Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (52 page)

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Cecilia, por amor a su hermana, quería ver a Katarina para intentar consolarla dentro de lo posible. Para ella no era difícil adivinar el tormento que estaría sufriendo Katarina dentro de los muros de Gudhem, puesto que creía conocer bien a su hermana.

Sin embargo, ése no era el caso, como bien se llegaría a ver. De esa manera, nunca habría puesto un pie en Gudhem para intentar consolar a Katarina.

Cuando las dos hermanas se encontraron en el jardín del convento de Gudhem, Cecilia hizo lo que pudo para no estallar de su propia felicidad, esforzándose por intentar consolar a Katarina y prometiendo que inmediatamente después de la boda hablaría con su padre, quien seguramente tomaría más en serio sus palabras en cuanto formase parte del linaje de los Folkung. Ya encontrarían algo que hiciese entrar en razón a Algot, tal vez algo tan sencillo como su avaricia y que le costaría mucha plata mantener a una hija encerrada en un convento. Dinero malgastado, además, puesto que se trataba de una hija que en absoluto apreciaría este amor paternal. Con esta verdad se rieron juntas.

De nuevo Cecilia fue tentada a hablar de su propia felicidad, cómo primero irían a vivir a Arnäs mientras fuesen tiempos inseguros, cómo luego irían a Forsvik al lado del Vätter, cómo viajarían con Eskil a conocer a los familiares noruegos y de todo lo que se le ocurría que para Katarina simbolizaba la feliz vida en libertad en las afueras de los muros del convento. Cecilia estaba demasiado poseída por su propia felicidad para ver cómo los ojos de Katarina se estrecharon de odio y envidia. Cuando Katarina preguntó de pasada si eran demasiadas fiestas las que habían hecho engordar la cintura de Cecilia, ésta no pudo contener su alegría cuando le explicó el secreto que ciertamente era un pequeño pecado al precio de seis marcos de plata y algunos
Pater Noster
y
Ave María
, tal vez una camisa de cilicio y una semana a pan y agua o cual fuese la penitencia. Sin embargo, era verdad que estaba encinta. Y cuando había empezado a hablar de ello, ya no pudo contenerse, puesto que sentía tanto temor como felicidad ante el hecho de dar a luz.

Katarina ya no estaba escuchando lo que ella contemplaba como la charla infantil de su hermana menor, puesto que ya estaba planeando cómo este asunto podía convertirse en su propia salvación.

Cuando finalmente llegó la hora de separarse, abrazó cariñosamente a Cecilia y le advirtió que cuidase de su futuro hijo y sobre todo que le diese sus más cariñosos deseos de felicidad a Arn.

Pero en cuanto la puerta del convento se hubo cerrado detrás de Cecilia, quien par—a aumentar la rabia de Katarina parecía suspirar de alivio en el momento de salir, Katarina, llena de fría determinación, se apresuró a ver a su priora para cambiarlo todo cuanto antes mejor.

Gudhem era un convento joven, recién establecido tras recibir unas donaciones de Karl Sverkersson, como también había donado la tierra del convento de Vreta en Götaland Oriental. Lo que pensase el linaje de Erik sobre el convento, cuyo origen estaba en Karl Sverkersson y su linaje, ciertamente era una incógnita. Pero la priora de Gudhem, la madre Rikissa, que pertenecía al linaje de Sverker y era familia próxima del ya asesinado Karl, había expresado su preocupación porque Gudhem tal vez tuviese que cambiar de lugar o dejar de existir. Si Knut Eriksson llegaba a ser rey, cosa que todo el mundo creía, no sería muy bueno ser del linaje—de Sverker en Götaland Occidental ni tampoco estar en un convento fundado por los Sverker. Era bien sabido que en sus tiempos, Erik Jevardsson había estirado sus manos avariciosas hacia Varnhem.

La madre Rikissa era una mujer antipática, algunos incluso la llamaban mala, y a veces a las jóvenes novicias no les resultaba fácil tratar con ella. Pero siendo familia próxima a un rey, también conocía bien todo lo relacionado con el poder terrenal.

Cuando Katarina llegó e inesperadamente confesó un viejo pecado cometido que había callado en sus anteriores confesiones, de cómo había tenido relaciones carnales con el joven Arn Magnusson, debería haber sido muy severa con Katarina por callar tanto tiempo. Pero Katarina explicaba, con la mirada baja y como secando una lágrima, que su pecado ahora era mucho peor, puesto que ese Arn no solamente la había seducido a ella mientras que con suaves palabras le había prometido la cerveza nupcial, sino también a su hermana Cecilia, quien ya estaba encinta.

La madre Rikissa en seguida vio que se abría una gran posibilidad ante sí. Obviamente, Katarina también la había visto, puesto que señaló decorosamente que el seductor era amigo íntimo de Knut Eriksson y que las cosas se complicarían mucho para el enemigo si excomulgaban a Arn Magnusson.

Al oír la madre Rikissa estas palabras pensó que Katarina y ella estaban hechas por el mismo molde, puesto que tenían las mismas ideas en este gran asunto. Se contentó con un castigo muy leve por la falta de confesión tardía de Katarina y la castigó a una semana de soledad, silencio, pan y agua y el listado habitual de oraciones. Katarina besó humildemente la mano de la madre Rikissa, agradeciéndole en voz alta a la Santa Virgen la bondad que había recibido y se marchó con una pequeña sonrisa alegre que no se le escapó a los sagaces ojos de la madre Rikissa.

Pero luego la madre Rikissa se dirigió con pasos determinados y los talones golpeando fuertemente el suelo —ese sonido al que las novicias de Gudhem temían más que a nada— hacia el
scriptorium
para ponerse cuanto antes manos a la obra.

Escribió a Boleslav para que se dirigiese al arzobispo de Aros Oriental para este asunto y escribió al obispo Bengt en Skara para que en seguida se ocupase de esta excomunión antes de que el crimen fuese peor y bendecido por uno de los servidores del Señor de la diócesis uniendo a los pecadores en matrimonio. Albergaba buena esperanza de tener al obispo Bengt de su lado, puesto que sabía que él compartía su preocupación de que los tiempos de generosidad para con la iglesia y sus principales servidores ya hubiese acabado. Porque también el obispo Bengt estaba en deuda con el linaje de Sverker.

Pronto los deseos de Katarina y de la madre Rikissa se cumplieron, aunque lo hubieran deseado por motivos distintos. Dos semanas más tarde, el obispo Bengt declaró en la misa de la catedral de Skara que Cecilia Algotsson y Arn Magnusson estaban excomulgados. Ningún hombre de la iglesia en toda Götaland Occidental podría tener ya contacto con ellos dos en relación con la unidad cristiana. El único refugio que podrían encontrar sería en un monasterio o convento.

Por segunda vez, Arn y Cecilia viajaron juntos al convento de Gudhem, pero esta vez su viaje era desdichado. Magnus les envió una tropa de guardias para acompañarlos y todos los hombres tenían órdenes estrictas de llevar los colores y los banderines de los Folkung. Magnus no quería que su hijo viajase hacia la penitencia y el refugio avergonzado y a escondidas.

No tenían mucho que decirse durante el camino porque ya todo había sido dicho muchas veces. A Cecilia le había costado perdonar a Arn, por mucho que hubiese explicado que había estado tan borracho de cerveza aquella vez cuando Katarina acudió a él que apenas supo lo que había pasado. Pero entonces ella objetó que de todas formas se lo había callado, de manera que ella fue implicada en un pecado que podría haber evitado al haberlo conocido. Contra eso él se defendió débilmente diciendo que, en primer lugar, no era fácil hablar con la que más quería en este mundo de que había pecado con su hermana, y en segundo lugar, que no había conocido aquella ley que decía que eso era una abominación. En lo segundo ella lo creía, pese a que encontraba raro que precisamente él no conociese la ley cristiana. Después de dar vueltas sobre este asunto empezaron a pensar en el camino del futuro. Tal como Arn lo entendía, el pecado tardaría mucho tiempo en ser pagado y escrito a Roma, tal vez un año, tal vez más. Ella veía el futuro aún más negro.

Al separarse delante de los muros de Gudhem juró por Dios que algún día volvería a buscarla, juró por su espada para convencerla aún más, cosa que ella encontró infantil. Pero repitió insistentemente que debía creerlo, que nunca dejase de creerlo, porque mientras le quedase aliento, siempre estaría esperando el momento de reunirse con ella de nuevo, y le suplicó que nunca hiciese los tres votos, puesto que nunca podría retractarse de ellos. Mejor vivir como novicia, aunque las novicias, al igual que los novicios, vivían peor en el convento que los que habían hecho los votos. Asintió en silencio a eso y se fue corriendo hacia la puerta, donde la madre Rikissa la esperaba desdeñosa y severa. Cuando la puerta de roble con los herrajes se cerró tras ella, Arn sintió una pena tan grande que pensó que iba morir. Cayó de rodillas y rezó durante largo rato. Todos los guardias esperaron callados y pacientemente a una distancia prudencial. También ellos sentían pena por él, por los Folkung y por toda la alegría robada que sufrían ellos y los familiares de Erik. Sentían odio hacia el linaje sverkeriano que, como todo el mundo sabía, eran los culpables de lo ocurrido.

Arn sólo cabalgó una corta distancia de Arnäs junto con sus hombres. Luego detuvo su caballo y se cambió de ropa y en lugar de la camisa con el escudo de los Folkung se puso el sencillo traje gris de paño burdo con ribetes rojos que había llevado como la primera ropa mundana aquel día hacía menos de un año cuando salió de Varnhem. Entonces el objetivo había sido que aprendiese algo sobre el mundo inferior. Había aprendido mucho este año, pero pensó que casi todo era malo.

De pronto decidió cabalgar solo hacia Varnhem a lo largo de la orilla este del lago Hornborgasjón y a través de los bosques de Billingen. Intentaron disuadirlo de ello, ya que eran tiempos inseguros y nadie podía saber lo que acechaba en los bosques. Arn contestó fríamente que él no se apartaría de su espada y que el Señor protegiese a los bandoleros u otra gentuza que se atreviesen a tocarlo en el estado mental en que se encontraba. Con eso mandó dar la vuelta a
Chimal
y se alejó cabalgando sin más palabras. Todos los guardias de su tropa sabían que ninguno de ellos podría seguir a aquel caballo tal como corría y no pudieron hacer otra cosa que empezar el lúgubre regreso hacia Arnäs sin la compañía de él, cuya vida habían jurado preservar con sus propias vidas si fuese necesario.

Cabalgó mucho rato por pantanos y turberas, donde no existían moradas humanas, y la molesta marcha lo retrasó tanto que ya había oscurecido cuando encontró las faldas de la montaña Billingen. Sabía que solamente tenía que seguir hacia el Norte para encontrar las tierras de Varnhem donde o conocía el camino o bien podría preguntar hasta encontrarlo. Pero era difícil cabalgar por la montaña de noche con el cielo nublado y ni las estrellas ni la luna alumbrando el camino. Continuó indiferente mientras veía cómo llevar a
Chimal
, pero se preparaba para detenerse durante la noche. Sería una noche fría, ya que no se había traído pieles de cordero sino solamente un fino manto, pero lo tomó como el mero principio de los suplicios y la penitencia que imaginaba que lo esperarían. No le importaría sufrir mucho, mientras eso le acortase el tiempo de castigo para que con la ayuda de Dios pudiese cumplir su sagrado juramento e ir a rescatar a Cecilia de Gudhem.

Al anochecer encontró una pequeña cabaña donde se veía la luz de un fuego y al lado había un establo medio en ruinas en el que una vaca mugió angustiada cuando se acercó. Pensó que allí debían de vivir siervos liberados o fugitivos, pero preferiría dormir en su cabaña que a la intemperie del frío bosque.

Con osadía entró a pedir cobijo para la noche. No temía nada, puesto que no se podría imaginar nada peor que lo que ya sufría. Llevaba plata con que pagar, cosa que era honradamente cristiano en lugar de hacer visitas con la espada como único fundamento.

Aun así, le asustó un poco la anciana encorvada que estaba sentada al lado del fuego removiendo una olla. Tenía la voz graznante y no le saludó cortésmente, sino con sorna y con palabras que no comprendía acerca de que la gente como él debería temer la oscuridad, mientras que la gente como ella era amiga de la oscuridad.

Arn le contestó con palabras tranquilas y le explicó que solamente deseaba cobijo para la noche para no lastimar a su caballo si continuaba en la oscuridad por la montaña, y añadió que pagaría bien por este favor. Cuando ella no contestó salió a desensillar a
Chimal
y lo instaló en el establo al lado de la solitaria y delgada vaca. Al entrar de nuevo en la cabaña se quitó la espada y la tiró sobre un lecho vacío, señalando que pretendía dormir en él, y acercó un taburete de tres patas hacia el fuego para calentarse las manos.

La anciana lo miró, recelosa, con los ojos entreabiertos durante un buen rato antes de preguntarle si él era un hombre con derecho a llevar espada o uno que la llevaba de todas formas. Arn contestó que sobre eso probablemente habría varias opiniones, pero que ella no tenía nada que temer de su espada. Para tranquilizarla, cogió el pequeño saco de cuero que Eskil le había dado al despedirse, sacó dos monedas de plata y las colocó al lado del hogar para que fuesen visibles a la luz de las brasas. La vieja las tomó en seguida, mordiéndolas para probarlas, cosa que Arn encontró increíble, ya que no podía entender cómo alguien podría dudar de su palabra o de sus buenas intenciones. Ella pareció satisfecha, con lo que sus pocos dientes le habían contado y le preguntó si él, como todos los demás, había venido para saber lo que le deparaba el futuro. Arn contestó que todo lo que le esperaba estaba en manos de Dios y nadie más podría vaticinar sobre ello. Eso le hizo mucha gracia a la vieja, y rió enseñando unos pocos dientes negros en su boca. Siguió removiendo la olla un rato y luego le preguntó si quería un poco de sopa. Arn la rechazó, pero también lo habría hecho sentado a una mesa de banquete real. Estaba decidido a tomar sólo pan y agua durante mucho tiempo.

—En lo que has de encontrar en la vida veo tres cosas, chico —dijo de pronto, como si lo que imaginaba ver le saliese pese al poco interés de Arn—, Veo dos escudos, ¿quieres saber lo que veo? —continuó cerrando fuertemente los ojos como para ver mejor en su fuero interno. La curiosidad de Arn ya estaba despierta y tal vez lo notaba detrás de sus párpados cerrados.

—¿Qué escudos ves? —preguntó él, seguro de que iba a decir algo raro.

—Uno de los escudos tiene tres coronas doradas contra el cielo y el otro tiene un león —dijo en un tono nuevo, cantarín y con los ojos todavía cerrados.

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