Ulises (75 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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El Papa Pedro se orina en la cama.
Un hambre es hombre a pesar de todo.

Nuestro ilustre conocido, señor Malachi Mulligan, apareció entonces en el umbral cuando los estudiantes acababan su apólogo, acompañado por un amigo a quien acababa de volver a hallar, un joven caballero llamado Alec Bannon que estaba recién llegado a la ciudad con la intención de comprar un nombramiento de alférez o subteniente en la milicia territorial y alistarse para la guerra. El señor Mulligan tuvo la cortesía de expresar su complacencia ante todo ello tanto más cuanto que armonizaba con un proyecto suyo para la cura del mismo mal a que antes se había aludido. Por lo cual distribuyó al grupo un juego de tarjetas de cartulina que había hecho imprimir aquel día por el señor Quinnell con una inscripción compuesta en bella cursiva:
Señor Malachi Mulligan, Fertilizador e Incubador, Isla Lambay
. Su proyecto, como pasó a exponer, era retirarse del círculo de vanos placeres tales como los que forman la principal ocupación de Sir Pisaverde Papagayo y Sir Alfeñique Quidnunc de esta ciudad y dedicarse a la más noble tarea para que ha sido constituido nuestro organismo corporal. Bueno, oigamos qué es, mi buen amigo, dijo el señor Dixon. No tengo duda de que huele a ir de mozas. Vamos, siéntense los dos. No es más caro por sentarse. El señor Mulligan aceptó la invitación y, explicando su designio, dijo a sus oyentes que le había llevado a esa idea una consideración de las causas de la esterilidad, lo mismo la inhibitoria como la prohibitoria, tanto si la inhibición se debe a su vez a vejaciones conyugales o a una parsimonia del equilibrio, cuanto si la prohibición procede de defectos congénitos o de proclividades adquiridas. Le dolía gravemente, dijo, ver el tálamo nupcial defraudado de sus más queridas prendas: y el reflexionar sobre tantas hembras agradables de sustanciosas coyunturas, presa de los más viles bonzos, que escondían su antorcha bajo un celemín en un extraño claustro, perdiendo su floración mujeril en los abrazos de algún inexplicable villano cuando podrían multiplicar las entradas a la felicidad, sacrificando la joya inestimable de su sexo cuando un centenar de lindos mozos estaban a mano para acariciar; eso, les seguró, hacía llorar a su corazón. Para superar ese inconveniente (que él consideraba debido a una supresión de calor latente), habiéndose asesorado con ciertos consejeros de dignidad e inspeccionado el asunto, había resuelto tomar en contrato perpetuo el feudo de la isla Lambay a su propietario, Talbot de Malahide, un caballero Tory no muy en el favor de nuestro partido dominante. Allí se proponía establecer una granja nacional de fertilización que se llamaría
Omphalos
con un obelisco cuya talla y erección se haría a la manera de Egipto, y ofrecer sus cumplidos servicios de gentilhombre para la fecundación de cualquier hembra de cualquier clase o calidad que se dirigiera a él con el deseo de cumplir las funciones de su naturaleza. El dinero no era su objetivo, dijo, ni recibiría un penique por sus esfuerzos. La más pobre moza de cocina no menos que la opulenta dama a la moda, si tales eran sus complexiones y si sus temperamentos eran cálidos persuasores para sus peticiones, encontrarían en él a su hombre. Para su nutrición mostró cómo se alimentaría exclusivamente allí con una dieta de sabrosos tubérculos y pescados y conejos, estando altamente recomendada la carne de estos prolíficos roedores para tal propósito, tanto cocida como guisada con un poco de nuez moscada y una vaina o dos de chiles. Tras esta homilía que pronunció con mucho calor de aseveración, el señor Mulligan en un instante quitó de su sombrero un pañuelo con que lo tenía escondido. Ambos, parece, habían sido alcanzados por la lluvia y por más que apretaron el paso, recibieron agua, como podía observarse por los calzones del señor Mulligan de un gris áspero ahora vuelto de color un tanto pío. Su proyecto mientras tanto fue muy favorablemente comentado por sus oyentes y obtuvo cordiales elogios de todos, aunque el señor Dixon de Mary objetó a él, preguntando con aire pedantesco si se proponía llevar agua a la fuente. El señor Mulligan sin embargo lisonjeó a las cultos con una apropiada cita de los clásicos que, tal como permanecía en su memoria, le parecía un sólido y elegante apoyo de su punto de vista:
Talis ac tanta depravatio hujus seculi, O quirites, ut matres familiarum nostrae lascivas cujuslibet semiviri libici titillationes testibus ponderosis atque excelsis erectionibus centurionum Romanorum magnopere anteponunt
, mientras que para los de más rudo ingenio insistió en su tesis mediante analogías del reino animal más apropiadas a sus estómagos, el ciervo y la cierva en el claro del bosque, el pato y la pata en la granja.

Prevaliéndose no poco de su elegancia, pues en efecto era hombre de persona atrayente, ese charlatán se dedicó entonces a su indumentaria con consideraciones un tanto acaloradas en cuanto al súbito capricho de la atmósfera mientras la compañía derrochaba sus encomios sobre el proyecto que había presentado. El joven caballero su amigo, aún rebosante de gozo por un lance que le había acontecido, no pudo menos de contárselo a su más próximo vecino. El señor Mulligan, observando ahora la mesa, preguntó para quién eran esos panes y, viendo al forastero, le hizo una cortés reverencia y dijo: Señor, si os place, ¿habéis menester de alguna asistencia profesional que pudiéramos daros? El cual, ante esta oferta, le dio las gracias muy cordialmente, aunque manteniendo su distancia adecuada, y respondió que había llegado allí por una señora, ahora internada en la casa de Horne, que se hallaba en estado interesante, pobre señora, por los dolores de la maternidad (y allí lanzó un profundo suspiro), para saber si ya había tenido lugar su felicidad. El señor Dixon, para cambiar de tema, empezó a preguntar al propio señor Mulligan si su incipiente ventripotencia, por la que bienhumoradamente le reprendió, era señal de una gestación ovoblástica en el utrículo prostático o útero masculino, o bien si se debía, como en el caso del famoso médico señor Austin Meldon, a un lobo en el estómago. Como respuesta al señor Mulligan, en una tempestad de risas respecto a sus calzones, se golpeó valientemente bajo el diafragma, exclamando con una admirable imitación bufa de la Abuela Grogan (la más excelente criatura de su sexo aunque lástima que sea una puta): Aquí hay una barriga que nunca concibió un bastardo. Fue una salida tan feliz que renovó las tempestades de júbilo y lanzó a la sala entera a las más violentas convulsiones de regocijo. El alegre charlatán habría continuado en la misma vena de imitación de no ser por cierto desorden en la antecámara.

Aquí el que escuchaba, que no era otro que el estudiante escocés, un cabeza caliente, rubio como la estopa, se congratuló del modo más vivo con el joven caballero e interrumpiendo la narración en un punto saliente, tras de rogar a su
vis-à-vis
con una cortés inclinación que tuviera la amabilidad de pasarle un frasco de aguas cordiales a la vez que con una actitud interrogativa de la cabeza (todo un siglo de educación cortés no habría logrado un gesto tan refinado) a la que iba unido otro movimiento equivalente pero contrario de la cabeza, preguntó al narrador con la mayor claridad posible de palabras si podía servirle una copa de ello.
Mais bien sûr
, noble forastero, dijo él animadamente,
et mille compliments
. Sí que puede y muy oportunamente. No faltaba nada más que esta copa para coronar mi felicidad. Pero, bondadosos cielos, si me quedara sólo con una corteza en la bolsa y un vaso de agua del pozo, Dios mío, me satisfaría con ello y mi corazón me inspiraría que me arrodillara en el suelo y diera gracias a los poderes de lo alto por la felicidad que me otorgaba el Dador de todo lo bueno. Con esas palabras, aproximó la vasija a sus labios, tomó un generoso sorbo del cordial, se alisó el pelo y, abriendo su pecho, sacó de él un medallón que colgaba de una cinta de seda, la misma imagen que siempre había guardado como un tesoro desde que la mano de ella escribió allí. Observando esas facciones con todo un mundo de ternura, Ah Monsieur, dijo, si la hubierais visto como yo la vi con estos ojos en aquel instante conturbador con su delicada blusa y su sombrerito nuevo a la
coquette
(un regalo por el día de sus días, me dijo), en tal desorden ingenuo, de ternura tan conmovedora, sobre mi conciencia que incluso vos, Monsieur, habríais sido impulsado por la generosa naturaleza a entregaros por completo en manos de tal enemiga o a abandonar el campo para siempre. Os aseguro que en toda mi vida me he sentido tan afectado. ¡Oh Dios te doy gracias como Autor de mis días! Tres veces feliz será aquel a quien tan adorable criatura bendiga con sus favores. Un suspiro de afecto prestó elocuencia a esas palabras y, tras de reponer el medallón en el pecho, se enjugó los ojos y volvió a suspirar. Benéfico Diseminador de bendiciones para todas tus criaturas, qué grande y universal ha de ser la más dulce de tus tiranías si puede sujetar en sus vínculos al libre y al siervo, al simple rústico y al pulido pisaverde, al amante en los días más altos de pasión desenfrenada y al marido en los más maduros años. Pero ciertamente, señor, me estoy alejando de mi asunto. ¡Cuán mezcladas e imperfectas son todas nuestras dichas sublunares!
Maledicite!
¡Pluguiera a Dios que la previsión me hubiera recordado tomar conmigo mi capa! Estoy por llorar de pensarlo. Entonces, a pesar de todos los aguaceros, no lo habríamos sentido en nada. Pero desventurado de mí, exclamó, golpeándose la frente con la mano, mañana será otro día, y, mil truenos, conozco a un
marchand de capotes
, Monsieur Poyntz, de quien por una
livre
puedo obtener un capote a la moda francesa tan cómodo como el que mejor haya jamás defendido a una dama de mojarse. ¡Tate, tate!, gritó Le Fécondateur, entrando en escena, mi amigo Monsieur Moore, ese cumplidísimo viajero (acabo de vaciar media botella avec lui en un círculo de los mejores ingenios de esta ciudad) me ha asegurado que en el Cabo de Hornos,
ventre de biche
, tienen una lluvia que cala a través de cualquier capote, incluso el más recio. Una mojadura de tal violencia, me dice,
sans blague
, ha mandado en serio a más de un desdichado al otro mundo por la posta. ¡Bah! ¡Una
livre
! grita Monsieur Lynch. Esos torpes instrumentos no valen más de un
sou
. Un solo paraguas, aunque no fuera mayor que una seta de hadas, vale por diez de tales tapones. Ninguna mujer de ingenio usaría uno. Mi querida Kitty me dijo hoy que danzaría en un diluvio antes que morir de hambre en tal arca de salvación, pues, como me recordó (ruborizándose picantemente y susurrándome al oído, aunque no había nadie para captar sus palabras sino aturdidas mariposas), la señora Naturaleza, por la bendición divina, lo ha implantado en nuestro corazón y ha llegado a ser dicho proverbial que
il y a deux choses
para las cuales la inocencia de nuestra vestimenta original, en otras circunstancias un quebrantamiento de las conveniencias, es el atuendo más apropiado, e incluso el único. La primera, dijo (y aquí mi linda filósofa, mientras la ayudaba yo a subir al tílbury, tocó suavemente con la punta de la lengua al pabellón externo de mi oído), la primera es un baño… pero en este punto una campanilla que resonaba en el vestíbulo cortó un discurso que tantas promesas ofrecía para el enriquecimiento de nuestro caudal de saberes.

Entre la desbordada hilaridad general de la asamblea, resonó una campana y mientras todos conjeturaban cuál podría ser la causa, entró la señorita Callan y, habiendo dicho unas pocas palabras en voz baja al joven señor Dixon, se retiró con una profunda reverencia a toda la compañía. La presencia, incluso por un momento, entre una reunión de depravados, de una mujer dotada de todas las cualidades de la modestia y no menos severa que hermosa, refrenó las salidas de buen humor incluso de los más licenciosos, pero su partida fue la señal para una explosión de picardías. Que me maten, dijo Costello, un villano que había empinado demasiado el codo. ¡Un monstruoso buen pedazo de vaca! Juraría que te ha dado una cita. ¿Qué, tú también, perro? ¿Cómo se te dan? ¡Pardiez! Así es y mucho más, dijo el señor Lynch. Los modales de cabecera son los que usan en el hospital Mater. Diantres, ¿no barbillea el doctor O’Gárgaras a las monjas? Como que espero salvarme que me lo dijo mi Kitty que ha cuidado enfermos aquí en estos siete meses. ¡Misericordia, doctor!, exclamó el mozuelo del chaleco prímula, fingiendo una sonrisa femenil y con inmodestas agitaciones de su cuerpo, ¡cómo sabéis chancearos de vuestra gente! ¡Peste de hombre! Válgame Dios, que estoy todo tembloroso. ¡A fe, sois tan malo como ese buen padrecito Cuántasveces, eso es la que sois! Que se me atragante este jarro de a cuartillo, exclamó Costello, si no está para ser madre. Conozco a la dama que está para hincharse en cuanto le pongo los ojos encima. El joven cirujano, no obstante, se levantó y rogó a la compañía que excusaran su marcha ya que la enfermera le acababa de informar que era necesario en el pabellón. A la misericordiosa providencia le había placido poner fin a los sufrimientos de la señora que estaba
enceinte
, la cual había parido con laudable fortaleza dando a luz a un vivaz niño. Paciencia me hace falta, dijo, con los que, sin ingenio para animar ni sabiduría para instruir, deshonran una ennoblecedora profesión que, salvando la reverencia debida a la Divinidad, es el mayor poder de felicidad que haya en la tierra. Estoy seguro cuando digo que si fuera necesario podría presentar una nube de testigos a favor de la excelencia de sus nobles ejercitaciones, que, lejos de ser objeto de escarnio, deberían ser un glorioso incentivo en el pecho humano. No puedo con ellos. ¿Qué? ¿Malignan a una así, la amable señorita Callan, que es el lustre de su sexo y el asombro del nuestro y en el instante más decisivo que le puede sobrevenir a una mísera criatura de barro? ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! Me estremece pensar en el futuro de una raza en que se hayan sembrado las semillas de tal malicia y en que no se rinda la debida reverencia a la madre y la doncella en la casa de Horne. Habiéndose desahogado de esta reprimenda, saludó a los presentes en su retirada y se dirigió a la puerta. Un murmullo de aprobación se elevó de todos y algunos estaban dispuestos a expulsar sin más al vil embebedor, designio que se hubiera ejecutado, y no habría sido más que lo debido a sus estrictos méritos, de no ser porque él abrevió su transgresión afirmando con una hórrida imprecación (pues juraba de buena gana) que era tan buen hijo del verdadero rebaño como cualquier otro mortal. Sacadme las tripas, dijo, si no han sido siempre esos los sentimientos del honrado Frank Costello, educado concienzudamente por lo que toca al honrarás padre y madre la cual tenía la mejor mano para los buñuelos con mermelada o el flan con nata que siempre recuerdo con corazón amoroso.

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