Refugio de pecadores. Consoladora de los afligidos.
Ora pro nobis
. Bueno se ha dicho que quienquiera que le rece con fe y constancia nunca se verá perdido o rechazado: y con mucha razón es ella también un puerto de refugio para los afligidos por los siete dolores que le traspasaron el corazón. Gerty se imaginaba toda la escena en la iglesia, las vidrieras de las ventanas iluminadas, las velas, las flores y los pendones azules de la cofradía de la Santísima Virgen y el Padre Conroy ayudando al canónigo O’Hanlon en el altar, llevando cosas de un lado para otro con los ojos bajos. Él parecía casi un santo y su confesonario estaba tan silencioso y limpio y sus manos eran como de cera blanca y si alguna vez se hacía ella monja dominica con ese hábito blanco quizá él iría al convento para la novena de Santo Domingo. Él le dijo aquella vez cuando le contó aquello en la confesión enrojeciendo hasta la raíz del pelo de miedo de que él lo viera, que no se preocupara porque era sólo la voz de la naturaleza y todos estábamos sujetos a las leyes de la naturaleza, dijo, en esta vida y eso no era pecado porque eso venía de la naturaleza de la mujer instituida por Dios, dijo, y que la misma Santísima Virgen le dijo al arcángel Gabriel hágase en mí según tu voluntad. Era muy bondadoso y santo y muchas veces muchas veces ella pensaba y pensaba si podría hacerle un cubretetera con
ruches
con un dibujo de flores bordadas como regalo o un reloj pero ya tenían reloj se dio cuenta sobre la chimenea blanco y dorado con un canario que salía de una casita para decir la hora el día que fue allí por lo de las flores de la Adoración de las Cuarentas Horas porque era difícil saber qué clase de regalo hacer o quizás un álbum de vistas en color de Dublín o de algún sitio.
Esos desesperantes traviesos de los gemelos empezaron otra vez a pelearse y Jacky tiró fuera la pelota hacia el mar y los dos corrieron siguiéndola. Unos micos groseros como golfos. Alguien debería ocuparse de ellos y darles una buena para que se estuvieran en su sitio, a los dos. Y Cissy y Edy les gritaron que volvieran porque tenían miedo de que subiera la marea y se ahogaran.
—¡Jacky! ¡Tommy!
¡A buena parte! ¡Sí que hacían caso! Así que Cissy dijo que era la última vez que los sacaba. Se puso de pie de un salto y les llamó y bajó corriendo por el declive, pasando por delante de él, agitando el pelo por atrás, que no tenía mal color si hubiera sido más, pero con todos esos potingues que se estaba echando encima siempre no podía conseguir que le creciera largo porque no era natural por mucho que se molestara. Corría con grandes zancadas de pato que era extraño que no se le descosiera la falda por un lado que le estaba demasiado apretada porque Cissy Caffrey era muy chicote y bien que se lanzaba siempre que le parecía que tenía una buena oportunidad para lucirse y sólo porque era buena en correr corría así para que él viera los bajos de la enagua corriendo y sus zancas flacas todo lo más arriba posible. Le estaría bien empleado si hubiera tropezado en algo accidentalmente aposta con sus tacones altos y torcidos a la francesa que llevaba para parecer alta y se diera un buen revolcón.
Tableau!
Habría sido un bonito espectáculo para que lo presenciara un caballero así.
Reina de los ángeles, reina de los patriarcas, reina de los profetas, de todos los santos, rezaban, reina del santísimo rosario y entonces el Padre Conroy entregó el incensario al canónigo O’Hanlon y éste echó el incienso e incensó al Santísimo Sacramento y Cissy Caffrey agarró a los dos gemelos y buenas ganas tenía de darles unos cachetes ruidosos pero no lo hizo porque pensó que él podía estar mirando pero nunca en su vida cometió una equivocación mayor porque Gerty veía sin mirar que él no le quitaba los ojos de encima y entonces el canónigo O’Hanlon volvió a dar el incensario al Padre Conroy y se arrodilló levantando los ojos al Santísimo Sacramento y el coro empezó a cantar
Tantum ergo
y ella balanceó el pie adentro y afuera a compás mientras la música subía y bajaba con el
tantumer gosa cramen tum
. Tres con once había pagado por esas medias en Sparrow, en la calle George, el martes, no, el lunes antes de Pascua y no se les había hecho ninguna carrera y eso era lo que miraba él, transparentes, y no a esas otras insignificantes que no tenían forma ni figura (¡qué cara dura!) porque tenía ojos en la cara para ver él mismo la diferencia.
Cissy volvió a subir de la playa con los dos gemelos y la pelota con el sombrero de cualquier manera echado a un lado después de su carrera y parecía una bruja tirando de los dos chiquillos con esa blusa cursi que se había comprado sólo hacía quince días como un trapo encima y su poco de enagua colgando como una caricatura. Gerty se quitó un momento el sombrero para arreglarse el pelo y jamás se vio sobre los hombros de una muchacha una cabellera más linda, más delicada, con sus rizos castaños, una breve visión radiante, en verdad, casi enloquecedora de dulzura. Habríais de viajar muchas y muchas millas antes de encontrar una cabellera como esa. Casi pudo ver el rápido sofoco en respuesta admirativa de los ojos de él, que la hizo vibrar en todos sus nervios. Se puso el sombrero para poder mirar por debajo del ala y balanceó más rápido el zapato con hebilla pues se le cortó el aliento al captar la expresión de sus ojos. Él la observaba como la serpiente observa a su víctima. Su instinto femenino le dijo que había provocado un tumulto en él y al pensarlo un ardiente escarlata la invadió desde el escote a la frente hasta que el delicioso color de su rostro se convirtió en un glorioso rosado.
Edy Boardman se daba cuenta también porque miraba de reojo a Gerty, medio sonriendo, con sus gafas, como una solterona, fingiendo arreglar al nene. Bicho malo que era y lo sería siempre y por eso nadie podía aguantarla, metiendo la nariz en lo que no le importaba. Y dijo ella a Gerty:
—Daría cualquier cosa por saber lo que piensas.
—¿Qué? —contestó Gerty con una sonrisa reforzada por los dientes más blancos del mundo—. Estaba pensando sólo si se hace tarde.
Porque tenía unas ganas terribles de que se llevaran a casa a esos gemelos mocosos y al nene y se acabara el asunto y por eso era por lo que había insinuado suavemente lo de que se hacía tarde. Y cuando llegó Cissy, Edy le preguntó qué hora era y la señorita Cissy, tan mala lengua como siempre, dijo que era la hora del beso y media y hora de besarse otra vez. Pero Edy quería saberlo porque les habían dicho que volvieran pronto.
—Espera —dijo Cissy—, le preguntaré ahí a mi tío Perico qué hora es por su artefacto.
Así que allá que fue y cuando él la vio le vio que se sacaba la mano del bolsillo, y se ponía nervioso, y empezaba a jugar con la cadena del reloj, mirando a la iglesia. Aunque de naturaleza apasionada Gerty vio que tenía un enorme dominio de sí mismo. Hacía un momento estaba allí fascinada por una delicia que le hacía mirar pasmado, y un momento después ya era el tranquilo caballero de grave rostro, con el dominio de sí mismo expresado en todas las líneas de su rostro distinguido.
Cissy dijo que perdonara que si le importaría decirle qué hora era y Gerty le vio que sacaba el reloj, se lo llevaba al oído y levantaba los ojos y se aclaraba la garganta y decía que lo sentía mucho que se le había parado el reloj pero que creía que debían ser más de las ocho porque se había puesto el sol. Su voz tenía un tono de hombre culto y aunque hablaba con mesurado acento había una sospecha de temblor en su suave entonación. Cissy dijo que gracias y volvió con la lengua fuera diciendo que su tío decía que su cacharro estaba estropeado.
Entonces cantaron la segunda estrofa del
Tantum ergo
y el canónigo O’Hanlon se volvió a levantar e incensó el Santísimo Sacramento y se arrodilló y le dijo al Padre Conroy que una de las velas iba a pegar fuego a las flores y el Padre Conroy se levantó y lo arregló todo y ella vio al caballero dando cuerda al reloj y oyendo si funcionaba y ella balanceó más la pierna entrando y saliendo a compás. Estaba oscureciendo pero él podía ver y miraba todo el tiempo mientras daba cuerda al reloj o lo que le estuviera haciendo y luego se lo volvió a guardar y se metió las manos otra vez en los bolsillos. Ella sintió una especie de sensación que la invadía y comprendió por cómo notaba la piel del pelo y esa irritación contra la faja que debía venirle esa cosa porque la última vez fue también cuando se cortó las puntas del pelo porque tocaba lo de la luna. Los oscuros ojos de él se volvieron a fijar en ella, bebiendo todos sus perfiles, literalmente adorándola en su santuario. Si ha habido alguna vez una admiración sin disimulo en la apasionada mirada de un hombre, ahí se veía claramente, en el rostro de ese hombre. Es por ti, Gertrude MacDowell, y lo sabes muy bien.
Edy empezó a prepararse para marcharse y ya era hora para ella y Gerty se dio cuenta de que la pequeña sugerencia que lanzó había tenido el efecto deseado porque había un buen trecho por la playa hasta donde estaba el sitio por donde podía pasar el cochecito y Cissy les quitó las gorras a los gemelos y se arregló el pelo para ponerse atractiva claro y el canónigo O’Hanlon se irguió con la capa pluvial haciéndole un pico detrás del cuello y el Padre Conroy le entregó la oración para que la leyera y él leyó en voz alta
Panem de caelo praestitisti eis
y Edy y Cissy hablaban todo el tiempo de la hora y le preguntaron a Gerty pero Gerty les pudo pagar en su misma moneda y se limitó a contestar con fría cortesía cuando Edy le preguntó si tenía el corazón destrozado porque el preferido de su corazón la hubiera dejado plantada. Gerty se contrajo bruscamente. Un rápido fulgor frío brilló en sus ojos, expresando elocuentemente un inmenso desprecio. Le dolió: oh sí, le llegó muy hondo, porque Edy tenía su manera suave de decir cosas así que sabía que herirían, condenado bicho malo que era. Los labios de Gerty se abrieron rápidamente para pronunciar la palabra pero contuvo el sollozo que se elevaba en su garganta, tan delicada, tan impecable, tan hermosamente modelada que parecía haberla soñada un artista. Ella le había amado más de lo que él nunca imaginó. Frívolo engañador, voluble como todos los de su sexo, él jamás comprendería lo que había significado para ella, y por un instante en sus ojos azules hubo un vivo escozor de lágrimas. Ellas la miraban en inexorable escrutinio, pero, con un valeroso esfuerzo, Gerty volvió a chispear en respuesta comprensiva, lanzando una ojeada a su nueva conquista para que vieran.
—Ah —respondió Gerty, rápida como el rayo, riendo, y su altiva cabeza se irguió en un arrebato—, puedo arrojar el guante a cualquiera porque es año bisiesto.
Sus palabras resonaron cristalinas, más musicales que el arrullo de la torcaz, pero cortaron el silencio gélidamente. En su joven voz había algo que proclamaba que no era persona con quien se pudiera jugar a la ligera. En cuanto al señorito Reggy con todos sus aires y su poco de dinero, ella le podía dejar a un lado como si fuera una basura y jamás le volvería a dedicar un pensamiento y rompería su estúpida postal en mil pedazos. Y si se le ocurría jactarse alguna vez, ella le dejaría clavado en su sitio con una mirada de medido desprecio. A la pequeña señorita Edy se le puso una cara bastante larga y Gerty se dio cuenta al verla tan negra como un tizón de que estaba simplemente hecha una furia aunque lo disimulaba, la muy lagarta, porque la flecha le había dado en el blanco, en sus celos mezquinos, y las dos sabían muy bien que ella era algo diferente, que no era una de ellas y que había alguien más que lo sabía también y lo veía, así que ya podían darse por enteradas.
Edy arregló al nene Boardman para marcharse y Cissy recogió la pelota y las palas y cubos y ya era hora de marcharse porque le iba tocando quedarse duermes al señorito Boardman y Cissy le decía también que ya venía Fernandillo y el nene se iba a mimí y el nene estaba riquísimo riéndose con los ojos felices, y Cissy le dio una metida así jugando en la barriguita, y el nene, sin pedir permiso siquiera, disparó sus saludos en el babero nuevecito.
—¡Ay, ay! ¡Qué cochinillo! —protestó Ciss—. Se ha echado a perder el babero.
El leve contratiempo reclamó su atención pero en un abrir y cerrar de ojos arregló el asuntillo.
Gerty sofocó una exclamación reprimida y tosió nerviosamente y Edy preguntó qué pasaba y ella estuvo a punto de decirle que lo cazara al vuelo pero siempre era señorial en sus modales así que sencillamente lo dejó correr con tacto consumado diciendo que era la bendición porque precisamente entonces sonaba la campana en el campanario sobre la tranquila playa porque el canónigo O’Hanlon estaba erguido en el altar con el velo que le había puesto el Padre Conroy alrededor de los hombros dando la bendición con el Santísimo Sacramento.
Qué conmovedora escena aquella, en la creciente penumbra del atardecer, el último atisbo de Erín, el emocionante son de aquellas campanas vespertinas y al mismo tiempo un murciélago salía volando del campanario con hiedra, a través del oscurecer, de acá para allá, con un débil grito perdido. Y ella veía allá lejos las luces de los faros tan pintorescos que le hubiera gustado copiarlas con una caja de colores porque eran más fáciles de hacer que un hombre y pronto iría el farolero dando la vuelta por delante del terreno de la iglesia presbiteriana y por la umbrosa avenida Tritonville por donde paseaban las parejas y encendería el farol junto a su ventana donde Reggy Wylie solía dar vueltas a piñón libre mientras ella leía ese libro
El farolero
, de Miss Cummins, autora de
Mabel Vaughan
y otros relatos. Pues Gerty tenía sueños de que nadie sabía. Le gustaba leer poesía y cuando Bertha Supple le regaló de recuerdo ese delicioso álbum de confesiones de cubiertas rosa coral para que escribiera sus pensamientos, ella lo metió en el cajón de su tocador que, aunque no se excedía por el lado del lujo, estaba escrupulosamente limpio y arreglado. Allí era donde guardaba el escondite de sus tesoros de muchachita, las peinetas de tortuga, la medalla de Hija de María, el perfume rosa blanca, la cejaleína, el portaperfumes de alabastro, y las cintas para cambiar cuando le llegaban sus cosas de lavar y había algunos hermosos pensamientos escritos en el álbum con tinta violeta que compró en Hely, en la calle Dame, pues pensaba que ella también sería capaz de escribir poesía sólo con que supiera expresarse como esos versos que la impresionaron tanto que los copió del periódico que encontró una tarde envolviendo las hierbas para guisar.
¿Eres real tú, oh mi ideal?
, era el título, de Louis J. Walsh, Magherafelt, y luego había algo como
Crepúsculo, ¿jamás querrás?
, y más de una vez la belleza de la poesía, tan triste en su hermosura transitoria, le había nublado los ojos con lágrimas silenciosas por los años que se le iban escapando uno tras otro, y si no fuera por ese defecto que ella sabía no tendría por qué temer a ninguna competidora y eso fue un accidente bajando la cuesta de Dalkey y siempre trataba de ocultarlo. Pero tenía que terminar, lo presentía. Si distinguía en los ojos de él esa mágica llamada, no habría nada que la sujetara. El amor se ríe de las rejas. Ella haría el gran sacrificio. Su único empeño sería compartir los pensamientos de él. Ella sería entonces para él más preciosa que el mundo entero y le doraría sus días a fuerza de felicidad. Había una cuestión de suprema importancia y ella se moría por saber si él era casado o si era un viudo que había perdido a su mujer o alguna tragedia así como el noble de nombre extranjero del país de la canción que la tuvo que encerrar en un manicomio, cruel sólo por ser bondadoso. Pero incluso si… ¿qué, entonces? ¿Importaría mucho? Ante todo lo que sonara a indelicado en lo más mínimo, su refinada naturaleza se echaba atrás instintivamente. Odiaba a esa clase de personas, las mujeres caídas que daban vueltas por la acera delante del Dodder y se iban con soldados y hombres groseros, sin respeto por el honor de una muchacha, degradando a su sexo y siendo llevadas a la comisaría de policía. No, no: eso no. Serían nada más buenos amigos como una hermana y su hermano mayor sin nada de todo lo demás, a pesar de las convenciones de la Sociedad con mayúscula. Quizá él estaría de luto por un viejo amor de los días que ya no se pueden rescatar. Ella creía entenderle. Trataría de entenderle porque los hombres eran tan diferentes. El viejo amor esperaba, esperaba con las blancas manecitas extendidas, con suplicantes ojos azules. ¡Corazón mío! Ella seguiría su sueño de amor, los dictados de su corazón que le decían que él lo era todo para ella, el único hombre en el mundo para ella, pues el amor era la guía suprema. No importaba nada más. Pasara lo que pasara ella sería indómita, libre, sin trabas.