Read Trilogía de la Flota Negra 3 La Prueba del Tirano Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
Los dos obedecieron sin discutir y se desnudaron sin pensar ni un solo momento en el pudor. Cuando hubieron acabado de ponerse los pantalones, los guardias los empujaron hacia el pasillo.
Había un guardia yevethano delante de Han abriendo la marcha y otro detrás de él, con Barth siguiéndole y el tercer guardia en último lugar. Era una de las geometrías que había ensayado —él y Barth atacarían simultáneamente al guardia del centro por arriba y por abajo, y después se pondrían espalda contra espalda y acabarían con los otros dos guardias—, pero Han colocó las posibilidades de tener éxito en un platillo de la balanza y sus deseos de averiguar adonde los llevaban en el otro y acabó decidiendo esperar.
Mas los pantalones que le acababan de entregar habían sido confeccionados pensando en un cuerpo yevethano, y eso quería decir que la cintura quedaba demasiado baja y que las perneras eran un palmo demasiado largas. Barth sólo consiguió dar media docena de pasos por el pasillo antes de tropezar con la tela sobrante y caer al suelo.
Han oyó el ruido detrás de él y sólo dispuso de un instante para reaccionar. Giró sobre sus talones mientras tensaba las manos para convertirlas en puños, pero lo único que consiguió con ello fue recibir el impacto de un antebrazo yevethano tan duro como la roca sobre la garganta.
Jadeando y tosiendo, Han cayó hacia atrás. El aterrizaje ya habría sido bastante violento incluso si el pie del primer guardia no le hubiera aplastado la cabeza contra el suelo.
—Sométete o muere —gruñó el guardia.
El repentino dolor, y la adrenalina que había llegado con él, fortalecieron el cuerpo de Han hasta el extremo de que se sintió dispuesto a luchar con el yevethano que lo mantenía inmovilizado. Un instante después oyó el gemido de dolor de Barth.
—No... No lo haga... Ha sido culpa mía, Han... Me caí, nada más... Estos torpes pies míos...
Han tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad, pero acabó consiguiendo abrir los puños y extendió las manos en un gesto de rendición.
—De acuerdo, teniente. Por esta vez dejaremos que se salgan con la suya.
El guardia que había estado alzándose amenazadoramente sobre Han como una oscura torre retrocedió. Han se fue levantando, moviéndose despacio y con bastante dificultad. Barth estaba haciendo lo mismo a unos cuantos metros pasillo abajo.
—¿Se encuentra bien?
—Estoy... ¿Qué van a hacer? ¿Adonde nos llevan?
—Todo irá bien —dijo Han, tirando de la cintura de sus pantalones para subírselos un poco—. Eh, ¿qué le parece esta soberbia muestra del arte de la confección? Los sastres yevethanos son unos verdaderos genios, ¿no?
—Basta —gruñó el guardia, volviendo la cabeza hacia la izquierda en un brusco giro—. El
darama
espera. Caminad.
Los prisioneros fueron llevados a una gran sala cuyo techo en forma de cúpula estaba adornado con tonos carmesíes. Los guardias les obligaron a sentarse en los extremos de un banco muy largo, delante del cual había una plataforma no muy alta con una gran ventana detrás. Han tuvo que entrecerrar los ojos para no quedar deslumbrado por la claridad, pero agradeció la brisa fresca que entraba en la sala acompañando a la luz.
Después ocurrió algo que Han no entendió: las muñecas del teniente Barth fueron atadas a una barra que se extendía por detrás del banco y que las dejó inmovilizadas por debajo de sus caderas, pero Han no fue objeto del mismo tratamiento.
El virrey Nil Spaar entró en la sala antes de que Han pudiera tratar de entender por qué no le habían atado a la barra.
—
Darama
... —repitió Han en un murmullo casi inaudible.
Nil Spaar precedía a un séquito de cuatro yevethanos. Uno de ellos traía consigo un taburete plegable que colocó delante del banco de los prisioneros. Un segundo yevethano transportaba una especie de columna terminada en una esfera plateada, que colocó a un metro a la derecha del taburete y un poco por delante de él. Esos dos yevethanos se fueron en cuanto se hubieron librado de sus cargas.
Los dos que quedaban se colocaron detrás de Nil Spaar mientras éste se sentaba en el taburete. Han estudió sus rostros y trató de adivinar cuáles eran las cargas invisibles que habían traído a la sala. ¿Qué podían ser?
¿Consejeros, matones, meros esbirros? «¿Qué aspecto tiene un yevethano cuando está nervioso...., o es que los yevethanos nunca se ponen nerviosos?»
—General Solo... —dijo Nil Spaar, ignorando a Barth tanto con la mirada como con las palabras—. Usted parece ser el único que puede salvar a miles de criaturas de su especie de la muerte más vergonzosa. Estoy aquí para darle esa oportunidad.
—No sé de qué me está hablando.
—Cuando fue capturado, usted iba a reunirse con la Quinta Flota para asumir el mando de sus fuerzas. Llevaba consigo las órdenes de invasión del territorio yevethano que han sido emitidas por la princesa Leia.
Han aguardó en silencio.
—Desafiar la soberanía del virrey del Protectorado es un crimen que se paga con la vida —siguió diciendo Nil Spaar—. He permitido que siguiera viviendo con la esperanza de que se unirá a mí en un acto de clemencia.
Han ladeó la cabeza.
—Explíquese.
—La princesa Leia ha cometido la temeridad de enviar más naves para amenazarnos...
—Bien por ella.
—... y ha emitido estúpidos ultimátum. No nos comprende. Cuando usted nos comprenda, quizá pueda abrirle los ojos.
—Siga.
—Nuestro derecho a reclamar esas estrellas es tan antiguo como natural. Nuestros ojos las han poseído desde el comienzo de nuestros días. Esas estrellas viven en nuestras leyendas y nos llaman en nuestros sueños. Obtenemos nuestra fuerza del Todo. La pureza del Todo nos inspira en nuestra búsqueda de la perfección.
»Nuestro derecho a reclamar nuestras estrellas no es el fruto reseco y mezquino de la codicia, la política o la ambición. No es un derecho al cual podamos renunciar. No somos como las criaturas débiles e insignificantes con las que están acostumbradas a relacionarse, que calculan cuándo hay que tratar de obtener una ventaja y cuándo hay que retirarse, y que sólo creen en lo que resulte más cómodo y conveniente según el momento.
»Las amenazas de Leia no nos impresionan. Nunca renunciaremos a lo que nos pertenece, y nunca lo compartiremos con quienes no han nacido del Todo. Si sus fuerzas no se retiran, habrá guerra..., y será terrible, sangrienta e interminable. Nunca nos rendiremos, general Solo..., y ninguno de sus soldados disfrutará de mi clemencia de la forma en que lo ha hecho usted. La lucha seguirá hasta que el último de ustedes haya muerto o haya sido expulsado del Todo. ¿Lo ha comprendido, general?
—Creo que sí.
—Espero que lo haya entendido —dijo Nil Spaar—. He estudiado sus historias, y sé que nunca se han enfrentado a un adversario como nosotros.
Sus guerras se deciden mediante la muerte de una décima parte de la población, o por la de un tercio de un ejército. Después el derrotado renuncia a su honor y los vencedores renuncian a su ventaja. Es lo que ustedes llaman ser civilizado. Los yevethanos no somos seres civilizados, general. Tratarnos como si lo fuéramos sería un grave error por su parte.
—Gracias por el consejo —dijo Han—. Bien, ¿y qué es lo que quiere de mí?
—Impida que su compañera cometa ese error —dijo Nil Spaar—. Convénzala de que debe retirar su flota. Prométanos por la sangre de sus hijos que lo que es nuestro ahora seguirá siendo nuestro eternamente. Así evitará que se derrame la sangre de millares de los suyos,.., y de los nuestros.
—¿Nos dejará marchar? —preguntó Barth, y una temerosa esperanza dio un nuevo vigor a sus palabras.
El virrey no apartó la mirada de Han.
—Usted me resulta más útil como testigo que como mártir, general —dijo, levantándose de su taburete—. Venga..., y mire.
El virrey llevó a Han hasta la ventana y después se hizo a un lado para permitirle mirar. Han entrecerró los ojos y se encontró contemplando un conjunto de edificios y, más allá de ellos, un enorme campo de gigantescas esferas plateadas. Eran navíos de impulsión de la clase
Aramadia
, y la visión resultaba tan impresionante que casi se volvía incomprensible e imposible de abarcar con la mirada. Las naves estelares se hallaban tan juntas unas de otras que resultaba difícil contarlas, y eso a pesar de que Nil Spaar parecía dispuesto a permitirle pasar todo el tiempo que quisiera inmóvil delante de la ventana.
—Está contemplando la obra de la cofradía de artesanos del metal de Nazfar —dijo Nil Spaar en voz baja y suave—. Existe una cofradía semejante en cada mundo de los Doce, general. ¿Lo entiende? No podrán vencernos. Pero si así lo decide, usted puede preservar la sangre de sus hijos.
Han meneó la cabeza y dio la espalda a la ventana.
—¿Por qué? ¿Por qué se molesta en hacerme esta oferta..., a menos que piense que podemos vencer?
—Porque se convertirían en nuestra obsesión durante todos los años que se necesitaran para destruirles —dijo el virrey—, y porque la sangre y el esfuerzo de nuestros jóvenes pueden ser invertidos en causas mejores. Le hago el honor de creer que se puede decir lo mismo de su especie.
El rugido de las toberas de pulso iónico atrajo la atención de Han hacia un navío de impulsión que empezaba a subir hacia el cielo desde la última fila del despliegue de naves. Desgarrado por impulsos encontrados y tratando de poner algo de orden en sus pensamientos, Han ganó tiempo volviendo al banco lo más despacio que pudo.
—¿Qué ha visto? ¿Qué hay ahí fuera? —preguntó Barth.
—Una flota de por lo menos un centenar de navíos de combate recién salidos de los astilleros —respondió Han.
—Bueno, entonces sólo nos queda una elección, ¿verdad? Nil Spaar tiene razón... Detener la guerra sería un acto de misericordia. Ahora que sabe a qué nos enfrentamos, tiene que detenerla.
La mirada de Han fue de Barth a Nil Spaar.
—Sólo si estoy dispuesto a olvidar toda la sangre que ya ha sido derramada —dijo—. Usted no ha visto los informes de inteligencia. Yo sí los he visto, teniente; colonias borradas de la faz de los planetas, poblaciones enteras exterminadas como si fueran meros insectos atrapados en una cocina...
—Han, por favor... Píenselo bien. ¿Quiere que el próximo planeta sea Coruscant o Corellia? —preguntó Barth con voz suplicante.
Han mantuvo la mirada clavada en Nil Spaar, que les escuchaba con expresión impasible.
—¿Sabe que lo grabaron todo y que ni siquiera tuvieron la decencia de mirar hacia otro lado o de sentir vergüenza? Como si estuvieran orgullosos de lo que hacían..., de cuan eficientemente podían matar a millones de seres inteligentes. —Han movió la cabeza en una lenta negativa—. No. No se puede llegar a un acuerdo con una maldad tan helada y cruel como la suya, teniente..., ni siquiera para salvar las vidas de los hijos de nuestras madres.
Nil Spaar seguía sin decir nada. Pero Barth casi había enloquecido de temor.
—Haga lo que le pide. Por favor, por favor... Piense en todas las bajas, en las naves ardiendo... ¡Nos van a matar, Han!
—¿Y preferiría vivir como un cobarde? —preguntó Han—. Que un solo piloto más muera combatiendo a los yevethanos ya sería una tragedia. Pero que diéramos la espalda a todo esto y nos fuéramos, que nadie quiera plantarles cara en nombre de todos los millones que ya han muerto... Eso sería muchísimo peor, y que me cuelguen si voy a formar parte de ello. —Sus ojos, dos negros pozos llenos de ira, se clavaron en el rostro del virrey—. Púdrete en el infierno. No te ayudaré.
Nil Spaar asintió sin inmutarse y pronunció una palabra en yevethano. Dos guardias aparecieron en la entrada y ataron a Han a la barra, dejándole en la misma situación que Barth.
—Haga algo, por favor... Dígale que ha cambiado de parecer...
—Intente controlarse, teniente —dijo Han con expresión sombría—. Nil Spaar no se merece disfrutar de este espectáculo.
El virrey dio un paso hacia ellos, y sus crestas de combate se fueron hinchando hasta quedar convertidas en dos tajos color escarlata que iban desde la sien hasta la oreja.
—Las alimañas desean darme una lección, ¿eh? —murmuró—. Yo os daré una buena lección. Cree haber aceptado el precio en sangre que debe pagar por su elección, ¿verdad? Bien, ya veremos si realmente es así...
Y un instante después Nil Spaar abrió en canal el torso desnudo de Barth desde la cadera hasta el hombro con un feroz golpe de su garra derecha, destrozando las costillas y arrancando los blandos órganos de sus cavidades. El grito de Barth, un sonido horrible e inhumano que contenía una agonía inconmensurable, quedó interrumpido de repente cuando sus pulmones fueron atravesados por la garra y se deshincharon con un espantoso siseo.
La horrenda visión dejó paralizado a Han durante un momento que se prolongó de manera insoportable y grabó cada detalle en su memoria.
Después su estómago tembló convulsivamente y Han giró sobre sus talones, tosiendo y jadeando para contener el sabor amargo de la bilis que había invadido repentinamente su boca.
—Quizá ahora nos entienda un poco mejor —dijo Nil Spaar, dando un paso hacia atrás y chupando distraídamente la sangre que cubría su garra.
Han tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para poder hablar.
—Bastardo...
—La opinión que tenga de mí carece de importancia, y nunca la ha tenido —dijo el virrey, y se volvió hacia uno de sus acompañantes—. Cuando hayáis terminado aquí, llevadlo a mi nave.
—Sí,
darama
—dijo el secretario.
Después él y los otros yevethanos se arrodillaron en una actitud tan respetuosa que rozaba lo reverencial mientras el virrey Nil Spaar salía de la sala.
Han levantó la cabeza y se obligó a mirar a Barth. Los pantalones blancos se habían convertido en dos cortinajes empapados de carmesí que colgaban de las piernas del ingeniero de vuelo. El charco de sangre y otros fluidos corporales acumulado debajo de él había crecido hasta tal punto que amenazaba con sumergir los pies de Han. Algo seguía temblando o palpitando en la masa de órganos que se había desparramado sobre el regazo de Barth.
«Lo siento, Barth —pensó Han, haciendo cuanto podía para ocultar tanto su angustia como su furia y firmemente decidido a no exhibir ninguna de aquellas dos emociones delante de su público—. Le dije que volveríamos a ver Coruscant, pero no podía estar más equivocado. No lo sabía, ¿comprende? Hasta ahora no he sabido qué clase de monstruo es Nil Spaar...»