Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (53 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Arn enmudeció. No podía entender cómo una solitaria anciana en medio de tierra virgen podía tener la menor idea de esas cosas, y estaba seguro de que aún menos sabría quién era o adivinaría algo mirando sus vestidos. Recordó una historia a la que no había prestado demasiada atención y que Knut le había contado, sobre que estando su padre Erik Jevardsson en una cruzada le habían vaticinado las tres coronas. Pero eso había ocurrido lejos de aquí, al otro lado del mar Báltico.

—¿Cuál es la tercera cosa que ves? —preguntó, cauteloso.

—Veo una cruz y oigo palabras con la cruz y lo que oigo son las palabras. En este signo vencerás —continuó con la misma voz cantarína sin hacer una mueca ni abrir los ojos.

Arn primero pensó que debía de ser más perspicaz de lo que se había imaginado y que tal vez había leído la inscripción en latín de su empuñadura.

—¿Querrás decir In hoc signo vinces? —preguntó, indagador.

Pero la anciana negaba con la cabeza, como si las palabras latinas no significasen nada para ella.

—¿Ves a alguna mujer en lo que me depara el futuro? —preguntó con cierto temor, que seguramente reflejaba su voz.

—¡Tendrás a tu mujer! —gritó entonces con la voz estridente y abrió los ojos mirándolo salvajemente—, Pero nada será como tú esperas, ¡nada!

Se reía con voz ronca y graznante y era como si su estado de ánimo se hubiese roto y ya no le pudiese sacar ni una palabra sensata. Pronto la dejó estar y se echó a dormir en el lugar en que había tirado la espada. Se envolvió en su manto, se giró hacia la pared y cerró los ojos, pero no podía dormir. Dio una y otra vuelta a lo que la anciana le había dicho y lo encontró tan verdadero como mísero. Ciertamente era raro que pudiese ver los linajes de los Folkung y Erik dentro de él, tenía que admitirlo. Pero con ello no había dicho nada que él ya no supiese. Era un consuelo que le dijese que tendría a Cecilia y eso era lo que él pensaba. Pero el que nada sería como él imaginase, eso era contradictorio. Finalmente debió de dormirse de todas formas.

Cuando se despertó al amanecer, la anciana había desaparecido, pero
Chimal
estaba esperando en su sitio afuera en el pequeño establo y le relinchó, dándole la bienvenida como si nada hubiese ocurrido.

Era pasado mediodía cuando entró por la puerta del monasterio de Varnhem y todos los olores conocidos le golpearon desde los jardines y las cocinas del hermano Rugiero. Su llegada era esperada pero despertó también cierto alboroto y dos hermanos fueron corriendo a su encuentro. Uno se llevó a
Chimal
y el otro lo acompañó en silencio hasta el
lavatorium
, señalando sus vestidos. Cuando Arn no comprendía, el hermano le dijo, quisquilloso, que puesto que lo habían excomulgado no se le podía hablar hasta que por lo menos se hubiese lavado un poco y luego le darían un traje de novicio.

Arn se lavó minuciosamente durante mucho rato y cortó su cabello largo bajo oraciones pertinentes. Vestido con su capa de novicio que tan curiosamente conocida le era, se presentó ante el padre Henri en su lugar favorito en el claustro. El padre Henri lo miró con gran severidad pero también con algo de amor. Luego suspiró profundamente y sacó sus rosarios y le señaló a Arn que se preparara para la confesión. Arn se arrodilló y pidió al venerable san Bernardo que le diese fuerza y honradez para llevar a cabo esta confesión que no sería fácil de pronunciar.

El rey Knut Eriksson llegó con su séquito real y junto con Birger Brosa a Arnäs. Eran muchos hombres, a quienes tardarían bastante tiempo en alojar debidamente. No obstante, los estaban esperando y habían avisado al pueblo próximo de que recibiesen bien a los muchos hombres hambrientos y cansados.

Birger Brosa insistía impacientemente en celebrar el consejo cuanto antes y no tomar la cerveza primero y sentarse con los estómagos inflados y pensar perezosamente cuando lo que se debía debatir eran cosas de gran importancia. Aunque el rey Knut estuviese presente, en seguida se siguió la voluntad de Birger Brosa y todos los implicados se reunieron en la sala de la casa principal con sólo un poco de cerveza en el cuerpo.

Primero se rezó por la bendición del Señor de esta reunión, que aquí se dijesen cosas sabias y no estúpidas. Sonaba tan torpe y simple que la añoranza de Arn atravesó la sala como un golpe de aire. Pero la cuestión de Arn solamente era una de las muchas en las que había que avenirse.

Birger Brosa fue quien llevó la palabra una vez que todos estuvieron tranquilos para empezar el consejo y su opinión era que la primera cuestión que había que tratar debía ser el concilio de Götaland Occidental, ya que mucho dependía de que Knut tuviese cuanto antes su segunda corona real. Nadie lo contradijo.

Por tanto dedicaron un buen rato a pensar cómo enviar mensajeros y cómo difundir mejor y cuanto antes la noticia del concilio. Puesto que nada de lo dicho en esta cuestión era nuevo ni desconocido, se concluyó pronto.

La siguiente cuestión era, según Birger Brosa, la mejor manera de proceder para Knut para deshacerse de la vergüenza acaecida sobre los Folkung con un miembro del linaje excomulgado. Eso, según Birger Brosa, era un asunto sobre el que debía opinar el mismo Knut.

Knut Eriksson empezó asegurando que Arn era, como todos sabían, su mejor amigo, y que Arn, además, le había hecho grandes favores que debían ser pagados, además que todo lo bueno que los Folkung y los Erik podían hacer los unos para los otros tenía que sobreponerse a todo lo demás. Cuando esto y otras cosas similares estuvieron aclaradas fue al grano.

Por lo que él entendía, un arzobispo podría cancelar sin dificultad la excomunión del obispo Bengt en Skara. Por desgracia, el arzobispo se había marchado y nadie sabía adonde. Por lo menos no se encontraba en Linkoping, lo cual sería malo si estuviese escondido entre la gentuza sverkeriana, pero tampoco estaba en Svealand. Eso lo habían averiguado los informadores de Knut; un arzobispo no se oculta tan fácilmente.

Ahora bien, esos hombres de Dios eran a veces un poco duros de pelar. Así que aunque encontrasen a ese arzobispo huido no era fácil predecir cómo se pondría si su rey le exigiese una resolución en unos asuntos en los que la iglesia quería hacer valer sus derechos. A los sacerdotes siempre se los podía amenazar, era obvio. Los sacerdotes eran avaros y se preocupaban por sus tierras y luchaban por nuevos regalos terrenales, cosa que a veces los ablandaba en las negociaciones. De todos modos, no se podía decidir nada más en este asunto antes de realizar dos concilios. Knut decía que primero tendría que ser elegido rey también en Götaland Occidental, tal como había dicho su querido amigo y sabio consejero Birger Brosa; luego se podría negociar con el arzobispo. Además, había que sacar al cura de su escondrijo antes de saber nada de su punto de vista.

Magnus asintió tristemente a eso diciendo que en esta cuestión, por el momento, ya no se podría llegar más lejos. Sin embargo, quería pasar a lo que era segundo más importante. Los pleitos de la iglesia que tenían que ser enviados por escrito a Roma eran muy complicados para la gente cristiana corriente. Lo que sí se sabía era que estas complicaciones llevarían su tiempo. Por tanto habría que pensar en el hijo de Arn y Cecilia. Según las mujeres, Cecilia daría a luz al hijo de Arn poco después de medio invierno. Podrían estar casi seguros de que la vieja sverkeriana de Gudhem haría echar al niño tan pronto como pudiese; eso, por desgracia, era obvio. ¿Qué se debía hacer al respecto?

Knut Eriksson dijo primero que si se elegía pronto rey de Götaland Occidental se encargaría, no sin cierto placer, de darle un rapapolvo a esa bruja de los Sverker de Gudhem, pues ella debería comprender que ya no tenía las espaldas cubiertas y eso la ablandaría en las negociaciones.

Birger Brosa frunció la nariz ante estos comentarios y opinó que Knut primero debería pensarlo dos veces antes de enojar a la Iglesia, como había hecho su padre. Sería mejor ir por el otro lado con palabras suaves que no con amenazas. Segundo, un niño nacido en cama ilegítima nunca podría quedarse en el convento. Sería mucho pedir y nadie sacaría provecho del chismorreo que llegaría en consecuencia. Con eso la cuestión estaba clara: ¿quién cuidaría del hijo de Arn Magnusson? Y además, ¿un hijo ilegítimo sería legítimo si el matrimonio se celebraba más tarde?

Eskil dijo tener respuesta a ambas preguntas. Arreglar que el hijo de Arn y Cecilia —fuese niño o no, no podía entender por qué todo el mundo estaba tan seguro de ello— se quedase a vivir en casa de Algot Pålsson no era nada bueno. Ya se decía que Algot había estado refunfuñando acerca de que en lugar de un yerno tendría un bastardo en la casa. Tales palabras no daban muestra de buena voluntad. Por consiguiente, el niño debería ser cuidado por el linaje de los Folkung.

Y en cuanto a la segunda pregunta, si un niño ilegítimo se volvería legítimo, la respuesta era sencilla. Si se lograse anular la excomunión y luego se tomase la cerveza nupcial como era la intención de Arn y Cecilia, todo estaría arreglado de nuevo.

Birger Brosa dijo, reflexivo, que puesto que él mismo tenía niños pequeños y para ellos una madre y dos nodrizas extras, le parecía más adecuado que el niño fuese a Bjälbo. Nadie lo contradijo en eso.

La última cuestión que debían debatir era menos importante pero igual de molesta que una llaga en el pie. Algot Pålsson no solamente se había quejado de un niño bastardo, también se había lamentado en voz alta y amargamente de que un hijo de Arnäs le había complicado un buen negocio que seguramente ya estaría perdido. Algot ciertamente no era un enemigo peligroso y se guardaría de blandir un arma contra los Folkung. Pero de todas formas sería malo que él fuese quejándose de esa manera.

Magnus contestó que habría que preocuparse de eso solamente si tardaban mucho los escritos de los sacerdotes a Roma y todo lo que eso conllevaba. Si tardaba poco tiempo, todo se arreglaría como estaba decidido al principio, y con ello, la paz. Pero si el asunto se alargaba durante varios años, cosa que se había oído decir, sería peor. En ese caso, decía Magnus, habría que arreglar el negocio como lo habían decidido. Pero con Katarina de novia y Eskil de novio. A esa tal Katarina acababan de soltarla del convento allí abajo en Gudhem.

La idea no era difícil de comprender, pero dejó atónitos a todos los presentes en la mesa. Todos sabían que había sido Katarina la causante de este disgusto que ahora hacía sufrir no solamente a Arn y a Cecilia, sino a todo el linaje de los Folkung. Sería duro, suspiró Eskil, pagar tanto a Katarina por su malvada actuación.

Birger Brosa dijo fríamente que aun así sonaba inteligente y que el joven Eskil debería comprender que aquí se hablaba de negocios, no de sentimientos. Así que si Arn no salía, Eskil tendría que prepararse para ir a la cama nupcial con una mujer a la que no se le podría dar la espalda tranquilamente sin recibir en ella un puñal.

Así concluyeron. Aquí, en esta mesa se trataban los negocios y la lucha de poder y, de ningún modo, era aquí el amor lo más grande de todo.

El padre Henri no había demostrado la más mínima intención de estar dispuesto a concederle a Arn el perdón por sus pecados mientras escuchaba su confesión. Tampoco Arn se lo esperaba; ya, ante todo, estaba excomulgado y ni siquiera un prior como el padre Henri podría cancelar una excomunión. Escuetamente, el padre Henri le había explicado el significado del pecado de Arn y luego lo había enviado a una celda para reflexionar, a pan y agua y todo lo demás que era de esperar.

Durante todo su tiempo afuera en el mundo inferior, Arn había cometido tres pecados graves. Primero había matado a dos campesinos borrachos; segundo, borracho él mismo, había mantenido relaciones carnales con Katarina, y tercero, había mantenido relaciones carnales con Cecilia.

De estos tres pecados le habían perdonado los dos primeros tan fácilmente que el propio Arn se había sorprendido. Pero el tercer pecado, que consistía en que había mantenido relaciones carnales también con Cecilia, la mujer a la que más amaba y con la que quería vivir como marido y mujer para siempre, era un pecado tan grande que lo habían excomulgado y la había llevado también a ella a la misma desgracia. No era fácil de comprender. Matar a dos hombres era como si nada, tener relaciones carnales con una mujer a la que no amaba era como si nada. Pero hacer lo mismo con la mujer a que amaba más que nada en el mundo, tal y como lo describían las Sagradas Escrituras, ése era el peor pecado de todos.

Le habían enviado el texto legal del archivo de Varnhem y en ese texto estaba todo escrito clara e inexorablemente. En el archivo sólo se guardaban los textos que la misma Iglesia hubiese impuesto, todo lo demás sobre desafíos y calumnias y multas del precio de una moneda si matabas al siervo de uno o robabas el ganado de otro, era de poco interés para la Iglesia.

Pero la ley que había infringido Arn era algo por lo que la iglesia había luchado y finalmente conseguido. En el texto del código de matrimonio, en el octavo grupo de la ley de Götaland Occidental decía:

Si alguien posee a su hija, este pleito se enviará por escrito fuera del país hasta Roma. Si padre e hijo poseen a la misma mujer, si dos hermanos poseen a la misma mujer, si los hijos de dos hermanos poseen a la misma mujer, si madre e hija poseen al mismo hombre, si dos hermanas poseen al mismo hombre, si las hijas de dos hermanas o los hijos de dos hermanos poseen al mismo hombre, será una abominación.

Eso decía. Estaba hermosamente trazado en latín, mientras que el texto que seguía en la lengua popular estaba escrito de forma más cursiva. A Arn no le costaba reconocer la prohibición, en seguida supo de qué texto de los libros de Moisés de las Sagradas Escrituras estaba extraído.

Pero había prohibiciones raras y curiosas en las Sagradas Escrituras y todo lo que Arn creía saber sobre cómo interpretarlo no valía nada. Era fácil comprender que era una abominación si alguien poseía a su hija. Pero que eso fuese lo mismo que haber poseído a Katarina una vez en una borrachera y luego por amor haber hecho algo que únicamente era lo mismo en cuanto a los miembros del cuerpo con Cecilia, pero no con el sentido, eso era imposible de comprender.

Arn reflexionó largo rato sobre la ley de Dios sin llegar a ninguna conclusión. Por mucho que probase su sentido teológico sobre los mandamientos del Antiguo Testamento, en el que encontró la prohibición contra la que había pecado igual como la prohibición de llevar la ropa de cierto color o el pelo cortado de cierta manera durante el mes de luto, todos estos pensamientos se derrumbaban porque esa misma prohibición estaba en la ley de los godo—occidentales. Recordaba bien la veneración que sus familiares sentían cuando el procurador Karle pronunciaba una ley. Había tan poco lugar a interpretaciones que su propio padre se había dispuesto a morir por las palabras de la ley.

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