Rezamos ahora por el descanso de su alma. Con esperanzas de que estés muy bien, no en el infierno sino en el Edén. Buen cambio de aires. De la sartén de la vida al fuego del purgatorio.
¿Piensa alguna vez en el agujero que le espera? Dicen que eso pasa cuando uno tirita al sol. Alguien cruza por encima de él. El aviso del traspunte. Cerca de ti. La mía por ahí hacia Finglas, el terreno que he comprado. Mamá, la pobre mamá y el pobrecillo Rudy.
Los sepultureros cogieron las azadas y lanzaron pesados terrones de barro sobre el ataúd. El señor Bloom volvió la cara. ¿Y si siguiera vivo todo el tiempo? ¡Brrr! Demonios, eso sería terrible. No, no: está muerto, por supuesto. Por supuesto está muerto. Murió el lunes. Debería haber una ley de perforar el corazón para estar seguros o un reloj eléctrico o un teléfono en el ataúd y una especie de respiradero de lona. Bandera de peligro. Tres días. Bastante largo para guardarlos en verano. Más vale quitárselos de encima tan pronto como se está seguro de que no hay.
El barro caía más blandamente. Empezar a ser olvidado. Ojos que no ven corazón que no siente.
El administrador se apartó unos pocos pasos y se puso el sombrero. Ya tenía bastante con eso. Los del duelo fueron tomando ánimos, uno por uno, y se cubrieron sin que se notara mucho. El señor Bloom se puso el sombrero y vio la corpulenta figura atravesando hábilmente el laberinto de tumbas. Tranquilamente, seguro de su terreno, atravesaba los funestos campos.
Hynes anotando algo en su agenda. Ah, los nombres. Pero los sabe todos. No: viene hacia mí.
—Estoy apuntando los nombres nada más —dijo Hynes en voz baja—. ¿Cómo es su nombre de pila? No estoy muy seguro.
—L —dijo el señor Bloom—, Leopold. Y podría también poner el nombre de M’Coy. Me lo pidió.
—Charley —dijo Hynes escribiendo—. Ya sé. Estuvo en otros tiempos en el
Freeman
.
Así que estuvo antes de encontrar el empleo en el depósito de cadáveres a las órdenes de Louis Byrne. Buena idea la autopsia para los médicos. Encuentran lo que imaginan que saben. Ha muerto un martes. Echado. Se escapó con el dinero de unos pocos anuncios. Charley, tú eres mi cariño. Por eso me pidió. Ah bueno, no es nada malo. Ya me ocupé de eso, M’Coy. Gracias, viejo: muy agradecido. Hacerle quedar agradecido: no cuesta nada.
—Y díganos —dijo Hynes—, ¿conoce a ese tipo del, el tipo que estaba ahí con un…?
Miró alrededor.
—Macintosh. Sí, le vi —dijo el señor Bloom—. ¿Dónde está ahora?
—MacIntosh —dijo Hynes, garrapateando—. No sé quién es. ¿Es así como se llama?
Se apartó, mirando a su alrededor.
—No —empezó el señor Bloom, volviéndose y deteniéndose—. ¡Oiga, Hynes!
No oyó. ¿Qué? ¿A dónde ha desaparecido? Ni señal. Bueno por todos los. ¿Ha visto alguien aquí? Ka e ele ele. Se ha vuelto invisible. Dios mío, ¿qué ha sido de él?
Un séptimo sepulturero llegó al lado del señor Bloom a buscar una azada que no usaban.
—Ah, perdone.
Se echó a un lado ágilmente.
Un barro, pardo, húmedo, empezaba a verse en el hoyo. Subía. Casi terminado. Un montículo de terrones húmedos subió más, subió, y los sepultureros dejaron las azadas. Todos se volvieron a descubrir unos momentos. El muchacho apoyó la corona contra una esquina: el cuñado la suya en un montón. Los sepultureros se pusieron las gorras y se llevaron las azadas embarradas al carretón. Luego golpearon ligeramente los filos en la hierba: limpios. Uno se inclinó a quitar del mango un largo mechón de hierba. Otro, dejando a sus compañeros, echó a andar lentamente con el arma al hombro, la hoja en reflejos azules. Silenciosamente, a la cabecera de la tumba, otro enrollaba las cuerdas del ataúd. Su cordón umbilical. El cuñado, apartándose, le puso algo en la mano libre. Gracias en silencio. Lo siento, señor: molestia. Sacudida de cabeza. Ya lo sé. Para ustedes nada más.
Los del duelo se fueron retirando lentamente, sin objetivo, por caminos en rodeos, parándose un rato a leer un nombre en una tumba.
—Vamos a dar una vuelta por la tumba del jefe —dijo Hynes—. Tenemos tiempo.
—Vamos —dijo el señor Power.
Se volvieron a la derecha, siguiendo sus lentos pensamientos. Con reverencia, habló la voz vacía del señor Power.
—Algunos dicen que no está en absoluto en esa tumba. Que llenaron el ataúd de piedras. Que volverá algún día.
Hynes movió la cabeza.
—Parnell no volverá nunca —dijo—. Está ahí, todo lo que era mortal en él. Paz a sus cenizas.
El señor Bloom avanzó junto a un seto sin ser observado, entre ángeles entristecidos, cruces, columnas rotas, panteones familiares, esperanzas de piedra que rezaban con los ojos elevados, viejos corazones y manos de Irlanda. Más sensato gastar el dinero en alguna caridad para los vivos. Rogad por el reposo del alma de. ¿Reza alguien realmente? Le plantan y han acabado con él. Como por una rampa de carbón abajo. Luego los amontonan juntos para ahorrar tiempo. Día de difuntos. El veintisiete estaré en su tumba. Diez chelines para el jardinero. Lo tiene libre de hierbajos. El mismo viejo. Encorvado con la podadera chascando. Cerca de la puerta de la muerte. Que falleció. Que partió de esta vida. Como si lo hicieran por su propia iniciativa. Les dieron la patada, a todos ellos. Que estiró la pata. Más interesante si le dijeran a uno lo que eran. Fulano, carretero. Yo era viajante de linóleum. Yo pagaba cinco chelines por libra. O una mujer con su cacerola. Yo guisaba un buen estofado irlandés. Elogio en un cementerio de campo es como debería llamarse ese poema de quién es de Wordsworth o de Thomas Campbell. Entró en el descanso así dicen los protestantes. La del viejo doctor Murren. El Gran Médico le llamó a casa. Bueno, es camposanto para ellos. Bonita residencia de campo. Recién revocada y pintada. Lugar ideal para echar un cigarro en paz y leer el
Church Times
. Los anuncios matrimoniales, ellos nunca tratan de embellecerlos. Coronas mohosas, colgadas en remates, guirnaldas de hoja de bronce. Mejor valor eso por el precio. Sin embargo, las flores son más poéticas. Lo otro se hace fatigoso, sin marchitar nunca. No expresa nada. Siemprevivas.
Un pájaro estaba posado mansamente en una rama de chopo. Como disecado. Como el regalo de boda que nos hizo el concejal Hooper. ¡Uh! No se le saca un movimiento. Sabe que no hay tiradores con que dispararle. El animal muerto es aún más triste. Milly fililí enterrando el pajarito muerto en la caja de cerillas de cocina, una coronita de margaritas y trozos de collares rotos en la tumba.
El Sagrado Corazón es ése: enseñándolo. Con el corazón en la mano. Debería estar de lado y rojo: tendría que estar pintado como un corazón de verdad. Irlanda le está dedicada o como se diga. Parece cualquier cosa menos satisfecho. ¿Por qué infligirme esto? Entonces vendrían los pájaros a picar como el chico con el cesto de fruta pero él dijo que no porque tendrían que haberse asustado del muchacho. Apolo fue.
¡Cuántos! Todos estos de aquí estuvieron en otro tiempo dando vueltas por Dublín. Fieles ausentados. Como sois ahora así fuimos nosotros en otro tiempo.
Además ¿cómo podría uno recordar a todo el mundo? Ojos, andares, voz. Bueno, la voz, sí: un gramófono. Tener un gramófono en cada tumba o guardarlo en casa. Después de la comida, el domingo. Pon al pobrecillo bisabuelo. ¡Craahaare! Holaholahola mealegromuchísimo craarc mealegromuchísimodeverosotravez holahola gromuchisi copzsz. Recordar la voz como la fotografía recuerda la cara. Si no uno no podría recordar la cara al cabo de quince años, digamos. Por ejemplo, ¿quién? Por ejemplo alguien que murió cuando yo estaba en Wisdom Hely.
¡Rtststr! Un crujido de gravilla. Esperar. ¡Alto! Bajó los ojos atentamente a una cripta de piedra. Algún animal. Esperar. Ahí va.
Una obesa rata gris trotó por un lado de la tumba, moviendo las piedras. Tiene muchas tablas; bisabuela; conoce el paño. El vivo gris se aplastó bajo el plinto, retorciéndose hasta meterse debajo. Buen escondite para un tesoro.
¿Quién vive ahí? Yacen los restos de Robert Emery. A Robert Emmet le enterraron aquí alumbrándose con linternas, ¿no es verdad? Haciendo la ronda.
La cola ha desaparecido ya.
Una de estas acabaría pronto con cualquiera. Dejan los huesos limpios sin importar quién era. Carne corriente para ellas. Un cadáver es carne echada a perder. Bueno ¿y qué es el queso? Cadáver de leche. Leí en esos
Viajes a la China
que los chinos dicen que los blancos huelen a cadáver. Mejor la cremación. Los curas están emperrados en contra. Guisando a la diabla para la otra empresa. Quemadores al por mayor y negociantes en hornos holandeses. En el tiempo de la epidemia. Fosas de cal viva. Cámara letal. Cenizas a las cenizas. O sepultar en el mar. ¿Dónde está esa torre del silencio parsi? Comidos por los pájaros. Tierra, fuego, agua. Ahogarse dicen que es lo más agradable. Ver tu vida entera en un relámpago. Pero al ser devueltos a la vida no. No se puede sepultar en el aire sin embargo. Desde una máquina voladora. No sé si se corre la noticia cuando dejan caer uno nuevo. Comunicación subterránea. Aprendimos eso de ellos. No me sorprendería. Alimentación normal completa para ellos. Las moscas llegan antes que esté bien muerto. Les llegó el pálpito de Dignam. No les importa el olor de eso. Papilla blancosal de cadáver desmigándose: olor, sabor como nabos blancos crudos.
Las verjas relucían delante: aún abiertas. De vuelta al mundo otra vez. Basta de este sitio. A cada vez te acerca un poco más. La última vez que estuve aquí fue en el entierro de la señora Sinico. El pobre papá también. Amor que mata. E incluso escarbando la tierra de noche con una linterna como en aquel caso que leí para conseguir hembras recién sepultadas o incluso podridas con llagas abiertas por la tumba. Verás mi fantasma después de la muerte. Mi fantasma te perseguirá después de la muerte. Hay otro mundo después de la muerte llamado infierno. No me gusta el otro mundo escribió ella. Ni a mí. Mucho que ver y oír y tocar todavía. Sentir seres vivos calientes cerca de uno. Dejadles dormir en sus lechos gusanientos. No me van a pescar de esta hecha. Camas calientes: vida caliente llena de sangre.
Martin Cunningham salió de un sendero lateral.
Abogado, me parece. Conozco esa cara. Menton, John Henry, abogado, procurador para declaraciones juradas y atestados. Dignam solía estar en su despacho. Con Mat Dillon hace mucho. El alegre Mat. Las noches de convite. Aves fiambres, cigarros, los vasos Tántalo. Corazón de oro realmente. Sí, Menton. Se puso furioso aquella noche en la bolera porque le metí mi bola por en medio. Pura chiripa mía: el desnivel. Por qué le entró una antipatía tan arraigada contra mí. Odio a primera vista. Molly y Floey Dillon del brazo bajo el árbol de lilas, riendo. Ese tipo siempre así, mortificado si hay mujeres delante.
Se le ha abollado el sombrero por un lado. El coche probablemente.
—Perdone, señor —dijo el señor Bloom junto a ellos.
Se detuvieron.
—Tiene el sombrero un poco aplastado —dijo el señor Bloom, señalando.
John Henry Menton se le quedó mirando fijamente un momento sin moverse.
—Ahí —ayudó Martin Cunningham, señalando también.
John Henry Menton se quitó el sombrero, empujó fuera la abolladura y alisó el pelo cuidadosamente con la manga. Se volvió a encajar el sombrero en la cabeza.
—Ahora está muy bien —dijo Martin Cunningham.
John Henry Menton inclinó la cabeza de una sacudida en reconocimiento.
—Gracias —dijo secamente.
Siguieron andando hacia las verjas. El señor Bloom, alicaído, se echó atrás unos pasos para no oír lo que hablaban. Martin dictando la ley. Martin sabía enredar a un imbécil como ése, sin que él se diera cuenta.
Ojos de ostra. Qué más da. Lo sentirá después quizá cuando caiga en la cuenta. Tener entonces ventaja sobre él de ese modo.
Gracias. ¡Qué grandes estamos esta mañana!
E
N EL CORAZÓN DE LA METRÓPOLI HIBERNIANA
Ante la columna de Nelson los tranvías iban más despacio, entraban en agujas, cambiaban el trole, arrancaban hacia Blackrock, Kingstown y Dalkey, Clonskea, Rathgar y Terenure, Palmerston Park y Upper Rathmines, Sandymount Green, Rathmines, Ringsend y Sandymount Tower, Harold’s Cross. El ronco controlador de la Compañía Unida de Tranvías de Dublín les daba la salida aullando:
—¡Rathgar y Terenure!
—¡Tira allá, Sandymount Green!
A derecha e izquierda paralelos campaneantes tintineantes un tranvía de dos pisos y otro de uno se pusieron en marcha desde su comienzo de línea, se desviaron hacia la línea descendente y se deslizaron paralelamente.
—¡Salida, Palmerston Park!
E
L MENSAJERO DE LA CORONA
Bajo el pórtico de la oficina central de correos unos limpiabotas voceaban y abrillantaban. Aparcados en la calle North Prince los coches postales de Su Majestad, ostentando en sus costados las iniciales reales, E. R., recibían, lanzadas ruidosamente, sacas de cartas, postales, avisos, paquetes, certificados de respuesta pagada, con destino local, provincial, británico y de ultramar.
E
SOS SEÑORES DE LA PRENSA
Carreteros de torpes botas sacaban rodando barriles de sordo retumbo del almacén Prince y los subían entrechocándolos al carro de la cervecería. En el carro de la cervecería se entrechocaban barriles de sordo retumbo sacados rodando del almacén de Prince por carreteros de torpes botas.
—Aquí está —dijo Red Murray—. Alexander Llavees.
—Recórtelo por favor, ¿no? —dijo el señor Bloom—, y yo me daré una vuelta por las oficinas del
Telegraph
para llevarlo.
La puerta del despacho de Ruttledge volvió a crujir. Davy Stephens, diminuto en un gran gabán con esclavina, con un pequeño sombrero de fieltro coronándole los rizos, pasó de largo con un rollo de papeles bajo el gabán, correo del rey.
Las largas tijeras de Red Murray desprendieron el anuncio del periódico en cuatro golpes limpios. Tijeras y pegamento.
—Pasaré por la imprenta —dijo el señor Bloom, llevándose el cuadrado cortado.
—Claro que si quiere un entrefilet —dijo seriamente Red Murray, con una pluma en la oreja—, se lo podemos hacer.
—Muy bien —dijo el señor Bloom, con una cabezada—. Me lo trabajaré.
Nosotros.
E
L CABALLERO WILLIAM BRAYDEN, DE OAKLANDS, SANDYMOUNT
Red Murray le tocó al señor Bloom el brazo con las tijeras y susurró: