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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

Ulises (77 page)

BOOK: Ulises
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¿Cuál es la edad del alma del hombre? Igual que tiene la virtud del camaleón de cambiar de matiz a cada nuevo encuentro, de ser alegre con los regocijados y triste con los abatidos, así también su edad es tan cambiante como su humor. Leopold, ahí sentado, rumiando, masticando el heno de la reminiscencia, ya no es el sosegado agente de publicidad y propietario de un modesto caudal en títulos. Es el joven Leopold, como en una reordenación retrospectiva, espejo dentro de un espejo (ea, dicho y hecho), se contempla a sí mismo. La joven figura de entonces se ve, precozmente viril, caminando en una fría mañana desde la vieja casa en la calle Clanbrassil hasta la escuela media, el saco de libros consigo en bandolera, y dentro de él un buen zoquete de hogaza de trigo, cuidado de su madre. O es la misma figura, pasado un año o más, con su primer sombrero duro (¡ah, qué día aquel!), ya por su camino, un viajante de veras para la empresa familiar, equipado con un cuaderno de pedidos, un pañuelo perfumado (no sólo para adorno), su maletín de reluciente bisutería (¡ay, ya cosa del pasado!), y todo un carcaj de sonrisas complacientes para tal cual ama de casa medio persuadida que echa las cuentas con los dedos o para una floreciente virgen tímidamente aceptando (pero ¿y el corazón? ¡dime!) sus estudiados besamanos. El aroma, la sonrisa, pero, más que esto, los ojos oscuros y los modales untuosos le permitían volver cada anochecer con más de una comisión junto al jefe de la empresa sentado con su pipa de Jacob después de análogas fatigas en el rincón paternal (un plato de fideos, podéis estar seguro, se está calentando), leyendo a través de redondas gafas de concha un periódico de Europa de hace un mes. Pero ah, en un instante, el espejo se empaña de aliento y el joven caballero errante se retira, se reduce a una diminuta mota entre la niebla. Ahora él a su vez es paternal y los que le rodean podrían ser sus hijos. ¿Quién puede decirlo? Mucho sabe el padre que conoce a su hijo. Él piensa en una noche de llovizna en la calle Hatch, al lado de los almacenes, la primera. Juntos (ella es una pobre huérfana, una hija de la vergüenza, vuestra y mía y de todos por un simple chelín más el penique de la suerte), juntos oyen el pesado pisar de la guardia mientras dos sombras con capas de lluvia pasan ante la nueva universidad real. ¡Bridie! ¡Bridie Kelly! Nunca olvidará él su nombre, siempre recordará la noche, la primera noche, la noche nupcial. Están entrelazados en la más densa tiniebla, el deseante y la deseada, y en un momento (¡fiat!) la luz inundará el mundo. ¿Saltó el corazón al encuentro del corazón? No, bella lectora. En un momento se hizo pero… ¡alto! ¡Atrás! ¡No ha de ser! Aterrorizada, la pobre muchacha huye a través de la tiniebla. Es la esposa de la oscuridad, una hija de la noche. No se atreve a concebir el niño del día, áureo de sal. ¡No, Leopold! Ni nombre ni recuerdo te consuelan. Esa ilusión juvenil de tu energía se te quitó y en vano. Ningún hijo de tus lomos está a tu lado. Nadie hay ahora que sea para Leopold lo que Leopold fue para Rudolph.

Las voces se mezclan y funden en silencio nublado: silencio que es el infinito del espacio: y rápida; silenciosamente el alma es impulsada sobre regiones de ciclos de ciclos de generaciones que han vivido. Una región donde desciende siempre el gris crepúsculo, sin caer nunca, sobre anchos pastos verdeantes, dispersando su sombra, esparciando un perenne rocío de estrellas. Ella sigue a su madre con pasos torpes, yegua que guía a su potrilla. Fantasmas crepusculares son esos, pero modelados con profética gracia de estructura, esbeltas ancas bien formadas, un flexible cuello nervudo, el manso cráneo temeroso. Se desvanecen, fantasmas tristes: todo desapareció. Agendath es una tierra baldía, hogar de los búhos y de la miope abubilla. ¡Huuuu! ¡Oye! ¡Huuuu! Paralaje les sigue y les aguijonea, los lancinantes relámpagos de su frente son escorpiones. El alce y el yak, los toros de Basán y de Babilonia, el mamut y el mastodonte, acuden en tropel al mar sumergido.
Lacus Mortis
. ¡Ominosa, vengativa hueste zodiacal! Gimen, pasando sobre las nubes, cornudos y capricornios, los trompudos con los colmilludos, los leonmelenados, los giganteastados, jetosos y reptantes, roedores, rumiantes y paquidermos, toda su móvil multitud gimiente, asesinos del sol.

Adelante hacia el Mar Muerto avanzan para beber, insaciados y con horribles engullidas, las saladas, somnolientas, inagotables olas de la mar. Y el portento equino vuelve a crecer, agigantado en los cielos abandonados, más aún, a la propia magnitud del cielo, hasta que sobresale, vasto, sobre la mansión de Virgo. Y he aquí, prodigio de metempsicosis, que es ella, la esposa eterna, anunciada del lucero matutino, la esposa siempre virgen. Es ella, Martha, tú, la perdida, Millicent, la joven, la querida, radiante. ¡Qué serena se eleva ahora ella, reina entre las Pléyades, en las penúltimas horas antelucanas, calzada con sandalias de claro oro, tocada con un velo de cómo se llama hilos de la Virgen! Flota, fluye en torno a su carne estelar y suelto corre, esmeralda, zafiro, malva y heliotropo, suspenso sobre corrientes de frío viento interestelar, retorciéndose, enroscándose, sencillamente revolviéndose, contorsionándose en los cielos, una escritura misteriosa, hasta que después de una miríada de metamorfosis de símbolos, llamea, Alpha, rubí y signo triangular, sobre la frente de Taurus.

Francis le recordaba a Stephen años atrás cuando iban juntos a la escuela en tiempos de Conmee. Le preguntaba por Glaucón, Alcibíades, Pisístrato. ¿Dónde estaban ahora? Ninguno de los dos lo sabía. Has hablado del pasado y sus fantasmas, dijo Stephen. ¿Por qué pensar en ellos? Si les llamo a la vida al otro lado de las aguas del Leteo, ¿no se agolparán los pobres espíritus a mi llamada? ¿Quién lo supone? Yo, Bous Stephanoumenos, bardo bienhechor del buey, soy señor y dador de su vida. Ciñó sus crespos cabellos con una corona de hojas de vid, sonriendo a Vincent. Esa respuesta y esas hojas, le dijo Vincent, te adornarán más adecuadamente cuando algo más, y grandemente más, que un puñado de leves odas puedan llamar padre a tu genio. Todos los que te desean bien esperan esto para ti. Todos desean verte producir la obra que meditas. Te deseo de todo corazón que no les defraudes. Oh no, Vincent, dijo Lenehan, poniendo una mano en el hombro cercano a él, no temas. No podía dejar a su madre huérfana. El rostro del joven se oscureció. Todos veían qué duro era para él que le recordaran su promesa y su reciente pérdida. Se habría retirado de la fiesta de no ser por que el sonido de las voces mitigaba el doliente escozor. Madden había perdido cinco dracmas por
Cetro
por un antojo del nombre del jockey: Lenehan otro tanto. Les habló de la carrera. Bajó la bandera, ah, allá que van, se disparan, la yegua, fresca, corría montada por O. Madden. Iba a la cabeza: todos los corazones palpitaban. Ni siquiera Filis pudo contenerse. Ondeó su chal y gritó: ¡Hurra! ¡Gana
Cetro
! Pero en la recta final cuando todos iban en grupo apretado, el desconocido
Por Ahí
se puso a su altura, la alcanzó, la dejó atrás. Todo estaba perdido ya. Filis quedó silenciosa: sus ojos eran tristes anémonas. Juno, gritó, estoy perdida. Pero su amante la consoló y le trajo un brillante estuche de oro en que había varios confites de ciruela ovalados que ella probó. Cayó una lágrima: una sólo. Una estupenda fusta, ese W. Lane, dijo Lenehan. Cuatro ganadores ayer y tres hoy. ¿Qué jockey hay como él? Móntesele en el camello o en el tumultuoso búfalo y la victoria es suya en menos de un trote. Pero soportémoslo como era el uso antiguo. ¡Misericordia para los desafortunados! ¡Pobre
Cetro
! dijo con un leve suspiro. Ya no es la yegua que era. Nunca, por esta mano, veremos otra semejante. Pardiez, señor mío, una reina entre ellos. ¿La recuerdas, Vincent? Me gustaría que hubieras visto hoy a mi reina, dijo Vincent, qué joven estaba y qué radiante (Lálage apenas era linda a su lado) con sus zapatos amarillos y su falda de muselina, no sé cómo se llama exactamente. Los castaños que nos daban su sombra estaban en flor: el aire estaba cargado de su persuasivo aroma y el polen flotaba en torno nuestro. En los trechos soleados se podría fácilmente asar en una piedra una hornada de esos bollos rellenos de frutas de Corinto que vende Periplepómenos en su puesto junto al puente. Pero ella no tenía nada que morder sino el brazo con que yo la sostenía y en él mordisqueaba malignamente cuando yo la apretaba demasiado de cerca. Hacía una semana yacía enferma, cuatro días en el lecho, pero hoy era libre, ágil, se burlaba del peligro. Es más seductora entonces. ¡Y sus ramilletes! Locuela como es, había recogido gran copia de ellos cuando estábamos reclinados juntos. Y te lo digo al oído, amigo mío, no imaginarás a quién nos encontramos al abandonar ese campo. ¡A Conmee en persona! Caminaba junto al seto, leyendo, me parece, un libro breviario, estoy seguro de que con una ingeniosa carta de Glicera o de Cloe dentro para marcar la página. La dulce criatura se puso de todos los colores en su confusión y fingió acomodar un ligero desorden en su atuendo: una ramita de la vegetación se le había prendido, pues los mismos árboles la adoran. Después que pasó Conmee ella lanzó una ojeada a su delicioso eco en ese espejito que lleva consigo. Pero él había sido bondadoso. Al pasar nos había bendecido. Los dioses también son siempre bondadosos, dijo Lenehan. Si tuve mala suerte con la yegua de Bass quizás este sorbo de su brebaje me será más propicio. Ponía la mano en una vasija de la bebida: Malachi lo vio y le refrenó en su ademán, señalando al forastero y a la etiqueta roja. Cautamente, Malachi susurró: Mantened un silencio druídico. Su alma está muy lejana. Quizás es tan penoso ser despertado de una visión como nacer. Cualquier objeto, intensamente observado, puede ser un pórtico de acceso al incorruptible eón de los dioses. ¿No lo crees así, Stephen? Así me lo dijo Teósofo, respondió Stephen, a quien en una existencia anterior los sacerdotes egipcios le iniciaron en los misterios de la ley del karma. Los señores de la luna, me dijo Teósofo, que llenaban una nave de llameante anaranjado procedente del planeta Alfa de la cadena lunar, no quisieron asumir los dobles etéricos y por consiguiente éstos fueron encarnados por el ego color rubí desde la segunda constelación.

Sin embargo, la realidad de los hechos no deja de resultar que, siendo la absurda suposición sobre él que se hallara en cierto tipo de marasmo o cosa semejante o hipnotizado, lo cual era enteramente debido a un malentendido del más superficial carácter, eso no era verdad en absoluto. El individuo cuyos órganos visuales, mientras tenía lugar lo anterior, estaban en esta coyuntura empezando a exhibir síntomas de animación, era tan astuto si no más astuto que ningún hombre viviente y cualquiera que conjeturara lo contrario habría encontrado con bastante rapidez que se hallaba en el lado del error. Durante los cuatro minutos anteriores, aproximadamente, había estado mirando fijamente una cierta dosis de cerveza Bass Número Uno embotellada por los Sres. Bass y Cía. en Burton-on-Trent, que por casualidad se hallaba situada entre una porción de otras enfrente mismo de donde se encontraba él y que había sido sin duda calculada para atraer la atención de cualquiera a causa de su aspecto escarlata. Él estaba, simple y solamente, como subsiguientemente se echó de ver por razones mejor conocidas por él mismo y que arrojaban una luz totalmente diferente sobre lo que acontecía, tras las observaciones de un momento antes sobre los días de la adolescencia y sobre las carreras de caballos, recordando dos o tres eventos personales suyos de que los otros dos eran tan juntamente inocentes como niños recién nacidos. Finalmente, sin embargo, los ojos de ambos se encontraron, y tan pronto como a él empezó a hacérsele patente que el otro estaba intentando servirse de la cosa, involuntariamente determinó servirse a sí mismo y consiguientemente se apoderó del cristalino recipiente de tamaño medio que contenía el deseado liquido y practicó en él una considerable rebaja sirviéndose una buena porción con, al mismo tiempo y no obstante, un considerable grado de atención a fin de no volcar nada de la cerveza que había a su alrededor en aquel lugar.

El debate que tuvo lugar a continuación fue, en su alcance y desarrollo, un epítome del transcurso de la vida. Ni el lugar ni la concurrencia carecían de dignidad. Los debatidores eran los más agudos del país, el tema de que se ocupaban, el más elevado y el más vital. La alta sala de la casa de Horne jamás había observado una asamblea tan representativa y tan variada ni habían escuchado nunca las vigas de aquella construcción un lenguaje tan enciclopédico. Una soberbia escena era aquella en verdad. Allí estaba Crotthers a los pies de la mesa en su característico atuendo de
highlander
, con su faz resplandeciendo por los salados vientos del Mull de Galloway. Allí también, enfrente de él, estaba Lynch, cuyo rostro ostentaba ya los estigmas de la temprana depravación y la prematura sabiduría. Al lado del escocés estaba el lugar asignado a Costello, el excéntrico, mientras a su lado se sentaba en sólido reposo la rechoncha figura de Madden. La silla del residente de la mansión, en verdad, estaba vacía ante el hogar, pero a ambos flancos de ella, la figura de Bannon en vestimenta de explorador, con pantalones cortos de
tweed
y zapatones de vaca marina salada, contrastaba marcadamente con la elegancia prímula y los modales ciudadanos de Malachi Roland St. John Mulligan. Por último, a la cabecera de la mesa estaba el joven poeta que había hallado refugio, lejos de sus esfuerzos pedagógicos y su inquisición metafísica, en la atmósfera convivial de discusión socrática, mientras que a derecha e izquierda de él se acomodaban el frívolo pronosticador, recién llegado del hipódromo, y aquel vígil errante, manchado por el polvo de los viajes y los combates y ensuciado por el fango de un deshonor indeleble, pero de cuyo firme y constante corazón ni seducción ni peligro ni amenaza ni degradación podrían jamás borrar la imagen de aquella voluptuosa hermosura que el inspirado lápiz de Lafayette ha fijado para los siglos venideros.

Conviene hacer constar aquí y ahora en el comienzo que el pervertido transcendentalismo a que las aseveraciones del señor S. Dedalus (Theol. Scep.) parecían mostrarle lamentablemente adicto, está en total oposición a los métodos científicos aceptados. La ciencia, nunca se repetirá suficientemente, trata de fenómenos tangibles. El hombre de ciencia, como el hombre de la calle, tiene que enfrentarse con fenómenos palpables ante los que no cabe cerrar los ojos, para explicarlos lo mejor que le es dable. Puede haber, es cierto, algunas preguntas a que la ciencia no sea capaz de responder —por ahora— tales como el primer problema presentado por el señor L. Bloom (Ag. Publ.) en cuanto a la futura determinación del sexo. ¿Debemos aceptar la opinión de Empédocles de Trinacria de que el ovario derecho (el período postmenstrual, afirman otros) es responsable del nacimiento de los varones, o son los tanto tiempo despreciados espermatozoos o nemaspermos los factores diferenciadores, o bien, como se inclinan a opinar la mayor parte de los embriologistas, tales como Culpepper, Spallanzani, Blumenbach, Lusk, Hertwig, Leopold y Valenti, se trata de una mezcla de ambas cosas? Eso equivaldría a una cooperación (uno de los recursos favoritos de la naturaleza) entre el
nisus formativus
del nemaspermo, por un lado, y por el otro, una posición felizmente elegida,
succubitus felix
, del elemento pasivo. El otro problema planteado por el mismo investigador no es apenas menos vital: la mortalidad infantil. Y es interesante porque, como él observa pertinentemente, todos hemos nacido del mismo modo pero todos morimos de diferentes modos. El señor M. Mulligan (Dr. Hig. y Eug.) culpa a las condiciones sanitarias en que nuestros ciudadanos de ennegrecidos pulmones contraen dolencias adenoidales y pulmonares, etc., inhalando las bacterias que acechan en el polvo. Esos factores alega, y los repugnantes espectáculos ofrecidos por nuestras calles, los feos carteles de publicidad, los ministros religiosos de todas las denominaciones, los soldados y marineros mutilados, los cocheros exhibiendo su escorbuto, las suspendidas carcasas de animales muertos, los solteros paranoicos y las dueñas sin fecundar —esos, dijo, son responsables de todas y cada una de las menguas en el calibre de la raza. La calipedia, profetizó, pronto se adoptaría universalmente y todas las gracias de la vida, la música verdaderamente buena, la literatura agradable, la filosofía ligera, las imágenes instructivas, las reproducciones en escayola de estatuas clásicas tales como Venus y Apolo, las fotografías artísticas coloreadas de niñitos premiados, todas esas pequeñas atenciones permitirían a las señoras que estuvieran en una determinada condición pasar los meses del intervalo del modo más placentero. El señor J. Crotthers (Disc. Bach.) atribuye algunos de estos fallecimientos a trauma anormal en el caso de trabajadoras sujetas a pesadas fatigas en el taller y a la disciplina marital en el hogar, pero la más amplia mayoría, con mucho, al descuido, privado u oficial, que culmina en el abandono de infantes recién nacidos, en la práctica del aborto delictivo o en el atroz crimen del infanticidio. Aunque el primero (nos referimos al descuido) es indudablemente más que cierto, el caso que cita de enfermeras que olvidan contar las esponjas en la cavidad peritoneal es demasiado raro para ser normativo. De hecho, si uno va a mirarlo bien, el milagro es que salgan bien tantos embarazos y partos como salen, considerándolo todo, y a pesar de nuestras insuficiencias humanas que a menudo tienden a frustrar a la naturaleza en sus intenciones. Una ingeniosa sugerencia es la lanzada por el señor V. Lynch (Bach. Arith.): que tanto la natalidad como la mortalidad, así como todos los demás fenómenos de evolución, movimientos de la marea, fases lunares, temperatura de la sangre, enfermedades en general, todo, en una palabra, cuanto hay en el vasto taller de la naturaleza, desde la extinción de algún remoto sol al florecimiento de una de las incontables flores que hermosean nuestros parques públicos, está sujeto a una ley de numeración no averiguada todavía. Sin embargo la sencilla cuestión directa de por qué un hijo de padres normalmente sanos, al parecer niño saludable y bien cuidado, sucumbe inexplicablemente en la temprana niñez (mientras que otros del mismo matrimonio no), debe ciertamente, en las palabras del poeta, forzarnos a una pausa de meditación. La naturaleza, podemos quedar tranquilos, tiene sus propias buenas razones cogentes para hacer cualquier cosa que haga, y con toda probabilidad tales muertes se deben a alguna ley de previsión por la cual los organismos en que han establecido su residencia gérmenes morbosos (la ciencia moderna ha mostrado conclusivamente que sólo la sustancia plásmica puede llamarse inmortal) tienden a desaparecer en una fase cada vez más temprana de su desarrollo, arreglo que, aunque causante de dolor para algunos de nuestros sentimientos (notablemente el materno), sin embargo, según creemos algunos de nosotros, es a la larga benéfico para la raza en general asegurando así la supervivencia de los más fuertes. La observación (¿o deberíamos llamarla interrupción?) del señor S. Dedalus, de que un ser omnívoro que puede masticar, deglutir, y al parecer hacer pasar por el canal ordinario con pluscuamperfecta imperturbabilidad elementos tan heterogéneos que hembras cancerosas demacradas por la parturición, y corpulentos caballeros de carrera, para no hablar de biliosos políticos o monjas cloróticas, puedan encontrar solaz gástrico en una inocente colación de lechal, de
staggering bob
, revela, como nada podría hacerlo y bajo una luz muy poco placentera, la tendencia a que antes hemos aludido. Para ilustración de aquellos que no estén tan íntimamente familiarizados con las minucias del matadero municipal como este esteta de morbosa mentalidad y filósofo en embrión que, a pesar de su jactanciosa suficiencia en cosas de la ciencia apenas distingue un ácido de un álcali, presume de ser, quizá debería indicarse que staggering bob, en la vil jerga de los provistos de licencia para vender despojos entre nuestras clases bajas, designa la carne cocible y comible de un ternero recién desprendido de su madre. En reciente controversia pública con el señor L. Bloom (Ag. Publ.), que tuvo lugar en el salón general del Hospital Nacional de Maternidad, calle Holles 29, 30 y 31, cuyo cualificado y famoso superior es, como es bien sabido, el doctor A. Horne (Lic. Obst., M. F. M. L), testigos presenciales informan que afirmó que una vez que una mujer ha dejado entrar el gato en el cesto (una alusión estética, es de suponer, a uno de los procesos más complicados y maravillosos de la naturaleza, el acto de la conjunción sexual), debe dejarlo salir a su vez, esto es, darle vida, según él se expresó, para salvar la suya propia. A riesgo de la suya, fue la elocuente réplica de su interlocutor, no menos eficaz por el mesurado y moderado tono en que se pronunció.

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