Tirano III. Juegos funerarios (49 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Cuento con ello —dijo el espartano—. ¿Acaso eso debería disuadirme de hacer algo que contribuirá a contrarrestar la desafección de los macedonios y que nos proporcionará más seguridad? Estratocles está aquí, León. En esta ciudad. Tenemos que reunir a nuestros amigos.

Fuera, en la oscuridad, todos respiraron bocanadas de aire alejandrino cargado de humo. Sátiro era lo bastante mayor para darse cuenta de que los adultos habían pasado tanto miedo como él.

—¿Adónde vamos a ir? —preguntó el muchacho—. ¿A Rodas, realmente?

—¿Vamos? —preguntó León—. Tú vas a llevar mi cargamento en calidad de navarco. Contarás con excelentes oficiales a quienes escucharás como si fuesen tus tíos. Me figuro que eres capaz de vender cargamento y comprar otro, ¿no?

El corazón de Sátiro se hinchó hasta llenarle el pecho.

—¿Seré el navarco? —preguntó.

—No paras de decirnos que ya eres un hombre —le recordó Diodoro, dándole una palmada en la espalda.

Una esclava se acercó desde la sombra del
megaron
, conduciendo a una mujer que llevaba la cabeza cubierta con un chal.

—Señor Sátiro —llamó en voz baja.

Antes de que sus tíos tuvieran ocasión de impedirlo, el joven respondió:

—¡Aquí!

La muchacha lo tomó de la mano.

—Tu hermana va a quedarse a pasar la noche aquí —dijo en un susurro—, y solicita que vayas a verla un momento antes de marcharte.

—Me temo que no puedo permitir que mi sobrina pase la noche en palacio —se opuso León—. Tiene obligaciones urgentes que atender.

—¡Oh, qué contratiempo! —dijo la joven, cuyo rostro era blanco como el cuero curtido con alumbre—. Entonces debéis acompañarme, señores.

Los condujo hacia las dependencias de las mujeres.

—¿Dónde están mis portadores de antorchas? —preguntó León a la esclava de palacio.

—No lo sé, señor. Iré a buscarlos y me reuniré con vosotros en el pórtico del ala de las mujeres.

La esclava dio media vuelta y echó a correr. El palacio de las mujeres estaba bien iluminado, y en la noche flotaban las risas y la música procedentes del interior. Se oían los sones de una cítara; de dos cítaras. Y Melita estaba cantando con Calisto. Sátiro sonrió.

—¡Esto no tenía que suceder así! —dijo una joven a Sátiro, cogiéndole la mano—. Ven conmigo.

La mano de la muchacha era muy suave para tratarse de una esclava. Sátiro la miró y, a la luz del pórtico, se dio cuenta de que era Amastris, la princesa de Heracles. Su nereida. La había visto docenas de veces en la corte. Habían cruzado prolongadas miradas. Pero no le había tocado la mano desde… bueno, desde que Sátiro era suplicante en la corte de su tío.

—¡Amastris! —exclamó.

—¡Calla! —respondió la muchacha—. Mi plan se ha ido al garete. Quería verte. —Sonrió, con los labios muy rojos a la luz de las teas. Miró más allá de Sátiro, donde León ordenaba a un esclavo que fuese en busca de Melita—. Pensaba que tu hermana se quedaría unos cuantos días conmigo. He pasado tres semanas a bordo de un barco después de todo un verano atrapada por la política de mi padre.

—¿Querías verme? —musitó Sátiro. Se acercó un poco más a ella.

—En las dependencias de las mujeres corre el rumor de que van a exiliarte. —Amastris estaba casi pegada a él, a la sombra de las columnas—. Oh, parezco tonta.

Sátiro supo, con su habitual sentido de la fatalidad, que al cabo de tres días se le ocurriría lo que tendría que haber dicho.

—Tengo que volver a entrar —dijo ella—. Lamento que…

Sátiro se quedó sin respiración y se maldijo por su cobardía. Le fallaban las rodillas. Le fallaban incluso los codos. Pero de todos modos alargó el brazo para atraerla hacia sí, asombrado de que años de practicar el pancracio lo hubieran preparado tan mal para agarrar a alguien en un momento tan vital.

Debido a la oscuridad, no acertó a cogerla por los hombros, y su mano derecha rozó la cintura de la chica. Amastris se volvió hacia él, tal como un oponente lo haría para quedar dentro del alcance de sus largos brazos. Sátiro notó las manos en sus brazos, la presión de los senos contra su pecho. Respiraba jadeante y el corazón martilleaba dentro de su caja torácica como un peligroso adversario intentando abrirse paso a golpes. Bajó la boca hacia la de Amastris, que le rodeaba el cuello con las manos como un luchador triunfante; su boca, sus labios, suaves como flores de loto y sin embargo firmes y dúctiles; sus propios labios en los dientes de ella, y su vacilante apertura, como la verja de un jardín, y el éxtasis de la suavidad de su lengua… La parte desapasionada de la mente de Sátiro percibió que su compostura era mucho más afectada que cuando había peleado contra Estratocles. El corazón le palpitaba como un caballo desbocado.

Entonces dejó de pensar y se perdió en ella.

—¡Sátiro! —gritó León con voz autoritaria—. ¡Buscadlo!

Amastris se deshizo de su abrazo antes de que el corazón de Sátiro diera otro latido, acariciándole el brazo con los dedos al huir, y desapareció en la penumbra.

—Estoy aquí, señor —contestó el joven, saliendo de entre las sombras de la columnata.

—¡Sátiro! —exclamó su tío—. Bastantes problemas tenemos sin que te pongas a tontear con las esclavas de palacio. Por todos los dioses… Tápate eso con el quitón.

Diodoro se rio.

Melita apareció en la puerta y abrazó a otra chica antes de salir. Sátiro aguzó la vista para ver si era Amastris.

—¡Tío, iba a quedarme a dormir! —protestó la muchacha, con un tono quejumbroso.

—Vamos, cariño —dijo Filocles, rodeándola con un brazo—. Lo sentimos…

—¡Oh, Hades y Perséfone, entonces es verdad! ¡Van a exiliar a Sátiro! —Melita miró en derredor, buscándolo, y al verlo fue a darle un abrazo. Dio media vuelta para encararse a León, que estaba dando instrucciones a los portadores de antorchas—. ¡Me iré con él!

—Sí, así es —dijo León.

Esa respuesta dejó a Melita sin habla. Mientras asimilaba la noticia, Calisto salió de las dependencias de las mujeres y se cubrió la cabeza con su manto. Los portadores de antorchas rodearon al grupo y se dirigieron hacia la puerta principal. El mayordomo de Tolomeo se reunió con ellos por el camino.

—A veces un hombre debe tomar partido —dijo Gabines sin más preámbulos—. Estáis en peligro. Ahora. Esta noche. Unos hombres, no os diré quiénes, han informado a Estratocles en cuanto os han convocado. ¿Lo entendéis? Y hay una facción de macedonios, a quienes conocéis tan bien como yo, que desea veros muertos. —Miró en derredor—. Os considero amigos del rey. He doblado la guardia real y voy a enviar a tres pelotones a la calle para confundirlos. ¡Marchaos enseguida!

Filocles se apartó del grupo y cogió a Gabines del brazo. Hablaron en privado, deprisa, tal como los comandantes lo hacían en el campo de batalla. Al cabo, ambos asintieron con vehemencia, mostrándose obviamente de acuerdo incluso a la luz de las antorchas, y el mayordomo se marchó presuroso.

Se estaba procediendo al cambio de guardia y tardaron un rato en dejar atrás los andamios y el olor a albañilería de las obras. Coeno, Diodoro y León aprovecharon la ocasión para consultar en susurros a Filocles, que acto seguido se hizo con el arma de un portador de antorcha y salió corriendo a la noche, obedeciendo instrucciones de Diodoro. Los guardias de la puerta contemplaban la escena con creciente inquietud, y Sátiro reparó en que uno de ellos abandonaba el puesto de guardia a la carrera.

Diodoro gritó una orden y se encontraron en las calles a oscuras.

Se hallaban en el Posideion cuando Filocles reapareció corriendo, envuelto en su clámide.

—Nos están siguiendo —anunció éste, respirando pesadamente. Tenía una mancha de sangre en la cadera—. Estad alerta. —Miró a Sátiro y meneó la cabeza—. ¡Estoy gordo y viejo, chico!

—Carlo —dijo Melita al hombre que tenía detrás—, voy desarmada.

El corpulento bárbaro —apenas cabía seguir llamándolo así después de quince años hablando en griego, pero su estatura seguía destacando— se sacó de la axila un puñal tan largo como el pie de un hombre. La hoja brilló a la luz de la antorcha.

—Es uno de mis favoritos —dijo Carlo.

Melita lo escondió entre los pliegues de su manto.

Giraron repentinamente, saliendo del Posideion para enfilar un callejón que discurría por detrás de las grandes casas y los templos, y todo el grupo avivó el paso; y entonces Diodoro cogió a Sátiro por el hombro y le hizo girar hacia el sur, desviándolo de su ruta. Carlo y Melita fueron tras ellos, y los portadores de antorchas siguieron adelante como si nada hubiese sucedido. El corpulento celta y Diodoro metieron a Sátiro y Melita por un estrecho paso entre las tapias de dos patios hasta una puerta trasera. Sátiro recordaba vagamente haber visitado aquella casa de día para comprar especias con León, y en el patio vio a un árabe vestido con una túnica blanca de lana.

—Gracias, Pica —dijo Diodoro.

—No he visto nada, amigo —respondió el nabateo, riendo.

Luego salieron por la puerta principal y se encontraron en los muelles. Estaban casi enfrente del embarcadero privado de León.

—Ahora necesitamos un poco de suerte —intervino Diodoro. Corrieron de un almacén a otro a lo largo del muelle.

—¡Esto es vida! —se regodeó Melita, pavoneándose.

Sátiro vio movimiento de hombres en el siguiente callejón hacia el norte y acto seguido sonó un estridente silbato.

—Hermes —masculló Diodoro—. Ha contratado a todos los asesinos de la ciudad.

—Podría ir a liquidar a unos cuantos —dijo Carlo con un gruñido.

—Hazlo —dijo el pelirrojo—. Nos vamos al
Loto
. León dice que debería haber seis vigilantes a bordo.

—Aja —asintió Carlo—. Yo, a lo mío. —Y acto seguido desapareció.

Cruzaron a toda prisa hasta la puerta del embarcadero de León.

—¡Abrid! —gritó Diodoro.

Nada.

A sus espaldas oyeron ruido de pasos y un silbato como el graznido de un halcón.

—¡Abrid! ¡En nombre de León! —gritó Diodoro.

Empuñaba la espada, un peligroso
kopis
con la hoja larga y pesada. Golpeó la puerta con el puño del arma al tiempo que buscaba un sitio por el que encaramarse a la tapia. Sátiro se adelantó a él, saltó al otro lado y empuñó su espada.

El correteo de pies se acercaba; pies descalzos, en su mayoría. Y entonces se oyó un ruido como el de un hachazo contra madera blanda, o como el de un remo que golpeara el agua a manos de un remero inexperto. Luego un segundo, y aún un tercero, y esta vez el ruido llegó acompañado de un chillido que cortó la noche como si la partieran en dos.

Sátiro abrió la puerta y miró más allá de Diodoro mientras éste entraba. Carlo —nadie más era tan corpulento— iba matando hombres silenciosamente. Sus víctimas, sin embargo, no eran tan silenciosas como él, y después del chillido se oyeron más silbatos.

—Lo siento, señor —dijo una voz a su lado: era el portero del embarcadero—. ¡Suena a asesinato!

—Cierra la puerta. Ayudadme.

Melita y Sátiro ayudaron al portero a empujar la puerta, que hizo un ruido metálico cuando echaron el cerrojo. Ya estaban en el recinto de León.

—¿Hay un retén a bordo del
Loto
? —preguntó Diodoro.

—No. Es decir, sí, señor. —El portero atrancó la puerta con una barra—. ¿Doy la alarma, señor?

—Más vale que sí —contestó Diodoro.

El portero era bajo, fornido y un poco encorvado, como los remeros profesionales. Cogió una astilla de madera y se puso a golpear una campana de hierro.

—¡Alarma! —gritó.

Diodoro agarró a los gemelos por los hombros.

Melita aún estaba de cara a la puerta, renuente a dejarse arrastrar hacia el barco.

—¿Qué pasa con Calisto? ¿O con Carlo? ¡Por Atenea, Diodoro!

—Corren mucho menos peligro al no estar con vosotros, cariño. Bueno, Carlo no. Me parece que se ha sacrificado. Sé valiente, chica. Esto es la vida real. —Diodoro se detuvo para atarse las sandalias—. Qué engorro. Nunca os pongáis nada que os impida luchar.

—No quiero huir —dijo Melita.

—Pues entonces morirás. —A Diodoro se le agotó la paciencia—. Escúchame bien, jovencita. Dentro de nada, una docena de asesinos a sueldo saltarán esa tapia con cuerdas. Matarán a cuantos encuentren aquí. Vamos a subir a un bote y a largarnos. ¿Queda claro? El momento de plantar cara y luchar llegará otro día.

Melita se quedó callada un momento.

—¿Y los hombres que están aquí? —preguntó.

—Dedúcelo tú misma —contestó Diodoro mientras la arrastraba hacia la imponente mole del
Loto Dorado
. Sátiro los siguió, con la espada desenvainada.

El hombre llamó a cubierta desde el pantalán. La guardia estaba despierta.

—¿Qué sucede? —gritó una voz ateniense.

—¡León me ha dicho que preguntara por Diocles! —dijo Diodoro.

—¡Soy yo, colega! ¿Qué necesitas?

Según parecía, Diocles era el hombre que bajaba por la pasarela.

—Necesitamos el barco listo para zarpar y a dos hombres que nos lleven en bote a casa del señor León. Enseguida. Dentro de un momento os atacarán hombres armados.

Diodoro puntuó su explicación con miradas hacia la puerta.

Diocles no vaciló. Agarró una cuerda, tiró de ella y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron en un bote ligero bellamente pintado de rojo y azul, una embarcación casi de adorno que no obstante tenía buenos remos. Metió a cuatro hombres en el bote.

—Cleito, llévalos a casa de León. Voy a cortar las amarras e impulsaremos el barco con pértigas. Los ladrones no nadarán para llegar al
Loto
, y si lo hacen… —los dientes de Diocles se vieron muy blancos en la oscuridad— probarán el hierro de mi arpón.

—Salva a los esclavos —dijo Diodoro.

—¡Claro! —Diocles se rio—. Nos han traído el vino.

Acto seguido cuatro pares de brazos comenzaron a remar con brío y el bote salió disparado a través del puerto.

Por más que aguzaron el oído, no oyeron ruido de pelea a sus espaldas. Diocles gritó y los esclavos y operarios del turno de noche corrieron a bordo del
Loto
como si estuvieran entrenados para ello, y luego… nada.

El trayecto hasta casa transcurrió sin incidentes. Subieron por la escalera que desde el agua conducía a la parte trasera de la villa de León y entraron en el comedor, donde Nihmu, Safo y buena parte del personal más veterano de la casa ya estaban cenando.

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