¿Si él…?
¡Oh!
¿Eh?
No… No.
No; no. No creo. Seguro que no lo haría, ¿verdad?
No, no.
El señor Bloom avanzaba levantando sus ojos inquietos. No pienses en eso. Más de la una. Está baja la bola de la hora en la capitanía del puerto. Hora de Dunsink. Un librito fascinante es el de Sir Robert Ball. Paralaje. Nunca lo entendí exactamente. Ahí hay un cura. Podría preguntarle. Par es griego: paralelo, paralaje. Métense cosas lo llamó ella, hasta que le expliqué lo de la transmigración. ¡Qué estupidez!
El señor Bloom sonrió qué estupidez a dos ventanas de la capitanía del puerto. Tiene razón ella después de todo. Sólo palabras grandiosas para cosas corrientes por el gusto del sonido. No es que ella sea ingeniosa precisamente. También puede ser grosera. Echar fuera lo que yo estaba pensando. Sin embargo, no sé. Solía decir ella que Ben Dollard tiene una voz de barríltono. Tiene las piernas como barriles y uno diría que cantaba dentro de un barril. Bueno, ¿no es eso ingenio? Solían llamarle Big Ben. Ni la mitad de ingenioso que llamarle barríltono. Un apetito como un albatros. Se engulle un cuarto de buey. Tenía gran energía para meterse entre pecho y espalda cerveza Bass Número Uno. Barril de Bass. ¿Ves? Resulta muy bien.
Una procesión de hombres con blusones blancos avanzó lentamente hacia él siguiendo el bordillo, con fajines escarlata a través de sus tablones. Gangas. Están como aquel cura el de esta mañana: ingratos hemos sido: inocentes hemos sufrido. Leyó las letras escarlatas en sus cinco chisteras blancas: H, E, L, Y, S. Wisdom Hely’s. Y, rezagándose atrás, sacó un zoquete de pan de debajo del tablón de delante, se lo encajó en la boca y mascó sin dejar de andar. Nuestro alimento básico. Tres chelines al día, andando por los bordillos, calle tras calle. Sólo para conservar juntos huesos y carne, pan y sopa. No son de Boyl: no, gente de MacGlade. Tampoco atrae negocio. Le sugerí un carro transparente de exhibición con dos chicas elegantes sentadas dentro escribiendo cartas, cuadernos, sobres, papel secante. Apuesto a que eso habría dado en el blanco. Unas chicas elegantes escribiendo algo llaman la atención en seguida. Todo el mundo muriéndose de ganas de saber qué escribe ésa. Si uno mira fijamente a nada se le reúnen veinte alrededor. Meter cuchara en el asunto. Las mujeres también. Curiosidad. Estatua de sal. Claro que no lo quiso aceptar porque no se le había ocurrido a él antes. O el tintero que sugerí con una mucha falsa de celuloide negro. Sus ideas de anuncios son como la carne Ciruelo en conserva debajo de los fallecimientos, departamento de fiambres. Chúpate ésa. ¿Qué? La goma de nuestros sobres. ¡Hola, Jones!, ¿a dónde vas? No puedo pararme, Robinson, voy a toda prisa a adquirir el único borratintas de confianza,
Kansell
, en venta en Hely’s Limited, calle Dame 85. Ya estoy bien libre de esa porquería. Era un trabajo endemoniado el cobrarles las cuentas a aquellos conventos. El convento Tranquilla. Había allí una monja muy simpática, una cara de veras dulce. La toca le sentaba muy bien en la cabecita. ¿Hermana? ¿Hermana? Estoy seguro de que había tenido disgustos de amor, por sus ojos. Muy difícil regatear con esa clase de mujer. La interrumpí en sus devociones esa mañana. Pero contenta de comunicar con el mundo exterior. Nuestro gran día, dijo. Fiesta de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Dulce nombre también: caramelo. Lo sabía, creo que lo sabía por la manera como. Si se hubiera casado habría cambiado. Supongo que realmente andaban escasas de dinero. Sin embargo lo freían todo en la mejor mantequilla. Nada de grasa para ellas. El corazón se me abrasa comiendo y goteando grasa. Les gusta quedar untuosas por dentro y por fuera. Molly probándolo, con el velo levantado. ¿Hermana? Pat Claffey, la hija del de los empeños. Dicen que fue una monja la que inventó el alambre de espino.
Cruzó la calle Westmoreland cuando apóstrofo S acabó de pasar arrastrando los pies. La tienda de bicicletas de Rover. Esas carreras son hoy. ¿Cuánto tiempo hace de eso? El año que murió Phil Gilligan. Estábamos en la calle Lombard West. Espera, yo estaba en Thom. Encontré el empleo en Wisdom Hely’s el año que nos casamos. Seis años. Hace diez años: murió el noventa y cuatro, sí, eso es, el gran incendio en Arnott. Val Dillon era alcalde. El banquete de Glencree. El concejal Robert O’Reilly se echó el oporto en la sopa antes que arriaran bandera. Bobbob lamiendo bien para sus tripas de concejal. No podía oír lo que tocaba la banda. Por lo que acabamos de recibir que el Señor nos haga. Milly era una chiquilla entonces. Molly tenía aquel vestido gris elefante con pasamanería trenzada. Traje sastre con botones forrados de tela. No le gustaba porque me torcí el tobillo el día que lo estrenó en el picnic del coro en el Pan de Azúcar. Como si eso. La chistera del viejo Goodwin arreglada con algo pegajoso. Un picnic para las moscas también. Nunca se echó encima un traje como ése. Le sentaba como un guante, hombros y caderas. Empezaba a estar bien metida en carnes entonces. Hubo aquel día pastel de conejo. La gente la seguía con la mirada.
Feliz. Más feliz entonces. Un cuartito agradable era aquel del papel de pared rojo. Dockrell, un chelín y nueve peniques la docena. La noche de baño de Milly. Compraba jabón americano: flor de saúco. Lindo olor el de su agua de baño. Estaba graciosa toda enjabonada. También de buen tipito. Ahora, la fotografía. El estudio de daguerrotipo de que me hablaba el pobre papá. Gustos hereditarios.
Avanzó siguiendo el bordillo.
Corriente de la vida. ¿Cómo se llamaba aquel tío de cara de cura que siempre echaba dentro una ojeada bizca cuando pasaba? Ojos débiles, de mujer. Se alojaba en Citron, Saint Kevin’s Parade. Pen no sé cuántos. ¿Pendennis? Mi memoria empieza a. ¿Pen…? Claro, hace años. El ruido de los tranvías probablemente. Bueno, si ése no era capaz de recordar el nombre del cronista en jefe al que está viendo todos los días.
Bartell d’Arcy era el tenor, entonces empezando a destacar. La acompañaba a casa después del ensayo. Un tipo presumido con el bigote engomado. Le dio aquella canción
Los vientos que soplan del sur
.
Qué noche de viento era aquella cuando fui a buscarla había esa reunión de la logia por esos billetes de lotería después del concierto de Goodwin en la sala de banquetes o en la sala de recepciones del ayuntamiento. El y yo detrás. Una hoja de su música se me voló de la mano contra la barandilla de la escuela media. Suerte que no. Una cosa así le echa a perder el efecto de una noche a ella. El profesor Goodwin delante enganchándose a ella. Tembloroso en las zancas, pobre viejo chocho. Sus conciertos de despedida. Absolutamente última aparición en ninguna escena. Puede ser cuestión de meses o puede ser nunca. La recuerdo riendo al viento, con el cuello de las neviscas levantado. Esquina a Harcourt Road recuerdo aquella ráfaga. ¡Brrfu! Le levantó todas las faldas y su boa casi le asfixió al viejo Goodwin. Sí que se puso colorada con el viento. Recuerdo cuando llegamos a casa reanimando el fuego y friendo aquellos pedazos de falda de cordero para que cenara, con la salsa Chutney que le gustaba a ella. Y el ron caliente. La vi en la alcoba desde la chimenea desatándose el corpiño del corsé: blanca.
El zumbido en el aire y el blando desplome del corsé en la cama. Siempre caliente de ella. Siempre le gustaba soltarse. Sentada ahí después hasta casi las dos, quitándose las horquillas. Milly arropadita en la cuna. Esa fue la noche…
—Ah, señor Bloom, ¿qué tal está?
—Ah, ¿cómo está usted, señora Breen?
—No me puedo quejar. ¿Cómo le va a Molly últimamente? Hace siglos que no la veo.
—Fenomenal —dijo alegremente el señor Bloom—. Milly tiene un empleo ahí en Mullingar, sabe.
—¡No me diga! ¡Qué suerte tiene!
—Sí, hay un fotógrafo allí. Tirando adelante a toda marcha. ¿Cómo están todos sus pequeños?
—Dando que hacer al panadero —dijo la señora Breen.
¿Cuántos tiene? No hay otro a la vista.
—Veo que va de negro. ¿No tendrá…?
—No —dijo el señor Bloom—. Acabo de venir de un entierro.
Va a salir a relucir todo el día, ya lo preveo. ¿Quién se ha muerto, cuándo y de qué se murió? Vuelve como una moneda falsa.
—Ah, vaya —dijo la señora Breen—. Espero que no fuera algún pariente cercano.
No estaría mal que me acompañara en el sentimiento.
—Dignam —dijo el señor Bloom—. Un viejo amigo mío. Se murió de repente, pobre chico. Cosa de corazón, creo. El entierro ha sido esta mañana.
Tu entierro será mañana cuando pases por el centeno. Tralarala tururum tralarala… |
—Triste perder viejos amigos —dijeron melancolirialmente los mujeriles ojos de la señora Breen.
Bueno, ya hay más que de sobra con esto. Suavemente: el marido.
—¿Y su dueño y señor?
La señora Breen levantó sus grandes ojos. No los ha perdido, de todos modos.
—Ah, no me hable —dijo—. Es un tipo de cuidado. Está ahora ahí dentro con sus códigos buscando las leyes sobre difamación. Me tiene quemada la sangre. Espere y se lo enseñaré.
Caliente vapor de sopa de cabeza de ternera y vaho de bollos con mermelada recién sacados del horno brotaban de Harrison. El pesado efluvio de mediodía le cosquilleó al señor Bloom la parte alta de la garganta. Para hacer buena repostería hace falta mantequilla, la mejor harina, azúcar de caña, o si no, lo notan con el té caliente. ¿O viene de ella? Un golfillo descalzo estaba sobre la reja inhalando los vapores. Así mata el roer del hambre. ¿Es placer o dolor? Comida de a penique. Cuchillo y tenedor encadenados a la mesa.
Ella abre el bolso, cuero agrietado. Alfiler de sombrero: esas cosas deberían llevar un guardapuntas. Se le mete a uno en el ojo en el tranvía. Enredando. Abierto. Dinero. Por favor tome uno. Como demonios si pierden seis peniques. Arman un escándalo. El marido metiendo la nariz. ¿Dónde están los diez chelines que te di el lunes? ¿Estás alimentando a la familia de tu hermanito? Pañuelo sucio: frasquito de medicina. Una pastilla lo que cayó. ¿Qué es lo que?…
—Debe ser la luna nueva —dijo—. Siempre anda mal entonces. ¿Sabe lo que hizo anoche?
Su mano dejó de enredar. Sus ojos se le clavaron, abiertos de alarma, pero sonriendo.
—¿Qué? —preguntó el señor Bloom.
Que hable. Mirarla derecho a los ojos. Te creo. Ten confianza en mí.
—Me despertó en plena noche —dijo—. Había tenido un sueño, una pesadilla.
Indigestión.
—Dijo que el as de piques estaba subiendo por las escaleras.
—¡El as de piques! —dijo el señor Bloom.
Ella sacó del bolso una postal doblada.
—Lea eso —dijo—. Lo recibió esta mañana.
—¿Qué es eso? —preguntó el señor Bloom, cogiendo la postal—. ¿V. E.?
—V. E.: ve —dijo ella—. Alguien le está tomando el pelo. Es una vergüenza quienquiera que sea.
—Sí que lo es —dijo el señor Bloom.
Ella recogió la postal, suspirando.
—Y ahora se ha dado una vuelta por el despacho del señor Menton. Va a poner un pleito por diez mil libras, dice.
Dobló la postal en su desarreglado bolso y chascó el cierre.
El mismo traje de lana azul que llevaba hace dos años, con el pelo destiñéndose. Ya han pasado sus mejores días. El pelo en mechones sobre las orejas. Y ese sombrerito cursi: tres uvas viejas para que parezca menos mal. Miseria decorosa. Solía vestirse con gusto. Arrugas alrededor de la boca. Sólo un año o dos más que Molly.
Fíjate la mirada que le ha lanzado esa mujer, al pasar. Cruel. El sexo nada gentil.
Siguió mirándola, escondiendo su descontento detrás de la mirada. Picante cabeza de ternera rabo de buey sopa al curry. Yo también tenga hambre. Migas de repostería en la pechera de su vestido: un toque de azúcar harinosa pegado en su mejilla. Pastel de ruibarbo con abundante relleno, rico interior de fruta. Josie Powell era. En Luke Doyle hace mucho. Dolphin’s Barn, las charadas. V. E.: ve.
Cambiar el tema.
—¿Ve alguna vez a la señora Beaufoy? —preguntó el señor Bloom.
—¿Mina Purefoy? —dijo ella.
Estaba pensando en Philip Beaufoy. El Club de los Espectadores. Matcham piensa a menudo en el golpe maestro. ¿Tiré de la cadena? Sí. El último acto.
—Sí.
—Precisamente entré un momento de camino para ver si ya lo había pasado. Está en el hospital de maternidad de la calle Holles. La hizo entrar el doctor Horne. Lleva ya tres días mal.
—Ah —dijo el señor Bloom—. Lo siento mucho.
—Sí —dijo la señora Breen—. Y aquel montón de chicos en casa. Viene un parto muy duro, me dijo la enfermera.
—Ah —dijo el señor Bloom.
Su pesada mirada compasiva absorbía sus noticias. Chascó la lengua con compasión. ¡Nt! ¡Nt!
—Lo siento mucho —dijo—. ¡Pobrecilla! ¡Tres días! Es terrible para ella.
La señora Breen asintió.
—Le empezaron los dolores el martes…
El señor Bloom le tocó suavemente la punta del codo, avisándola.
—¡Cuidado! Deje pasar a este hombre.
Una figura huesuda avanzaba a lo largo del bordillo, desde el río, mirando fijamente a la luz del sol con ojos arrebatados a través de una pesada lente sujeta con un cordón. Pegado como un solideo, un sombrerito se le agarraba a la cabeza. Un guardapolvo doblado, un bastón y un paraguas le colgaban del brazo balanceándose a su paso.
—Fíjese en él —dijo el señor Bloom—. Siempre anda por la parte de fuera de las farolas. ¡Fíjese!
—¿Quién es, si se puede preguntar? —preguntó la señora Breen—. ¿Está chocho?
—Se llama Cashel Boyle O’Connor Fitzmaurice Tisdall Farrell —dijo el señor Bloom, sonriendo—. ¡Fíjese!
—No tiene pocos nombres —dijo ella—. Denis se va a quedar así cualquier día de estos.
Se interrumpió de repente.
—Ahí está —dijo—. Tengo que buscarle. Adiós. Recuerdos a Molly, ¿eh?
—De su parte —dijo el señor Bloom.
La observó abrirse paso a través de los transeúntes hacia los escaparates. Denis Breen, con su pobre levitón y sus zapatos de lona azul, salía resoplando de Harrison, con dos pesados tomos abrazados contra las costillas. Caído de la luna. Como en tiempos antiguos. La dejó sin sorpresa que le alcanzase y estiró hacia ella su opaca barba gris, con la mandíbula caída temblándole al hablar.
Meshuggah. Mal de la chimenea.
El señor Bloom siguió andando tranquilamente, mirando allá delante a la luz del sol el apretado casquete, el bastón, paraguas y guardapolvos colgando. Su manía. ¡Fíjate en él! Ahí va otra vez. Un modo de salir adelante en el mundo. Y aquel otro viejo chiflado y canoso con sus andrajos. Qué mal lo ha debido pasar ella con él.