Pero precisamente entonces hubo un ligero altercado entre el señorito Tommy y el señorito Jacky. Ya se sabe cómo son los niños, y nuestros gemelos no eran excepción a esa regla de oro. La manzana de la discordia era cierto castillo de arena que había construido el señorito Jacky y que el señorito Tommy —lo mejor es enemigo de lo bueno— se empeñaba en mejorar arquitectónicamente con un portón como el de la torre Martello. Pero si el señorito Tommy era terco, también el señorito Jacky era obstinado, y fiel a la máxima de que la casa de todo pequeño irlandés es su castillo, cayó sobre su odiado rival, pero de tal manera que al candidato a agresor le fue muy mal (¡lástima decirlo!) y lo mismo al codiciado castillo. No hay ni que decir que los gritos del derrotado señorito Tommy llamaron la atención de las amigas.
—Ven acá, Tommy —exclamó imperativamente su hermana—, ¡en seguida! Y tú, Jacky, ¡qué vergüenza, tirar al pobre Tommy por la arena sucia! Ya verás como te pille.
El señorito Tommy, con los ojos nublados de lágrimas sin verter, acudió a su llamada, pues la palabra de su hermana mayor era ley para los gemelos. Y en lamentable condición había quedado después de su desventura. Su gorrito de marinero y sus inmencionables estaban llenos de arena, pero Cissy tenía mano maestra en el arte de resolver los pequeños inconvenientes de la vida, y muy pronto no se vio ni una mota de arena en su elegante trajecito. Sin embargo, los azules ojos seguían brillando con cálidas lágrimas a punto de desbordarse, así que ella hizo desaparecer sus penas a fuerza de besos, y amenazó con la mano al culpable señorito Jacky, diciendo que como le tuviera a mano ya vería, mientras sus ojos se agitaban en amonestación.
—¡Jacky, insolente travieso! —gritó.
Rodeó con un brazo al marinerito y le halagó seductoramente:
—¿Me quieres mucho? Como la trucha al trucho.
—Dinos quién es tu novia —dijo Edy Boardman—. ¿Es Cissy tu novia?
—Nooo —dijo Tommy, lacrimoso.
—Ya lo sé yo —dijo Edy Boardman, no demasiado amablemente, y con una mirada maligna de sus ojos miopes—. Ya sé yo quién es la novia de Tommy: Gerty es la novia de Tommy.
—Nooo —dijo Tommy, al borde de las lágrimas.
El vivo instinto maternal de Cissy adivinó lo que ocurría y susurró a Edy Boardman que se le llevara detrás del cochecito donde no lo vieran los señores y que tuviera cuidado que no se mojara los zapatos claros nuevos.
Pero ¿quién era Gerty?
Gerty MacDowell, que estaba sentada junto a sus compañeras, sumergida en sus pensamientos, con la mirada perdida allá en lontananza, era, a decir verdad, un ejemplar del joven encanto irlandés tan bello como cupiera desear. Todos cuantos la conocían la declaraban hermosa, por más que, como solía decir la gente, era más una Giltrap que una MacDowell. Su tipo era esbelto y gracioso, inclinándose incluso a la fragilidad, pero esas pastillas de hierro que venía tomando últimamente le habían sentado muchísimo mejor que las píldoras femeninas de la Viuda Welch y estaba muy mejorada de aquellas pérdidas que solía tener y aquella sensación de fatiga. La palidez cérea de su rostro era casi espiritual en su pureza marfileña, aunque su boca de capullo era un auténtico arco de Cupido, de perfección helénica. Sus manos eran de alabastro finamente veteado, con dedos afilados, y tan blancas como podían dejarlas el jugo de limón y la Reina de las Lociones, aunque no era cierto que se pusiera guantes de cabritilla para dormir ni que tomara pediluvios de leche. Bertha Supple se lo había dicho eso una vez a Edy Boardman, mentira desvergonzada, cuando andaba a matar con Gerty (aquellas amigas íntimas, por supuesto, tenían de vez en cuando sus pequeñas peleas como el resto de los mortales) y ella le dijo que no contara por ahí nada de lo que hiciera, que era ella quien se lo decía o si no que no volvería a hablar nunca con ella. No. A cada cual lo suyo. Gerty tenía un refinamiento innato, una lánguida
hauteur
de reina que se evidenciaba inconfundiblemente en sus delicadas manos y en el elevado arco de su pie. Sólo con que el hado benigno hubiera deseado hacerla nacer como dama de alto rango, en su lugar apropiado, y con que hubiera recibido, las ventajas de una buena educación, Gerty MacDowell podría fácilmente haberse codeado con cualquier dama del país y haberse visto exquisitamente ataviada con joyas en la frente y con nobles pretendientes a sus pies rivalizando en rendirle homenaje. Y quién sabe si era eso, ese amor que podría haber sido, lo que a veces prestaba a su rostro de suaves facciones un aire, con tensión de reprimido significado, que daba una extraña tendencia anhelante a sus hermosos ojos, un hechizo que pocos podían resistir. ¿Por qué tienen las mujeres tales ojos brujos? Los de Gerty eran del azul irlandés más azul, engastados en relucientes pestañas y en expresivas cejas oscuras. Un tiempo hubo en que esas cejas no eran tan sedosamente seductoras. Fue Madame Vera Verity, directora de la página «Mujer Bella» en la revista
Princesa
, la primera que le aconsejó probar la cejaleína, que daba a los ojos esa expresión penetrante, tan apropiada en las que orientaban la moda, y ella nunca lo había lamentado. También estaba el enrojecimiento curado científicamente y cómo ser alta aumente su estatura y usted tiene una cara bonita pero ¿y su nariz? Eso le iría bien a la señora Dignam porque la tenía en porra. Pero la gloria suprema de Gerty era su riqueza de prodigiosa cabellera. Era castaño oscuro con ondas naturales. Se había cortado las puntas esa misma mañana, porque era luna nueva, y le ondeaba en torno a su linda cabecita en profusión de abundantes rizos, y también se había arreglado las uñas, el jueves trae riqueza. Y ahora precisamente, ante las palabras de Edy, como quiera que un rubor delator, tan delicado como el más sutil pétalo de rosa, se insinuara en sus mejillas, tenía un aspecto tan delicioso en su dulce esquividad de muchacha, que de seguro que toda la bella Irlanda, esa tierra de Dios, no contenía quien se le igualara.
Por un instante quedó callada con los ojos bajos y tristes. Estuvo a punto de replicar, pero algo contuvo las palabras en su lengua. La inclinación le sugería hablar: la dignidad le decía que callara. Sus lindos labios estuvieron un rato fruncidos, pero luego levantó los ojos y prorrumpió en una risita alegre que tenía en sí toda la frescura de una joven mañana de mayo. Sabía muy bien, quién mejor que ella, lo que le hacía decir eso a la bizca de Edy: era porque él estaba un poco frío en sus atenciones, aunque era simplemente una riña de enamorados. Como pasa siempre, alguien ponía mala cara porque aquel chico andaba siempre en bicicleta de un lado para otro delante de su ventana. Sólo que ahora su padre le hacía quedarse por la tarde en casa estudiando de firme para conseguir una beca que había para la escuela media y luego iría a Trinity College a estudiar medicina cuando acabara la escuela media como su hermano W. E. Wylie que corría en las carreras de bicicletas de la universidad en Trinity College. Poco le importaba quizá a él lo que ella sentía, ese sordo vacío doloroso en su corazón, algunas veces, traspasándolo hasta lo más íntimo. Pero él era joven y acaso llegaría a amarla con el tiempo. Eran protestantes, en su familia, y claro que Gerty sabía Quién venía primero y después de Él la Santísima Virgen y luego San José. Pero no se podía negar que era guapo, con esa nariz exquisita, y era la que parecía, un caballero de pies a cabeza, la forma de la cabeza también por detrás sin la gorra, que ella la reconocería en cualquier sitio tan fuera de lo corriente y la manera como giraba en la bicicleta alrededor del farol sin manos en el manillar y también el delicioso perfume dé los cigarrillos buenos y además los dos eran de la misma estatura y por eso Edy Boardman se creía que sabía tanto porque él no iba de acá para allá en bicicleta por delante de su trocito de jardín.
Gerty iba vestida con sencillez pero con el buen gusto instintivo de una devota de Nuestra Señora la Moda, pues presentía que no era imposible que él anduviera por ahí. Una linda blusa de azul eléctrico, que había teñido ella misma con Tintes Dolly (porque en
La Ilustración Femenina
se esperaba que se iba a llevar el azul eléctrico), con un elegante escote en V bajando hasta la separación y un bolsillito para el pañuelo (en que ella llevaba siempre un poco de algodón mojado en su perfume favorito, porque el pañuelo estropeaba la línea) y una falda tres cuartos azul marino, no muy ancha, hacían resaltar a la perfección su graciosa figura esbelta. Llevaba una delicia de sombrerito coquetón de ala ancha, de paja marrón, con un contraste de
chenille
azul huevo, y a un lado un lazo de mariposa haciendo juego. Toda la tarde del martes pasado había andado por ahí buscando, para hacer juego con esa
chenille
, pero por fin encontró lo que buscaba en los saldos de verano de Clery, exactamente, un poco manchado de tienda pero nadie se daría cuenta, siete dedos, dos chelines y un penique. Lo había arreglado todo ella misma y ¡qué alegría tuvo cuando se lo probó luego, sonriendo a la deliciosa imagen que le devolvía el espejo! Y cuando lo encajó en el frasco del agua para conservar la forma, sabía que iba a dejar pálida a más de una que ella conocía. Sus zapatos eran la última novedad en calzado (Edy Boardman presumía de que ella era muy
petite
pero nunca había tenido un pie como el de Gerty MacDowell, un cinco, ni lo tendría, rabia rabiña) con punteras de charol y nada más que una hebilla muy elegante en su elevado arco del pie. Sus torneados tobillos exhibían sus proporciones perfectas bajo la falda y la cantidad exacta y nada más de sus bien formadas piernas envueltas en finas medias con talones y puntas reforzados y con vueltas anchas para las ligas. En cuanto a la ropa interior, era el principal cuidado de Gerty; ¿quién que conozca las agitadas esperanzas y aprensiones de los dulces diecisiete años (aunque Gerty ya los había dejado atrás) tendría corazón para criticarla? Tenía cuatro lindas mudas, con unos bordados de lo más bonito, tres piezas y los camisones además, y cada juego con sus cintas pasadas, de colores diferentes, rosa, azul pálido, malva y verde guisante, y ella misma los ponía a secar y los metía en añil cuando volvían de lavar y los planchaba y tenía un ladrillo para poner la plancha porque no se fiaba de esas lavanderas que ya había visto ella cómo quemaban las cosas. Ahora llevaba el juego azul, esperando contra toda esperanza, su color preferido, y el color de suerte también para casarse que la novia tiene que llevar un poco de azul en alguna parte, porque el verde que llevaba hacía una semana le trajo mala suerte porque su padre le encerró a estudiar para la beca de la escuela media y porque ella pensaba que a lo mejor él andaba por ahí porque cuando se estaba vistiendo esa mañana casi se puso el par viejo al revés y eso era buena suerte y encuentro de enamorados si una se pone esas cosas del revés con tal que no sea viernes.
¡Y sin embargo, sin embargo! ¡Esa expresión tensa en su rostro! Hay en ella un dolor devorador que no cesa. Lleva el alma en los ojos y daría un mundo por estar en la intimidad de su acostumbrado cuartito, donde, dejando paso a las lágrimas, podría desahogarse llorando y dar suelta a sus sentimientos reprimidos. Aunque no demasiado porque ella sabía llorar de una manera muy bonita delante del espejo. Eres deliciosa, Gerty, decía el espejo. La pálida luz del atardecer cae sobre un rostro infinitamente triste y pensativo. Gerty MacDowell anhela en vano. Sí, había sabido desde el principio que ese sueño a ojos abiertos, de su boda que estaba arreglada, y de las campanas nupciales que sonaban por la señora Reggy Wylie T. C. D. (porque la que se case con el hermano mayor será señora Wylie) y en las crónicas de sociedad la recién señora Gertrude Wylie llevaba un suntuoso modelo en gris guarnecido de costosas pieles de zorro azul, no se realizaría. Él era demasiado joven para comprender. Él no creía en el amor, ese derecho de nacimiento de la mujer. La noche de la fiesta hace mucho en Stoers (él todavía iba de pantalones cortos) cuando se quedaron solos y él le pasó un brazo por la cintura, ella se puso blanca hasta los labios. La llamó pequeña con una voz extrañamente ronca y le arrebató medio beso (¡el primero!) pero fue sólo la punta de la nariz y luego salió deprisa del cuarto diciendo algo sobre los refrescos. ¡Qué impulsivo! La energía de carácter nunca había sido el punto fuerte de Reggy Wylie y el que cortejara y conquistara a Gerty MacDowell tenía que ser un hombre entre los hombres. Pero esperar, siempre esperar a que la pidieran y además era año bisiesto y pronto se pasaría. Su ideal de galán no es un príncipe azul que ponga a sus pies un amor raro y prodigioso, sino más bien un hombre muy hombre con cara enérgica y tranquila que no haya encontrado su ideal, quizá el pelo ligeramente tocado de gris, y que comprenda, que la reciba en el refugio de sus brazos, que la atraiga a él, a toda la energía de su profunda naturaleza apasionada y que la consuele con un beso largo muy largo. Sería como el cielo. Por uno así siente anhelo en ese aromado atardecer estival. Con todo su corazón desea ella ser la única, la prometida, la desposada, para la riqueza o la pobreza, con enfermedad o con salud, hasta que la muerte nos separe, desde el día de hoy en adelante.
Y mientras Edy Boardman estaba con el pequeño Tommy detrás del cochecito ella pensaba precisamente si llegaría el día en que se pudiera llamar su futura mujercita. Entonces ya podrían hablar de ella hasta ponerse moradas, Bertha Supple también, y Edy, la maligna, porque cumplía los veintidós en noviembre. Ella cuidaría de él también en cosas materiales porque Gerty tenía mucho sentido femenino y sabía que no hay hombre al que no le guste la sensación de estar a gusto en casa. Sus tortitas bien tostadas de color dorado oscuro y su flan Reina Ana, deliciosamente cremoso, habían obtenido las mejores opiniones de todos porque tenía una mano afortunada también para encender el fuego, espolvorear la harina fina con su levadura y mover siempre en la misma dirección y luego descremar la leche y azúcar y batir bien la clara de los huevos aunque no le gustaba la parte de comérselo cuando había gente que la intimidaba y muchas veces se preguntaba por qué uno no podría comer algo poético como violetas o rosas y tendría una salita muy bien puesta con cuadros y grabados y la foto de aquel perro tan bonito del abuelo Giltrap,
Garryowen
, que casi hablaba, de tan humano, y fundas de chintz en las butacas y aquella rejilla de plata para tostar de la liquidación de verano de Clery igual que las de las casas de los ricos. Él sería alto con hombros anchos (siempre había admirado a los hombres altos para marido) con refulgentes dientes blancos bajo un ancha bigote bien cuidado y se irían al continente de viaje de bodas (¡tres semanas deliciosas!) y luego, cuando se establecieran en un encanto de casita, íntima y cómoda, tomarían el desayuno, sencillo pero servido a la perfección, bien solitos los dos y antes de que él se fuera a sus asuntos le daría a su querida mujercita un buen abrazo apretado y por un instante se contemplaría en lo hondo de sus ojos.