Ulises (61 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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—Choque esa, Ciudadano —dice Joe—. Sí que lo era y mucho mejor.

—¿De veras? —dice Alf.

—Sí —dice Bloom—. Es bien sabido. ¿No lo sabe usted?

Conque allá que arrancaron con el deporte irlandés y los juegos anglófilos como el tenis, y lo del hockey irlandés y el lanzamiento del peso y el sabor de la tierruca y edificar una nación una vez más y todo eso. Y claro que Bloom tuvo que decir lo suyo también sobre que si uno tiene el corazón deformado el ejercicio violento es malo. Por lo más sagrado, que si uno recogiera una paja del jodido suelo y le dijera a Bloom:
Mira, Bloom. ¿Ves esta paja? Esto es una paja
, lo aseguro por mi abuela que sería capaz de hablar de eso durante una hora seguida sin acabar el tema.

Una interesantísima discusión tuvo lugar en el vetusto local de
Brian O’Ciarnain’s en Sraid na Bretaine Bheag
, bajo los auspicios del
Sluagh na h-Eireann
, sobre el resurgimiento de los antiguos deportes irlandeses y la importancia de la cultura física, tal como se entendía en la antigua Roma y en la antigua Irlanda, para el desarrollo de la raza. El venerable presidente de esa noble orden presidía la sesión y la concurrencia era de notables dimensiones. Después de un instructivo discurso del presidente, magnífica pieza de oratoria pronunciada con elocuencia y energía, tuvo lugar una interesante e instructiva discusión, del acostumbrado alto nivel de excelencia, en cuanto a la deseabilidad de la resurgibilidad de los antiguos juegos y deportes de nuestros antiguos antepasados pancélticos. El conocidísimo y altamente respetado defensor de la causa de nuestra antigua lengua, señor Joseph MacCarthy Hynes, hizo una elocuente apelación en favor de la resurrección de los antiguos deportes y pasatiempos gaélicos, practicados mañana y tarde por Finn MacCool, en cuanto que apropiados para revivir las mejores tradiciones de energía y fuerza viril que nos han transmitido las épocas antiguas. L. Bloom, recibido con una mezcla de aplauso y siseos, adoptó la posición negativa, tras de lo cual el canoro presidente llevó a su término la discusión, en respuesta a repetidas solicitudes y cordiales aplausos desde todas partes de la rebosante sala, mediante una interpretación notablemente señalada de las nunca marchitadas estrofas del inmortal Thomas Osborne Davis (por fortuna de sobra familiares para necesitar ser recordadas aquí)
De nuevo una nación
, en cuya ejecución el veterano campeón del patriotismo cabe decir sin miedo a contradicción que se superó a sí mismo en excelencia. El Caruso-Garibaldi irlandés estaba en forma superlativa y sus notas estentóreas se oyeron del modo más ventajoso en el ancestral himno, cantado como sólo nuestro ciudadano puede cantarlo. Su soberbia excelencia vocal, que con su supercalidad realzó grandemente su reputación ya internacional, fue ruidosamente aplaudida por el numeroso público, entre el cual se advertían muchos miembros prominentes del clero, así como representantes de la prensa y del foro y de otras doctas profesiones. La sesión terminó entonces.

Entre los miembros del clero allí presentes estaban el Revmo. William Delany, S. J., L. L. D.; el Muy Rvdo. Gerald Molloy, D. D.; el Rev. P. J. Kavanagh, C. S. Sp.; el Rev. T. Waters, C. C.; el Rev. John M. Ivers, P. P.; el Rev. P. J. Cleary, O. S. F.; el Rev. L. J. Hickey, O. P.; el Revmo. Fr. Nicholas, O. S. F. C.; el Revmo. B. Gorman, O. D. C.; el Rev. T. Maher, S. J.; el Revmo. James Murphy, S. J.; el Rev. John Lavery, V. F.; el Revmo. William Doherty, D. D.; el Rev. Peter Fagan, O. M.; el Rev. T. Brangan, O. S. A.; el Rev. J. Flavin, C. C.; el Rev. M. A. Hackett, C. C.; el Rev. W. Hurley, C. C.; el Muy Rev. Mons. MacManus, V. G.; el Rev. B. R. Slattery, O. M. I.; el Revmo. M. D. Scally, P. P.; el Rev. F. T. Purcell, O. P.; el Revmo. Canónigo Timothy Gorman, P. P.; el Rev. J. Flanagan, C. C. Entre los seglares estaban P. Fay, T. Quirke, etc., etc.

—Hablando de ejercicio violento —dice Alf—, ¿estuvieron en ese encuentro Keogh-Bennett?

—No —dice Joe.

—He oído decir que ese, como-se-llame, sacó su buen centenar de guineas con él —dice Alf.

—¿Quién? ¿Blazes? —dice Joe.

Y dice Bloom:

—Lo que quiero decir con el tenis, por ejemplo, es la agilidad y el entrenamiento de la vista.

—Eso, Blazes —dice Alf—. Hizo correr por ahí que Myler estaba dado a la cerveza, para hacer subir las apuestas, y el otro mientras tanto entrenándose.

—Ya le conocemos —dijo el Ciudadano—. El hijo del traidor. Sabemos cómo le entró oro inglés en el bolsillo.

—Muy bien dicho —dice Joe.

Y Bloom vuelve a intervenir con el tenis y la circulación de la sangre, preguntando a Alf:

—¿No le parece verdad, Bergan?

—Myler le hizo morder el polvo —dice Alf—. Heenan y Sayers no hicieron más que tontear, en comparación con eso. Le dio una paliza de no te menees. Había que ver a ese pequeñajo que no le llegaba al ombligo y el tío grande tirando directos. Vaya, le dio un golpe final en el vacío. Se lo hizo comer, el reglamento de Queensberry y todo.

Fue un encuentro histórico y grandioso, en el que se había anunciado que Myler y Percy se calzarían los guantes por una bolsa de cincuenta libras. Aun estando en desventaja por falta de peso, el corderillo predilecto de Dublín lo compensó con su habilidad superlativa en el arte pugilístico. La traca final fue una dura prueba para ambos campeones. El sargento mayor, peso welter, había dejado correr su poco de tinto en el precedente cuerpo a cuerpo en que Keogh cobró toda clase de derechazos e izquierdazos, mientras el artillero se trabajaba a fondo la nariz del predilecto, y Myler salía con cara de grogui. El soldado se puso a la tarea arrancando con un poderoso disparo con la izquierda a que el gladiador irlandés contraatacó disparando un directo muy bien apuntado a la mandíbula de Bennett. El casaca-roja se agachó pero el dublinés le levantó con un gancho con la izquierda, con enérgico trabajo sobre el cuerpo. Los hombres se agarraron de cerca. Myler rápidamente entró en acción dominando a su enemigo, hasta acabar el round con el más corpulento en las cuerdas, bajo el castigo de Myler. El inglés, con el ojo derecho casi cerrado, se refugió en su rincón, donde fue abundantemente empapado en agua y, cuando sonó el gong, salió animoso y rebosante de empuje, confiado en noquear al púgil eblanita en un periquete. Fue una pelea a fondo para no dejar más que al mejor. Los dos luchaban como tigres mientras subía la fiebre de la emoción. El árbitro amonestó dos veces a Percy el Pegador por agarrar, pero el predilecto era astuto y su juego de pies era cosa de ver. Después de un vivo intercambio de cortesías en que un seco uppercut del militar sacó abundante sangre a la boca de su adversario, el corderito se desencadenó entero sobre su enemigo colocando una tremenda izquierda en el estómago de Bennett el Batallador, dejándolo tumbado. Era un K.O. limpio y claro. Entre tensa expectación, le estaban contando al pegador de Portobello cuando el segundo de Bennett, Ole Pfotts Wettstein, tiró la toalla, y el muchacho de Santry fue declarado vencedor entre los frenéticos clamores del público, que irrumpió entre las cuerdas del ring y casi le linchó de entusiasmo.

—Ése sabe dónde le aprieta el zapato —dice Alf—. He oído decir que está organizando una gira de conciertos ahora, por el norte.

—Eso es —dice Joe—, ¿no es verdad?

—¿Quién? —dice Bloom—. Ah sí. Es verdad. Sí, una especie de gira de verano, ya comprenden. Sólo una vacación.

—La señora B. es la estrella más importante, ¿no? —dice Joe.

—¿Mi mujer? —dice Bloom—. Sí que canta, sí. Creo que será un éxito, además. Él es un organizador excelente. Excelente.

Oh oh, qué diablos me digo yo digo. Ahí está la madre del cordero, ahí está el quid. Blazes va a tocar su número de flauta. Gira de conciertos. El hijo del sucio Dan, el intermediario de Island Bridge, el que vendió dos veces los mismos caballos al gobierno para la guerra de los bóers. El viejo Quequé. Vengo por lo del impuesto de los pobres y del agua, señor Boylan. ¿Que qué? El impuesto del agua, señor Boylan. ¿Que qué? Ése es el jodido que te la va a organizar a ella, puedes estar tranquilo. Entre nosotros nada más, Nicolás.

Orgullo de la rocosa montaña de Calpe, la hija de Tweedy, la de cabellera corvina. Allá se crió ella hasta alcanzar impar belleza, donde almendro y caqui aroman el aire. Los jardines de la Alameda conocieron su paso: los olivares la conocían y se inclinaban. La casta esposa de Leopoldo ella es: Marion la de los generosos senos.

Y he aquí que en esto entró uno del clan de los O’Molloy, un apuesto héroe de rostro blanco si bien un poco encendido, consejero de Su Majestad, versado en leyes, y con él el príncipe y heredero del noble linaje de los Lambert.

—Hola, Ned.

—Hola, Alf.

—Hola, Jack.

—Hola, Joe.

—Dios les guarde —dice el Ciudadano.

—Igualmente a ustedes —dice J. J.—. ¿Qué va a ser, Ned?

—Una media —dice Ned.

Así que J. J. pidió las bebidas.

—¿Se ha dado una vuelta por el juzgado? —dice Joe.

—Sí —dice J. J.—. Ya arreglará eso, Ned, dice él.

—Ojalá —dice Ned.

Bueno ¿en qué andaban esos dos? J. J. le hace quitar de la lista de los jurados y el otro le echa una mano para sacarle de líos. Con su nombre en el Stubbs. Jugando a las cartas, codeándose con señorones de postín, de cristal en el ojo, bebiendo champán, y a todo esto medio ahogado en embargos y notificaciones. Empeñando el reloj de oro en Cummins, en la calle Francis, donde nadie le conoce, en la trastienda, cuando yo estaba allí con Pisser, que desempeñaba las botas. ¿Cómo se llama usted, caballero? Licky, dice él. Sí, y liquidado. Coño, un día de éstos va acabar a la sombra, me parece.

—¿Has visto por aquí a ese maldito loco de Breen? —dice Alf—. V. E. ve.

—Sí —dice J. J.—. Buscando un detective privado.

—Eso —dice Ned— y quería ir, por las buenas o por las malas, a dirigirse al tribunal si no es porque Corny Kelleher le paró los pies diciéndole que primero buscara un perito para examinar la letra.

—Diez mil libras —dice Alf riendo—. Caray, daría cualquier cosa por oírle delante de un juez y un jurado.

—¿Has sido tú, Alf? —dice Joe—. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, en nombre de Jimmy Johnson.

—¿Yo? —dice Alf—. No levantes calumnias contra mi nombre.

—Cualquier declaración que hagas —dice Joe— se hará constar en las pruebas contra ti.

—Claro que cabría una acción legal —dice J. J.—. Suponiendo que no sea
compos mentis
. V. E.: ve.

—¡Qué cuerno de
compos
! —dice Alf, riendo—. ¿No sabe que está chiflado? Mírenle la cabeza. ¿No saben que algunas mañanas se tiene que meter el sombrero con calzador?

—Sí —dice J. J.—, pero la verdad de una injuria no es excusa para una acusación por publicarla, a ojos de la ley.

—Ja, ja, Alf —dice Joe.

—Sin embargo —dice Bloom— en atención a esa pobre mujer, quiero decir, a su mujer…

—Hay que compadecerla —dice el Ciudadano—. Y a todas las mujeres que se casan con un medio medio.

—¿Cómo medio medio? —dice Bloom—. ¿Quiere decir que… ?

—Quiero decir medio medio —dice el Ciudadano—. Un tipo que no es ni carne ni pescado.

—Ni mojama —dice Joe.

—Eso es lo que quiero decir —dice el Ciudadano—. Un desgraciado, ya me entienden.

Coño, ya vi que se iba a armar lío. Y Bloom explicó que quería decir que era terrible para la mujer tener que ir por ahí detrás de ese viejo loco balbuceante. Una verdadera perrería dejar a aquel pobre miserable Breen a la intemperie con la barba en la boca, a ver si llueve. Y ella con la nariz tiesa después que se casó con él porque un primo de ese viejo le abría el banco de la iglesia al Papa. Un retrato de él en la pared con sus mostachos levantados, que lo tiraba todo. El Signor Brini de Summerhill, el italianini, zuavo pontificio del Santo Padre, ha dejado el Muelle y se ha mudado a la calle Moss. ¿Y quién era él, díganos? Un don nadie, dos cuartos traseros y entrada, a siete chelines por semana, y se cubría con toda clase de corazas para amenazar al mundo.

—Y además —dice J. J.— una tarjeta postal es publicación. Se consideró suficiente prueba de intención delictiva en el pleito Sandgrove-Hole, que sentó jurisprudencia. En mi opinión, podría admitirse una acción legal.

Seis chelines y ocho peniques, por favor. ¿Quién le ha pedido opinión? Vamos a bebernos nuestros tragos en paz. Coño, ni eso siquiera nos dejan.

—Bueno, a la salud, Jack —dice Ned.

—A la salud, Ned —dice J. J.

—Ya está ése otra vez —dice Joe.

—¿Dónde? —dice Alf.

Y ahí estaba, coño, pasando por delante de la puerta con los libros bajo el sobaco y la mujer al lado y Corny Kelleher con su ojo bizco, echando una ojeada adentro al pasar, venga a hablarle como un padre, a ver si le vendía un ataúd de segunda mano.

—¿Cómo resultó aquel asunto de la estafa del Canadá? —dice Joe.

—Se aplazó —dice J. J.

Uno de los de la hermandad de los narigudos fue, que usaba el nombre James Wought alias Saphiro alias Spark y Spiro, y puso un anuncio en los periódicos diciendo que daría un pasaje a Canadá por veinte chelines. ¿Cómo? ¿Que la cosa olía a podrido? Era una jodida estafa, claro. ¿Cómo? Los engañó a todos, criadas de servicio y paletos del condado de Meath, ya lo creo, y hasta alguno de los suyos también. J. J. nos contaba que había un viejo hebreo, Zaretsky o algo así, que lloraba prestando declaración con el sombrero puesto, jurando por el santo Moisés que le habían enganchado por un par de libras.

—¿Quién estaba en el tribunal? —dice Joe.

—El juez de lo criminal —dice Ned.

—Pobre viejo, Sir Frederick —dice Alf—, se le mete uno en el bolsillo como quiere.

—Tiene un corazón de oro —dice Ned—. Se le cuenta una historia de penas sobre atrasos en el alquiler y la mujer enferma y un montón de chiquillos, y se deshace en lágrimas en el sillón.

—Sí —dice Alf—. Reuben J. tuvo mucha suerte que no le metió a él en chirona el otro día por poner pleito al pobrecillo de Gumley, el guarda de la cantera municipal ahí cerca del puente de Butt.

Y empieza a imitar al viejo juez echándose a llorar:

—¡Es algo escandaloso! ¡A este pobre trabajador! ¿Cuántos chicos? ¿Diez, decía?

—Sí, señoría. ¡Y mi mujer tiene el tifus!

—¡Y una mujer con tifus! ¡Qué escándalo! Puede retirarse de la sala inmediatamente, señor. No, señor, no firmaré ninguna orden de pago. ¡Cómo se atreve usted, señor mío, a presentarse delante de mí a pedirme que dé esa orden! ¡Contra un pobre trabajador diligente! No hay lugar a la demanda.

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