—Otro espasmo nada más —dijo Ned Lambert.
—¿Eso qué es? —preguntó el señor Bloom.
—Un fragmento de Cicerón descubierto recientemente —contestó el profesor MacHugh en tono pomposo—.
Nuestra hermosa patria
.
B
REVE PERO APROPIADO
—¿La patria de quién? —preguntó con sencillez el señor Bloom.
—Una pregunta muy pertinente —dijo el profesor mientras masticaba—. Con acento en el de quién.
—La patria de Dan Dawson —dijo el señor Dedalus.
—¿Es su discurso de anoche? —preguntó el señor Bloom.
Ned Lambert asintió.
—Pero escuchen esto —dijo.
El pestillo de la puerta golpeó al señor Bloom en los riñones al abrirse de un empujón.
—Perdón —dijo J. J. O’Molloy, entrando.
El señor Bloom se echó a un lado, ágilmente.
—Perdone usted —dijo.
—Buenos días, Jack.
—Adelante. Adelante.
—Buenos días.
—¿Cómo está usted, Dedalus?
—Bien. ¿Y usted?
J. J. O’Molloy movió la cabeza.
T
RISTE
Era el más listo de los abogados jóvenes. En decadencia pobre tipo. Esos accesos febriles significan el final de un hombre. Está de mírame y no me toques. Qué se masca en el aire, me pregunto. Preocupaciones de dinero.
—
O bien basta que trepemos a los dentados picos de las montañas
.
—Tiene usted muy buena cara.
—¿Se puede ver al director? —preguntó J. J. O’Molloy, mirando a la puerta interior.
—Ya lo creo que sí —dijo el profesor MacHugh—. Se le puede ver y se le puede oír. Está en su sancta sanctórum con Lenehan.
J. J. O’Molloy se acercó lentamente al inclinado pupitre y empezó a pasar las hojas rosas de la carpeta.
La clientela disminuye. Uno que podría haber sido. Perdiendo ánimos. Jugando. Deudas de honor. Cosechando tempestades. Solía recibir buenas comisiones de D. y T. Fitzgerald. Sus pelucas para exhibir su materia gris. Los sesos de manifiesto como el corazón de la estatua de Glasnevin. Creo que tiene algún trabajo literario para el
Express
con Gabriel Conroy. Un tipo muy leído. Myles Crawford empezó en el
Independent
. Es curioso de qué modo estos periodistas dan un viraje en cuanto se huelen una nueva oportunidad. Veletas. Caliente y frío en el mismo soplo. No sabría uno qué creer. Una historia es buena hasta que oyes la siguiente. Se arrancan los pelos unos a otros en los periódicos y luego aquí no ha pasado nada. Hola chico me alegro de verte un momento después.
—Ah, escuchen esto, por lo que más quieran —suplicó Ned Lambert—.
O bien basta que trepemos a los dentados picos de las montañas
…
—¡Hinchazón! —interrumpió iracundo el profesor—. ¡Basta ya de ese saco de viento inflado!
—
Montañas
—continuó Ned Lambert—,
remontándose cada vez más altas, para que nuestras almas se bañen, por decirlo así
…
—Sus labios se bañen —dijo el señor Dedalus—. ¡Bendito y eterno Dios! ¿Y qué? ¿Saca algo con eso?
—
Por decirlo así, en el panorama impar del álbum de Irlanda, inigualado, a pesar de sus alabadísimos prototipos en otras privilegiadas regiones, afamadas por su misma belleza, de espesura boscosa y planicie ondulante y lujuriantes pastos de primaveral verdor, empapados en el transcendente fulgor transluciente de nuestra suave y misterioso crepúsculo irlandés
…
—La luna —dijo el profesor MacHugh—. Se le olvidó Hamlet.
S
U HABLA NATAL
—
Que reviste la perspectiva en lontananza y en toda la amplitud en espera de que la refulgente esfera de la luna resplandezca irradiando su efulgencia plateada
.
—¡Ah! —gritó el señor Dedalus, desahogando un gemido desesperado—. ¡Mierda con cebollas! Ya está bien, Ned. La vida es demasiado corta.
Se quitó la chistera y, levantando con resoplidos de impaciencia su espeso bigote, se peinó el pelo a lo galés con los dedos en rastrillo.
Ned Lambert tiró a un lado el periódico, risoteando con deleite. Un momento después un ronco ladrido de risa estalló por la cara, sin afeitar y con gafas negras, del profesor MacHugh.
—¡Zoquetito! —gritó.
L
O QUE DIJO WETHERUP
Muy bonito reírse de eso ahora que está en letras de molde, pero se lo engullen como pan caliente. Trabajaba en cosas de panadería, ¿no es verdad? Por eso le llaman Zoquetito. De todos modos, se ha puesto bien las botas. La hija es novia de aquel tipo de la oficina de impuestos, que tiene coche. Le ha echado bien el anzuelo. Reuniones a casa abierta. A hincharse. Wetherup siempre lo dijo. Agárralos por el estómago.
La puerta interior se abrió violentamente y una cara escarlata y con pico, crestada por un mechón de pelo plumoso, se metió adentro. Los atrevidos ojos azules miraron con pasmo alrededor y la áspera voz preguntó:
—¿Qué es eso?
—Y aquí llega el falso hidalgo en persona —dijo en tono grandioso el profesor MacHugh.
—¡Quita de ahí, viejo pedagogo jodido! —dijo el director a modo de reconocimiento.
—Vamos, Ned— dijo el señor Dedalus, poniéndose el sombrero—. Tengo que echar un trago después de eso.
—¡Un trago! —gritó el director—. No se sirven bebidas antes de la misa.
—Mucha verdad también —dijo el señor Dedalus, saliendo—. Vamos allá, Ned.
Ned Lambert se deslizó de lado desde la mesa. Los ojos azules del director vagaron hacia la cara del señor Bloom, velados por una sonrisa.
—¿Viene con nosotros, Myles? —preguntó Ned Lambert.
E
N QUE SE EVOCAN MEMORABLES BATALLAS
—¡La milicia de North Cork! —gritó el director, dando zancadas hacia la chimenea—. ¡No hubo una vez que no ganáramos! ¡North Cork y oficiales españoles!
—¿Dónde fue eso, Myles? —preguntó Ned Lambert con una ojeada reflexiva hacia sus punteras.
—¡En Ohio! —gritó el director.
—Es verdad, pardiez —asintió Ned Lambert.
Al marcharse, susurró a J. J. O’Molloy:
—Principios de delirium tremens. Un triste caso.
—¡Ohio! —graznó el director en agudo falsete levantando su cara escarlata—. ¡Mi Ohio!
—¡Un crético perfecto! —dijo el profesor—. Larga, corta y larga.
¡O
H ARPA EÓLICA
!
Sacó del bolsillo del chaleco un carrete de sedal dental, y arrancando un trozo, lo hizo vibrar hábilmente entre dos y dos de sus resonantes dientes sin lavar.
—Bingbang, bingbang.
El señor Bloom, viendo la costa despejada, se dirigió a la puerta interior.
—Un momento sólo, señor Crawford —dijo—. Quiero telefonear por un anuncio.
Entró.
—¿Qué hay del artículo de fondo de esta noche? —pregunto el profesor MacHugh, acercándose al director y poniéndole la mano con firmeza en el hombro.
—Se arreglará muy bien —dijo Myles Crawford más tranquilo—. No se inquiete. Hola, Jack. Está muy bien.
—Buenos días, Myles —dijo J. J. O’Molloy, dejando resbalar flojamente otra vez a la carpeta las hojas que tenía en la mano—. ¿Va hoy ese caso de estafa del Canadá?
El teléfono zumbó dentro.
—Veintiocho. No, veinte. Cuatro cuatro. Sí.
S
EÑALAR AL GANADOR
Lenehan salió de la oficina interior con las pruebas confeccionadas del extraordinario deportivo.
—¿Quién quiere la fetén para la Copa de Oro? —preguntó—.
Cetro
, montado por O. Madden.
Echó las pruebas en la mesa.
Se acercaron de golpe en el vestíbulo unos chillidos de vendedores descalzos y la puerta se abrió de par en par.
—Silencio —dijo Lenehan—. Oigo pateos.
El profesor MacHugh cruzó el cuarto a zancadas y agarró por el cuello a un golfillo que se encogió mientras los demás salían disparados del vestíbulo, escaleras abajo. Las pruebas se agitaron en la corriente, hicieron flotar suavemente en el aire sus garabatos azules y llegaron a tierra debajo de la mesa.
—No fui yo, señor. Fue ese grande que me empujó.
—Échele fuera y cierre la puerta. Sopla un huracán.
Lenehan empezó a recoger del suelo las pruebas, gruñendo al inclinarse por segunda vez.
—Estamos esperando el extraordinario de las carreras —dijo el chico—. Fue Pat Farrell el que me empujó, señor.
Señaló dos caras que atisbaban a los lados de la puerta.
—Ése, señor.
—Fuera de aquí contigo —dijo furioso el profesor MacHugh.
Empujó fuera al muchacho y cerró de un portazo.
J. J. O’Molloy hojeaba las carpetas haciéndolas crujir, buscando y murmurando:
—Continuación en página seis, columna cuatro.
—Sí, aquí el
Evening Telegraph
—telefoneaba el señor Bloom, desde la oficina de dentro—. ¿Está el jefe…? Sí, el
Telegraph
… ¿A dónde? ¡Ah, ya! ¿Qué subastas?… ¡Ah, ya! Entiendo. Muy bien. Le pescaré.
T
IENE LUGAR UN CHOQUE
El timbre volvió a repicar cuando colgó. Entró rápidamente y se tropezó con Lenehan que se incorporaba fatigosamente con la segunda prueba.
—
Pardon, Monsieur
—dijo Lenehan agarrándole un momento y haciendo una mueca.
—Culpa mía —dijo el señor Bloom, consintiendo su agarrón—. ¿Se hizo daño? Tengo mucha prisa.
—La rodilla —dijo Lenehan.
Puso una cara cómica y gimió, frotándose la rodilla.
—La acumulación de los
anno Domini
.
—Lo siento —dijo el señor Bloom.
Fue a la puerta y, sosteniéndola entreabierta, se detuvo. J. J. O’Molloy pasaba las hojas con pesado golpear. Los ruidos de dos voces agudas y una armónica resonaron en la destartalada entrada, lanzados por los vendedores, en cuclillas en los escalones:
Somos los muchachos de Wexford que lucharon con brazo y corazón. |
M
UTIS DE BLOOM
—Me acercaré de una carrera a Bachelor’s Walk —dijo el señor Bloom—, para lo de ese anuncio de Llavees. Quiero arreglarlo. Me han dicho que está por allí, en Dillon.
Les miró a la cara, indeciso, unos momentos. El director, que contra la repisa de la chimenea, había apoyado la cabeza en la mano, de repente extendió un brazo con gesto amplio.
—¡Vaya! —dijo—. Tiene el mundo por delante.
—Vuelvo en seguida —dijo el señor Bloom, saliendo a toda prisa.
J. J. O’Molloy le tomó de la mano las pruebas a Lenehan y las leyó, soplando suavemente para separarlas, sin comentarios.
—Conseguirá ese anuncio —dijo el profesor, mirando fijamente a través de sus gafas de montura negra por encima de la persiana—. Mire esos granujillas que le siguen.
—¡A ver! ¿Dónde? —gritó Lenehan, corriendo a la ventana.
U
N DESFILE POR LA VÍA PÚBLICA
Los dos sonrieron por encima de la persiana a la fila de vendedores que iban haciendo piruetas detrás del señor Bloom, el último de ellos llevando en la brisa una cometa de broma, en zigzagueos blancos, con una cola de nudos en mariposa.
—Mire ese golfillo detrás de él burlándose y gritando —dijo Lenehan—, y se partirá de risa. ¡Ay, mis costillas! Le imita los pies planos y los andares. Zapatitos ajustados. Para cazar pajaritos.
Empezó a bailar una mazurca en rápida caricatura a través del cuarto, resbalando los pies, más allá de la chimenea, hasta J. J. O’Molloy, que le puso las pruebas en las manos tendidas para recibirlas.
—¿Esto qué es? —dijo Myles Crawford con sobresalto—. ¿Dónde se han ido los otros dos?
—¿Quién? —dijo el profesor, volviéndose—. Se han ido a dar una vuelta hasta el Oval, a tomar un trago. Paddy Hooper está allí con Jack Hall. Vinieron por acá anoche.
—Vamos allá entonces —dijo Myles Crawford—. ¿Dónde tengo el sombrero?
A sacudidas, entró en la oficina interior, separando los faldones de la chaqueta y haciendo tintinear las llaves en el bolsillo de atrás. Luego tintinearon en el aire y contra la madera al cerrar el cajón de su mesa.
—Ya está bastante colocado —dijo el profesor MacHugh en voz baja.
—Eso parece —dijo J. J. O’Molloy, sacando una petaca de cigarrillos en meditación murmurante—, pero no siempre es lo que parece. ¿Quién tiene más cerillas?
L
A PIPA DE LA PAZ
Ofreció un cigarrillo al profesor y cogió él otro. Lenehan, prontamente, les encendió una cerilla dándoles fuego a los cigarrillos uno tras otro. J. J. O’Molloy volvió a abrir la petaca y se la ofreció.
—
Gracié à vous
—dijo Lenehan, sirviéndose.
El director salió de la oficina de dentro, con un sombrero de paja ladeado sobre la frente. Declamó cantando y señalando severamente al profesor MacHugh:
Honor y fama fue lo que os tentó, os sedujo el imperio el corazón. |
El profesor sonrió, apretando sus largos labios.
—¿Eh? ¿Tú, jodido antiguo imperio romano? —dijo Myles Crawford.
Sacó un cigarrillo de la petaca abierta. Lenehan, encendiéndoselo con rápida gracia, dijo:
—¡Silencio para mi flamante adivinanza!
—
Imperium romanum
—dijo J. J. O’Molloy suavemente—. Suena más noble que británico o Brixton. La palabra no sé por qué le recuerda a uno la grasa al fuego.
Myles sopló violentamente la primera bocanada hacia el techo.
—Eso es —dijo—. Nosotros somos la grasa. Tú y yo somos la grasa en el fuego. No tenemos ni las esperanzas de una bola de nieve en el infierno.
A
QUELLA GRANDEZA QUE FUE ROMA
—Esperen un momento —dijo el profesor MacHugh, levantando las tranquilas zarpas—. No nos debemos dejar engañar por las palabras, por los sonidos de las palabras. Pensamos en Roma, imperial, imperiosa, imperativa.
Extendió unos brazos en elocución saliendo de puños sucios y deshilachados, con una pausa:
—¿Qué fue su civilización? Vasta, lo admito: pero vil.
Cloacae
: alcantarillas. Los judíos en el desierto y en la cumbre del monte dijeron:
Es bueno que nos quedemos aquí. Construyamos un altar a Jehová
. El romano, como el inglés que le sigue las huellas, llevó a toda nueva orilla en que puso pie (en nuestra orilla no lo puso jamás) sólo su obsesión cloacal. Miró a su alrededor, en su toga, y dijo:
Es bueno que nos quedemos aquí. Construyamos un retrete
.
—Y así lo hicieron —dijo Lenehan—. Nuestros viejos antepasados de antaño, según leemos en el primer capítulo del libro de Guinness, tenían debilidad por el agua corriente.