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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (43 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Sí —respondió su amigo con una sonrisa—. Bueno, ¿quieres que te enseñe o no?

Namastis regresó con la cabra, un ejemplar saludable con el pelaje marrón, y se puso a trabajar con el cuchillo, descuartizando el primer sacrificio.

—¿Os llevaréis la carne? —preguntó.

Tras mirar a Teodoro, Sátiro negó con la cabeza.

—No. Quédatela. —Miró de nuevo a su amigo—. El truco está en la mano izquierda, Teo. Los animales saben lo que pasa en el altar. Pueden olerlo, ¿de acuerdo?

—Desde luego —asintió Teodoro—. En el festival de Apolo, tuve que sacrificar un ternero para mi familia. La cagué de mala manera. Mi padre todavía no me habla.

—Los terneros son difíciles —se compadeció Sátiro—. Y un poco más de fuerza en los brazos no estaría de más. ¿Eres capaz de sostener un escudo?

—¿Qué más da eso? Mi padre tiene gente que lo hace por nosotros.

Sátiro enarcó una ceja, pero no dijo nada.

—Muy bien. Este es mi truco: paso el dogal por la argolla con la mano derecha. Luego lo cojo con la izquierda y desenvaino con la derecha, todo en un solo movimiento. Y después sólo queda tirar de la soga y cortar.

Tiró de la cabeza de la cabra contra la argolla, pero sólo golpeó levemente al animal con la empuñadura.

—Así es como me lo enseñó mi padre —terció Jenofonte—. Usa siempre tu propia arma. Da más dignidad a la muerte del animal y te sirve de entrenamiento.

—Cualquiera diría que ando por ahí con Aquiles y Patroclo —dijo Teodoro, meneando la cabeza. Dio un paso al frente e hizo ademán de coger el dogal que sujetaba Sátiro, pero éste sacó la soga de la argolla y se alejó arrastrando a la cabra, antes de quitarse el cinto de la espada por la cabeza.

—Pruébate esto. A ver cómo te queda.

Jeno lanzó una mirada a Sátiro mientras Teodoro se ponía el cinto. Era evidente que aquel muchacho nunca había llevado una espada.

Sátiro se acercó por detrás y corrió la empuñadura hasta que quedó debajo del brazo de Teodoro, justo debajo de la axila.

—Desenvaina —indicó. Como seguía llevando la espada corta que había conseguido en la campaña de Gabiene, Teodoro desenvainó sin problemas, pero su amigo le agarró la muñeca—. Gira la vaina hacia arriba, de modo que la empuñadura quede abajo, y entonces tira. ¿Ves? Esto te servirá para cualquier tamaño de espada. —Le soltó la muñeca.

—Te lo tomas tan en serio como mi padre —dijo Teodoro moviendo la cabeza—. Si me pusiera a llevar espada, Dionisio se burlaría de mí.

A Sátiro se le ocurrieron numerosas respuestas, pero Jenofonte se le adelantó:

—Pues llévala sólo los días de fiesta —sugirió—. Practica en privado.

Sátiro miró a sus dos amigos, cayendo en la cuenta de que no siempre pensaban como él.

—O simplemente deja de hacer caso a Dionisio y ya está —apuntó. Viendo sus reacciones, dedujo que, si bien su opinión sobre llevar espada era bien recibida, su punto de vista sobre Dionisio no lo era.

Teodoro desenvainó la espada, inclinando la vaina cada vez con un gesto que al muchacho le pareció teatral, pero que era efectivo.

—¿Listo? —preguntó Sátiro, pasándole el dogal a su amigo.

La cabra se puso a forcejear de inmediato, sirviéndose de las patas traseras. Namastis levantó la vista del carnero que estaba descuartizando. Teodoro arrastró a la cabra escalones arriba y pasó la soga por la argolla con la mano derecha, pero cuando fue a cogerla con la izquierda, resultó que la había aflojado demasiado y la cabra la arrancó de la argolla y huyó.

Jenofonte detuvo al animal a pocos metros del altar. Agarró la soga y se lo devolvió a Teodoro.

—El truco está en el giro de la mano —dijo, sin poder reprimir una sonrisa.

—El truco está en la manera de desenvainar, el truco está en el giro de la mano… necesito más músculo —se lamentó Teodoro—. Esto es como pasar la tarde con mi padre, cuando tiene tiempo para mí.

—Pues no, porque cuando acabemos iremos a casa de Cimon —dijo Sátiro, arrancando una sonrisa a su amigo—. Venga, prueba otra vez.

Sabía por instinto que debía lograr que Teodoro tuviera éxito. Percibió el hedor a pelo quemado procedente de otro altar, y acto seguido un escalofrío le recorrió la espalda al oler a piel de felino mojada… muy cerca. Sátiro miró en derredor, sintiendo la presencia de su dios.

Jeno lo ignoró y pasó el dogal a Teodoro.

—A través de la argolla, paso al frente, tirón, corte —indicó Jenofonte. Se disponía a añadir algo más, algo como «yo tenía seis años cuando aprendí a hacer esto», pero Sátiro le hizo callar con una mirada.

Teodoro titubeó al aproximarse al altar y se las arregló para resbalar en un escalón y soltar la soga. Sátiro dio un salto y su sandalia sonó como una palmada contra el suelo de mármol. Sonrió a Teo, que volvió a coger el dogal. Tuvo que arrastrar a la cabra para subir los tres escalones del altar, pero tenía los ojos puestos en sus amigos.

—Mira siempre al animal —le recomendó Sátiro—. Empieza a concentrarte en el punto donde vas a hacer el tajo y piensa en tu plegaria. ¡Creo que hoy deberías rezar para hacer un buen sacrificio!

Namastis observaba con los ojos entornados.

Teodoro pasó la cuerda de cáñamo de la mano derecha a la izquierda. Demasiado deprisa, tiró del dogal y la cabra se cayó —la fortuna de los dioses—, de forma que la cabeza quedó pegada a la argolla. Teodoro desenvainó la espada, haciéndose un corte en la oreja, y asestó el golpe, quizá con excesiva fuerza pero con bastante puntería. La sangre manó a chorros, alcanzándole las piernas y los pliegues inferiores del quitón.

—¡Lo he hecho! —exclamó sin fijarse en que estaba empapado en sangre caliente, que también le chorreaba por el rostro, de la herida en la oreja.

Sátiro estaba preparado para fulminar a Jeno con la mirada si se burlaba de él, pero el hijo de Coeno sonrió y felicitó a su amigo.

—Sí, lo has hecho muy bien —convino Sátiro.

—Me muero de ganas de contárselo a mi padre —dijo Teo—. ¡Gracias! Voy a hacer otro.

—¿Namastis? —llamó Sátiro.

—Sólo me queda un cabrito —respondió el sacerdote, con un curioso brillo en los ojos.

—Habrá que conformarse —dijo Teo con cierto alivio.

Sátiro sonrió discretamente a Namastis al comprender la sagacidad de éste.

Teo sacrificó al segundo animal mucho mejor, y no necesitó la mano del dios para que el cabrito subiera los peldaños. Esta vez se apartó a tiempo del chorro de sangre.

—Sois los mejores —proclamó Teodoro—. Namastis, ¿verdad? Le hablaré de ti a mi padre.

—¿Cuántos animales tenéis intención de matar, paganos? —preguntó Abraham desde el pie de la escalinata.

—¿Tú crees de verdad? —inquirió el sacerdote, acercándose a Sátiro—. ¿Rezas de verdad cuando asestas el golpe?

—Así es —asintió el muchacho. Se hizo a un lado para que el sacerdote medio egipcio no pudiera ver a sus amigos—. Soy un devoto de Heracles. Lo siento a mi lado. Lo he visto en sueños.

Namastis sonrió como el dios hiena egipcio.

—Me llenas el corazón de alegría, Sátiro —dijo muy serio—. A veces pienso que todos los griegos son ateos, o unos estúpidos farsantes.

—Pero tú también eres griego —observó el chico.

—Demasiado adulador para ser griego del todo —replicó no sin amargura, aludiendo al anterior comentario de Teodoro.

—Lamento que lo oyeras —se disculpó Sátiro. Le tendió la mano al sacerdote, que se la estrechó—. Aprieta —le indicó.

Namastis hizo un débil amago de estrujarla y el joven suspiró.

—Eso está mejor.

Teodoro se lavó en la fuente pública y se las compuso para que tres transeúntes supieran que había hecho un sacrificio en el templo. Luego envió a su esclavo a buscar un quitón limpio y otra clámide.

—¡Asegúrate de que mi madre vea la sangre! —gritó, desnudo en plena calle—. ¡Del sacrificio! —agregó. Se volvió hacia los otros tres—. ¿Es correcto ir directamente del templo a casa de Cimon? —preguntó, repentinamente inspirado por la religión.

—¿Por qué iba a estar mal? —adujo Sátiro—. Poseidón no desdeña el vino ni la buena compañía.

—Debería irme a casa —dijo Jenofonte, que se había rezagado un tanto y sonreía con timidez.

Sátiro sabía cuál era el problema, de modo que no comentó nada, pero Teodoro meneó la cabeza.

—¿Para qué? ¿Vas a dormir la siesta? —Para ser un joven que momentos antes se preocupaba por la impiedad, de pronto se mostró lascivo—. Puedes dormir la siesta en casa de Cimon… ¡con unos almohadones mucho mejores en tu diván!

Jenofonte se puso colorado pese a estar moreno.

—No me lo puedo permitir —masculló.

Coeno lo había perdido todo cuando los sármatas y los hombres de Panticapea conquistaron el reino de Tanais. Había sufrido una herida grave para unirse a sus amigos y ahora servía como filarco en los
hippeis
de Diodoro. Pero ya no era un hombre rico.

—Invito yo, Jeno —ofreció Teodoro—. Es lo menos que puedo hacer. Escuchad —dijo, y rodeó con los brazos a los otros dos muchachos y dio un beso en la mejilla a Abraham a modo de disculpa—. Escuchad. ¿Me enseñaríais a luchar? ¿Pancracio? ¿Y manejo de la espada?

—Tu padre puede contratar al mejor entrenador de pancracio de la ciudad —alegó Sátiro.

—No, Terón es tuyo. Además, si se lo pido a mi padre, querrá ver cómo lo hago. —Teodoro meneó la cabeza—. Es difícil de explicar.

—Claro —dijo Jenofonte—. Te haré sudar tinta, Teo.

El aludido se entusiasmó.

—Escucha… Si me enseñas lo que hace falta para ser un héroe, me encargaré de que bebas y folles como un caballero. ¿Trato hecho?

Jenofonte miro a Sátiro, que se encogió de hombros y asintió. Era un trato bastante justo. Jenofonte era muy ducho en todas las disciplinas de combate, mejor espadachín que Sátiro, y ya le habían echado el ojo para que participara en los Juegos Olímpicos como púgil.

—Trato hecho —dijo Jenofonte—. ¿También tengo control sobre tu dieta?

Melita estaba sentada a la sombra de la acacia más grande de la ciudad. La sacerdotisa tenía unos años menos que el árbol, pero no muchos.

—Hathor no necesita que le rinda culto una muchacha griega —dijo.

Melita juntó las manos e hizo una reverencia en silencio.

—Sólo vengo en busca de sabiduría —respondió.

La sacerdotisa asintió y miró a Filocles, que aguardaba callado, cubierto sólo por una clámide. Las mujeres egipcias que acudían a rezar por amor o por hijos lo miraban. La desnudez de los hombres griegos siempre asombraba a las nativas de aquella tierra antigua. Una joven matrona, probablemente menor que Melita, rio disimuladamente y dio un codazo a su amiga, observando al espartano, que no reaccionó en modo alguno.

Lo que hizo fue suspirar y abrir el monedero. Sacó unas monedas de plata y se las ofreció a la sacerdotisa.

—Naturalmente, a cambio del debido respeto, Hathor enseñará a toda mujer que acuda a ella —dijo la sacerdotisa—. ¿Eres virgen?

—No —respondió Melita, mirando de reojo a su preceptor.

—Bien —respondió la sacerdotisa con una sonrisa—. Las griegas son unas mojigatas.

Filocles se sonrojó levemente.

Una vez que se hubieron marchado, el espartano fue a recoger su bastón de donde lo había dejado apoyado contra la pared del templo y la fulminó con la mirada.

—¿No eres virgen? —preguntó.

Melita se encogió de hombros.

—Ninguna mujer puede rendir culto a Hathor si es virgen —explicó—. Me lo contaron mis sirvientas.

—¿Y por eso te acostaste con un esclavo? Podrías estar embarazada. Nunca te casarás. —Filocles arrastraba las palabras, balanceándose un poco al caminar; estaba borracho y ahora, además, enojado—. Deshonras…

—Oh, Filocles —lo interrumpió Melita—. Por el amor de todos los dioses, cállate ya. ¿Cuándo he tenido ocasión de meter a un hombre en mi cama? He mentido. ¿Cómo crees que podría enterarse esa vieja sacerdotisa? ¿Me meterá un dedo entre las piernas, eh?

—No seas grosera —la amonestó Filocles, aunque su alivio era patente.

—¡No soy una chica griega! ¡Soy sakje, incluso aquí, en el desierto; me acostaré con quien me venga en gana y ni tú ni mi hermano me lo vais a discutir!

Iba a proseguir aludiendo a la edad que tenía su madre cuando copuló por primera vez, pero se mordió la lengua. Filocles era peligroso cuando estaba bebido.

—¿A cuántos sacerdotes tendré que pagar para que explores las distintas divinidades, niña? —preguntó el preceptor.

—¿No fuiste tú quien propuso que estudiara todas las religiones del Delta? —replicó Melita.

Sus sandalias con suela de corcho comenzaban a quedarle pequeñas. De hecho, todo su atuendo era demasiado pequeño. Sus quitones rayaban en lo escandaloso; tenía las piernas demasiado largas y resultaba tan obvio que era una chica que era precisa una gran conspiración por parte de su tío Diodoro, su tío Coeno y su hermano para que tuviera ocasión de montar en privado, lo cual le parecía injusto. Visitaba los templos porque era un pasatiempo lícito para las mujeres y, además, le permitía salir a la calle, pasear, sentir el calor del sol y la impertinente compañía de las moscas. Aquel día habían caminado veinte estadios hasta el viejo templo de Hathor, y ahora desandarían lo andado para regresar a la ciudad.

—No te enfades, Filocles —dijo Melita.

El espartano caminaba a su lado, entre efluvios de vino y ajo.

—¡Es aburrido! ¡Tengo cerebro! ¡Tengo cuerpo! Daría cualquier cosa por ser un chico y pasar una tarde en casa de Cimon bebiendo y enterándome de los chismes mientras me hacen una buena mamada.

—¡Melita! —protestó Filocles.

—¡No es justo! Sátiro lo tiene todo.

Avivó el paso, y se enjugó una lágrima.

—Te dieron demasiada libertad cuando eras pequeña —dijo Filocles.

—¡Paparruchas! ¡Y pensar que digo a las demás chicas que eres el hombre más inteligente de Alejandría! Paparruchas, Filocles. ¡Déjame regresar al mar de hierba! Los sakje ni siquiera tienen una palabra que signifique «virgen». En cambio tienen veinte términos para referirse al acto de fumar cannabis, cosa que me has prohibido.

La consumía la impaciencia.

—Sólo los esclavos fuman cannabis —declaró Filocles mirando al frente—. Es indecoroso.

—Los esclavos también beben un montón de vino. —Se detuvo y se enfrentó a él en medio del camino. Una carreta de dos ruedas cargada de arroz del Delta pasó dando tumbos y faltó poco para que le golpeara el codo—. Pásame tu odre. Beberé tanto como tú, no más.

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