Ulises (27 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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—Dunphy —anunció el señor Power mientras el coche doblaba a la derecha.

La esquina de Dunphy. Coches de duelo en fila, ahogando su dolor. Una pausa junto al camino. Estupenda situación para un bar. Espero que nos pararemos aquí a la vuelta para beber a su salud. Una ronda de consuelo. Elixir de vida.

Pero supongamos ahora que ocurriera. ¿Sangraría si un clavo digamos le pinchara al sacudirlo por ahí? Sí y no, supongo. Depende de dónde. La circulación se detiene. Sin embargo algo podría rezumar de una arteria. Sería mejor enterrarles de rojo: un rojo oscuro.

En silencio, siguieron por el camino de Phibsborough. Un coche fúnebre vacío les pasó trotando al lado, volviendo del cementerio: parece aliviado.

El puente Crossguns: el canal real.

El agua se precipitaba con ruido a través de las compuertas. Un hombre de pie, en su barcaza arrastrada por la corriente, entre bloques de turba. En el camino de sirga, junto a la esclusa, un caballo con flojos atalajes. A bordo del Coco.

Ellos le observaron. Por el lento canal herboso había bajado a la deriva en su balsa hacia la costa cruzando Irlanda tirado por un cable de sirga, entre riberas de juncos, sobre fango, botellas ahogadas de barro, carroñas de perro. Athlone, Mullingar, Moyvalley, podrían hacer una excursión a pie siguiendo el canal para ver a Milly. O bajar en bicicleta. Alquilar un cacharro viejo, para la seguridad. Wren tenía el otro día uno en la subasta pero de señora. Desarrollando los canales. La diversión de James M’Cann de transbordarme remando. Transporte más barato. En etapas cómodas. Casas flotantes. Acampando al aire libre. También fúnebres. Al cielo por agua. Quizá vaya sin escribir. Llegar como sorpresa, Leixlip, Clonsilla. Bajar hasta Dublín, esclusa tras esclusa. Con turba de pantanos del centro. Saludo. Levantó el sombrero de paja pardo, saludando a Paddy Dignam.

Siguieron adelante, junto a la casa de Brian Boroimhe. Cerca ya de ello.

—No sé cómo le irá a nuestro amigo Fogarty —dijo el señor Power.

—Más vale preguntarle a Tom Kernan —dijo el señor Dedalus.

—¿Cómo es eso? —dijo Martin Cunningham —. Le dejó llorando, supongo.

—Aunque perdido de vista —dijo el señor Dedalus— caro a la memoria.

El coche dobló a la izquierda hacia el camino de Finglas.

El terreno del cantero a la derecha. Última etapa. Agolpadas en la franja de tierra aparecieron figuras silenciosas, blancas, apenadas, extendiendo manos tranquilas, arrodilladas en dolor, señalando. Fragmentos de figuras, esbozadas. En blanco silencio: suplicantes. Lo mejor a disposición. Thomas H. Dennany, constructor de monumentos y escultor.

Pasado.

En el bordillo ante la casa de Jimmy Geary el enterrador, estaba sentado un viejo vagabundo, gruñendo, vaciando la tierra y las piedras de su gran bota bostezante, color polvo. Después del viaje de la vida.

Sombríos jardines pasaron entonces, uno tras otro: casas sombrías.

El señor Power señaló.

—Allí es donde asesinaron a Childs —dijo—. La última casa.

—Eso es —dijo el señor Dedalus—. Un caso horrible. Seymour Bushe le liquidó. Asesinó a su hermano. O eso decían.

—El fiscal no tenía pruebas —dijo el señor Power.

—Sólo indicios —dijo Martin Cunningham—. Ése es el principio del derecho. Mejor que escapen noventa y nueve culpables antes que condenar por error a una persona inocente.

Miraron. La finca del asesino. Quedó atrás, oscura. Persianas cerradas, sin inquilinos, jardín lleno de hierbajos. El sitio entero se ha ido al demonio. Condenar por error. Asesinato. La imagen del asesino en el ojo del asesinado. Les encanta leer sobre eso. Cabeza de hombre encontrada en un jardín. Ella iba vestida con. Cómo recibió la muerte. Violación reciente. El arma usada. El asesino todavía oculto. Pistas. Un cordón de zapato. El cadáver va a ser exhumado. El asesinato será esclarecido.

Apretados en este coche. A ella no le gustaría que llegara de esa manera sin hacérselo saber. Hay que tener cuidado con las mujeres. Las pillas una vez en un descuido. Nunca te lo perdonan después. Quince años.

Las altas verjas de Prospects pasaron ondulando ante sus miradas. Chopos oscuros, raras formas blancas. Formas cada vez más frecuentes, blancos bultos apiñados entre los árboles, blancas formas y fragmentos pasando en silencio uno tras otro, manteniendo vanos gestos en el aire.

La llanta de hierro raspó, áspera, el bordillo: se detuvieron. Martin Cunningham sacó el brazo y, tirando atrás del pestillo, abrió la puerta de un empujón con la rodilla. Salió. El señor Power y el señor Dedalus le siguieron.

Cambiar ese jabón ahora. La mano del señor Bloom desabotonó rápidamente el bolsillo de atrás y trasladó el jabón pegado al papel al bolsillo interior de la chaqueta. Salió del coche, volviendo a poner en su sitio el periódico que sostenía todavía con la otra mano.

Mezquino entierro: coche fúnebre y tres coches de duelo. Da lo mismo. Cordones de féretro, riendas doradas, misa de réquiem, salvas de cañonazos. Pompa de la muerte. Detrás del último coche, había un vendedor ambulante junto a su carrito de bollos y fruta. ¿Quién los comía? Los del duelo al salir.

Siguió a sus compañeros. El señor Kernan y Ned Lambert les siguieron, con Hynes detrás. Corny Kelleher se detuvo junto al coche fúnebre abierto y sacó las dos coronas. Entregó una al muchacho.

¿A dónde ha desaparecido el entierro de ese niño?

Una pareja de caballos que venía de Finglas pasó con paso fatigoso y penoso, arrastrando a través del fúnebre silencio un carro crujiente con un bloque de granito. El carrero, que andaba por delante de ellos, saludó. El ataúd ahora. Llegó aquí antes de nosotros, muerto y todo. El caballo volviéndose a mirarlo con su penacho de plumas de medio lado. Ojo opaco: la collera apretada en el cuello, oprimiéndole un vaso sanguíneo o algo así. ¿Saben lo que acarrean aquí todos los días? Deben ser unos veinte o treinta entierros cada día. Además Mount Jerome para los protestantes. Entierros por todo el mundo en todas partes cada minuto. Les echan abajo a paletadas por carretadas a gran velocidad. Millares por hora. Demasiados en el mundo.

Unas enlutadas salieron por la verja: mujer y una niña. Arpía de quijadas flacas, mujer dura para regatear, con el sombrero torcido. Cara de la niña manchada de suciedad y lágrimas, del brazo de la mujer levantando los ojos hacia ella en busca de una señal para llorar. Cara de pez, lívida y sin sangre.

Los ayudantes tomaron a hombros el ataúd y lo llevaron adentro por la verja. Sólo peso muerto. Me sentía más pesado yo mismo al salir de ese baño. Primero el fiambre: después los amigos del fiambre. Corny Kelleher y el muchacho seguían con las coronas. ¿Quién es el que va a su lado? Ah, el cuñado.

Todos les siguieron.

Martin Cunningham susurró:

—Estaba mortalmente angustiado cuando usted habló de suicidio delante de Bloom.

—¿Qué? —susurró el señor Power—. ¿Por qué?

—Su padre se envenenó —susurró Martin Cunningham—. Tenía el hotel Queen’s en Ennis. Ya le oyeron decir que iba a Clare. Aniversario.

—¡Dios mío! —susurró el señor Power—. La primera vez que lo oigo. ¿Se envenenó?

Lanzó una ojeada hacia atrás, a donde una cara con sombríos ojos pensativos les seguía hacia el mausoleo del cardenal. Hablando.

—¿Estaba asegurado? —preguntaba el señor Bloom.

—Creo que sí —contestó el señor Kernan—, pero la póliza estaba muy hipotecada. Martin está intentando meter al muchacho en Artane.

—¿Cuántos chicos dejó?

—Cinco. Ned Lambert dice que tratará de meter a una de las chicas en Todd.

—Un triste caso —dijo el señor Bloom suavemente—. Cinco chicos pequeños.

—Un gran golpe para la pobre mujer —añadió el señor Kernan.

—Sí por cierto —asintió el señor Bloom.

Ahora le toca a ella reírse de él.

Se miró las botas que había ennegrecido y abrillantado. Ella le había sobrevivido a él, perdido su marido. Más muerto para ella que para mí. Uno tiene que sobrevivir al otro. Dicen los sabios. Hay más mujeres que hombres en el mundo. Condolerse con ella. Su terrible pérdida. Espero que usted le seguirá pronto. Para las viudas hindúes sólo. Ella se casaría con otro. ¿Con él? No. Sin embargo ¿quién sabe después? La viudez no está de moda desde que murió la vieja reina. Transportada en una cureña. Victoria y Alberto. Funerales conmemorativos en Frogmore. Pero al fin se puso unas pocas violetas en el sombrero. Vanidosa en lo más íntimo de su corazón. Todo por una sombra. Consorte ni siquiera rey. Su hijo era la sustancia. Algo nuevo en que tener esperanza no como el pasado que ella quería recobrar, esperando. Nunca llega. Uno tiene que partir primero: solo bajo el suelo: y no volver a yacer en el tibio lecho de ella.

—¿Cómo estás, Simon? —dijo suavemente Ned Lambert, estrechándole la mano—. Hace siglos que no te veo.

—Nunca he estado mejor. ¿Cómo están todos en la mismísima Cork?

—Estuve allá para las carreras en el parque, el lunes de Pascua —dijo Ned Lambert—. Los mismos seis chelines y ocho peniques de siempre. Me quedé con Dick Tivy.

—¿Y cómo está Dick, el hombre de una pieza?

—No hay nada entre él y el cielo —contestó Ned Lambert.

—¡Por San Pablo! —dijo el señor Dedalus, refrenando su asombro—. ¿Calvo Dick Tivy?

—Martin va a hacer una colecta para los chicos —dijo Ned Lambert, señalando hacia delante—. Unos pocos chelines por barba. Sólo para que vayan tirando hasta que se arregle el seguro.

—Sí, sí —dijo el señor Dedalus dudoso—. ¿Es el chico mayor ese de delante?

—Sí —dijo Ned Lambert— con el hermano de la mujer. John Henry Menton está detrás. Se ha apuntado con una guinea.

—Estaba seguro —dijo el señor Dedalus—. Muchas veces le dije al pobre Paddy que debería cuidar ese trabajo. John Henry no es lo peor de este mundo.

—¿Cómo lo perdió? —preguntó Ned Lambert—. La bebida, ¿eh?

—El defecto de muchos hombres buenos —dijo el señor Dedalus con un suspiro.

Se detuvieron delante de la puerta de la capilla mortuoria. El señor Bloom se quedó de pie detrás del muchacho con la corona, mirándole el pelo peinado liso y el flaco pescuezo con hoyos dentro del cuello flamante. ¡Pobre chico! ¿Estaba allí cuando el padre? Los dos inconscientes. Reanimarse en el último momento y reconocer por última vez. Todo lo que habría podido hacer. Le debo tres chelines a O’Grady. ¿Comprendería? Los ayudantes trasladaron el ataúd a la capilla. ¿De qué lado es la cabeza?

Al cabo de un momento siguió a los demás adentro, parpadeando en la luz velada. El ataúd estaba en su catafalco a la entrada del coro, cuatro altos cirios amarillos en las esquinas. Siempre delante de nosotros. Corny Kelleher, poniendo una corona en cada esquina de delante, hizo señal al chico de arrodillarse. Los del duelo se arrodillaron acá y allá en reclinatorios. El señor Bloom se quedó de pie atrás junto a la pila y, cuando todos se habían arrodillado, dejó caer cuidadosamente su periódico sin desplegar desde el bolsillo y dobló la rodilla derecha sobre él. Acomodó suavemente el sombrero negro en la rodilla izquierda y, sujetándolo por el ala, se inclinó piadosamente.

Un monaguillo, llevando un cubo de latón con algo dentro, salió por una puerta. El sacerdote, con un blusón blanco, salió tras él arreglándose la estola con una mano y llevando en equilibrio con la otra un librito contra su panza de sapo. ¿Quién lee el legajo? Yo, contestó el grajo.

Se detuvieron junto al catafalco y el sacerdote empezó a leer en el libro con un graznar fluido.

Padre Malamud. Sabía que se llamaba como ataúd.
Domine-namine
. Tiene cara de chulo con esa jeta. Domina la función. Cristiano musculoso. Ay de aquel que le mire de mala manera: sacerdote. Tú eres Pedro. Estallando por los costados como una oveja en el trébol, así dice Dedalus que acabará. Con una panza encima como un cachorro envenenado. Qué expresiones más divertidas encuentra ese hombre. Hum: estallando por los costados.


Non intres in judicium cum servo tuo, Domine
.

Les hace sentirse más importantes que les recen encima en latín. Misa de réquiem. Penas de crespón. Papel de cartas con orla negra. Su nombre en la lista del altar. Sitio helado es éste. Necesitan comer bien, sentados aquí toda la mañana en lo oscuro golpeando con los pies esperando el siguiente por favor. Ojos de sapo también. ¿Qué es lo que le hincha así? Molly se hincha cuando come coles. El aire de este sitio quizá. Parece lleno de gas malo. Debe haber una cantidad infernal de gas malo por este sitio. Los matarifes por ejemplo: se ponen como filetes crudos. ¿Quién me lo decía? Mervyn Browne. Abajo en la cripta de San Werburgh un estupendo órgano viejo y ciento cincuenta tienen que perforar un agujero en los ataúdes a veces para que se escape el gas malo y quemarlo. Sale a chorro: azul. Como lo aspires un momento, estás liquidado.

Me duele la rótula. Ay. Así está mejor.

El sacerdote sacó del cubo del muchacho un palo con una bola en la punta y lo agitó sobre el ataúd. Luego marchó al otro extremo y lo volvió a sacudir. Luego volvió y lo dejó otra vez en el cubo. Como eras antes que reposaras. Está todo escrito: tiene que hacerlo.


Et ne nos inducas in tentationem
.

El monaguillo flauteaba las respuestas en falsete. Muchas veces he pensado que sería mejor tener muchachos como criados. Hasta los quince años más o menos. Después de eso, claro…

Agua bendita era, espero. Sacudiendo sueño de eso. El debe estar harto de ese trabajo, sacudiendo esa cosa por encima de todos los cadáveres que le traen al trote. Qué tendría de malo si pudiera ver sobre qué lo sacude. Cada día toda la vida una nueva hornada: hombres de media edad, viejas, niños, mujeres muertas de parto, hombres con barba, hombres de negocios con la cabeza calva, muchachas tuberculosas con pechitos de gorrión. Durante el año entero él rezaba la misma cosa sobre ellos y les sacudía agua encima: dormir. Ahora sobre Dignam.


In paradisum
.

Dijo que iba al paraíso o que está en el paraíso. Lo dice encima de todo el mundo. Un trabajo bien fatigoso. Pero algo tiene que decir.

El sacerdote cerró el libro y se marchó, seguido por el monaguillo. Corny Kelleher abrió las puertas laterales y entraron los sepultureros, volvieron a izar el ataúd y lo echaron en su carretón. Corny Kelleher dio una corona al chico y otra al cuñado. Todos les siguieron por las puertas laterales saliendo al suave aire gris. El señor Bloom fue el último en salir, volviendo a doblar el periódico en el bolsillo. Miró gravemente al suelo hasta que el carretón del ataúd se fue rodando por la izquierda. Las ruedas de metal aplastaron la grava con un agudo chillido raspante y el grupo de botas romas siguió a la carreta por una avenida de sepulcros.

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