Ulises (26 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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Se apretó las manos entre las rodillas y, satisfecho, envió su mirada vacía por las caras de ellos.

El señor Power preguntó:

—¿Cómo va la gira de conciertos, Bloom?

—Ah muy bien —dijo el señor Bloom—. Tengo noticias muy buenas. Es una buena idea, ya ve…

—¿Va usted mismo?

—Bueno, no —dijo el señor Bloom—. En realidad, tengo que ir al condado de Clare para un asunto particular. Ya comprende, la idea es hacer una gira por las principales ciudades. Lo que se pierda en una se puede compensar en otra.

—Eso es —dijo Martin Cunningham—. Mary Anderson está ahora allí. ¿Tienen buenos artistas?

—Louis Werner le organiza la tournée —dijo el señor Bloom—. Ah, sí, tenemos de lo mejor. J. C. Doyle y John MacCormack, espero y. Lo mejor, en fin.

—Y
madame
—dijo el señor Power—. La última pero no la menor.

El señor Bloom desapretó las manos en un gesto de blanda cortesía y las volvió a apretar. Smith O’Brien. Alguien ha dejado ahí un ramo de flores. Mujer. Debe ser su aniversario. Que cumpla muchos. El coche, dando la vuelta a la estatua de Farrell, les unió en silencio sus rodillas sin resistencia.

Coor: un viejo de ropa desteñida ofrecía su mercancía desde el bordillo, con la boca abierta: coor.

—Cordones de botas, cuatro por un penique.

No sé por qué le echaron del Colegio de Abogados. Tenía el despacho en la calle Hume. La misma casa del homónimo de Molly, Tweedy, procurador de la Corona en Waterford. Desde entonces conserva siempre esa chistera. Reliquias de antigua dignidad. Luto también. Terrible bajón, pobre desgraciado. Pasándoselo de uno en otros como tabaquera en un velorio. O’Callaghan en las últimas.

Y
madame
. Once y veinte. Levantada. Está la señora Fleming para la limpieza. Arreglándose el pelo, canturreando:
voglio e non vorrei
. No:
vorrei e non
. Mirándose las puntas del pelo a ver si están partidas.
Mi trema un poco il
. Hermosa su voz en ese
tre
: acento de llorar. Una punción. Un pinzón. Hay una palabra pinzón que lo expresaba.

Sus ojos pasaron levemente sobre la agradable cara del señor Power. Encaneciendo sobre las orejas.
Madame
: sonriendo. Devolví la sonrisa. Una sonrisa se abre mucho camino. Quizá cortesía sólo. Tipo simpático. ¿Quién sabe si es verdad lo de esa mujer que mantiene? No es agradable para su mujer. Sin embargo dicen, quién fue el que me lo dijo, que no hay cosa carnal. Uno se imaginaría que esa broma se acabaría en seguida. Sí, fue Crofton el que le encontró una noche que le llevaba a ella una libra de filetes. ¿Qué es lo que había sido ella? Camarera en el Jury. ¿O en el Moira?

Pasaron bajo la figura del Libertador con su enorme capote.

Martin Cunningham dio un codazo al señor Power.

—De la tribu de Rubén —dijo.

Una alta figura, con barba negra, apoyada en un bastón, doblaba a tropezones la esquina de los Almacenes del Elefante, de Elvery, mostrándoles una mano encorvada extendida sobre el espinazo.

—En toda su prístina belleza —dijo el señor Power.

El señor Dedalus siguió con la mirada la figura a tropezones y dijo benévolamente:

—¡Que el diablo te rompa el sujetador del espinazo!

El señor Power, derrumbándose de risa, escondió la cara a un lado de la ventanilla mientras el coche pasaba ante la estatua de Gray.

—Todos hemos estado en eso —dijo Martin Cunningham rotundamente.

Sus ojos encontraron los del señor Bloom. Se acarició la barba y añadió:

—Bueno, casi todos nosotros.

El señor Bloom empezó a hablar con repentino afán mirando a las caras de sus compañeros.

—Anda por ahí una historia muy buena a propósito de Reuben J. y el hijo.

—¿La del barquero? —preguntó el señor Power.

—Sí. ¿No es estupenda?

—¿Cómo es? —preguntó el señor Dedalus—. Yo no la he oído.

—Había una chica en el asunto —empezó el señor Bloom—, y él decidió mandarle a la isla de Man para ponerle a salvo pero cuando estaban los dos…

—¿Cómo? —preguntó el señor Dedalus—. Aquel famoso jodido mocoso…

—Sí —dijo el señor Bloom—. Los dos iban al barco y él intentó ahogar…

—¡Ahogarse Barrabás! —gritó el señor Dedalus—. Ojalá lo quisiera Dios.

El señor Power lanzó una larga risotada por las narices, cubriéndoselas con la mano.

—No —dijo el señor Bloom—, el hijo mismo…

Martin Cunningham le sofocó groseramente la voz.

—Reuben J. y el hijo bajaban por el muelle junto al río hacia el barco de la isla de Man y el bromista del muchacho de repente se soltó y allá se fue por encima del parapeto al Liffey.

—¡Vaya por Dios! —exclamó el señor Dedalus asustado—. ¿Y murió?

—¡Morir! —gritó Martin Cunningham—. Lo que es él, no. Un barquero agarró un palo y le pescó por el fondillo del pantalón y le echaron a tierra delante del padre en el muelle. Más muerto que vivo. Media ciudad estaba allí.

—Sí —dijo el señor Bloom—. Pero lo divertido es que…

—Y Reuben J. —dijo Martin Cunningham— le dio al barquero un florín por salvarle la vida a su hijo.

Un suspiro sofocado salió de debajo de la mano del señor Power.

—Sí, de veras —afirmó Martin Cunningham—. Como un héroe. Un florín de plata.

—¿No es verdad que es estupendo? —dijo el señor Bloom con empeño.

—Un chelín y ocho peniques de más —dijo secamente el señor Dedalus.

La risa ahogada del señor Power estalló suavemente en el coche.

La columna de Nelson.

—¡Ocho ciruelas por un penique! ¡Ocho por un penique!

—Deberíamos poner una cara un poco más seria —dijo Martin Cunningham.

El señor Dedalus asintió.

—Por otra parte, desde luego —dijo—, el pobrecillo Paddy no nos escatimaría unas risas. Muchos cuentos buenos contaba él también.

—¡Dios me perdone! —dijo el señor Power, secándose los ojos mojados con los dedos—. ¡Pobre Paddy! Poco me lo imaginaba hace una semana, la última vez que le vi, y estaba tan bueno como de costumbre, que iría detrás de él de esta manera. Se nos ha ido.

—Un hombre tan decente como cualquiera que gaste sombrero —dijo el señor Dedalus—. Se fue muy de repente.

—Un síncope —dijo Martin Cunningham—. El corazón.

Se golpeó el pecho tristemente.

Cara inflamada: al rojo vivo. Demasiado empinar el codo. Cura para una nariz roja. Beber como un demonio hasta que se ponga azul. Un montón de dinero gastó en teñirla.

El señor Power miró las casas que pasaban, con arrepentida preocupación.

—Tuvo una muerte repentina, pobre hombre —dijo.

—La mejor muerte —dijo el señor Bloom.

Le miraron con ojos muy abiertos.

—Sin sufrir —dijo—. Un momento y todo pasó. Como morir durmiendo.

Nadie habló.

Parte muerta de la calle, ésta. Poco negocio de día, agentes inmobiliarios, hotel para abstemios, la guía de ferrocarriles Falconer, escuela de funcionarios, Gill, el club católico, instituto de trabajo de los ciegos. ¿Por qué? Alguna razón. Sol o viento. De noche también. Militares y criadas. Bajo el patrocinio del difunto Padre Mathew. Primera piedra por Parnell. Síncope. Corazón.

Caballos blancos con penachos blancos en la frente doblaron la esquina de la Rotunda, al galope. Un pequeño ataúd pasó como un destello. Con prisa por enterrar. Un coche fúnebre. Soltero. Negro para los casados. Fío para los solteros. Toronja para la monja.

—Qué triste —dijo Martin Cunningham—. Un niño.

Una cara de enano malva y arrugada como la del pobrecito Rudy. Cuerpo de enano, débil como masilla, en una caja de abeto forrada de blanco. Paga la Sociedad Mutua de Entierros. Un penique por semana por un terrón de turba. Nuestro. Pequeño. Pobre. Niñito. No significaba nada. Error de la naturaleza. Si está sano sale a la madre. Si no al hombre. Mejor suerte la próxima vez.

—Pobrecillo —dijo el señor Dedalus—. Ya está del otro lado.

El coche trepó más lentamente por la cuesta de Rutland Square. Sacudir sus huesos. Sobre las piedras. Sólo un pobre. Carga para todos.

—En mitad de la vida —dijo Martin Cunningham.

—Pero lo peor de todo —dijo el señor Power— es el hombre que se quita la vida.

Martin Cunningham sacó el reloj con vivacidad, tosió y lo volvió a guardar.

—La mayor deshonra que cabe en la familia —añadió el señor Power.

—Locura momentánea, por supuesto —dijo Martin Cunningham—. Hay que mirarlo desde un punto de vista caritativo.

—Dicen que quien hace eso es un cobarde —dijo el señor Dedalus.

—No nos toca a nosotros juzgar —dijo Martin Cunningham.

El señor Bloom, a punto de hablar, volvió a cerrar los labios. Los grandes ojos de Martin Cunningham. Ahora desviando la mirada. Hombre humanitario y comprensivo que es. Inteligente. Como la cara de Shakespeare. Siempre una buena palabra que decir. No tienen misericordia con eso aquí ni con el infanticidio. Niegan sepultura cristiana. Solían clavarle una estaca a través del corazón en la tumba. Como si no lo tuviera ya partido. Sin embargo a veces se arrepienten demasiado tarde. Encontrado en la orilla del río agarrando juncos. Me miraba. Y esa horrible borracha de su mujer. Poniéndole la casa a ella una vez y otra y luego ella empeñándole los muebles casi todos los sábados. Dándole una vida de infierno. Le consumiría el corazón a una piedra, eso. El lunes por la mañana empezar de nuevo. El hombro a la rueda. Señor, qué espectáculo debió ser ella aquella noche, Dedalus me dijo que él estuvo allí. Borracha por toda la casa bailoteando con el paraguas de Martin:

Y me llaman la joya de Asia,
de Asia,
la geisha.

Ha desviado la mirada de mí. Lo sabe. Sacudir sus huesos.

La tarde del atestado. La botella de etiqueta roja en la mesa. El cuarto del hotel con cuadros de caza. Aire sofocante. Luz del sol por entre las tiras de las persianas. Las orejas del forense, grandes y peludas. El limpiabotas prestando declaración. Creyó al principio que dormía. Luego vio como franjas amarillas en la cara. Se había resbalado a los pies de la cama. Veredicto: dosis excesiva. Muerte accidental. La carta. Para mi hijo Leopold.

No más dolor. No despertar más. Carga para todos.

El coche traqueteó rápidamente por la calle Blessington. Sobre las piedras.

—Vamos a toda marcha, me parece —dijo Martin Cunningham.

—Quiera Dios que no nos vuelque por el camino —dijo el señor Power.

—Espero que no —dijo Martin Cunningham—. Va a ser una gran carrera la de mañana en Alemania. La Gordon Bennett.

—Sí, caramba —dijo el señor Dedalus—. Será digna de ver, seguro.

Al entrar en la calle Berkeley un organillo junto al estanque les mandó por encima y tras de ellos una canción chillona y picarona de café concierto. ¿Ha visto alguien a Kelly por aquí? Ka e ele ele y griega. Marcha fúnebre de
Saúl
. Más malo que el viejo Antonio. Que me ha mandado al demonio. ¡Pirueta! El
Mater Misericordiae
. Calle Eccles. Mi casa allí abajo. Sitio grande. Pabellón para incurables allí. Muy animador. El Hospital de Agonizantes de Nuestra Señora. La casa de los muertos a mano, allí abajo. Donde murió la vieja Sra. Riordan. Las mujeres son terribles de ver. La taza de alimentarla y le restregaban la boca con la cuchara. Luego la mampara alrededor de la cama para que muriera. Simpático el joven estudiante que me curó la picadura de aquella abeja. Me han dicho que ha pasado al hospital de maternidad. De un extremo al otro.

El coche dobló una esquina al galope: se detuvo.

—¿Qué pasa ahora?

Una manada dispersa de ganado herrado pasaba ante las ventanillas, mugiendo, avanzando perezosamente sobre almohadilladas pezuñas, azotándose lentamente con la cola las huesudas grupas embarradas. Alrededor y por en medio de ellos corrían ovejas enalmagradas balando su miedo.

—Emigrantes —dijo el señor Power.

—¡Uuuuh! —gritó el que los llevaba, chascándoles el látigo en los costados—. ¡Uuuuh! ¡Fuera de ahí!

Jueves, por supuesto. Mañana es día de matadero. Novillos. Cuffe los vendía a alrededor de veintisiete libras cada. Para Liverpool probablemente. Rosbif para la vieja Inglaterra. Compran todos los jugosos. Y entonces se pierde la quinta parte: todo lo que no se puede comer, piel, pelo, cuernos. Al cabo del año sale por mucho. Comercio de carne muerta. Subproductos de los mataderos para tenerías, jabón, margarina. No sé si sigue funcionando aquel truco de descargar del tren en Clonsilla la carne averiada.

El coche siguió avanzando a través del ganado.

—No comprendo por qué el ayuntamiento no pone una línea de tranvías desde la puerta del parque a los muelles —dijo el señor Bloom—. Se podría llevar a todos esos animales en furgones hasta los barcos.

—En vez de tapar el paso —dijo Martin Cunningham—. Es cierto. Deberían.

—Sí —dijo el señor Bloom—, y otra cosa que he pensado muchas veces es poner tranvías fúnebres municipales como tienen en Milán, ya sabe. Extender la línea hasta las puertas del cementerio y tener tranvías especiales, coche fúnebre, coche para el duelo y todo eso. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Sería un asunto fenomenal —dijo el señor Dedalus—. Coche butacas y vagón restaurante.

—Una perspectiva pobre para Corny —añadió el señor Power.

—¿Por qué? —preguntó el señor Bloom, volviéndose hacia el señor Dedalus—. ¿No sería más decente que galopar de dos en fondo?

—Bueno, a lo mejor no estaría mal —concedió el señor Dedalus.

—Y —dijo Martin Cunningham— no tendríamos escenas como aquella cuando se volcó el coche fúnebre al dar la vuelta en Dunphy y tiró el ataúd por la calle.

—Aquello fue terrible —dijo la cara trastornada del señor Power— y el cadáver se cayó por ahí por la calle. ¡Terrible!

—En cabeza al dar la vuelta en Dunphy —dijo el señor Dedalus, asintiendo—. Copa Gordon Bennett.

—¡Dios nos libre! —dijo Martin Cunningham piadosamente.

¡Bum! Volcado. Un ataúd rebotado por la calle. Estallado abriéndose. Paddy Dignam sale disparado y dando vueltas tieso en el polvo con un hábito pardo demasiado grande para él. Cara roja: ahora gris. Boca abierta al caer. Preguntando qué pasa ahora. Hacen muy bien en cerrarla. Resulta horrible abierta. Luego las entrañas se descomponen deprisa. Mucho mejor cerrar todos los orificios. Sí, también. Con cera. El esfínter suelto. Sellarlo todo.

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