hizo un mohín.

—Quiero que una flautista me toque la flauta —dijo—. Fiale las espanta a todas.

Sátiro dejó que un chico le quitara las sandalias y la clámide y se recostó, arreglándose el quitón tan bien como pudo. No amaba a Fiale, al fin y al cabo era una hetaira, pero tampoco quería defraudarla. O quizás en realidad deseaba impresionarla. Suspiró y volvió a alisarse el quitón.

Vio la ceja enarcada de Abraham y se echó a reír.

—Cómo sois los griegos —dijo éste—. ¡Tiene edad suficiente para ser tu madre!

—¡Te he oído, samaritano! —exclamó Fiale. Estaba riendo, y dio una palmada en el hombro a Abraham al sentarse en el borde de su
kliné
.

—No soy samaritano… —comenzó el muchacho, y entonces echó la cabeza para atrás y rompió a reír—. ¡Eres la maravilla de la ciudad, señora mía! ¡Incluso sabes tomarle el pelo a un judío!

—Puedo hacer más que tomarle el pelo —dijo Fiale, inclinándose encima de él, entre seductora y amenazante—. ¡Puedo coquetear con él!

Abraham fingió pánico y terror.

—¡Aaah! ¡Aaah! —gritó, a todas luces deleitándose con las atenciones de la hetaira.

Los otros jóvenes rieron.

—¡Coquetea conmigo! —suplicó Teodoro.

—¡No, no! Sois unos chicos muy malos. Estoy con otro grupo y sólo he venido a saludar al héroe. ¿Has hecho tres asaltos con Terón y habéis terminado en empate? Tiene que haber sido todo un espectáculo, Sátiro.

El modo en que pronunciaba su nombre hacía que se sintiera mayor, más fuerte y más guapo.

—Los de mi grupo están maldiciendo por haberse perdido el combate. Uno de ellos, un extranjero, ha preguntado si por casualidad eras del norte… del Euxino. Le he dicho que creía que era de Atenas. Ay de mí, Sátiro, he descubierto que apenas sé nada sobre ti —dijo Fiale. Le puso una mano en el rostro, un gesto personal, íntimo y afectuoso—. ¿Y tu tío llega a casa esta noche? —preguntó.

—Hemos hecho un sacrificio por él —intervino Teo.

Sátiro torció el gesto ante el engreimiento adolescente de su amigo.

—Hemos divisado sus barcos desde el templo y lo hemos visto a él de pie junto al timonel del
Loto Dorado
.

Era la primera vez que Fiale le había hecho una pregunta directa, y su actitud resultaba un poco… extraña.

—Le enviaré una cesta de flores con una nota para Nihmu —dijo Fiale. Muchas esposas se ofenderían si recibieran una cesta de flores de una hetaira, pero Nihmu era diferente.

Fiale estiró sus largas piernas, torciendo los dedos de los pies, y de pronto se levantó de un salto como una acróbata.

—No puedo quedarme más tiempo.

Sátiro tuvo la osadía de apoyarle una mano en el costado, no de manera posesiva: sin retenerla pero sin vacilación.

—¿Podrás volver y cantar para nosotros?

Fiale hizo una reverencia como un actor.

—Es posible —dijo—. A no ser que me encuentre con una docena de flautistas tocando vuestros instrumentos. —Le guiñó el ojo a Teodoro, que se ruborizó.

Se retiró, atrayendo todas las miradas del jardín, y fue reemplazada por un par de risueñas sirvientas.

—Ahora seremos invisibles —dijo la mayor, una egipcia de pelo moreno y pechos grandes con la cara prácticamente redonda—. Nadie se fija en una camarera después de estar en compañía de Fiale.

—Por no hablar de las propinas —dijo la más joven, una sílfide chipriota que parecía una nereida—. ¿Cómo va a comprar su libertad una chica? —preguntó retóricamente, chupándose la punta de un dedo—. ¿Alguien quiere vino?

Los chicos rieron, se dieron palmadas, bebieron vino y se comieron con los ojos a las chicas mientras un grupo de acróbatas hacía piruetas, un par de africanos ejecutaban una danza guerrera que impresionó a Sátiro y una chica de tez aceitunada bailaba sola con una lanza de tal modo que hizo que todos los muchachos pensaran en las pérgolas de la parte trasera del jardín.

Teodoro guiñó el ojo a sus compañeros.

—No quisiera ofender la delicada sensibilidad de Fiale —dijo—, de modo que voy a que me aceiten el pabilo en privado.

Jeno se sonrojó, pero Abraham se rio.

—¿Te ha gustado? —dijo Teo, deteniéndose—. ¿En serio? Se lo oí decir a uno de los esclavos de mi padre.

—No es tan estúpida como algunas frases que se oyen por ahí —dijo Abraham—. Anda, ¡ve a buscar a tu comedora de salchichas!

Teo casi se asfixió de risa y se fue corriendo.

Un grupo de hombres de mediana edad se acercó a felicitar a Sátiro. El muchacho los conocía a todos: eran oficiales al servicio de Diodoro. Panion, un comandante de
taxeis
y un valor en alza, paseó los ojos por el cuerpo de Sátiro de tal manera que el muchacho se incomodó.

—Ven un día de éstos a ver la instrucción de los Compañeros de Infantería —lo invitó el comandante—. Tengo entendido que don Tolomeo se ha fijado en ti.

Sátiro notó que se estaba ruborizando. Panion era el líder de la facción macedonia, los hombres que pensaban que a los meros griegos y judíos había que mantenerlos en su sitio. Pero nunca había ocultado su admiración por Sátiro.

El muchacho les dio las gracias educadamente. Como era más joven, se levantó y los acompañó a sus divanes antes de regresar al suyo, ruborizado por las alabanzas y las obvias insinuaciones de Panion. Los macedonios no coqueteaban: era un dicho de las flautistas que tenía mucho de cierto.

Aparecieron unos esclavos que limpiaron su
kliné
, cepillando las migas de pan y restos de queso.

—Debería irme a casa —comentó Sátiro.

—No hasta que haya cantado para ti —dijo Fiale, que apareció de repente y se dejó caer en su diván.

El joven se animó de inmediato.

—Creía que estabas… ocupada.

—Mira que eres tonto, chico —dijo ella, tocándole la cara otra vez—. En realidad ya no eres un chico, ¿verdad, Sátiro?

La mano de Fiale le acarició el brazo, recorriendo con el pulgar las líneas de sus músculos, y Sátiro sintió un cosquilleo en la entrepierna.

—Más o menos —admitió Sátiro.

Los ojos de Fiale eran grandes como copas y sus labios tenían minúsculas arrugas de un color tan vivo que parecía marrón. Sus pezones eran iguales, los recordaba muy bien.

Vívidamente.

—¿Puedo cantar una canción mía? —preguntó.

Los tres muchachos asintieron al unísono.

Fiale se levantó, se puso de cara a ellos y empezó a cantar sin más dilación ni preparativos. Extendió los brazos mientras entonaba una canción sencilla y sin acompañamiento sobre una chica cuyo amor se había ido a Troya y a quien quería seguir o morir.

Cuando hubo terminado, se quedaron callados un momento. Todo el jardín estaba en silencio, y de pronto los ocupantes de los divanes comenzaron a aplaudir, y algunos incluso se pusieron de pie.

—Para nosotros no has cantado —observó un joven. No parecía enojado, sólo aburrido—. ¿Tendría que haber pagado más?

Sátiro lo conocía, como todos los demás. Gorgias era el hombre rico más joven de la ciudad, dado que era dueño de su fortuna; al morir su padre y su tío se había encontrado con unas riquezas incalculables y sin la supervisión de un adulto. Filocles lo usaba como ejemplo de vida disoluta porque tendía a engordar y desdeñaba la filosofía. Sus amigos eran siempre hombres mayores a los que utilizaba o por quienes era utilizado.

Lo acompañaban un soldado, un hombre corpulento con una línea roja que le recorría el costado del cuerpo desde el rostro hasta la rodilla derecha, y otro a quien Sátiro no acababa de ver a través del gentío, un hombre más bajo de unos cuarenta años.

—Yo habría pagado por algo más que una canción —dijo la voz de un bárbaro con acento ateniense. El hombretón dedicó una sonrisa sardónica a Fiale—. No soy de los que cuentan cada óbolo. —Se rio—. Cuando un hombre es tan viejo como yo, sabe apreciar una buena canción. Y a una cantante.

Desde su diván, Sátiro no veía más allá de las caderas de Fiale, pero aun así se dio cuenta de que estaba enfadada por la postura de su espalda.

—En Alejandría no comentamos el precio que cobra una hetaira —dijo Fiale—. Si tienes que discutirlo es que no puedes permitírtela. —Sonrió con dureza a los hombres—. Pero le debía una canción a mi amigo por sus proezas, y yo siempre pago mis deudas. Pues como sin duda entendéis, soy una mujer libre y elijo a mis clientes.

Rio a la ligera, pero Sátiro pensó que estaba nerviosa. De hecho, nunca la había visto así. Acto seguido Fiale dio unas palmadas, la señal que hacían las chicas cuando necesitaban que la casa interviniera.

El corpulento extranjero frunció el ceño, a todas luces ofendido.

—A todas las prostitutas les gusta que las llamen
hetairai
, pero la única diferencia es el precio —dijo en un tono de desprecio propio del que estaba acostumbrado a salirse con la suya y a quien no le gustaba que una mera mujer se burlara de él en público—. Las dos son iguales cuando me chupan la polla —agregó, y varios hombres que tenía cerca rieron.

Sátiro balanceó las piernas para levantarse por el otro lado del diván y aprovechó el movimiento para recuperar la espada que colgaba de un gancho. Ahora distinguía al hombre más bajo. Sólo lo había visto en un par de ocasiones, pero lo reconoció enseguida. Era el ateniense. Estratocles.

—Ésta no es tu pelea, chico —dijo el extranjero corpulento, apoyando una mano en el pecho de Sátiro—. Sólo es una con ínfulas que necesita…

—¡Cuidado! —gritó Estratocles.

Su atención había estado dividida entre Fiale y Jenofonte, y no había visto a Sátiro salir de detrás de las caderas de la hetaira. En ese momento se fijó en él.

Sátiro apoyó una mano en el hombro del mercenario, amablemente, como si se dispusiera a reprenderlo. Una de las lecciones de Terón sobre la lucha era que, cuando tu vida pendía de un hilo, no había reglas ni modales que valieran, como tampoco era preciso anunciar tus intenciones, y las aventuras que había corrido Sátiro a los doce años le habían convencido de que los asertos del corintio eran ciertos. De modo que no se colocó en posición ni gritó ni se desentumeció como un joven. Invirtió el sentido de su agarre y derribó al hombre de la cicatriz al mismo tiempo que le retorcía el brazo, haciéndole aullar de dolor.

Durante la acción, el cuerpo respondió obedeciendo a la rutina de la palestra, y la mente de Sátiro se disparó como la de un filósofo autómata. «Estratocles —pensó—. ¿Qué demonios está haciendo en Alejandría?» El
daimon
del combate inundaba la mente de Sátiro, que se obligó a concentrarse en la fuerza del extranjero. Éste había agarrado el brazo de Sátiro, y el muchacho calculó que era tan fuerte que hizo una pausa para darle una patada en la cabeza con todo el impulso de su cuerpo. Eso lo dejó fuera de combate. Entonces Sátiro desenvainó la espada.

A Estratocles, por una vez en la vida, lo habían pillado desprevenido. El ateniense saltó hacia atrás, tratando de quitarse la clámide de encima de los hombros y sacando una espada de debajo del brazo.

—Has crecido un poco, ¿verdad? —dijo—. No te había reconocido. ¿Piensas matarme a sangre fría? —preguntó, retrocediendo.

Sátiro pasó por encima del soldado abatido, impertérrito.

—¡Llamad a la guardia! —gritó a los clientes—. ¡Es un asesino!

Trasilio se aproximaba desde lejos con dos esclavos forzudos, pero llegaría demasiado tarde para salvar a Estratocles. El joven comenzó con una combinación simple, una finta a la cabeza.

—¡Sátiro, para! —dijo Fiale de súbito, agarrándole el brazo.

El ateniense aprovechó la pausa de su oponente, sujeto por la hetaira, para hacerle un tajo en las piernas. Sátiro, que no tenía posibilidad de retirada, paró el siguiente golpe con torpeza, permitiendo que la espada del ateniense golpeara sus espinillas y las de Fiale. La mujer chilló y cayó al suelo, agarrándose las piernas.

Ya libre de la obstrucción de Fiale, Sátiro saltó para atacar al ateniense. Sus espadas entrechocaron, filo contra filo, y saltaron chispas. Sátiro era más fuerte, pero no más rápido. Casi perdió los dedos en el siguiente encontronazo: una parada en el último momento con el manto le salvó la mano.

El combate con espada sin armadura era como el pancracio con un arma blanca, y Sátiro se enorgullecía de su habilidad en esta disciplina. El muchacho gruñó al tiempo que avanzaba. Estratocles cambió de guardia, levantando ligeramente la mano de la espada, y Sátiro se abalanzó, envolviendo la mano cubierta con el manto en torno a la espada del ateniense con un cuidadoso dominio del tiempo.

Estratocles avanzó a su vez y agarró la espada del joven, que dio un cabezazo a su oponente, golpeándolo bajo el mentón y echándolo para atrás. Al mismo tiempo, el ateniense retrocedió para restar fuerza al golpe y dio un puñetazo que alcanzó el hombro de Sátiro, empujándolo hacia atrás, pero acabó cayéndose.

Sátiro plantó los pies en ambos costados del hombre derribado y le golpeó la cabeza, pero el ateniense no se dio por vencido. Sus espadas chocaron, y Sátiro agarró la de su adversario por la empuñadura; un movimiento peligroso que Terón le había hecho practicar más de mil veces. Arrancó el arma de la mano del ateniense justo cuando Estratocles le propinaba un tremendo izquierdazo, esta vez contra el tobillo, que le hizo trastabillar hacia atrás. El hombre respiraba jadeando, y se apoyó en un diván para ponerse de pie. Entonces Sátiro avanzó para liquidarlo.

—¡Por Apolo! ¡Está desarmado!

Abraham agarró la mano izquierda de su amigo mientras Estratocles levantaba los brazos.

—¡Así es, joven Heracles! —dijo con voz ronca, y volvió a retroceder—. Si me matas estando desarmado, ni siquiera tu maldito tío podrá salvarte.

La sonrisa del ateniense era tan ofensiva que Sátiro se zafó de Abraham y le golpeó la frente con el puño de la espada, derribándolo de un solo golpe, medio asfixiado sobre el suelo embaldosado.

El grito de Fiale, «¡es el embajador ateniense!», detuvo el descenso del filo de la espada hacia el cuello de Estratocles.

Gorgias se hizo a un lado y, lentamente, se desplomó sobre un diván.

—¡Oh, Zeus! —se lamentó—. ¡Todos mis huéspedes están muertos!

—Larguémonos de aquí —dijo Abraham—. Esto ha sido… una temeridad, amigo mío. —Se encogió de hombros—. Pero todo un espectáculo.

Mientras el soldado se estremecía y lloriqueaba en el suelo, Sátiro miró a Fiale, tratando de discernir si aquello había sido… ¿Qué había sido? ¿Un intento de asesinato? Ocurrían a diario, en Alejandría.

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